—Bueno, Flavia Albia, ¡menudo historial estás ocultando!
Había una sola manera de compensar mi depresión: comiendo. Había ido a El Astrónomo, el bar de tapas que mi familia llevaba regentando desde hacía años, y allí me encontró el archivista de los ediles. Probablemente había sido Rodan quien había dicho a Andrónico dónde estaría, así que, mientras saludaba a mi nuevo amigo con una ligera palpitación del corazón, por una vez bendije al portero.
Andrónico se dejó caer en un banco frente a mí. Junilio, el joven camarero, vino a ver qué quería. Dado que era Junilio, se quedó en silencio, con una tableta encerada lista para apuntar los pedidos. Tenía un delantal. Había ladeado la cabeza. El motivo por el que estaba allí era obvio.
Al ver que Andrónico no decía nada, Junilio se alejó, tal vez pensando que el cliente necesitaba más tiempo. Noté que el archivista movió su riñonera desde la cadera a una posición más céntrica. De esta manera avisó oportunamente a Trinio, el carterista, dónde podía encontrarla, y así procurarse el dinero para la copita del día siguiente, tras acabar de tragarse su clarea.
—El camarero parece un poco ido…
—Sordo. —Aún afligida por lo de los vigiles, contesté de manera brusca.
—¡Vale! Sólo quería decir que todos los camareros pueden ser raros.
—Junilio es sordo, lo cual significa que creció mudo. Y si estás pensando en llevarme a algún cuchitril donde el personal parece normal, pero escupe en los platos y engaña con la cuenta, te informo que es mi primo.
El archivista abarcó la caupona con un gesto de la mano.
—¡Ah! ¿Un negocio familiar?
Podía leer sus pensamientos: le parecía un garito desaliñado. En El Astrónomo, hasta las telarañas tenían telarañas. A veces se mecían ligeramente, como si los espíritus de los viejos clientes clamaran reposo.
Andrónico parecía serio, era su manera de anunciar una broma.
—Supongo que, aunque no te hagan un descuento, te quitan las moscas del plato antes de servírtelo.
—Si se acuerdan. —Por fin me tranquilicé—. Nunca pidas la especialidad de la casa: significa que está especialmente quemada.
Le comuniqué a Junilio que Andrónico comería lo mismo que yo: el plato del día, garbanzos —siempre eran garbanzos— con guarnición de lechuga, un huevo duro troceado encima de la lechuga y un vaso de su vino «no exactamente falerno».
—¿Ves? Era fácil.
—Claro. Albia, entiendo. Sólo es sordo. Eso no lo hace estúpido.
Junilio, que podía leer los labios o por lo menos interpretar las emociones, nos lanzó una mirada irritada y se marchó a la cocina. Era un chico guapo, de unos diecisiete años, con una personalidad tolerante. Teníamos un vínculo especial. Él también había sido adoptado por los Didio, después de que su discapacidad se hiciera evidente y de que sus padres naturales tiraran a su bebé sordo a un cubo de basura. Por lo menos escogieron uno bien conservado. Sobrevivió. Lo encontró mi padre. Mi tía, que no tenía hijos, se lo quedó. Necesitaba a alguien con quien embobarse, ya que su marido era un inútil.
Fue Junilio quien le dio el nombre de El Astrónomo a aquel sitio. Tenía razón en que no tenía sentido llamarlo Flora —su encarnación anterior—, ahora que ya nadie recordaba quién había sido Flora. Para hacerle publicidad, había comprado un enorme cuadro para la pared en el que salía un pez feo con los ojos encima de la cabeza y una boca grande. Pensé que se parecía un poco al tío Gayo, el padre de Junilio, aunque nunca lo dije.
—En realidad, es muy inteligente —afirmé, aún a la defensiva.
—Imagino que necesita serlo —replicó Andrónico con una voz tranquila y sensible.
Estaba volviendo a ganarse mi amistad con diligencia. No vi el motivo para ponérselo difícil.
Para justificar mi mal humor, le conté mis problemas con los cretinos del orden público.
—Una tontería de nada. Pero cuando quieren ostentar su poder, se hacen peligrosos…
Llegó su comida. Esperé mientras la observaba y la probaba. En El Astrónomo no eran ambiciosos, pero sabían cómo hacer un huevo duro.
—¡A ver! ¿Qué decías de mi «historial», Andrónico? ¿Alguien ha estado difundiendo rumores maliciosos?
Mientras se alejaba hacia la barra, Junilio ejecutó una danza estúpida, dirigida a mí: quería señalarme que Andrónico era de una calidad aún peor que mis amantes habituales. Andrónico lo captó por casualidad con el rabillo del ojo.
Y con su actitud más burlona comentó:
—¡Supongo que es inevitable que tu familia se mofe de todos los amiguitos con los que te ven!
—Las Saturnales serán divertidas —coincidí, sin poner en duda su definición de sí mismo—. Para entonces, mis hermanas, mis tías, la modista de madre y el mono mascota seguramente ya nos habrán visto juntos por ahí. Mi vida estará acabada.
—Lo superarás.
Andrónico dejó su cuchara, es probable que con alivio, cuando los garbanzos agrios llegaron a sus papilas gustativas: mi tía aún estaba usando un saco que debió de comprar el año de la erupción del Vesubio. Habló con una voz baja y más intensa.
—Según lo que he escuchado esta mañana, eres dura. Y tienes un carácter interesante… ¿No estás molesta por el hecho de que la gente hable de ti?
Le sonreí con dulzura.
—Siempre espero a saber con exactitud qué pintoresca anécdota —o qué mentira fantasiosa— se ha contado sobre mí.
Luchamos en silencio durante un momento, él aguantándose para provocarme, y después añadí murmurando:
—Y a quién se le ha contado.
Andrónico me miró asombrado, con los ojos como platos, las cejas levantadas y la frente arrugada.
—¡Suéltalo! —le ordené con severidad y, para echarle una mano, declaré—: He sabido que Metelo Nepote le dijo a Manlio Fausto que había contratado a una informante.
No quise averiguar por qué Andrónico no me había mencionado esa parte de la conversación. A lo mejor debería haberlo hecho, pero me interesaba más lo que había pasado aquella mañana.
—¿Eso tiene algo que ver con lo de mi «historial»?
Entonces Andrónico lo confesó todo.
—Albia, era sólo cuestión de tiempo que Fausto preguntara por tus antecedentes.
—Tenías razón. Es un bastardo entrometido.
—Es el procedimiento. Lo único que hizo fue controlar el registro de los vigiles.
—Y descubrió que no estaba allí.
—¡Ah! Sí, así fue.
Los vigiles tienen un listado de personajes que el gobierno decide tener bajo control. Son personas con trabajos humildes o seguidores de religiones extranjeras que promueven unos elevados principios morales que las autoridades consideran altamente peligrosos. En medio de un batiburrillo de prostitutas y astrólogos, estos registros incluyen también a los informantes.
—Debe de ser difícil estar en una lista como ésa —insinuó Andrónico.
—No tengo nada que objetar. Después de todo, es del todo cierto que los informantes realizamos rituales curiosos, especulamos sobre cuestiones éticas y (lo peor de todo) nos vendemos. Intentamos resolver rompecabezas, como los matemáticos. Nos sentamos en bares y filosofamos, aunque, gracias a los dioses, no es obligatorio para los informantes dejarse barba.
—¿Ni siquiera durante las operaciones encubiertas? —tanteó Andrónico con malicia.
La forma como lo dijo rayaba el flirteo. Muy agradable.
El nombre de mi padre estaba en la lista de los vigiles. A él le parecía divertido. Nunca habían venido a registrar nuestra casa esos días ni lo habían arrestado. Su nombre, con toda probabilidad, tenía una anotación de «No molestar» al lado, para indicar que era muy amigo del viejo emperador Vespasiano. Mi nombre nunca se apuntó. Cuando había empezado a trabajar como informante, mi tío Lucio lo había solucionado declarando que lo único que hacía era escribir cartas de amor para los analfabetos, como era costumbre antiguamente.
A veces lo hacía. Cuando esas historias lacrimógenas eran demasiado banales, le pasaba los encargos al secretario egipcio de padre. A los clientes les gustaba. Su caligrafía era maravillosa.
—Supongo —curioseó Andrónico con cuidado— que conseguiste que te borraran de los registros a cambio de una importante recompensa.
—No, mi tío vigil nunca me inscribió.
Silbó.
—¡Entonces, sí que tienes amigos bien situados!
Pregunté a Andrónico qué hizo el edil al descubrir que mi nombre no estaba en la lista. Debería haberlo imaginado: había subido de nivel y había acudido a Casio Escauro. A pesar de trabajar en dos ramas diferentes en el sector del orden público, Fausto seguramente se creía que, como magistrado, superaba en rango a un comandante de cohorte. Escauro no estaría de acuerdo, pero desde luego no cuestionaría la orden de comparecencia. Ahora sabía por qué esa mañana Morelo me había dicho que estaba metida en problemas con su tribuno.
Una cosa era cierta. Nada más llegar al puesto de guardia, tras la bronca monumental de Manlio Fausto, Escauro habría convocado a su secretario. Me había librado durante doce años, pero ahora definitivamente estaba en la maldita lista.
—En realidad —me aseguró Andrónico—, saliste bien parada de su discusión. Casio Escauro acudió a nuestro cuartel general muy nervioso, pues se esperaba un lío tremendo. Quería que Fausto hiciera la vista gorda con su omisión proporcionándole la mayor cantidad de información posible, para que pareciera que sí lo sabían todo sobre ti. Tras escuchar lo que tenía que decirle, Fausto se quedó impresionado.
—Ilumíname. ¿Qué se supone que he hecho?
Al tribuno le interesaba cantar mis alabanzas para poder justificar la omisión de mi nombre en la lista. Por lo visto era una viuda agradable, determinada e inteligente —y con las excelentes relaciones sociales arriba mencionadas—, que había echado una mano a los vigiles con un fraude médico muy difícil y delicado. Mi implicación había consistido en ponerme en peligro, actuando como cebo.
—En realidad —aclaré a Andrónico—, la única condición que mis padres me impusieron al empezar este trabajo fue que jamás actuara como señuelo. Pero siempre pasa algo. Una mujer que arriesga su vida con un criminal es una estúpida.
—Me alegro mucho de que seas tan sensata, Albia.
—Lo he hecho, por supuesto. Sólo que no los aviso antes.
Ni que decir tiene que ése es el motivo principal del fracaso de esta ridícula táctica. Nadie sabe dónde estás, así que ¿cómo pueden proporcionarte apoyo o venir corriendo a salvarte?
Andrónico se inclinó sobre la mesa. Abandonó su plato de comida. Ingería con rapidez y tal vez nunca percibía el sabor de la comida conscientemente: cuando tenía bastante, paraba, sin preocuparse de limpiar el plato.
—¡Ten cuidado, por favor! —me suplicó con el corazón en la mano.
—Aún estoy aquí. Por poco.
Lo veía demasiado cercano, como uno de la familia. Su preocupación por mi bienestar era demasiado intensa. No tenía intención de asustarlo hablándole de las veces que me había salvado por los pelos.
* * *
Hice que Andrónico me contara algo más de lo que se había dicho.
Casio Escauro me había descrito delante de Fausto como un espécimen exótico: se había explayado sobre mi llegada a Roma desde Britania, con todas las florituras sin sentido que eso suele conllevar. Gruñí.
—La isla remota y misteriosa, oculta tras la bruma, donde los habitantes pelirrojos, vestidos con pantalones, todos, con enormes torques de oro en el cuello, siempre están pintados de azul… Créeme, no hay nada romántico en la niebla si vives en ella.
—¿Son azules?
—¡Claro que no! Bueno, en ocasiones, pero hoy en día esos brutos grandes y pecosos quieren llevar togas, y ganan una fortuna estafando a todo el mundo con sospechosos negocios de importación y exportación. Si ir a las termas implica una vida fácil y cómoda, y si se puede tener la calefacción bajo el suelo, el típico emprendedor británico miembro de tribu va a por ello. ¿Para qué vivir en una tienda de campaña, cuando tienes a disposición un foro subvencionado por el Imperio? ¿Para qué cultivar la tierra, cuando el comercio internacional es pan comido? Abandonan corriendo sus campos y se matan por vender ostras de Rutupiae a Roma.
—¡Mientras las compremos entusiasmados! —Andrónico sonrió.
Estaba claro que había llegado a sus oídos que la delicadeza británica superaba a cualquier otra.
—Permitiendo así a los británicos beber hasta desmayarse en los bares de Londinium.
—Por cierto, tú, querida muchacha, puedes parecer una matroncita romana que tiene una rueca en una mano y las cuentas del hogar en la otra, pero tienes unos turbios antecedentes provinciales y podrías ser una druida.
Se me cayó el alma a los pies otra vez.
—¿Resuelvo yo mis casos agitando una ramita de muérdago sobre las pruebas? Ridículo. Sí que dejé que la gente hiciera correr ese rumor hace años, pero, créeme, nunca lo empecé. En realidad, todos los druidas son viejos taimados. Barba sin peinar y secretos místicos. Nunca escriben nada, porque entonces la gente podría darse cuenta de que sólo son unos sucios embusteros. Y además, un abogado entendido me explicó que en Roma coquetear con la magia es un delito capital.
—Efectivamente, a Fausto le dijeron que conoces a algunos abogados entendidos.
Andrónico me estaba mirando con intensidad, pero en su mirada había tanta diversión que para mí era un deleite.
—Más tíos. Los consulto gratis cada vez que tenemos una reunión familiar.
—¡Qué cómodo! Los famosos Camilo, ¿no?
¡Oh, júbilo! ¡Sí que había indagado en detalle Casio Escauro!
—Letrados prometedores, y ambos en el Senado. Albia, te aseguro que esa noticia fue desconcertante para un edil plebeyo. Se cree muy superior y luego descubre que estás muy por encima de su estatus social.
—¡Fausto no te gusta nada, eh!
Le pregunté directamente qué le había hecho el edil. Ya que hoy estábamos intercambiando información personal de manera tan abierta, Andrónico me lo contó.
Manlio Fausto pertenecía a la nobleza plebeya, la típica que tenía un largo historial de enfrentamientos con el Senado, porque su riqueza los había hecho tan poderosos que se habían opuesto a que la aristocracia tradicional les mandara. Príncipes de la industria y del comercio. A medida que Roma se había convertido en un gran imperio internacional, ellos habían reconocido y explotado las oportunidades: la familia de Fausto había encargado, construido y arrendado almacenes. Con eso se habían hecho extremadamente ricos. Vivían con modestia en el Aventino, pero se decía que tenían baúles llenos de dinero y en realidad poseían un batallón de esclavos, todos caros, seleccionados por el tío del edil por su belleza y talento. Éstos habían sido, acicalados y educados con la misma atención al detalle con la que los Fausto cuidaban sus almacenes. Un liberto clerical con este historial podía considerarse a sí mismo como una mercancía deseable.
Así que, tras ser criado y entrenado en la casa del tío, cuando obtuvo su libertad —por fin había reconocido su estatus—, Andrónico había albergado la esperanza de que lo ascendiesen. Había anhelado el cargo de secretario personal de Manlio Fausto. Pero Fausto no compartía su opinión. No otorgaría a Andrónico ese tipo de acceso a sus papeles privados. Andrónico había considerado lógico que el sobrino pensara con gratitud en él como asistente y confidente. Pero Fausto no sólo lo había rechazado, sino que le había buscado un trabajo fuera de la casa, como archivista en el Templo de Ceres.
—Eso aún podía aguantarlo, pero después, este año, el cerdo va y se hace elegir como edil. Es obvio que el tío Tulio lo enchufó de la manera habitual, con grandes tejemanejes. Así que ahora tengo que aguantar todos los días a su sobrino olvidado por los dioses, pero sin el trabajo que quería, que en un mundo justo habría sido mío por haberlo pedido.
—¡Pobrecito!
—Gracias. Mi desdicha es realmente injusta.
* * *
Junilio ya había perdido la esperanza de que ordenáramos algo que luego fuéramos a pagar. Como estábamos ocupando su mejor mesa, dejó delante de nosotros un par de bebidas gratis. Nos fulminó con la mirada. Lo ignoramos.
—Entonces —dije, mientras alzábamos los vasos—, mientras Fausto y el miserable tribuno estaban cotilleando, ¿qué posición astuta estabas ocupando tú?
—Estaban sentados fuera, en el patio. Me puse cerca de una puerta abierta, en una habitación al otro lado del pórtico. Casio Escauro tiene una voz explosiva, Fausto la tiene suave…
—¿Y tiende a escuchar?
—Creí que nunca lo habías visto.
Andrónico pareció ofenderse porque tenía otras fuentes de información aparte de él.
—Escuché por casualidad la descripción de alguien. A lo mejor debería conocerlo, ya que está tan interesado en mí.
—No. No tengas ningún trato con él.
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de tan peligroso?
—Hazme caso. Simplemente no lo hagas.
Andrónico insistía tanto que fingí estar conforme. Por supuesto, sólo consiguió picar mi curiosidad.
* * *
Para despistarlo, redirigí la conversación a mis orígenes británicos. Le conté que había sido un bebé milagroso, salvado de las llamas que habían destrozado Londinium. Como archivista, Andrónico estaba fascinado.
—Así que, ¿no tienes un certificado de nacimiento?
—¡Esta es la menor de mis preocupaciones! En algún sitio debo de tenerlo. Es probable que se destruyera durante la Rebelión, aunque, si se hubiese salvado, sería inútil, porque nadie sabría que es mío.
—Así que, ¿eres británica de verdad?
—Tal vez no. Podría ser cualquier cosa. La mayoría de los esclavos saben más de sí mismos que yo.
—Debe de ser difícil. ¿Es esto algo que un edil podría usar contra ti, Albia?
—No. —Lo dije con voz impasible—. Soy ciudadana romana en toda regla. Tengo un certificado correctamente expedido que lo demuestra. Como ciudadana, fui adoptada de manera formal. Tu hombre no podría tocarme, aunque quisiera. ¿Y por qué motivo iba a quererlo, Andrónico?
—Puede ser vengativo si está enfadado.
—¿Qué puedo haber hecho yo para ofenderlo?
—Estás fisgoneando.
—¿En qué? Si he tocado algo confidencial, lo único que tiene que hacer Manlio Fausto es decirlo. Soy una mujer razonable. ¿Ves? Por eso creo que a lo mejor debería ir a hablar con él.
—No querrá verte.
—Es la segunda vez que alguien me lo dice de manera tan tajante. ¿Por qué? ¿Ese ser pomposo se cree demasiado ocupado o… —me estaba acalorando— le aterrorizan las mujeres sin más?
Andrónico se paró a pensar. Después, como si una luz se hubiese filtrado de repente por el postigo, exclamó:
—¡Creo que lo has clavado, Albia!