El cuartel de la Cuarta Cohorte había sido colocado de modo estratégico al final del acueducto Aqua Marcia, de donde podían sacar agua. Una esquina del edificio lindaba con la calle de los Estanques Públicos —una amenidad que ya no existía—, mientras que la entrada del puesto estaba en la carretera que subía por el Aventino, atravesando la Puerta Ardeatina, y que en ese punto se llamaba Clivus Triarius. El cuartel era el habitual bloque imponente, con patios interiores de dos plantas donde los hombres de guardia vagaban «preparando equipos». Mostraron un interés poco habitual por una mujer sin acompañante. Me lo esperaba. Morelo sorteó la mayoría de los comentarios sugerentes. Yo me hice la sorda.
Los vigiles estaban desarmados en el sentido convencional. En cualquier caso, como eran exesclavos musculosos, equipados con hachas, garfios, cuerdas y otros elementos pesados, nunca había que meterse con ellos. Morelo me estaba ofreciendo protección teórica, pero preferí mantener la mirada baja. Me considero animosa, pero nunca me divierten este tipo de situaciones. Una vez atravesadas las verjas enormes, no había a donde huir. No podría decir que nadie nos oiría gritar, pero los gritos eran tan normales en ese lugar que nadie se sorprendería.
Al fondo, al final de los tres grandes patios, había un santuario y, a un lado, un escondrijo donde se refugiaba el tribuno de la cohorte cuando no estaba fuera comiendo. Morelo se había ofrecido a ser mi guardián en ese ambiente masculino. Me preguntó con delicadeza si quería que entrase conmigo.
—No, gracias. No interfiera con las técnicas de su querido tribuno, Morelo. ¡Es mucho más fácil para él darme un susto de muerte si estoy sola y atrapada entre hombres extraños!
Morelo, que nunca había soportado las torturas, parecía aliviado por no tener que presenciar el dolor y el terror, aunque afirmó que esperaría fuera sólo porque el tribuno tenía un despacho un poco pequeño. Prometió acompañarme a casa después y yo le contesté con crueldad que no diera por hecho que iba a poder caminar. Se estremeció. Respiré hondo. Llamó a la puerta. Entré.
Efectivamente, en el despacho poco amueblado había espacio suficiente para otros cuatro hombres aparte de Escauro. Intenté no preocuparme por el número de inquisidores. Nada más entrar en la habitación, me sentí desconcertada. Estaba mirando con fijeza una mesita que probablemente habían cogido prestada de una taberna, encima de la cual había varios cuencos pequeños rebosantes de olivas y pastelitos elaborados.
Conseguí no sonreír. Al darme cuenta de para qué iban a servir, entendí que Casio Escauro y sus brutos iban a utilizar métodos muy poco limpios. Sus tácticas intimidatorias venían en forma de picoteo.
Me sentaron en una silla plegable, la ceremonial con forma de tijera utilizada por los oficiales importantes, con un cojín —estaba lleno de bultos, pero me sorprendió tenerlo—, y luego me preguntaron con amabilidad si estaba cómoda. El tribuno debió de dejarme su propia silla. ¡Qué honor! Me pregunté si acabaría meándome encima por el miedo.
Antes de empezar, tuvimos una breve y extraña charla sobre el tiempo ese día. Hasta ese momento, el intento de intimidarme había funcionado, porque odio ese tipo de conversaciones triviales.
Los cinco hombres formaron un círculo, con Escauro justo frente a mí para poder dirigir las negociaciones. Estaban todos de pie. No me sentí amenazada, simplemente porque no había más asientos en el despacho y además parecían todos avergonzados.
Casio Escauro tenía una nariz grande, mechones de pelo gris y la satisfacción propia de un hombre que está agotando su tiempo a costa del Estado, en un trabajo sin salida. Había burlado el sistema. Debió de ser centurión en las legiones, pero eso no quería decir que fuera listo, sino simplemente astuto en las maniobras militares. Echado del ejército por motivos de «edad», se las había arreglado para venir a Roma, pero nunca llegaría más alto que los vigiles, a las más codiciadas cohortes urbanas o a los pretorianos. Era lamentable, porque en los vigiles probablemente podía hacer más daño a la ciudadanía en general.
—Así que usted es Flavia Albia, la hija de Falco. He oído hablar mucho de usted.
Decidí no animarlo de ninguna manera. Era obvio que estaba considerando si atreverse a preguntar: «¿Hay alguna posibilidad de que se saque las tetas?». Son todos iguales, hasta en su horrible vocabulario. Se contuvo sólo porque todos los demás habrían exigido su parte. Era demasiado agarrado para dejar que también sus hombres se metieran conmigo.
—¿Así que trabaja en el vecindario como informante? Es una profesión inusual para una mujer. ¿Qué investigaciones interesantes se trae entre manos ahora, Flavia?
Ninguna persona que me gusta me llama nunca Flavia. Lo dejé hacer, sin comentarios. Creía ser agradable, pero no se daba cuenta de que me estaba irritando.
—Oh, ya sabe, señor… —Nunca le diría en qué casos trabajaba en realidad—. Siempre me las apaño. Por ejemplo, me acerco a cualquier baño público y me ofrezco a pillar al mirón que no para de espiar a través de un agujero hecho en el vestuario de las mujeres. Siempre hay uno. Así echo una mano.
—¡Fascinante!
Sus vigiles tenían que arrestar a los mirones y él lo sabía. Alegaría como excusa la falta de personal, pero el motivo auténtico era el total desinterés en eliminar el problema. La mitad de sus hombres, en el caso de que se les presentara la ocasión, espiarían ellos mismos por el agujero a las mujeres que se cambiaban. Y apuesto a que él también.
—¿Podemos ofrecerle algo, Flavia? ¿Algo para beber, tal vez?
—No, gracias. No querrá perder tiempo mandando a un chico a por té de menta para todos los presentes… Es un lío aclararse con cuántos con miel y cuántos sin ella. Y además siempre hay algún tipo raro que lo quiere con borraja…
Decidido a ser un atento anfitrión, Escauro me indicó entusiasta los pasteles de almendras. No me moví. Soy más de salado. Escauro, que debía de tener la afición a los dulces típica de los hombres, hacía todo lo posible para no babear.
No podía resistirse a tanta abundancia esparcida por doquier, así que acercó con torpeza una de las bandejas. Retiró la mano como un niño que acaba de oír los pasos de su madre. Aguantó un poco más, pero al final extendió el brazo y empezó a masticar. Los demás hombres miraban impacientes mientras su jefe zampaba. Les regalé una sonrisa piadosa mientras me preguntaba cuál de ellos había sido enviado a comprar las golosinas con las moneditas de su hucha. Alguien le había endosado al chico de los recados unas cremas con aspecto muy rancio. Ya sabéis cómo, tras tres días en la fuente, se secan y la superficie se arruga.
—¡Qué raro…
Escauro estaba tragando demasiado rápidamente. Casi se atraganta con un pastelito y tuvo que parar para evitarlo. Tenía migajas por toda la boca. Los demás parecían preocupados. Estaban entrenados para reanimar personas tras una inhalación de humo, pero, a menos que fueran padres de niños pequeños, tenían poca experiencia con asfixias. Cuando el tribuno dejó de toser, prosiguió jadeante:
—… que alguien como usted nos visite!
—Me imagino —contesté seria—. Exitosa y admirada en el vecindario. Una chica bien educada, hija de équite y sobrina de senadores. —Normalmente nunca habría presionado de esta manera, pero me inspiró la conversación con Andrónico sobre lo impresionado que se había quedado el edil por mi estatus familiar. Escruté a Escauro con indulgencia—: En lugar de las habituales putas de detrás de la arena, pobres chicas, todas listas para abrir sus piernas peludas, para que sus tropas las dejen marchar sólo con un ojo negro y una gran multa.
Los cinco hombres parecían abochornados. Oí dos o tres respirar hondo. Eran nervios, más que remordimiento.
Lancé a Casio Escauro una mirada aún más larga y directa.
—Esto es muy divertido, pero ¿podemos ir al grano? Sé por qué me habéis traído aquí. Algunas personas que se consideran importantes han decidido que sea usted (pobre hombre) quien lleve a cabo la tarea de impedir que yo hiciera algo que estaba haciendo. Antes de todo, de usted se espera que desmienta que algo raro está pasando en Roma. Después, me pedirá que, por favor, deje de interesarme por este crimen hipotético que nadie admitirá que está sucediendo.
El tribuno había dejado de comer.
—Flavia, ¡usted es una mujer muy astuta!
Su tono había cambiado, no mucho, sólo un poco. Sentí un escalofrío bajar por mi espalda, dentro de la túnica. Escauro no era un idiota. Sabía cómo hacer un piropo con la justa cantidad de amenaza. Ambos sabíamos que había llegado a ese cargo gracias a la mezcla habitual de sobornos y brutalidad. Los oficiales vigiles eran a menudo de calidad ínfima, pero él ocupaba sin duda el escalón más bajo. Había reunido la fuerza suficiente para asustarme.
—Me enseñaron muy bien —dije simplemente.
Era un recordatorio del origen de mis conocimientos. Pero no tenía ninguna posibilidad de chantajear a ese hombre con mis vínculos familiares. Con Domiciano, tanto padre como mis tíos mantenían sus cabezas bajas. Mis padres se iban con regularidad fuera de Roma durante largos períodos. Era probable que Escauro lo supiera.
Llegamos al punto crucial de la entrevista. Escauro se retorció, mientras intentaba traducir a palabras algún concepto delicado.
—Suponga —empezó con cautela después de un rato—. Sólo suponga que ha habido uno o dos episodios similares.
—«Episodios». —Saboreé la palabra, como si me hubiera impresionado su vocabulario sutil—. ¿Quiere decir la extraña racha de personas muertas?
—No quiero decir eso, Flavia.
—Sé que no quiere, Casio, amigo mío. Por eso estoy ayudándole con las palabras. Yo puedo decir lo innombrable, porque no estoy atada por vuestro código oficial de confidencialidad, aunque quédese tranquilo, soy muy discreta.
El tribuno parecía tan aliviado como herido.
—Seré del todo honesto con usted, Flavia…
¡Lo dudaba!
—Pueden haber ocurrido uno o dos acontecimientos extraños que están creando preocupación. Mis hombres se están encargando de ello, trabajando a todas horas. Esperamos contener la situación muy pronto. Hasta que esto ocurra, no habrá declaraciones públicas. Este procedimiento es absolutamente normal —insistió.
—Absolutamente —coincidí.
El hecho de que fuera indulgente lo angustió. Podía intuir que no creía poder confiar en una joven que le daba la razón con tanta afabilidad. A lo mejor tuvo novias deshonestas que se aprovecharon de él, aunque no creo que hubieran sido muchas en general.
—Gente de alta condición que sabe cómo manejar estas cosas ha dicho que en esta etapa no deberíamos hacer nada que pudiera sacar la situación de quicio.
—Hasta que sepa a qué se está enfrentando —dije, como si fuéramos compañeros.
Se alegró, porque yo conocía la jerga estándar.
—Mi familia siempre ha colaborado con el gobierno. Casio Escauro, ¿por qué no me deja ayudarle con mis investigaciones?
—¡A ver! ¡No puede involucrarse en esto, Flavia!
Al tribuno le entró pánico. Mi ofrecimiento poco sincero lo asustó. Le habían ordenado que se deshiciera de mí, pero ahí estaba, sonriendo y acercándome aún más.
—Tenemos que mantenerlo en plan profesional. Los poderosos de arriba no quieren rumores disparatados que puedan afectar la confianza de los ciudadanos.
—Yo nunca difundiría rumores.
—¡Ya lo sabemos! —exclamó Escauro.
Todos los demás caminaban y movían sus cabezas, deseosos de demostrarme que mi diplomacia y espíritu cívico eran famosos.
Suspiré.
—Tribuno, usted ha sido muy franco y, a la vez, tan discreto como sus jefes habrían esperado. Lo aprecio.
—¿Podemos confiar en usted?
—Por supuesto que pueden.
Incluso cedí y atrapé con delicadeza entre dos dedos una de las aceitunas olvidadas, quitándole el escabeche antes de comerla, para que no goteara encima de la no tan limpia mesita. Mientras lo hacía, uno de los hombres más valientes agarró un pastelito. Los demás estaban nerviosos, listos para abalanzarse sobre los tentempiés cuanto antes.
—Siempre —juró Escauro con seriedad—. Siempre que los vigiles puedan ayudarla con su trabajo, Flavia Albia, sólo tiene que venir y pedirlo. Tito Morelo… Conoce a Morelo, ¿no es así?
—Sí, sí, lo conozco. Un tipo maravilloso. Buen padre de familia, un oficial con una enorme experiencia.
—He dado instrucciones a Morelo para que la ayude con lo que pueda necesitar.
—Es bueno saberlo, Escauro.
Si quería creer que me había convencido, podía dejar que se hiciera ilusiones.
—Pero no con esto, ¿verdad? —Gorjeé alegremente, como si ahora fuéramos todos amigos que compartían la misma broma.
—¡No, con esto no! —suplicó el tribuno con cara preocupada, por si había fracasado en su intento de coaccionarme.
—Cuente conmigo.
Sabía ser amable. También yo sabía contar mentiras.
Al levantarme, les di un apretón formal de manos a todos y me fugué. A mis espaldas oí los resuellos de unos hombres que, tras haber sido colocados en una situación con la que no estaban familiarizados y que los había puesto muy nerviosos, por fin aliviaban su tensión abalanzándose sobre los pastelitos de almendra.