No había motivo para ocultar mi burla.
—Vamos a poner las cosas en claro, Tiberio. Hasta hace poco su edil estaba decidido a amargarme las relaciones con los clientes y a impedirme trabajar, y ahora, de repente, ¿él mismo quiere contratarme?
—No «contratarla». Implicaría demasiada permanencia. —Tiberio me enseñó los dientes de manera irritante—. Sólo un interrogatorio. Le interesa ayudarnos.
—¡Otra vez amenazas! ¿Por qué no va a hablar él mismo con esa mujer? Es de su rango. Podría pedirle a su marido, que seguramente será un amiguito suyo, que se siente con ellos…
—Cree que el enfoque femenino puede resultar beneficioso, ahora que ha podido comprobar su profesionalidad…
Podía verme rabiar. Tiberio levantó su mano libre de vendas en un gesto casi pacificador, aunque no del todo.
—No se empecine. —Yo seguía hostil—. Es un poco complicado, Albia.
—¿Ah, sí? ¿Cuál es su juego?
—No tiene nada que ver con Fausto…
—¿Por qué no? El hombre está intentando estructurar esta investigación de una manera muy extraña. Explíqueme sus motivos.
—Ya hemos hablado de lo que Fausto pretende conseguir en su papel de magistrado. Interróguela sin más, Albia, y dígame lo que piensa. Después, si hace falta, le explicaré el resto.
Como tenía intención de hacerlo de todas formas, cedí. Podía acabar cobrando. Podía haber pedido un honorario más alto de lo habitual, pero conservé mi integridad.
* * *
Marcia Balbila era otro miembro más de la rica sociedad plebeya. Ella y el marido vivían en una gran mansión de dos plantas en la calle de los Plátanos. Disfrutaba de vistas al río y de la amenidad cercana de la vieja arboleda de plátanos. Ayer por la tarde me habían prohibido el paso. Ahora también la tarde estaba avanzada, pero pensé que valdría la pena intentarlo de nuevo.
La carta de presentación surtió efecto, así que en esa ocasión pude pasar. Una vez dentro, me dejaron esperando. Me lo suponía.
La matrona que había perdido a su criada tenía treinta y pocos años y llevaba un hermoso vestido y joyas. Debajo de esa máscara, era ordinaria. Probablemente lo sabía. Dos criadas supervivientes, que eran sin duda parte de un conjunto bastante más amplio, la acompañaban cuando vino a verme. Tenían atuendos mucho más sencillos y no llevaban adornos. No había indicios de que las pegara, pero eran tan sumisas que me costaba adivinar si tenían algo de carácter. Me interesaban, porque la joven muerta había sido su compañera.
Supuse que había sido joven, aunque en realidad las otras dos ya no lo eran tanto. Siendo esclavas, era posible que empezaran a albergar esperanzas de que las liberaran a los treinta.
Marcia Balbila creía que estaba dirigiendo la conversación, pero yo tenía más experiencia y conseguí reconducirla a donde quería. Mientras hablábamos, ella estaba tumbada con elegancia en un sofá lleno de cojines, mientras que yo estaba atrapada en un diván sin respaldo. Pero daba lo mismo, porque no tengo problemas de postura y además es más fácil tomar apuntes estando sentada en un asiento duro.
Marcia había salido con una amiga que no estaba en la historia tal como la conocía yo. Cada una de ellas se hacía acompañar por una criada, aunque no se habían llevado a ningún guardaespaldas. Deduje que las mujeres pensaban que su posición de miembros del culto de Ceres les daba protección natural. La pareja había estado caminando por el Vicus Altus, mientras que las criadas se habían quedado atrás para no oír lo que se decían sus señoras. Las cuatro se habían envuelto en estolas para ser respetables, lo cual, según llegué a creer, era importante.
Ino había lanzado un grito. Marcia Balbila y su amiga se habían girado, casi seguro que con la intención de castigarla, pero habían visto a la chica trastabillar. Se habría caído al suelo si la otra criada no la hubiera agarrado y mantenido en pie. Las dos chicas habían pensado que alguien había empujado a Ino muy fuerte por detrás y estaban seguras de que había sido a propósito. Aunque había más gente, la calle no estaba abarrotada en particular. Las mujeres habían llegado a la conclusión de que se trataba de una broma de algún gamberro de la clase baja.
Al sentirse vulnerables, se habían ido corriendo a casa. Ino estaba turbada y lacrimosa, pero no les había dado motivo para pensar que más tarde la encontrarían muerta en su cubículo.
* * *
Marcia Balbila había mandado hacer una placa de piedra como dulce recordatorio de Ino. Insistió en que alguien la bajara de la pared —era bastante pequeña—, para que pudiera enseñármela. Alabé la belleza de la criada. Por lo visto, no tan hermosa ni tan joven como el retrato de la placa, pero Marcia Balbila había pensado que sería más agradable recordarla con ese aspecto entrañable y artístico.
—Dígame, ¿tenía Ino algún amante que usted conociera?
—¡Claro que no! ¡Yo nunca permito esas cosas!
Conseguí convencer a la señora para que me dejara intercambiar unas palabras rápidas con las otras criadas, las cuales confesaron, sin ningún tipo de presión, que Ino sí tenía novio. Era un esclavo de esa misma casa, el encargado de vestuario del marido, pero tenía una coartada clara: todos confirmaron que se había quedado en casa en el momento del accidente y que no había hecho nada más que sollozar desde que había muerto Ino.
La amiga de Marcia Balbila había salido a colación más veces. Marcia me dijo que ambas eran miembros de alto rango del culto en el Templo de Ceres. Una mujer anciana era la sacerdotisa mayor, aunque me daba a mí que esas dos le habían echado el ojo al cargo. La amiga era una mujer maravillosa. Pertenecía a una familia muy rica e importante de la nobleza plebeya. Una figura líder en el culto de las señoras, era instruida, religiosamente devota y un modelo de sacrificio personal al servicio de la comunidad. Se llamaba Laia Gratiana. Ya la había conocido, la primera vez que visité el Templo de Ceres. Había hecho bien en considerarla una amenaza.
Tendría que visitarla, sin embargo. Marcia Balbila me dijo que su querida, instruida y religiosa amiga había creído vislumbrar a la persona que había chocado contra Ino.
—¿Lo denunció a los vigiles?
—Oh, no. La gente como nosotros nunca trata con ellos. Laia Gratiana me dijo que pasaría una nota a la oficina de los ediles.
Estupendo.
Así que Manlio Fausto ya estaba al corriente de todo eso.
* * *
Me encontré con Tiberio en una cita concertada con antelación para el día siguiente. Había prometido informarme en El Astrónomo. Cuando llegué, el mensajero estaba ordenando una bebida a Junilio. Me preparé para interpretar la comanda, pero parecía que se las estaba apañando solo. No estaba dispuesta a darle mi aprobación sólo porque sabía comunicarse sin problemas con mi primo sordo.
Junilio debió de verme agotada, porque me abrazó y luego me trajo un cuenco de pistachos. Los dejé en mi parte de la mesa, para que Tiberio no pudiera alcanzarlos.
—Estoy harta de usted, Tiberio. ¿Qué le habría costado contarme que había una segunda poderosa señora y una segunda criada oprimida, y que tendría que aguantar un segundo interrogatorio con Laia Gratiana?
Parecía sorprendido.
—¿La conoce?
—Nos encontramos. Eso no me va a gustar.
—¿Por qué?
Estaba devorando pistachos con frenesí y, sin embargo, torcí la boca como si estuviera masticando aloe. Pero hasta que no tuviera clara la situación, tendría que callarme muchos insultos.
—No es mi tipo.
Me di cuenta de que la sorpresa del mensajero se había transformado en un débil destello de humor. En cualquier caso, no dijo nada.
—¡Explíqueme! —le ordené.
A medida que adquiría un aspecto enigmático, yo seguía dando la lata:
—Esto es ridículo. Laia Gratiana tiene una relación tan estrecha con los ediles que podría contarles ella misma su experiencia. Así que, ¿por qué no lo hace? ¿Qué es lo que la echa para atrás y por qué Fausto no va en persona a hacerle las preguntas? ¿Por qué meterme por medio?
—No es nada indecente.
—¿Y entonces?
—Prefiere no tener que hablar con Laia Gratiana. —Entonces, Tiberio confesó, atento a mi reacción—: Llevan años sin hablarse. Laia Gratiana es su exmujer.
Admito que me reí.