Me desperté aturdida. A pesar de estar desanimada y amargada, estaba determinada a rebelarme contra el abominable Tiberio. Ningún factótum mal afeitado me obligaría a quedarme en casa para una reunión. Tampoco le perdonaría la interrupción de mi cita. Su mala intención era evidente, nos había separado a propósito.
Me quedé tumbada durante un rato, con el humor ácido de una mujer físicamente decepcionada. Di una vuelta por el piso, recordando como mi marido y yo habíamos hecho el amor juntos, con ese típico gozo enérgico de la juventud.
No había traído a ningún hombre aquí desde que lo había perdido. Éste había sido nuestro sitio. Después de ocho años, era ya casi mi sitio, donde podía hacer lo que quisiera. Aun así, sólo una historia de amor buena de verdad me haría romper el casto régimen que había impuesto a aquellas habitaciones tras la muerte de Léntulo.
Ahora estaba preparada para dejar entrar a otro hombre, lo sabía.
Habría sido, podía haber sido Andrónico anoche, aunque mi cabeza me decía que nuestra relación era demasiado reciente para abrirle mi casa. Estaba casi contenta de que se me hubiera adelantado subiendo hasta el despacho. Por otro lado, si nos hubiésemos ocultado aquí, en mi piso, Tiberio nunca nos habría encontrado… Andrónico era un hombre inteligente en extremo, pero, por lo visto, no se había dado cuenta de que arriba, en mi despacho, no había una cama auténtica. No podía no haberse preguntado dónde dormía. Cualquier informante lo habría notado.
Había tenido hombres en el pasado. No era una vestal. Bueno, hoy en día ni siquiera las vestales eran vírgenes. Si eran ciertos los rumores, todas esas mujeres severas que la gente veneraba tenían amantes. En cuanto a mí, tenía aventuras ocasionales con gente que me gustaba mucho. Ninguna había durado. A decir verdad, hasta ahora no había querido que durara ninguna. Había llevado a uno o dos de los menos atontados a alguna reunión familiar, pero no habían tenido éxito. Sus deficiencias salían a la luz muy pronto, porque Manlio Fausto no era la única persona en Roma que investigaba antecedentes: yo tenía a mi escudriñador personal, lo quisiera o no. En cuanto nuestro amoroso padre se olía cualquier tipo de interés masculino por una de sus hijas, preparaba de inmediato un expediente sobre su amigo sospechoso. Había trabajado de eso durante toda su vida, así que era increíblemente bueno en descubrir defectos.
Eso solía matar la pasión. La mayoría de los amantes pronto huían aterrorizados. A veces, al leer los contenidos de los expedientes, me entraban ganas de abandonar al amante de todos modos.
Estupendo.
* * *
Para frustrar al mensajero y la «cita» autoritaria que estaba convencido haber concertado conmigo, me precipité fuera de la cama pronto, recogí mis cosas y me fui a los baños de Prisca, con la intención de quedarme allí toda la mañana. Podía procurarme algo de desayuno del vendedor ambulante que circulaba con una bandeja de refrigerios. En los horarios oficiales de apertura tenía sabrosas salchichas calientes. Por la mañana lo único que podía ofrecer eran restos de la noche anterior, pero creo que a veces una salchicha añeja y fría, con la grasa solidificada, es un fin en sí misma.
Prisca me abrió y, como era habitual, se quejó porque me presentaba antes de la hora de comer. Le dije que cualquier persona con una vida amorosa sería propensa a hacer lo mismo. Hay que prevenir. Se ofreció a recomendarme un trepanador que perforaba cráneos —uno bueno que la mayoría de las veces conseguía no matar a la gente—, porque si quería tener una vida amorosa, necesitaba ocuparme antes de mi cerebro.
Pasé por las salas de limpieza a mi ritmo. Se dio el caso de que Serena estaba allí, así que dejé que me hiciera un masaje renovador. Algunos baños emplean masajistas enormes, montañas de grasa que dan potentes meneos. Serena era tan pequeña y delgada que parecía imposible que pudiera manipular a alguien con sus manos y, sin embargo, se subía a la plataforma donde acostaba a sus víctimas, se arrodillaba encima de ellas con todo su peso y hacía crujir los músculos tensos de maravilla. Me gustaba, porque nunca quería hablar. ¿Quién quiere cotilleos cuando lo están machacando con energía?
Lo único que quería hoy era tumbarme mientras ella hacía todo lo necesario y me dejaba soñar con el archivista —con sus ojos claros y su expresión atractiva— y con el que sabía que había sido su plan anoche: entregarme su cuerpo maravilloso…
Fue un sueño breve. Mientras yacía allí desnuda encima de la tabla, oímos una voz masculina discutiendo de manera irritada con el personal fuera, en la antesala. Estaba estupefacta. El mensajero de los ediles me había localizado y hasta estaba intentando entrar para hablar conmigo aquí. Eché a Serena una mirada alarmada. Era una joven perspicaz y, por lo tanto, consciente del pudor de las clientas. Para cuando el repugnante Tiberio consiguió abrirse camino a empujones hasta la sala de tratamientos, Serena había dejado caer una toalla a la altura de mi cintura, aunque, al ser los baños notoriamente tacaños, era una toallita pequeña.
Mis cosas privadas se quedaron privadas. Todo lo demás estaba limpio, untado de aceite, tonificado y a la vista. Tenía un buen panorama. Por lo menos eso lo incomodó. Se puso todo rojo y se fue para atrás, mientras me ordenaba de manera grosera que me vistiera y saliera a hablar con él. Serena se encargó sin ni siquiera consultarme y, con la mano apoyada en su pecho, lo empujó fuera de la habitación. Me avisó desde el pasillo de que recogería mis cosas del vestuario.
—¡Deja esperar a ese bastardo repugnante! —rugí en voz alta.
* * *
Ya me había levantado de la tabla. Mi túnica y mis sandalias, como sabía muy bien Serena, estaban colgadas de un gancho de madera en la sala de masajes. Me deslicé en la túnica antes de arrastrar la tabla de tratamientos para un lado, junto con el caballete sobre el que estaba apoyada. Cuando estaba cerca de la pared, me subí corriendo encima y trepé en dirección de una ventana alta y cuadrada, sin cristales, que iluminaba la habitación. Podía alcanzarla, pero la apertura era muy pequeña. Eso había que planearlo antes.
Podía salir de la manera más obvia, sacando la cabeza primero, pero era la manera estúpida. El muro exterior del edificio era liso, con nada a lo que agarrarse, así que tendría que caerme al otro lado, de nuevo de cabeza, con lo que me rompería de modo inevitable ambos brazos y me abriría el cráneo al aterrizar. Un hombre podría intentarlo, con la esperanza tonta de salvarse, pero yo decidí bregar con el método práctico: me quedé dentro y salí con las piernas hacia delante, para poder pasar por encima del alféizar, agarrarme a él mientras giraba para apoyarme en el muro y quedarme colgando lo más cerca del suelo posible. Así podría aterrizar de manera más segura.
Lo hice. Estaba orgullosa de mí misma. La ventana era tan pequeña que la túnica, que creía que me iba a proteger, se arrugó mientras me abría paso hacia fuera. El marco de madera me raspó la piel como un rallador de queso. Mientras descendía, me obsequiaron con silbidos de admiración desde el patio, por donde andaban las dos mujeres que jugaban a ser gladiadoras. Las alertó el ruido de mis sandalias, que habían volado por la ventana. Si eran lesbianas, estaban disfrutando de lo lindo al verme emerger, desnuda de axilas para abajo y de espaldas. Me deslicé fuera y me bajé la túnica como pude. Tuvieron la amabilidad de cogerme y llegué al suelo sin demasiados manoseos indecentes.
Les di las gracias por la ayuda. Me estaban echando el ojo con descaro. Mientras me bajaba la ropa, pensé que se merecían esa emoción.
Zoé y Cloe se presentaron. Ya sabían quién era yo.
Me llevaron corriendo a una salida trasera que todas conocíamos. Forzaron la verja cerrada, apoyándose en ella —eran chicas fuertes y no escatimaban esfuerzos—, mientras yo daba saltitos, intentando atarme las sandalias.
Les di las gracias de nuevo. Salí disparada por el callejón. Vitorearon y volvieron dentro, en tanto cerraban la puerta a sus espaldas.
Mejor. Eso quiere decir que no vieron la decepcionante conclusión de mi huida temeraria: fui a chocar de bruces contra Morelo, de la Cuarta Cohorte. El cerdo gordinflón estaba apoyado en una esquina, masticándose el pulgar y esperando a que me fuera corriendo de los baños de Prisca directamente a sus brazos, para poderme escoltar hasta la entrevista prometida con su tribuno.
—¡Flavia Albia! ¿Adónde va tan deprisa?
—¡Oh, suéltelo, Morelo! ¿Cómo me ha encontrado?
—Rodan me dijo dónde podía estar. —No sé por qué me molestaba en preguntar—. Ese imbécil desagradable de la oficina de los ediles se me había adelantado, pero supuse que usted conseguiría darle esquinazo. Así que aquí estoy. El palurdo aún la está esperando inútilmente allí delante, pero, querida, ahora es toda mía para un buen rato.
—Soldado, admiro su manera de razonar. —En realidad, estaba maldiciendo.
Morelo me preguntó si lo iba a acompañar de forma pacífica o si tenía que poner un collar a mi bonito cuello. Le garanticé que no sería necesario, así que podía olvidarse de cualquier situación erótica. Desechado el juego con cuerdas, la única formalidad requerida era pasar por la casa de alguna familiar madura que pudiera ir de acompañante. Dijo que no había tiempo para eso. ¡Sorpresa! Por lo menos evitó que dos mujeres sufrieran abusos durante la entrevista. No me gustaría que una viejecita presenciara eso.
Le pregunté entonces si iba a mandar a alguien a por mi padre, ya que era el cabeza de familia y tenía que hablar legalmente por mí. Morelo repuso que tomaba nota de mi petición, pero que no, no lo haría, y me preguntó si creía que era un estúpido. Otra sorpresa.
Hasta aquí era guasa, casi rutina. Pero supuse que lo que iba a pasar con el tribuno sería muy diferente.