Cuando el mensajero intentó moverse, sintió un dolor lacerante y la sangre empezó a brotar. Entonces chilló. Pensé que, casi seguro, había evitado dañar los tendones, por pura suerte, pero la situación ahora se había complicado. Para comenzar, porque aún estaba clavado a la mesa. Si lo dejara, mi tía tendría algo que objetar.
Cambié mi disposición de ánimo.
—Quédese quieto —le ordené, con un tono compasivo—. No se preocupe. Le he metido en esto y ahora le voy a sacar.
Tiberio había tenido tiempo para reaccionar, estaba rojo de ira.
—No se acerque. Flavia Albia, váyase a por un médico, corra, traiga el que más cerca esté. De lo contrario, si se arrima, le morderé la espina dorsal para que se caiga y se muera junto a mí en este agujero.
Eso sería difícil. Vacilé como admirando su bravata y después exclamé:
—Ningún médico digno de confianza vendría a El Astrónomo. Y, desde luego, no le voy a llevar a un cirujano grapado a la mesa… ¡Oh, no! ¡Mire!
Cuando señalé un punto en la pared a sus espaldas, el instinto lo traicionó y se giró. Saqué la brocheta. Volvió a chillar por el dolor. Agarré una esponja que Junilio solía utilizar para limpiar derrames y la apreté fuerte contra uno de los lados de la herida.
Tiberio quitó su mano de un tirón y se puso la esponja en la herida externa, mientras yo cogía lo que parecía un trapo limpio para restañar la sangre de su mano. Lo agarré de la muñeca. Protestó de nuevo, pero apreté contra los dos agujeros de salida de la brocheta, con su mano atrapada entre las mías. No fue como el roce de dos amantes, creedme.
Se había quedado muy pálido. Le di un codazo para que se sentara en el banco. Ahora se estaba apretando las heridas solo.
—Siéntese. No se desmaye encima de mí. No me diga que no soporta ver sangre.
—No había necesidad de ser tan cruel. Tenía que hacerle la pregunta.
—Y se ha arriesgado a sufrir una mala reacción.
—Tengo la impresión de caerle mal, Albia.
Lo ignoré.
—Tiene que desinfectarse eso.
—¿Qué había en esa brocheta?
—Carne de cerdo. Maravillosamente adobada con miel y romero. No se preocupe, la había lavado. En cualquier caso, estaba del todo hecha: la especialidad de esta caupona son las comidas carbonizadas…
El mensajero se puso otra vez de pie. Tiró la esponja y el trapo, pero se arrepintió, porque la sangre siguió saliendo. Se quería marchar. Lo dejé.
Me quedé sentada en mi banco, francamente disgustada. Hacía años que no causaba un daño semejante a nadie. Hacía años que no me veía obligada a hacerlo. De repente, estaba de vuelta en esa época oscura, una niña desamparada en la calle, luchando por sobrevivir. Entonces, era sin más mi modo de vida. Mirando hacia atrás, me sentí alicaída por aquella miseria.
Quería ser respetable. Quería pertenecer a una buena familia romana y tener una vida decente.
* * *
Aún estaba sumergida en mis recuerdos desoladores cuando el mensajero volvió tambaleándose. Apoyado en una de las barras, me lanzó una mirada rara, como si viera que tenía pensamientos oscuros. Si lo sabía, no hizo ningún intento por descubrirlos.
—Contésteme la maldita pregunta, Albia. No quiero ser espetado otra vez. ¿Es o no es uno de los asesinos?
—¡Un poco de lógica, hombre! Si lo soy, ¿por qué iba a decírselo? —Y luego, mirándolo a la cara, gruñí—: No lo soy.
—Siga diciéndolo —dijo con frialdad—. Créame, le conviene que yo esté convencido de su inocencia.
Se giró y desapareció de nuevo. Salí a la calle por si había huellas de sangre que podía seguir para controlar si estaba bien, pero con toda probabilidad había dejado de gotear.
«¡Qué ganas de contárselo a Andrónico!», pensé. Pero entonces algo apagó mi entusiasmo y me di cuenta de que no se lo diría. Tendría que darle demasiados detalles de mi pasado. Andrónico no estaba preparado para saber qué tipo de mujer podía ser. Y yo no estaba preparada para contárselo. Tal vez nunca lo estaría. Estaba demasiado acostumbrada a ocultar mi pasado.
* * *
Estaba afectada por lo que había hecho a Tiberio. No me había sentido tan agresiva desde los viejos tiempos, seguramente no desde que había venido aquí a Roma para que me civilizasen. Semejante violencia pertenecía al pasado que quería olvidar. Odiaba a aquel hombre por haber hecho que volviese allí.