XXV

Visto el escepticismo del mensajero de los ediles, estaba decidida a demostrarle lo que valía. A la mañana siguiente volví al piso de Gratiana y pregunté por su criada, cuyo nombre descubrí era Venusia. Había salido con su señora. La esclava anciana, la que había abandonado la habitación a mi llegada el día anterior, vino a hablar conmigo. Parecía sensata, pero ¡esta impresión puede ser muy engañosa! Quería decirme que había hablado con Venusia acerca de lo que había pasado y que la criada había insistido en que no había visto a ningún agresor.

—¿Es una buena chica?

La anciana parecía indecisa. Sin embargo, tenía sus sesenta buenos años y era probable que desconfiara de cualquiera por debajo de los treinta.

—Siempre ha sido muy leal a la señora.

—¿Pero…?

—Siempre que ve algo raro, lo dice… —Parecía referirse a algún antiguo incidente o a una acción que quizá desaprobaba, aunque, si así era, la mujer no lo dijo.

Podía imaginarme un escenario en el que la mujer anciana se comportaba de manera reservada y conservadora, mientras que la joven parloteaba sin reflexionar demasiado.

Le conté que la criada de Marcia Balbila tenía un amante.

—No me sorprende, ya sabe cómo son las chicas jóvenes como Ino.

Le dije que sí lo sabía. Intenté no pensar en Andrónico mientras conversábamos.

—Locas por los hombres…, ¡cuántas hay!

—¡Eso es!

Yo también, yo también…

—Dígame, ¿Venusia es así?

—No, a menos que la tonta criatura no haya conseguido mantener a su cupido bien escondido.

Personalmente, sé por qué Venusia haría semejante cosa: no era sólo porque trabajaba en un ambiente con reglas estrictas, impuestas por propietarios infames, y donde el comportamiento de los esclavos era escudriñado con minuciosidad por los más mayores. Los esclavos no eran los únicos que debían ser discretos. Cualquier mujer que habla de su amante antes de que hayan pasado cinco años desde que lo conoce está pidiendo a gritos que la gente acabe considerándola una tonta.

Seguí investigando el asunto de Venusia, así que, siempre escrupulosa, ascendí trotando el monte hasta el Templo de Ceres, donde se supone que había ido Gratiana con su criada, según la anciana: también esta vez la perdí por un pelo. Hay categorías de testigos que siempre crean problemas. Las rubias ricas, por ejemplo.

* * *

Tiempo para escribir mi informe.

Para hacerlo, no volví a la plaza de la Fuente como acostumbraba a hacer, sino que fui a casa de mis padres y se lo dicté a Katutis, el secretario egipcio altamente cualificado de padre. Estaba emocionado, porque la mayoría del tiempo nadie requería sus servicios en casa. Lo escribió con tinta sobre papiro para que tuviera un buen aspecto; quizá fuera el informe más caro de la historia. Padre lo vio en acción y casi se muere de la risa.

Volví a subir por el Aventino, llevando en la mano el sofisticado rollo que Katutis había atado con hilos, de los que colgaban sellos de seguridad de cera, y que había etiquetado como «Altamente confidencial». Por suerte, tengo un sello. Es una vieja moneda fijada a un anillo. Tiene la imagen de un rey británico con unas horribles greñas y con pinta de estar esperando impaciente a que los amables invasores romanos traigan a algún barbero decente.

Subiendo por las Escaleras de Casio, podía recorrer el Vicus Altus de camino a mi siguiente encargo: entregar el informe. Ese día estaba muy bien tapada, ya que sabía, que visitaría a mujeres para las que era muy importante ser respetable. Por la mañana, hasta dudé si tomar prestada a la hija mayor de los mauritanos que vivían en la primera planta del Edificio del Águila. En ocasiones, hacía pasar a esa silenciosa chiquilla de diez años por acompañante. Pero, como siempre, al final había decidido que era demasiada molestia. En su lugar, había cargado con una enorme estola, una de las que son igual de grandes y calientes que una toga, pero que indican un gran respeto cuando visitas a mujeres inteligentes. Fuera, en la calle, me envolví en ella para que nadie pudiera reconocerme: cabeza cubierta, atracciones del rostro y del cuerpo neutralizadas, nada a la vista, a excepción de las puntas de los dedos.

Al deslizarme con discreción por el Vicus, pude divisar a Tiberio, que estaba al acecho. Se había librado de la venda y del cabestrillo demasiado llamativos y ahora tenía la mano herida apoyada en un trozo de tela raído y con aspecto mugriento, tal vez rasgado de alguna vieja túnica. Estaba vagando, sin duda en busca de nuestro asesino, justo al igual que yo. Nos habíamos disfrazado de esclavos que se ocupan de sus cosas de la manera invisible que hacen los esclavos en las calles romanas. Nadie nos habría hecho caso a ninguno de los dos, aunque, por supuesto, yo lo vi.

Podía haberle dado el informe, pero tenía una idea mejor. Quería acercarme a la oficina de los ediles por si encontraba a Andrónico.

* * *

¡Qué emoción! Estaba allí.

Estábamos ambos encantados de vernos de nuevo. Andrónico me hizo reír con palabras selectas sobre Manlio Fausto, que lo había estado refrenando esos últimos días. Me di cuenta de que mi amigo tenía el mismo dilema que todos los libertos: al emanciparse de la esclavitud, podía irse y ser su propio dueño, teniendo la vida amorosa que quisiera, pero entonces tendría que asumir unos riesgos financieros bastante grandes. Podría montarse su propio negocio, con un capital inicial muy pequeño, y enfrentarse a un posible fracaso. Si, por el contrario, quería quedarse a trabajar para gente que lo conocía, estaba atrapado, porque sus patrones —que es lo que eran ahora— esperaban poderlo mangonear. Tenía algún derecho a que ellos lo protegieran, pero a cambio tenía que obedecerlos. Me parecía a mí que Andrónico no tenía un carácter lo bastante humilde para aceptarlo. Consideraba su posición frustrante en extremo.

Liberé mi cuerpo caliente de los pliegues envolventes de la estola. Él acogió el proceso con el entusiasmo de un niño abriendo un regalo. En cuanto vio el pergamino, me lo quitó de las manos, riéndose de la etiqueta de confidencialidad y de los sellos. Le expliqué:

—Tras ordenar a los vigiles que me impidieran seguir con mis encargos privados, ese hombre aturdido ahora me ha contratado. Este es mi informe oficial para él.

—¡Y lo has entregado a la única persona que es capaz de deshacer los hilos, leer los secretos y volver a poner los sellos sin que nadie se dé cuenta! —bromeó Andrónico.

—Mmm, sí.

De hecho me había asaltado alguna duda momentánea. Pero confiaba en él.

—¡Supongo que falsificar sellos legales es la primera cosa que aprende un archivista!

—No, la primera es cómo esconder con rapidez el vaso de posea en un cajón cuando entra el jefe.

La posea, que es poco más que vinagre o vino estropeado por una mala conservación, es una bebida de esclavos. No hice comentarios. Sabía que no le gustaría que se lo recordara y tampoco le agradaría que supiera tanto de su pasado.

Me cogió la mano derecha y examinó mi sello. Tras compararlo con las marcas en la cera, siguió sujetándola. Me gustan los amantes con autoridad, pero era consciente de que estábamos en una oficina pública. En Roma, sólo las personas de las clases más bajas —o los nobles muy borrachos— hacen el amor en público. En cuanto a Andrónico, parecía disfrutar del peligro de ser descubierto.

—Por suerte —dijo, mirándome fijamente a los ojos desde muy cerca—, yo sí sé lo que está pasando. Se ataca a la gente en la calle. Desde hace un tiempo están teniendo lugar reuniones de hombres poderosos, con los ediles de por medio. Tres de los cuatro albergan esperanzas de poder retrasar cualquier acción hasta que se acabe su mandato, para poder endosar el problema a sus futuros compañeros. Nuestro Fausto tiene que ser distinto. Lo ha convertido en su misión personal. Quiere atrapar al asesino del Aventino y, si fracasa, a ese idiota se le romperá el corazón.

—A lo mejor tiene razón. ¿No se merecen los ciudadanos protección?

—Por supuesto.

Andrónico tenía su típica mirada abstraída, casi como si hubiese querido dar otra respuesta. Sospeché que tenía en baja estima a la ciudadanía, pero creía que no estaba del todo equivocado. Cuantos más ciudadanos conocía, más perdía la esperanza.

—¿Fausto está aquí hoy?

—No, gracias a Júpiter.

—¿Y alguno de los otros tres?

—Por supuesto que no. No creerás que estos chicos de oro trabajan, ¿verdad?

Andrónico me atrajo a sí y empezó a acariciarme la nuca con suavidad. Olía a una esencia que debía de ser cara. Me hizo gracia saber que le gustaban semejantes artículos de lujo y que tenía dinero para comprarlos.

—Entonces, ¿qué has averiguado para el hombre triste?

—Oh, está todo dentro —murmuré, intentando tener bajo control la puerta por si alguien entraba.

Tengo mis normas. Nunca me ha gustado besuquearme en público. Quiero estar relajada y darlo todo. También me gusta la comodidad. Estaba sin duda dispuesta a dárselo todo a Andrónico, pero no apoyada contra unos baúles en la oficina pública de los magistrados. ¿Quién quiere que se le clave una vieja cerradura oxidada en las costillas?

—Lo verás si rompes los sellos… Me pidieron que interrogara a Laia Gratiana.

—¿Acerca del accidente en el que murió la criada de su amiga?

Estaba contenta de que hubiera oído hablar de ello, así no tendría que revelar una información confidencial.

—Sí, siempre me tocan los mejores trabajos… Tuve que obligarme a ser cortés.

—¡Pobrecita! Es una arpía. No aguanto tener que llevar documentos al Templo y ver cómo se pasea por ahí, como si fuera la Reina de los Cielos.

—Yo lo conseguí.

Entonces Andrónico reflexionó:

—Laia Gratiana, ¿no? ¿Sabes que ella y Fausto tienen un pasado sórdido?

—Por eso me enviaron a mí a tomar la declaración.

A pesar de que era maravilloso estar otra vez en sus brazos, no tenía ninguna intención de comunicar a Andrónico que Laia Gratiana podría haber visto al asesino. Y tampoco iba a informarle de lo que Tiberio me había confiado acerca de aquel antiguo divorcio.

—Sí, evitará de todas las maneras tener contacto con la altiva Laia y ella tampoco se le acercará jamás. Algo pasó allí, Albia. ¡Daría lo que fuera por saber qué fue con exactitud!

Para despistar a mi curioso amigo —y para intentar ignorar por dónde se iban sus manos—, mencioné mi sabia teoría según la cual, si una de las criadas hubiera tenido un lío, se habría guardado el secreto, teniendo en cuenta mi convicción de que ninguna mujer debería alardear de su amante. Empezamos a fantasear en broma:

—Ya sabes, o él está a punto de abandonarla de forma inesperada para perseguir su verdadera ambición, que es la de marcharse a la legión o de emprender un largo viaje por mar…

—O si no —Andrónico terminó la frase por mí—, su confidenta, que antes era su mejor amiga, resulta ser una zorra falsa, la misma mujer con la que el muchacho la ha estado engañando…

Nos reímos. Era maravilloso tener a alguien con quien compartir semejantes momentos estrafalarios en medio del trabajo serio. Andrónico era un experto en el arte del flirteo inocente y de la amistad relajada. Me hacía sentir segura. Me sumí en esa sensación placentera, a pesar de que sabía que tanta confianza podía ser peligrosa.

—Entonces… —insinuó—. Deduzco que no vas a alardear de mí, ¿no es así?

No podía evitarlo. Era un hombre, tenía que ser el centro de todo. Sólo le sonreí con sagacidad.

Volvimos al tema de mis investigaciones.

—Albia, ¿estás insinuando que un novio atacó a las criadas?

—No hay ninguna prueba de ello.

Oímos pasos pausados fuera, en el pórtico. Cuando entró el maldito mensajero, Andrónico y yo ya estábamos sentados inocentemente en dos sillas separadas.

—Veo que se ha deshecho del convincente disfraz —se burló Tiberio, indicando con la cabeza mi estola abandonada.

Tenía que informarme de que, por supuesto, me había visto en el Vicus Altus antes. Me pregunté si después me había seguido adrede para interrumpir mi diversión con Andrónico.

—Cuando hayáis acabado de lanzaros miraditas… Supongo que éste es su informe. ¿Puedo cogerlo?

Fulminó con la mirada a Andrónico, que tuvo que separarse de mi pergamino.

—He cubierto bastante bien todo —intervine, intentando distraerlos de su hostilidad recíproca—. No he podido hablar aún con la segunda criada, pero una fuente me ha dicho que dice no haber visto nada. Por supuesto, quiero comprobarlo. No dejaré de intentarlo, ya que quiero hacer un seguimiento adecuado.

—Manténgame informado.

No repetí mi teoría acerca de las mujeres y sus amantes. Tiberio no era un hombre con el que se podía bromear.

* * *

Tiberio nos dejó, agarrando mi pergamino, y se fue a alguna otra parte del edificio.

Mencioné a Andrónico que había visto al mensajero patrullando la calle donde habían ocurrido los incidentes.

—Parece obsesionado.

—En realidad, podría haber también otra explicación —declaró Andrónico con tono sombrío.

—¿Cuál?

—¿Nunca te has fijado en el carácter tan raro que tiene Tiberio? Un solitario. Un merodeador. Una persona fría, sin amigos, arrogante, asocial, que no consigue gustar a nadie, ni siquiera si lo intenta, aunque la mayoría de las veces ni se molesta. Un hombre que recibió el encargo de moverse entre los ciudadanos, juzgando sus caracteres y su comportamiento… Así que, ¿no podría haber decidido aplicar su propio castigo a los que considere culpables?

—Sigue.

No me gustaban nada sus conclusiones, pero lo dejé llegar hasta el final.

—¿Verdad que no sería una coincidencia, Flavia Albia, si resultara estar involucrado en lo que estás investigando? Imagina que Tiberio es tu villano.