Estaba demasiado trastornada para seguir trabajando ese día. Me llevé los apuntes a casa, subí al despacho, tiré la tableta, me tumbé en el sofá y me tapé las piernas con una manta. Los arañazos que me había hecho al trepar por la ventana de Prisca se habían convertido en cardenales. Los había hidratado un poco con un bálsamo de aceite de oliva que tenía mucha utilidad en mi vida, pero seguía estando entumecida y dolorida. Estuve descansando y compadeciéndome de mí misma. Casi me dormí.
El mensajero vino de nuevo a por mí.
* * *
Había albergado la esperanza de oír a Andrónico subiendo las seis plantas, pero no me sorprendí al ver a Tiberio. Tenía la puerta entornada y el balcón también entreabierto, así que una brisa recorrió la habitación. Era un día templado y ése era mi intento de hacer la limpieza de primavera.
Tiberio ahora lucía una enorme y acolchada venda blanca en su mano izquierda, por la cual algún médico debía de haberle cobrado una pasta. Hasta le habían dado un cabestrillo. A pesar de tener libre acceso, esta vez llamó antes de entrar, dando ligeros golpecitos a la puerta. Me limité a mirarlo desde el sofá.
Lo vi pasar para asomarse al balcón. Tenía ganas de que saliera para que se rompiera todo, se despegara del edificio y se fuera volando hacia abajo, pero por desgracia se dio cuenta de lo peligroso que era. Mi padre y el tío Lucio habían atado unas cuerdas, para que nadie pudiera abrir la puerta del todo, y me habían ordenado que nunca más saliera allí fuera. Tiberio examinó las medidas de seguridad, dando un estirón a una de las cuerdas para comprobar su aguante, y después volvió dentro. Se paseó hasta la otra habitación para echar un vistazo. Era uno de esos hombres que nunca pedían permiso, simplemente fisgoneaba donde quería, como si tuviera todos los derechos del mundo.
Cuando abrió la cortina, la vista lo sorprendió. Lo que hace tiempo había sido un dormitorio ahora estaba sin amueblar y las maltrechas tablas del suelo estaban decoradas tan sólo con una instalación artística de cuencos y cubos. Estos recogían las goteras que caían a través de las numerosas tejas, rotas. Las paredes, que se quedaban secas si no caían diluvios universales, habían sido dotadas de casillas de madera, hechas adrede para mí hacía unos años. Unas redes colgadas a lo largo del techo impedían la entrada de palomas. Las repisas contenían mi extensa librería: mis libros de referencia y apuntes de viejos casos. Una ventaja de escribir las investigaciones en tabletas enceradas era que éstas eran más baratas que los papiros y también mucho más duraderas. La humedad no las afectaba.
Tiberio parpadeó. Volvió a cerrar la cortina, tironeándola con cuidado para dejarla en su sitio.
Yo me quedé donde estaba. Así que él ocupó mi trono habitual. Sacó el cojín de detrás de su espalda y se lo puso en el regazo para poder apoyar en él su mano herida.
—Flavia Albia, ¡no es usted una jovencita agradable!
Tiberio negó con el dedo que sobresalía de la venda. Era más mayor que yo, aunque no lo suficiente para comportarse de manera tan paternal. Y en cualquier caso, echarme la bronca no era ni del estilo de mi padre. Nunca perdía tiempo con esto. Me solía llamar «idiota» y luego dejaba que me enmendara sola, dando por hecho que la llamada a la enmienda estaba clara para ambos.
—Gracias por lo de «jovencita». Cumplo veintinueve la semana que viene. Sólo es un pinchazo, deje de lloriquear. Hágame caso, deseche ese envoltorio tan sofisticado y deje que la herida respire todo el rato. Ese algodón tiene buena pinta, pero si no hace lo que le digo, se infectará debajo.
El agujero que le había hecho podía ser pequeño, pero el cuidado que tenía con ese brazo sugería que la mano le daba pinchazos de dolor. Continuó con la pomposa reprimenda:
—A lo mejor debería recordar, Flavia Albia, que Manlio Fausto podría cerrar el bar de su tía.
—Oh, ¿sobre qué supuesto?
—Comportamiento indisciplinado. Atacar a un ayudante del edil…
Me burlé con serenidad:
—¡Magnífico! Pasaré un día en el juzgado por eso. Su edil hizo que me hostigaran los paramilitares, y usted, su asqueroso ayudante, me ha estado persiguiendo. Imagine cómo expondría eso un buen abogado defensor: «Miembros del jurado, esta pobre mujer, viuda respetable de frágil cuerpecillo y honesto historial, que aún está llorando a su marido, ha sido sometida a terribles indecencias»… —Junté las manos, incliné la cabeza sobre mi regazo e hice el papel de la matrona recatada, en silencio frente al tribunal de justicia, mientras unos hombres inteligentes hablan sobre ella—. «¡El hombre, Tiberio, una áspera criatura de la calle, hasta irrumpió en la sala de masajes de unos baños sólo para mujeres cuando ella estaba desnuda! ¿Cómo reaccionarían si en su lugar estuviera vuestra noble sobrina o hija?». ¡Oh, venga, Tiberio, sólo lléveme frente al juez!
Se puso rojo cuando mencioné el hecho de que me había visto desnuda. Me sentía satisfecha por haberlo hecho sentir incómodo, pero cambié de tema, ya que yo misma me sentía rara al recordarlo. Al rato, me preguntó de sopetón:
—¿Aún está llorando a su marido? Pensé que se había muerto hace mucho.
Estaba sorprendida.
—Ocho años. Tal vez nueve. Sí, lo echo de menos. Teníamos un buen matrimonio.
—Es raro. —El mensajero parecía intrigado, aunque me hablaba con tono triste.
—Casio Escauro debió de informar a su jefe hasta de los detalles más ridículos sobre mí. ¿Debo suponer que estuvo presente cuando Fausto lo interrogó?
Tenía una mirada furtiva.
—Estaba allí, sí.
—¿Tiene una vaga idea de lo desagradable que es para una mujer el hecho de que unos hombres se reúnan y rebusquen en su vida?
—Sí, lo veo. —Tiberio me dio la razón de manera concisa.
—Tengo derecho a la dignidad.
—Vistas las circunstancias, está conservando muy bien su dignidad.
Estaba sorprendida. Ni siquiera sonaba a burla.
—Lo siento.
Me pregunté si aquello era sólo de su parte o incluía también a los ediles, al tribuno, a Morelo y a todos los demás miembros de los vigiles que habían intentado acobardarme. El mensajero se había amansado.
—¿Podemos firmar una tregua?
—Por mí, bien. —No era vengativa—. Ahora bien, quiero saber por qué continúa persiguiéndome.
* * *
Tuvimos una breve pausa para el reajuste. Me levanté para servir refrescos. Básicos. Solamente dos gruesos vasos —los sirios de cristal verde— y una jarra de agua. Tiberio sopesó su vaso con la mano derecha sana, mientras seguía observando la habitación y sus decorados, como si mi montaje le resultara extraño. Se fijó en la repisa con las esculturas. Vi sus cejas levantarse. A lo mejor había oído que los informantes viven en lugares sórdidos, llenos de ánforas de vino vacías, cucarachas y olor a sandalias viejas.
Al final se volvió a sentar, señalando que era hora de proseguir.
Le dejé claro que si alguien tenía que dar, ése era él. Me sorprendió lo mucho que se abrió. Él también sabía presentar los hechos de manera lógica. No lo llamaría arisco, sólo directo. Habría que decir que nunca estaba intranquila en su presencia y que, dada su profesión, lo consideraba honesto.
Según me dijo, había sido los ojos y oídos del edil en la calle desde que Fausto había empezado su mandato. Sabía que había sido elegido el pasado julio y que había empezado a trabajar de manera oficial hacía cuatro meses, en enero. Había cuatro ediles, dos de los cuales plebeyos, que se dividían la ciudad de manera que cada uno pudiera cuidar de un cuarto. Así que Fausto debería estar al cargo de algo más que las cumbres del Aventino. Sus diversos cometidos incluían la reparación de templos; alcantarillas y acueductos; limpieza y empedrado de las calles; regulación del tráfico; animales peligrosos; edificios deteriorados; prevención de incendios en cualquier tipo de propiedad; supervisión de baños y tabernas (de ahí la facultad legítima de arruinar la vida de mi tía Junia, propietaria de El Astrónomo); leyes contra apuestas y usura; más, si esta lista ya de por sí no era suficiente excusa para interferir en la vida cotidiana de la gente, el cuidado de la moral pública, incluida la prevención de la superstición ajena. Las competencias mercantiles de los ediles implicaban la supervisión del almacenamiento de mercancías y también se encargaban de las normas comerciales, y controlaban pesos y medidas. Y encima, eran responsables de algunos aspectos de los juegos públicos, como los Juegos de Ceres con su ritual de los zorros.
—El tener a un espía secreto seguro que incrementa las multas que recauda Fausto —afirmé—, lo cual estimulará de manera muy cómoda su ambición personal.
—No es ambicioso en exceso —discrepó Tiberio.
—¿Cuál es su opinión de él?
—Un hombre decente que intenta hacer su trabajo.
Silbé con burla, sin ningún reparo.
—Se equivoca —argumentó su mensajero en un tono paciente—. Es verdad, se crió como un niño rico que nunca tuvo que mover un dedo. Sus padres se murieron, uno detrás del otro, cuando tenía dieciséis años. Se vino a vivir con Tulio, el hermano de su madre, y aunque en apariencia lo preparaban para el mundo de los negocios, el que manda en realidad es Tulio. La idea de presentarse a edil fue de su tío, como es natural, con el objetivo de incrementar su prestigio conjunto, pero eso no impide que Fausto lo considere como su oportunidad para conseguir por fin algo útil.
—En fin, Tiberio, usted es un buen abogado. Pero tiene pinta de ser el típico político con un soplo de piedad añadido.
Tiberio se encogió de hombros.
* * *
Cambiamos de tema para hablar de las muertes peculiares. Tiberio quería que supiera que Fausto se lo había estado tomando en serio desde el principio. A él, Tiberio, se le había alejado de su anterior cargo de investigador de comerciantes callejeros deshonestos y ahora estaba fuera todo el día, intentando pillar al asesino. Hasta me aseguró que era lo que había estado haciendo cuando se había topado con el accidente en el que el pequeño Lucio Basso había sido atropellado por el carro fuera de control.
—Desde luego, si el asesino actuara en una sola zona, sería fácil hacer batidas en las calles. Pero se desplaza, siempre que sea una sola persona. Estos ataques parecen ser del todo aleatorios. Y eso nos dificulta muchísimo el trabajo.
—Algunos de los accidentes ocurrieron aquí arriba, pero el desbullador estaba abajo, en la orilla… —Sonreí un poco—. Supongo que está al corriente de lo del chico de las ostras. ¿Ha estado conspirando con Morelo hoy?
Tiberio compartió mi sonrisa.
—Me ha dicho que le robó la lista, Albia.
—La tomé prestada.
—Lo que usted diga. Morelo está ahora recorriendo sus pasos y entrevistando a la gente con la que no debería haber hablado usted ayer. —Después, ladeando su cabeza, el mensajero me preguntó con la voz cambiada—: ¿Ha averiguado algo sobre la criada asesinada?
—Aún no. ¡No intente detenerme!
—Tranquilícese. No es mi intención. Manlio Fausto ha cambiado de opinión sobre usted.
—¿De veras? —dije con una sonrisa burlona—. ¡Altamente improbable, tan poco tiempo después de intentar deshacerse de mí!
—Es la verdad, mujer. —Se inclinó un poco hacia delante—. Mire, intente confiar en él. Es un buen hombre.
Hizo un ademán de explicarme por qué Fausto había cambiado de idea. Pero los magistrados evitan justificarse. No era la primera vez que uno de ellos actuaba de manera confusa y contradictoria.
—No es la impresión que he tenido al hablar de él con mi amigo Andrónico.
Ahora nuestra relación estaba al descubierto. ¿Por qué no? Andrónico y yo éramos personas libres.
Tiberio parecía preocupado. Era como si estuviera intentando decidir cuánto explicar.
—Tenga mucho cuidado, Albia.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que sería inútil intentar influir en su opinión sobre él. No me hará caso. Pero, por favor, no se crea todo lo que Andrónico le cuenta.
—No le gusta.
—Es recíproco —afirmó Tiberio, aún más brusco de lo habitual.
—¿Podría explicarme?
—No.
Para evitar cruzar mi mirada, el mensajero se sirvió un poco más de agua, utilizando su única mano y manipulando la jarra y el vaso con cuidado. La conversación se había parado de golpe. Retrocedí y le pregunté sobre el supuesto cambio de opinión que atribuía a Fausto.
Tenía algo que ver con la otra muerte sospechosa de la que había oído hablar al interrogar a los directores de funeraria, la de la criada de la mujer rica. Tiberio ya sabía algo sobre eso. El ama y la criada habían estado paseando. Les habían dado un empujón en la calle. La criada había sido golpeada tan fuerte que casi se había caído. Poco después de regresar a su casa, había muerto.
Morelo había recibido órdenes de mantenerse al margen de este caso, a causa del estatus de la señora. Manlio Fausto había pensado que sería más discreto y también más reconfortante mandar a una mujer a tomar la declaración formal. Yo sería la agraciada. Tendría una carta de presentación y me pagarían un honorario por el privilegio.
Ése sí que era un cambio. Tras dar órdenes a su mensajero para que me encontrara y me impidiera investigar a Salvidia y a Celendina, y después de pedir también a los vigiles que me amenazaran, el edil había experimentado una mutación radical. Ya nadie me iba a acosar. Ahora quería hacerme un encargo.