Me acerqué al Vicus Altus y eché un vistazo. Solamente era una calle. Nada relevante o fuera de lo habitual. Volví.
Cuando por fin llegué a El Astrónomo, Tiberio todavía estaba allí, delante del tablero de las damas sin usar. Las fichas aún estaban en su bolsita de cuero, como si nunca las hubiera sacado. Parecía que hubiera estado deprimiéndose. Tal vez había continuado pensando en el matrimonio fallido del edil.
Justo antes de que levantara la mirada y me divisara, tuve la oportunidad de examinarlo. En los bares, algunos clientes son vulnerables de modo evidente, sobre todo si están preocupados, pero él no. Me di cuenta, por ejemplo, de que Trinio, el carterista, no había hecho con él ningún intento de acercamiento, y también me parecía poco probable que le molestara ningún borracho.
En los pocos días desde que había conocido al mensajero, no había ido al barbero: esa desagradable barba de varios días que tenía se había convertido en una mata descuidada que le tapaba toda la cara. Andrónico también tenía barba. ¡Hades! Debe de haber más barbas en su casa que en una academia de filósofos. El pelo anaranjado claro de Andrónico estaba cortado con mucho cuidado. Ya a poca distancia era imperceptible. No ocultaba en absoluto sus rasgos.
El mensajero era más oscuro. No podía ver de Tiberio nada más que esos desconfiados ojos grises.
—Perdone, me ha costado un poco. Me sorprende que aún esté aquí.
—Sabía que iba a volver.
Le expliqué que había ido al otro lado del monte para inspeccionar el lugar del crimen.
—¿Conoce el Vicus Altus?
Tiberio fingió, pero yo sabía que no era capaz de situarlo. Disfruté mucho exponiendo mis conocimientos:
—Es una calle corta y estrecha, más arriba de la orilla y paralela a ella, detrás del gran Templo de Juno Regina. —Seguía sin reaccionar—. Detrás de la curva, desemboca en la calle del Laurel Menor.
Tiberio se enderezó.
—Así es —le dije con calma—. Si estamos buscando a un mismo asesino para las cuatro muertes extrañas que hemos detectado, éste es su recorrido. Justo al lado de donde vivían Salvidia y Celendina. No sabemos con exactitud dónde fue atacada cada una de ellas, pero la localización es significativa. A ellas también pudieron haberlas agredido en el Vicus Altus.
—¿Y qué me dice del desbullador de ostras?
—Sigue estando cerca. El puesto se encuentra más abajo, es verdad, pero está en la Puerta Trigémina, justo debajo del Templo de Ceres. Todos los eventos que hemos identificado sucedieron en la parte nordeste del Aventino. Eso reduce el área de búsqueda.
Mientras Tiberio miraba pensativo, le dije que había aconsejado a Laia Gratiana que ella y las demás señoras del culto no se pasearan por ahí sin guardaespaldas. Me había dicho que ahora todas estaban usando sillas o literas. Pero lo dijo como si yo me hubiera tomado demasiadas libertades dándole consejos, sobre todo cuando esa medida se le había ocurrido a ella primero.
Eso hizo que el mensajero murmurara:
—¡Típico de ella! —Hizo el comentario para sí mismo, no lo compartió conmigo.
Le conté lo que Laia Gratiana me había explicado acerca del percance de Ino. Tiberio me dejó terminar sin interrumpirme. Acabé. Se quedó callado.
—¿Qué tal lo he hecho? —pregunté con un tono un tanto satírico, porque pensaba que había ido a las mil maravillas.
Se chupaba los dientes.
—¿Ha interrogado a la criada de Laia Gratiana?
Maldije para mis adentros. Cuando lo había sugerido, Gratiana me había dicho de manera cortante que no era necesario.
—¡Oh, debería haber insistido! —asintió Tiberio con la cabeza, lo cual me hizo sentir muy poco profesional.
Tenía razón: teníamos tan pocos testigos que debería haber interrogado también a la chica —haciendo caso omiso a su señora—, por si había visto algo más.
Algunos informantes lo habrían pasado por alto, pero yo admití de inmediato que me había equivocado. Le dije que podía volver y hacerlo.
Parecía que estaba perdiendo el interés. Podía percibir, por la manera de sujetarse la mano, que la herida que le había hecho con la brocheta le dolía. Le recomendé que fuera a su casa a descansar.
Se giró sobre sus pies. Para ser un hombre duro, estaba visiblemente alicaído esa tarde.
—Sí, me duele. No se moleste en pedir disculpas, Albia.
—No lo siento.
Tiberio me desestimó con una de sus miradas entendidas.
—¡Sí que lo siente! —afirmó.
Abandonó la caupona de repente, sin decir adiós. Di gracias a los dioses por no tener que tratar mucho con él.