XXIII

Tras una pausa, Tiberio preguntó nervioso:

—Entonces, ¿irá a verla?

—¡No me lo perdería por nada del mundo!

Nunca le haría preguntas íntimas sobre el edil, pero el personal puede ser útil. Muchas veces la confidencia de un esclavo o de un liberto ha contribuido a reabrir alguno de mis casos, así que insté a Tiberio:

—Déme instrucciones.

Levantó una ceja.

—Quiero saber a qué me voy a tener que enfrentar, Tiberio. ¿Cuál es el motivo exacto por el que Fausto no quiere tomar esta declaración en persona? —El mensajero seguía inexpresivo—. Debe de haber pasado algo raro. La gente se divorcia todo el rato, pero no por eso deja de hablarse. Los plutócratas plebeyos forman un círculo muy pequeño. Cada vez que se organiza un recital de poesía, debe de ser un engorro para la anfitriona tener que mantener a Fausto y a Gratiana separados. Hábleme de su matrimonio y del divorcio.

Tenía el ceño tan fruncido que pensé que no diría ni pío.

—Esto es confidencial, Albia.

—¿Quiere que se lo pregunte directamente a la señora? ¿Qué pasa, dormía con aurigas? ¿O con actores y sus suplentes?

—¡No se atreva a decirle eso! —Parecía horrorizado.

—¿Es demasiado mojigata para semejante insinuación?

—Es una mujer respetable.

—¡Ah, vale! Entonces, ¿la culpa fue de él? —Tiberio se quedó callado—. Algo pasó. Ni siquiera mi amigo Andrónico, al que le gusta saberlo todo, parece conocer esa historia. Pero sé que intuye que hubo algún tipo de historia. Se pregunta, así que yo también me pregunto… ¿Usted lo sabe?

Tiberio asintió un poco. Me relajé. Me pregunté por qué había tenido el privilegio de conocer esta información.

—¿Y eso? ¿Cuál es su pasado, Tiberio? ¿También se crió en la casa del tío?

—No.

Intenté adivinar.

—¿Llegó allí junto con Fausto? ¿Desde la casa de sus padres, tras su muerte? —Esa era la diferencia entre Tiberio y Andrónico, que el último parecía haber sido propiedad de Tulio—. Cuando Fausto se casó, ¿se fue usted también?

—Allí donde va él, voy yo.

De repente Tiberio respiró hondo, como si quisiera interrumpir esa línea de investigación, y empezó a darme las instrucciones que le había pedido.

—Fausto se casó con veintipocos años. Lo organizó su tío por motivos comerciales y sociales…

Me reí entre dientes:

—Sé cómo va eso: «Ya tienes veinticinco años, jovencito, y es hora de engendrar un heredero. Únete a esta mujer: nunca la has visto, pero es que le debemos dinero a su padre. Es una virgen castiza muy simpática y sólo tiene doce años». ¡Criaturas extraordinarias, las clases importantes!

—Laia Gratiana tenía por lo menos dieciocho.

—Entonces retiro ese detalle. ¡Pero lo demás queda bien! —Tiberio no lo negó—. Así que Fausto y la imperiosa Laia fueron arrastrados a una unión por el tío titiritero. ¿Qué más?

—El matrimonio siguió su marcha de manera cortés durante unos años.

—¡Tomo nota de cómo lo ha expresado! ¿Hijos?

—No.

—¿Compartían habitación? ¿O cada uno tenía la suya, como los grandes ricos?

—Separadas —confesó Tiberio lanzándome una mirada, pero yo hice caso omiso a su reprimenda—. Pero todo lo que tenía que suceder sucedió.

—¡No creo que de manera demasiado espontánea! El que quisiera tener relaciones tenía que concertar una cita. Creo que sé de quién de los dos se esperaba eso. Reclamar los propios derechos sería prerrogativa del hombre… Así que, ¿quién de los dos tenía que buscar la pasión por otro lado? ¿Quién rompió el matrimonio?

Tras hacer esa pregunta crítica, me quedé sentada mirando cómo Tiberio luchaba con su conciencia. Al final habló, pero parecía como si se lo hubiera arrancado por medio de la tortura.

—La culpa de lo que pasó fue sólo de Manlio Fausto.

Fue conciso, pero me proporcionó toda la información que necesitaba. Era una historia muy poco edificante. A Fausto no lo vigilaba sólo su tío: esos días había despertado el interés de un hombre distinguido, quince años mayor que él, que había tenido relación con su padre y que le había ofrecido amistad y patronazgo. Según contó Tiberio, el hombre mayor no tenía hijos y era influyente; el joven era atractivo, dotado de talento, un bien social. Había sido la típica situación en la que se habría podido tomar en consideración una adopción formal. A medida que Fausto se acercaba a los veinticinco, hasta se había empezado a hablar de darle apoyo para que entrara en el Senado.

El patrón tenía una mujer hermosa, mucho más joven que él.

—¿Voluptuosa?

—Un espíritu libre.

—Eso es lo que quería decir, que su desbordante delantera lucía en escotes provocativos.

—Nada tímida —reconoció Tiberio con su modo arisco.

A veces, cuando el hombre mayor estaba fuera por negocios, la hermosa mujer entretenía a Fausto. En apariencia, en la casa del patrón se le trataba como a un familiar preferido, un joven primo o sobrino por ejemplo, que podía ir y venir sin problemas, pero estaba claro que una libertad semejante podía ser peligrosa. Aunque la mujer de Fausto era siempre bienvenida, casi nunca lo acompañaba. Solía pasar mucho tiempo con sus propios amigos. Seguramente demasiado.

—El resto lo puede imaginar —continuó Tiberio con una voz seca—. Una tarde, cuando estaban juntos, la atmósfera se caldeó. La hermosa joven se sentía insatisfecha por el marido que estaba envejeciendo. La amaba y la admiraba…

—¿Pero rara vez la reclamaba en la cama?

—¿Quién sabe?… Un joven tenía un evidente atractivo, y a lo mejor hasta se convencieron de que el hombre mayor los había dejado juntos a propósito.

—¿Quién empezó, lo sabe?

—Ella ofreció. Fausto aceptó.

—Así que disfrutaron de una unión salvaje, durante la cual esas dos personas aburridas y mimadas se sintieron excitadas por los riesgos que eso comportaba… ¿Y qué pasó después? —le pregunté con tranquilidad.

—Por supuesto, el lío salió a la luz muy pronto: no pasó ni una semana desde el principio hasta el final. Una esclava se chivó de Fausto a Laia Gratiana. Ella lo dejó y volvió a casa de su padre sólo una hora más tarde. El tío Tulio se precipitó a salvar la situación, con cierto coste. Eso fue cuando era emperador Vespasiano, cuando se miraba a los amoríos con más indulgencia que la que muestra Domiciano ahora. Si hubiese sucedido estos días, la esposa adúltera y su amante habrían sido juzgados, lo habrían perdido todo y habrían sido enviados al exilio. Pero incluso entonces la situación fue horrible. Como sabe, un marido agraviado está obligado a divorciarse de su esposa.

—Y en cuanto los esclavos empiezan a hablar de adulterio, las cosas empeoran.

—Exacto. Fausto había desperdiciado su potencial, había herido a personas de un modo terrible y había destrozado dos matrimonios. Peor aún, había traicionado a un hombre estupendo que le había concedido su amistad.

—¿Lo hizo por amor?

—No.

El mensajero era duro. Bebió agua como si tuviera dolor de barriga.

—Apuesto a que ya lo había hecho antes —conjeturé.

Tiberio parecía intrigado.

—Es posible… Ella murió. Murió de parto.

—¿El padre era Fausto?

—No. De ninguna manera. No la vio nunca más. Ocurrió un par de años más tarde.

—¡Algún otro amante vigoroso! ¿Y después, Tiberio? Caído en desgracia, Fausto volvió con el tío Tulio, teniendo que aguantar un torrente de acusaciones, estoy segura, sobre todo porque el escándalo había costado dinero. Mantenía la cabeza baja. Hacía lo que se le pedía. Sabía que toda promesa o ambición que hubiera albergado se había esfumado por culpa de su estupidez… ¿Se volvió a casar?

Tiberio negó con la cabeza.

—El hombre vive con el sentimiento de culpa.

Pensé que sentirse culpable durante diez años no le servía de nada a nadie. También reconocí que, aunque esos acontecimientos hubieran salido en las páginas sensacionalistas de la Gaceta —el infame tablón de anuncios del Foro que informaba de la vida de los famosos—, no me habría dado cuenta en aquel entonces. Pero parecía que todo había sido encubierto a la perfección.

Tiberio y yo estábamos con la moral por los suelos. Lo único que habíamos hecho había sido comentar la sórdida historieta de la idiotez de un joven diez años atrás, pero estábamos tan angustiados que Junilio vino a averiguar si no nos había afligido alguna tragedia mayor. Lo tranquilicé y luego me levanté para ir a tomar la declaración de Laia Gratiana. Dejé a Tiberio en El Astrónomo. Lo último que vi fue que Junilio le llevaba el tablero de las damas.

No estaba jugando. Sabía que Junilio habría jugado con él o también podía haber jugado solo. Quizá las damas eran su tapadera estándar cuando estaba de observación.

* * *

El mensajero me había dado la dirección. Laia Gratiana había vuelto a casarse tras su borrascosa separación de Fausto, pero su segundo marido había muerto y después también su padre. Entonces se había mudado desde la que sin duda había sido una enorme casa familiar a un piso más pequeño —pero aun así grande—, propiedad de un hermano. También estaba en la calle de los Plátanos donde vivía su amiga Marcia. Más vistas espléndidas. Más pesadas mesas de mármol con patas de Capricornio doradas. Las estatuillas eran mejores que en la casa de Marcia Balbila, los frescos no tanto. El mismo diseñador de moda les había vendido a ambas mujeres sus inestables lámparas de bronce colgantes. Así que ya había dos casas donde se derramaba aceite por el mosaico cada vez que los esclavos intentaban llenar los depósitos.

El hecho de que sepas algo del pasado de alguien que podría hacerte sentir pena por él no cambia tu actitud de forma obligada: seguía pensando que Laia Gratiana era una zorra presumida. Ella, por su parte, tenía la suficiente curiosidad por saber quién era y por qué estaba trabajando para los ediles para acordarse de que ya me había visto antes. No me lo dijo, pero lo vi en sus ojos. Me pregunté si recordaba lo desagradable que había sido conmigo la primera vez.

No le pregunté nada de su matrimonio o de su exmarido. No soy tonta.

Aun así, esta vez le lancé una mirada más dura. Aparentaba más o menos mi edad, aunque su comportamiento le añadía años; igual de alta, pero menos tonificada; rubia, natural; ojos marrones pintados, pero de manera muy sutil. Lamento decir que tenía un aspecto decente. Sabiendo que su exmarido se había ido detrás de una «revientabroches» —el término que utilizaba mi marido para las de tetas grandes—, ¿era relevante que Laia Gratiana fuera muy plana? También me pareció significativo lo que Tiberio me había dicho de la mujer con la que tuvo su aventura Fausto: que era un «espíritu libre». Eso normalmente quiere decir llena de vida, ingeniosa y más propensa a admirar a un hombre y estar pendiente de cada una de sus palabras que a desmoralizarlo. Gratiana era una desmoralizadora. La única manera de dominar esa costumbre era evitar sentirse tan especial sólo porque tenía un papel en el culto de Ceres.

Cuando me llevaron a verla, una vieja esclava salió en silencio de la habitación. Laia Gratiana no consideraba necesario tener una acompañante o algún tipo de apoyo. Tenía un carácter fuerte. Todos a su alrededor lo sabían.

¿Ya era así cuando se había casado con dieciocho años? ¿O había sido la conmoción de la traición de su marido lo que la había hecho endurecer?

Saqué mi tableta de apuntes y le expliqué el motivo de mi visita.

—Mi primera pregunta es la siguiente: Marcia Balbila me dijo que el percance con su criada, Ino, había tenido lugar en el Vicus Altus. Eso está lejos de aquí, así que, ¿podría explicarme, por favor, por qué se encontraba allí?

Con un atisbo de impaciencia, Gratiana respondió:

—Está en el camino de vuelta del Templo de Ceres. Tras acabar las tareas relativas al culto, Marcia y yo solemos volver a casa andando, si hace buen tiempo. Normalmente bajamos por la calle del Armilustrio, pero es tan larga y recta que nos resulta tediosa. Ese día, decidimos dar un rodeo por las calles traseras, más tranquilas. Así que —concluyó con gesto triunfal—, si alguien hubiese querido atacar a Ino de manera premeditada, no habría podido saber que íbamos a cambiar nuestra ruta habitual. No puede haber estado tumbado esperando, nos debe de haber seguido.

Era lista. Y le encantó señalarlo antes de que yo misma pudiera decirlo.

Yo estaba sentada con calma, tomando nota del detalle.

—Cuénteme lo que pasó.

—Marcia Balbila debe de haberlo hecho ya. —Gratiana era un poco petulante. Se sentía molesta por ser la segunda en declarar.

Mantuve la calma.

—Me dijo que usted había visto algo.

—Eso creo.

—Aunque haya pasado con rapidez, cualquier percepción fugaz puede sernos útil.

—A ver. La criada gritó. Mi querida Marcia y yo nos giramos de golpe para ver qué estaba pasando, y para echar una mano.

Ésa no fue la impresión que me había dado la querida Marcia. Ella me había dado a entender que las damas se habían molestado por los chillidos en público de las chicas.

—Mi propia criada acababa de coger a Ino, que había perdido el equilibrio. Si alguien la empujó, debió de ser muy fuerte. Antes de ir a reconfortarlas, creí vislumbrar a un hombre que se giraba para el otro lado, tapándose la cara. Tuve la sensación momentánea de que tenía algo que ver, de que acababa de hacer un movimiento dirigido a Ino.

—¿Qué tipo de movimiento? —Hice un gesto con la palma de la mano, como si estuviera abriendo una puerta de un empujón.

—No.

A continuación imité un navajazo, con el puño en alto y clavando.

—Ése tampoco. Más bien algo así… —Laia Gratiana hizo un movimiento distinto, debajo de la axila, a la altura de la cintura: un tirón brusco.

—Interesante. ¿Cree que tenía un arma?

—¡Es ilegal llevar armas!

—Esa ley podría no interesar a un asesino —dije con ironía.

—Si es así, el arma era extremadamente pequeña. —Laia Gratiana juntó su pulgar y dos dedos—. Como la púa de un músico.

¿Estábamos buscando a un arpista desequilibrado?

—Pero cuando Ino falleció, no se le encontraron heridas, creo.

—Tenía un brazo magullado —me corrigió Gratiana—. En el punto donde la empujaron. Tan fuerte que la hizo girar. Un golpe verdaderamente cruel.

—¿Hizo que se girara en su dirección? ¿No dijo haber reconocido al agresor? ¿Pudo ser alguien que ella conocía, pero que no quería admitir que conocía, por si Marcia Balbila se enfadaba con ella?

—Ya sé qué quiere decir. No. El personal de Marcia Balbila es decente y respetable. Ino pensó que había sido empujada con torpeza por alguien que podía no haberse ni siquiera dado cuenta de haber chocado con ella. Todas creímos que había sido un accidente, hasta más tarde, cuando murió de manera inesperada. Entonces, algunos atamos cabos. —Se refería a sí misma, pero estaba fingiendo modestia.

—Y usted, ¿no consiguió reconocer a la persona que vislumbró?

—¡No podría conocer a nadie que se encuentre en la calle!

—No, claro que no.

La mujer era tan pura que ni siquiera saludaría a su hermano en público. Siempre que él no la divisara primero y no se fugara para evitar hablar con ella.

—¿Y podría describirme al hombre que vio?

—Ordinario.

¡Eso no gustaría a ningún asesino en serie! Tienden a creer que son excepcionales.

—¿Altura? ¿Físico? ¿Color de la piel?

No tenía ni idea. Era un ciudadano, uno de la chusma, anónimo.

—¿Un esclavo?

—No, esclavo no.

—¿Pelo largo?

—No, como un chico no. Más mayor.

—¿Barba?

—No. No, creo que no.

—¿Un trabajador? ¿Un soldado?

—¿Cómo podría saberlo?

—¿Alguien con librea imperial?

—No.

—¿Hay algo más que me pueda decir?

—Eso es todo lo que vi.

Estaba guardando mi tableta de notas cuando Gratiana añadió de repente, con voz preocupada:

—Se le cayó la estola. —Le lancé una mirada inquisitiva—. Ino. Me pregunto si se la tiraron durante la colisión. Mientras Marcia Balbila y mi criada estaban reconfortando a la chica, yo la recogí.

Aunque Laia Gratiana estaba claramente preocupada por este detalle, a mí apenas me parecía relevante. Estaba lista para marcharme. Entonces ya no pudo aguantarse más.

—¿Así que trabaja de cerca con el edil plebeyo Fausto?

—Nunca lo he visto.

Le regalé una sonrisa radiante. Lo bastante radiante para preocuparla, si tenía celos.

—Las instrucciones me llegan a través de su personal. Supongo que lo conoce socialmente.

—Su tío es muy amigo de mi hermano —contestó Gratiana con desdén.

Ese tipo de mujeres son expertas en renegar del pasado desagradable. Había borrado su matrimonio fracasado.

Sabía que yo sabía. Y me odiaba por ello. Nunca soy injusta. No la culpaba del todo.