XVIII

Cuando salí al patio, lleno de sucios montones de esterillas de cuerda ahumadas, Morelo estaba hablando y riendo con algunos de los vigiles. Saltando de pilar en pilar, conseguí llegar de puntillas a un pórtico sin que él u otros hombres se dieran cuenta, y me encaminé sola hacia el otro lado del Aventino. Me pilló. Fue un error que le haría pagar.

—¡Santos hermafroditas, Morelo! Ese hombre para el que trabaja es un tarugo. Aun así, tengo el placer de informarle de que le ha elegido como mi enlace. Tenemos que compartir información y, para empezar bien, me dirá todo lo que necesito saber sobre estos asesinatos inexplicables.

—¿Escauro le ha dicho eso? —preguntó con prudencia el interrogador.

—Por supuesto. ¿No creerá que le estoy engañando con una cosa tan importante? ¿Y además justo cuando Escauro me ha transmitido la necesidad de hacer las cosas bien?

—Supongo… Tampoco me han dicho mucho.

Me dio pena y lo animé relatando los hechos iniciales:

—Empecemos desde el principio: parece haber una ola de muertes extrañas e inexplicables. Hay personas que llegan a casa de algún recado del todo normal en el barrio, se sienten raros, se acuestan y poco después los encuentran muertos. Sin explicación y sin marcas.

Morelo asintió. Proseguimos.

—Morelo, ¿son todas las víctimas mujeres y, en este caso, todas de mediana o avanzada edad?

—No lo sé. Sería peculiar. Normalmente solemos perseguir asesinos de chicas jóvenes. Lo hacen por… —Morelo vaciló con torpeza.

—Excitación sexual.

Fui brusca con él. El hombre era un investigador de los vigiles. Tenía que saber qué hacían los asesinos.

—Tristes bastardos que arrojan su semen sobre cadáveres que no pueden defenderse. O, si esos pervertidos de verdad consiguen poner en marcha sus pollas, sexo de verdad.

—Violación —coincidió, frunciendo el ceño—. Da igual si es antes o después de la muerte.

—Nadie violó a Salvidia y a Celendina. Por lo que sabemos, no intentaron ni llamar su atención. Ningún robo. De hecho, ni siquiera un asalto… Y si nadie se da cuenta de que ha habido un asesinato, el autor no podrá esperar emocionado que la noticia salga a la luz. No, Morelo, no creo que sea eso.

—Es un verdadero rompecabezas, Albia.

—A lo mejor le excita irse de rositas, sin más.

—Podría ser de los que disfrutan pensando que son tan listos que pueden tomar el pelo a las autoridades.

—¿Ninguna nota anónima que diga: «¡Os la he jugado de nuevo, idiotas!»?

—¡Oh, de ésas un montón! —Morelo sonrió—. Todas de Nonio diciendo que se lleva pañales de niñas pequeñas de los tendederos.

—¿Sólo sucede aquí? —pregunté en tono serio—. ¿En nuestro distrito? ¿O a una escala más amplia?

—Por toda Roma —admitió Morelo—. Si es verdad.

—¿Y qué averiguaciones se están haciendo?

—Difícil decirlo. ¿Por dónde podemos empezar? Todo parece tan aleatorio. No sólo es invisible el asesino, sino también los asesinatos. ¿Cómo podemos tener registros decentes si nadie nota nada para poderse quejar?

—¡Tiene razón, es muy desconsiderado de parte de los ciudadanos! ¿Alguien está tomando nota? ¿Cuáles son las cifras?

—Acaban de pedirme que me ponga con ello.

Parecía preocupado por las instrucciones y no se lo podía reprochar. Sería un trabajo tedioso y probablemente superfluo.

—¿Qué piensa hacer?

—Hablar con los directores de funeraria. —Me indicó una tableta que colgaba de su cinturón—. Escauro me ha entregado una gran lista negra.

—¡Oh! —exclamé.

Ojalá me hubiera dado vergüenza mi táctica cuando seguí hablando con voz inocente:

—Ésa debe de ser la lista que ha mencionado Casio Escauro cuando farfullaba algo sobre «cooperación». Pásemela un momento, así veo cuáles le tocan a usted.

Me la dio. El hombre era muy maleable. Su esposa seguramente se lo pasaba pipa. Apuesto a que posee más anillos de serpiente y más pendientes de tres perlas que cualquier otra mujer en el Aventino, y que cuando ella quiere que lleve a su madre malhumorada de reposo al campo, lo hace sin rechistar.

Había demasiados nombres y direcciones para memorizarlos, así que sugerí a Morelo que lo más fácil sería llevarme la tableta a casa, hacer una copia y devolverle el original. Habéis adivinado. El memo se lo tragó.

* * *

Ni siquiera me molesté en copiar la tableta, la usé tal cual. Pasé lo que quedaba del día visitando funerarias para poder hablar con los directores antes que los vigiles.

Para la hora de cena, mi ropa apestaba a mirra y a pastel funerario, pero aparte de eso había conseguido poco. Hablé con todos ellos, fingiendo que me habían contratado para echar una mano, porque los vigiles estaban desbordados y además necesitaban encubrir las investigaciones utilizando a un paisano. Al presentarme como asesora secreta, cité a Casio Escauro sobre la necesidad de mantener la confianza pública: «Su idea es evitar el pánico y los disturbios».

Todos quieren evitarlo. Los directores de funeraria odian los comportamientos que interfieren con sus procesiones por las calles. Los únicos disturbios que les gustan son los que acaban con la llegada de las cohortes urbanas que, para tranquilizar los ánimos, pegan a la gente y lo hacen tan fuerte que producen montones de cadáveres. Este tipo de sublevaciones eran raras incluso en la Roma de Domiciano.

Los enterradores aseguraban que era imposible identificar con claridad quiénes eran víctimas del asesino arbitrario. En cualquier caso, todos coincidían en que había cada vez más rumores. Los trabajadores del sector creían en general que la gente estaba muriéndose por algún tipo de enfermedad imperceptible, la mayoría de las veces sin ni siquiera sospechar que algo raro había pasado. Algunos se preguntaban si no se trataba de delitos.

En Roma una enfermedad imperceptible significaba magia o veneno. Posiblemente ambos. Me negaba a creer en la magia, pero podría estar tratando con gente que sí lo hacía. Sabía que, según los vigiles, el veneno siempre estaba relacionado con las mujeres, pero nunca lo daba a entender a ninguna persona con la que estuviera hablando. Los investigadores masculinos acogerían con entusiasmo la idea, pero yo tenía mucho cuidado. No había ninguna prueba. Prefiero hacer deducciones basadas en hechos reales, no manipular los hechos para que encajen en alguna teoría forense. Sobre todo si los que habían elaborado la teoría eran unos paramilitares conservadores.

Al final encontré tan sólo dos casos parecidos. Uno era un muchacho y el otro la criada de una mujer rica. Conseguí las direcciones. Era demasiado tarde para presentarme y empezar a hacer preguntas, pero aun así decidí intentarlo con la mansión.

Un portero que pensaba que su trabajo le exigía ser grosero se negó a dejarme entrar. Lo acepté con calma, consciente de que la mejor táctica era presentarme de nuevo al día siguiente, cuando el personal hubiera cambiado. Si ahora insistía en liarla, ese cerdo intransigente mencionaría mi visita a su relevo, al acabar su turno. De lo contrario, si me echaba para atrás, tendría más posibilidades de encantar al esclavo de turno al día siguiente.

Me acerqué a devolverle la tableta a Morelo que, por cierto, estaba fuera de servicio. Respeto a mis «enlaces». Tuve la consideración de tomar nota de los enterradores que me habían ayudado.

* * *

Me fui a casa con la esperanza de que el archivista me hiciera otra vez una visita. Rodan me dijo que no lo había visto. Deduje que Fausto, el magistrado aguafiestas, lo estaba vigilando de cerca.

Había comprado pan mientras iba a casa. Me preparé una cena sencilla con el queso que me había traído Metelo Nepote. Me gustó. Había dos tipos, y ambos eran picantes y nutritivos.

A medida que disminuía mi agotamiento, empecé a reflexionar. Sentada tranquilamente en mi casa, revisé lo que sabía y si valía la pena continuar. Ahora estaba segura de que había un asesino suelto que casi seguro tenía cómplices que cubrían un área amplia. Las noticias estaban siendo censuradas de las páginas de sucesos de la Gaceta. El edil y el tribuno se habían compinchado y habían decidido mantenerme al margen. Escauro había recibido el encargo de advertirme de manera educada: nada de amenazas abiertas ni violencia. De ahí las ridículas olivas y pastelitos. ¿Podía atribuirle esa cortesía al edil? No hizo que lo viera con buenos ojos.

¿Esos hombres de verdad creían que con un milhojas y una tacita de té de menta podían comprar mi obediencia? Eran ridículos. Lo único que habían conseguido era confirmarme que realmente estaba pasando algo extraño. Y el resultado inmediato fue animarme a saltar de cabeza a la investigación.

* * *

Ya que mi vida amorosa —todavía prometedora— se había detenido con brusquedad, me tapé con una estola oscura y me llevé comida para dejársela al zorro que llamaba Robigo. No lo vi ni a él ni a ninguno de sus compañeros cuando entré en el Armilustrio. Pero más tarde, esa misma noche, a medida que la ciudad se hacía más silenciosa, oí la llamada de un animal. El aullido provenía de algún sitio cerca del río. Esta vez no era un grito, sino un ladrido único, repetido varias veces. La mayoría de la gente lo habría confundido con un perro doméstico, pero yo lo notaba más ronco. Sabía que era uno de los zorros.