Al día siguiente me dediqué al otro posible caso.
Lupo había sido el hijo de un pescadero que trabajaba en un puesto atareado en la Puerta Trigémina, abajo, donde podías oír los barcos y oler el Tíber. Tenía quince años, en muy buena forma, un poco descarado, el mediano de cinco hermanos. Su trabajo era desbullar ostras. Según su padre, era cariñoso y popular, todos lo habían querido. Podría ser verdad. Ya que nadie estaba acusando a nadie, parecía razonable creer que el chico no había tenido enemigos.
El padre tampoco pensaba que Lupo hubiera tenido novias. Al ver como los ojos del padre seguían a cada mujer que pasaba cerca del puesto para ir a una fuente cercana, me pregunté si el supuestamente puro Lupo no había heredado esas tendencias lujuriosas, pero estaba preparada para aceptar que en su vida no había tenido ningún amorío que pudiera empujar a una chica resentida a tenerle manía.
El padre parecía un tipo taimado. Él y su ropa apestaban a pescado de manera irreparable. Era posible que Lupo tuviera el aspecto de un semidiós dorado, visto desde el final de un callejón por una chica optimista, pero supuse que el chico muerto había tenido que pasarlas canutas para atraer a alguien al que arrimarse. Probablemente había muerto virgen y el padre parecía el tipo que podría lamentarlo en nombre de su hijo.
No obstante, la gente puede sorprenderte. El padre había convencido de alguna manera a una mujer para que le pariera por lo menos cinco hijos. Los cuatro hermanos supervivientes que trabajaban en el puesto se parecían, como si tuvieran la misma madre. Decidí que esa pobre alma debía de ser una esclava a la que no se le permitía decir que no.
* * *
Sabía que había sido el padre quien había comentado el tema de la extraña muerte de Lupo con el enterrador. Le pregunté qué era lo que le había hecho sospechar de la muerte de su hijo.
Hasta entonces sólo el padre había contestado a mis preguntas, pero ahora los cuatro chicos dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron también. Supuse que el tema se había discutido largo y tendido en el seno familiar. Ahora estaban tranquilos: ninguno de ellos clamaba justicia de manera estridente, como habrían hecho algunos parientes enlutados. Enseguida me di cuenta de que no se esperaban que alguien se tomara el asunto en serio. Habían expuesto sus sospechas al enterrador, pero no habían denunciado ningún crimen a los vigiles. Era preocupante. Podía significar que había por ahí más familias desalentadas que no confiaban en las autoridades y que por eso se guardaban los casos para sí.
Mientras hablábamos, estuve observando a todos los miembros de la familia, por si alguno se comportaba de manera diferente a los demás y revelaba haber tenido un motivo para atacar a su hermano. No noté ningún comportamiento semejante.
El día que Lupo había muerto había sido como cualquier otro. Había estado sentado en su silla de madera, desbullando con la cabeza inclinada sobre el cubo. Había pegado un grito diciendo que algo lo había cortado. Sus hermanos me dijeron que era cierto, porque, al ser una familia muy unida, todos se habían precipitado para echar un vistazo: habían visto una gran mancha de sangre que brotaba de su nuca. Tenía una túnica con un amplio escote. Me la enseñaron. Ahora la llevaba su hermano menor, Tito. Había una marca oxidada en el forro que todos identificaron como una mancha de sangre. Parecía más sangre de la que brotaría normalmente tras una picadura de insecto, por ejemplo.
Mis jóvenes hermanas nunca se pondrían una túnica heredada de alguien que ha muerto, por no hablar de llevarla sucia durante las siguientes tres semanas, pero si tu piel, pelo, sandalias y todo lo demás que te rodea apesta a tu negocio, ser quisquilloso no tiene sentido. Yo misma iba a llevar durante días el olor a escamas en mis zapatos, sólo por cruzar la calle y llegar hasta allí.
—Entonces, ¿qué pasó después?
Lupo había continuado trabajando un rato. Se había quejado de que estaba mareado. Le habían dicho que se quedara descansando en la sombra. Al cerrar el puesto esa tarde y llamarlo, su familia lo había encontrado muerto.
Ésa era toda la historia, de verdad. Siempre comían todos juntos y la misma comida, y ninguno de ellos había estado enfermo. Me aseguraron que, si Lupo hubiese comido una ostra en mal estado, habría tenido síntomas bien distintos, lo cual no sucedió. Ninguno de ellos estaba al corriente de eventuales vínculos con Salvidia o Celendina. Ese día, cerca había estado pasando gente que habría podido tocar a Lupo, sentado en plena calle, en su silla al lado del puesto. En cualquier caso, nadie se había parado a hablar con él. El padre había estado atendiendo a un cliente, pero a un par de metros de distancia. Los demás no habían tenido motivos para notar o recordar a ninguna persona en particular.
Mientras revivían los hechos, el padre y los hijos parecían muy afligidos. Era la primera vez que se permitían ver todas las implicaciones del desasosiego indefinido que habían sentido en relación con lo ocurrido; la primera vez que alguien plasmaba directamente en palabras la posibilidad de que Lupo hubiera sido asesinado. Contestaban a cualquier pregunta que les hacía. Estaban abiertos y deseosos de obtener justicia para Lupo. Los dejé mirar mientras tomaba notas muy concentrada, con la esperanza de que se tranquilizaran ahora que sabían que alguien se interesaba por la muerte de su chico y que, en el caso de que fuera posible, se encontraría y capturaría al asesino.
Al marcharme, miré hacia atrás. Tito, el hermano de la túnica heredada, se había girado y estaba llorando en la parte trasera del puesto, mientras que uno de los otros lo estaba consolando. El padre se había quedado quieto, perdido, desamparado en su miseria. Otro hermano se mantenía ocupado tirando con furia piedrecitas al desagüe.
Me habían hablado poco de su dolor, pero sus poses y gestos me lo habían dicho todo. Habían pasado tres semanas desde su pérdida. Aún estaban abrumados por la infelicidad. Quien había matado a su muchacho les había roto los corazones a todos. Lupo, el desbullador de ostras, no sería olvidado con facilidad, más bien nunca.
* * *
El puesto de pescado estaba en la orilla, cerca de los almacenes de sal, de camino a la Puerta Trigémina. Al marcharme, habría podido dar un paseo hasta la casa de mis padres, pero estaba demasiado deprimida para relacionarme con gente. Acababa de ver a otra buena familia destrozada por el dolor. No me parecía justo disfrutar con la mía.
Subí la colina despacio por las empinadas Escaleras de Casio, mi recorrido habitual hasta casa. Volví al piso, pero me sentía inquieta, así que salí a pasear otra vez. Sabía adónde me dirigía. Llamé a Rodan, pero no sé si me oyó. Mis pies me llevaron a El Astrónomo. Era media mañana y no había clientes, y no habría por lo menos durante otra hora, cuando empezaría a llegar poco a poco la muchedumbre para comer. Decir «muchedumbre» era exagerar un poco la situación prevista. Tenían más o menos cuatro clientes diurnos habituales, de los cuales dos eran esporádicos y uno sólo podía ir si su hijo no estaba utilizando la pierna falsa ese día. Podéis pensar que estoy de broma si eso os hace sentir mejor.
Dije a Junilio que se tomara un respiro. Me quedaría allí, echándole un ojo al sitio. Tenían un camarero viejo, llamado Apolonio, que aparecería en algún momento, pero mientras tanto sabía como funcionaban las cosas. Necesitaba un lugar tranquilo para pensar.
Mi primo me puso un pequeño trago de vino en un vaso grande y una jarra enorme de agua. Me dijo que, si tenía hambre, me podía servir sola. Le hice seña de que prefería no vivir peligrosamente. Le di un beso en la mejilla y lo dejé salir a dar un paseo.
Antes de sentarme, eché una abundante cantidad de agua en mi copa y luego fui a por el bote de las hierbas para añadirle un poco de sabor. En El Astrónomo, cualquier sabor era preferible al del vino solo. Sentada en una mesa, me tomé un trago y luego me quedé allí, con la cabeza entre las manos, estudiando mis apuntes. El indicio que estaba buscando se negaba a manifestarse.
Lo que ocurrió después me enfureció. Alguien entró y se sentó frente a mí. Era el mensajero de los ediles, Tiberio.
Era un hombre musculoso, de movimientos discretos, sutilmente confiado. Había reconocido su forma y su acercamiento por el rabillo del ojo. No me molesté en alzar la mirada.
—Está cerrado.
—No he venido a por un refresco. He venido a verla a usted. —Acercó su banco a la mesa.
Alcé la mirada y le fruncí el ceño. Cada aspecto de esta reunión me irritaba. Había irrumpido en mi momento tranquilo. Me perseguía todos los días; había interrumpido mi cita con Andrónico; su jefe había hecho que los vigiles me buscasen y había hecho intentos patéticos de embaucarme.
—No quiero verlo, Tiberio. ¿Es ése su nombre?
—Cállese y escuche.
—Piérdase.
El hombre había visto mi tableta de notas. Sin previo aviso, extendió el brazo y me la quitó. Estaba furiosa, pero no hice nada para recuperarla, confiando en que lo que había escrito no tendría ningún sentido para él. Siempre utilizaba la taquigrafía. En casos más delicados tomaba notas en clave.
Para ser un hombre de la calle, parecía extrañamente atento mientras leía.
—¡Impresionante!
Supuse que pretendía ser condescendiente. El hecho de que pudiera leer lo que había escrito —y lo había leído, tomándose su tiempo y sin saltarse nada— aumentó mi irritación.
—¿No le habían dicho que lo dejara?
Recuperé la tableta.
—¡Escuche! —Estaba seriamente enfadada—. No me diga que no hay ningún asesino silencioso. No me diga que nadie ha muerto en circunstancias extrañas. Lo hay, lo han hecho, y seguiré investigándolo hasta que no descubra lo que ha estado pasando. Acabo de hablar con los miembros de una familia destrozada que necesita asistencia, la asistencia que las autoridades, incluido su sucio jefe, el edil, se negaron a dar a las víctimas, porque están demasiado ocupados fabricando una ridícula tapadera con la ayuda de pastelitos pasados.
En su cara hubo un cambio que, en un hombre mejor, habría expresado diversión por la hospitalidad de los vigiles. Pero él no hizo comentarios.
—¡A la mierda! —dije—. No hablaré con usted. Salga de aquí hasta que tenga piernas con las que caminar.
Tiberio se apoyó en el respaldo y, con las manos entrelazadas detrás de la nuca, se quedó observándome.
Luego dijo en un tono medido que no me impresionó:
—Supongamos que existe de verdad un asesino silencioso. Es probable que más de uno. Si es así, usted, Flavia Albia, tenía relación con al menos dos de las víctimas. Estoy considerando la posibilidad de que sea uno de los autores.
* * *
No sé qué me pasó. Cuando el imbécil dijo eso, me levanté de un salto. Creo que tenía intención de marcharme del local hecha una furia. Él también se levantó. Su movimiento fue tranquilo, pero premeditado. Estaba claro que quería detenerme, aunque eso significara intervención física. Él era fuerte. Yo era delgada. Si forcejeáramos, sería una competición desigual.
—¡No lo voy a escuchar!
—Hará lo que le diga.
Al ir allí esta mañana, había traído de vuelta la brocheta de metal de mi cena fallida con Andrónico. La agarré. Mientras se levantaba, Tiberio se apoyó por un momento con una mano en la mesa para mover el banco y salir fuera. Estaba muy, muy enfadada. Levanté la brocheta y la clavé con todas mis fuerzas. Le atravesé la palma de la mano y la fijé a la mesa de madera.