XII

Me aseguré de ir a ver a los vigiles antes de que vinieran a buscarme ellos.

Nuestra cohorte local era la Cuarta. Su cuartel general estaba en el Distrito Doce, por la Piscina Pública, al lado del Aqua Marcia. También tenían subcuarteles, uno de los cuales cubría el Distrito Trece, ahí, en el Aventino. Lo conocía bien. Había estado yendo a ese lugar desde que vivía en Roma, así que no me daba miedo.

Podías saber que te estabas acercando al cuartel por el gran número de bares sórdidos. El complejo tenía dos enormes verjas que conducían hasta un patio lleno de equipos para la extinción de incendios, la función principal de los vigiles. Su otro interés, el reservado al crimen, se había desarrollado porque, cuando las patrullas salían por la noche en busca de olor a humo, seguían topándose con maleantes y ladrones que a su vez hacían patrulla, pero en ese caso olfateando oportunidades para robar. Los vigiles habían empezado a detenerlos. El orden público se había convertido en una tarea adicional. Sería bonito pensar que eso hacía de Roma un lugar más seguro, pero sólo un bobo se lo creería.

El cuerpo estaba compuesto por exesclavos, voluntarios que servían durante seis duros años y después obtenían el privilegio de ser ciudadanos, si sobrevivían. Eran dirigidos por exmilitares, uno de los cuales, en la Cuarta Cohorte, había sido un tío mío. Ahora estaba oficialmente retirado, aunque siempre que conseguía eludir a mi tía se iba a dar vueltas por el puesto de guardia como un fantasma reprobador, con la excusa de un trabajo inacabado: había un malhechor en particular que no había conseguido capturar. Seguía obsesionado con él.

Al igual que pasaba en muchas organizaciones comunitarias, nunca se destinaba dinero suficiente para el mantenimiento de los vigiles. Tampoco tenían prestigio y por lo tanto ningún incentivo para destacar. Esto les daba a los hombres un aire alicaído y desaliñado. A menudo se les podía ver en algún callejón tranquilo, recostados en el coche de bomberos, fingiendo estar a la espera de una llamada, pero en realidad picoteando y ligando con fulanas. Tenían un tribuno arisco que se había instalado en el edificio principal, en el Distrito Doce, y Tito Morelo era ahora el encargado de las investigaciones en nuestro cuartel local. Un tipo muy común: sobrepeso, cabeza rapada, perezoso. No era tan sudoroso como algunos de los otros, pero en general todos apestaban.

—¡Flavia Albia! Espero que no haya venido a pedir favores.

Sabía quién era yo. Y con eso quiero decir, en los términos de los vigiles, que sabía quiénes eran mi padre y mi tío (buenos compañeros que habían colaborado en muchos casos en su momento, un momento que ya había pasado, pero no para ellos). Yo no contaría casi nada allí si no fuera por un afortunado hallazgo relativo a una vieja investigación: mi reputación se basaba en la vez que había denunciado a un médico que drogaba a sus pacientes y luego se aprovechaba de ellas. Dos de las víctimas se habían juntado después y me habían pedido ayuda. Por desgracia, fue hace diez años y los hombres que se acordaban de ello se estaban acabando.

Los vigiles tienen poca memoria. A pesar de la creación de competencias locales y de un registro detallado de casos previos, en la práctica su interés sólo abarcaba las tareas de la semana. Y la mitad del tiempo ni siquiera estaban interesados en ellas.

Le dije a Morelo por qué había venido. Escupió. Los vigiles eran todos muy brutos.

—Sí, tenemos al muchacho aquí. Lo llamo muchacho, pero debe de tener más de treinta años y es como un enorme bebé. Es tan grande que para su madre seguramente fue muy difícil cuidar de él.

—Entonces, ¿cuál es el veredicto? —pregunté, intentando mostrar respeto por su opinión.

—Puede hacer pipí en un orinal. No tenemos que cambiarle el pañal.

—No sea pesado, Morelo. ¿Cuál es el veredicto sobre su madre?

—El más obvio. La mató.

—¿Es eso cierto?

—No, es lo conveniente —admitió Morelo—. Ya nos conoce, nos tomamos muy a pecho el bien público y queremos una buena ratio de casos resueltos.

Si hubiese sido más sofisticado, habría parecido una broma. Pero, dicho por él, era una curiosa mezcla de leve vergüenza por sus fracasos y de dejadez auténtica.

Le dije que me había llegado el rumor de muchas muertes misteriosas por ahí. Se encogió de hombros.

—Nadie nos lo había dicho, pero nunca nadie nos dice nada.

Pensé que había un buen motivo…

—Ahora hay un edil de por medio.

—¡Debería haberlo! —exclamó con desdén.

Sonreí para que viera que estaba de acuerdo.

—¿Podría ver a ese Kylo?

—En las celdas. Uno de mis chicos lo está vigilando. Es uno que también tiene una hija que nació tonta. Ya sabe, cabeza grande y ojos estrábicos. Según su padre, su pequeñaja necesita ayuda, pero tiene una personalidad maravillosa. Es vulnerable, aunque muy cariñosa.

—¿Y usted qué piensa?

—Creo que tiene razón —contestó Morelo de inmediato, lanzándome una mirada directa y franca—. La tiene.

—¿Una personalidad maravillosa?

—Es lo que he dicho.

—¿Y Kylo le parece diferente? ¿Cree que podría ser violento?

—Es rarito. —Morelo imitó al hijo de Celendina poniéndose el brazo a la altura del pecho, con la mano caída, y levantando una cadera—. Alguien así podría dar miedo en el barrio, sobre todo si es tan grande y fuerte. Pongamos que un grupo de vecinos oye jaleo, entra y la encuentra muerta, con su hijo gritando con fuerza y sujetando el cadáver. ¿Qué sucede? Para ellos sería instintivo pensar que ha sacudido a la anciana hasta matarla.

—¿Y…?

Morelo podría ser gordo y perezoso, pero tenía un cerebro cuando se molestaba en usarlo.

—También podría haber ido de manera diferente. ¿Y si a Kylo de verdad le entró pánico? ¿Y si la encontró muerta, se alteró, y luego sólo la sacudió lo más fuerte que pudo, en un intento desesperado de despertarla?

Le dije que eso me parecía sorprendentemente imparcial, a lo que Morelo contestó, sonrojándose, que no debía contárselo a nadie.

* * *

El prisionero estaba sentado en el suelo, en el segundo patio. El vigil le había permitido alimentar a las palomas. Físicamente no parecía más torpe que cualquier vendedor callejero o administrador del hogar, aunque el daño cerebral era bien visible en sus ojos vacíos y en su comportamiento. Morelo lo había imitado bien.

Kylo era alto, muy fuerte y taciturno en extremo. Tenía rizos sueltos, como un niño pequeño, pero en realidad pasaba de los treinta. No obstante, saltaba a la vista que no podía cuidar de sí mismo. Su madre debió de hacérselo todo: comida, ropa, higiene, entretenerlo, mantener bajo control su sexualidad. Se habría pasado la vida protegiéndolo de la ignorancia de la gente e intentando que lo aceptaran.

Le expliqué quién era. Parecía descortés hablar de Kylo en su presencia, pero en realidad no se daba cuenta de que estábamos allí. Los vigiles convenían en que, sin su madre, Kylo estaba perdido.

—Y él lo sabe.

Aunque parecía que Kylo no estaba escuchando, levantó la cabeza cuando mencionamos a su madre. Vi el miedo y la tristeza en sus ojos. Sí, lo sabía. La única persona que le había importado y que había cuidado de él se había ido. Estaba solo, nadie lo quería, estaba acabado.

Conseguí llamar su atención por un momento y le dije con claridad:

—Soy Albia.

No parecía importarle nada. Se lo repetí.

—Mi nombre es Flavia Albia. Me han dicho que me buscabas.

No hubo respuesta. Les expliqué a los vigiles que, al parecer, Kylo había dicho mi nombre a los vecinos. Si era cierto, ya había olvidado el motivo. Tal vez su madre, al volver, le había hablado del funeral de Salvidia y había mencionado haberme conocido. A lo mejor, en los primeros terroríficos instantes tras la muerte de Celendina, se había agarrado a sus últimas palabras. Ahora no había manera de hacer que lo explicara. Lo había olvidado del todo.

Al tener el vigil una hija con minusvalía, aunque diferente a la de Kylo, pensé que podría darme algún consejo.

—No tiene pinta de asesino. Es sin más un gran zoquete desgarbado que parece muy feliz de alimentar a las palomas. ¿Crees que mató a su madre?

Con pesar en su voz, contestó:

—Creo que deberíamos proceder como si hubiera podido hacerlo.

—¿Habría sido un accidente?

—Imagino.

—¿De veras? ¿Se alteró por alguna cosita y de repente se lanzó contra ella? ¿Y Celendina no fue lo bastante fuerte o rápida para apartarse?

—Podría ser.

—Conocí a su madre en un funeral. Supongo que podría haber vuelto cansada y haberse distraído… O tal vez Kylo se enfadó porque lo había dejado solo en casa. Pero ahora parece tranquilo.

—Se quedará aquí unos días más antes de la acusación. Mi trabajo será observar lo que hace y evaluarlo.

Me invadió la tristeza.

—No hay testigos de lo que supuestamente hizo, ninguna prueba real. ¿A eso lo llamáis justicia?

—No —dijo el hombre con calma—. Los vecinos estaban tirando piedras contra la casa. Estaban a punto de hacerlo pedazos. Lo llamamos custodia preventiva.

* * *

Mientras me marchaba, Morelo salió de un cuarto de interrogatorios y me llamó.

—Su Eminencia quiere hablar con usted. Tengo órdenes de llevarla al Distrito Doce.

Se refería a Casio Escauro, el tribuno arisco. Escauro dirigía su cohorte de la misma manera que sus predecesores: el método era poner los pies sobre la mesa, en el cuartel general, por la Piscina Pública, y pensar en cómo quedarse con el presupuesto para su uso personal. Administraba aquel puesto apartado según la excelente tradición de dejarlo que se administrase solo.

Sabía que una entrevista seria de verdad implicaría que me atasen a un banco o a una silla y que me sometiesen a interminables preguntas gritadas, en un ambiente cargado de violencia. Era poco probable que usaran sus herramientas de metal calentado para causarme sufrimientos insoportables, aunque tampoco podía descartarlo. El objetivo era sacar una confesión a la fuerza. Cualquier confesión. No tenía por qué ser verídica. ¿Para qué buscar tres pies al gato?

—¿Qué quiere?

—Las proverbiales «pocas preguntas».

—¿Ayuda para vuestras investigaciones? ¿Tiene autorización para el paquete completo de torturas?

—Tiene que tener el permiso del prefecto para eso —admitió Morelo pensando que lo encontraría reconfortante—. He tenido la impresión de que su entrevista será del tipo básico: terribles amenazas y crueldad mental.

—¡Delicioso! Entonces, ¿cuándo viene a por mí? —pregunté en actitud pensativa.

—Cuando yo tenga tiempo —me dijo Morelo.

Su tono era serio y sugería que eso nunca sucedería. Esperaba que no quisiera una recompensa a cambio de «olvidar» hacerlo, sobre todo si eran favores sexuales. Quizá tuvo una actitud indulgente por respeto a mi padre y a mi tío. Esto podría haber influido en parte, pero el motivo real era que aborrecía a Escauro, el tribuno.

—Vale. No espere que me vaya con usted sin rechistar.

—No se preocupe, iré acompañado.

—¿Supongo que es inútil preguntar qué se supone que he hecho, Morelo?

Se rio.

Encorvé los hombros y me envolví irritada con la estola.

—¿Y sigue esperando que le crea cuando dice que no está sucediendo nada raro?

Morelo vaciló. Estaba claro que esa bestia fofa y perezosa odiaba a muerte al tribuno.

—Flavia Albia, supongo que si quisiera inquietar al viejo tomando la iniciativa, podría empezar a preguntar por ahí acerca de esas muertes misteriosas.

Estaba satisfecha. Lo despreciaba, pero en su interior aún quedaban vestigios de sus buenas capacidades como oficial. Podría hacer un trabajo decente si quería. Además, le molestaría mucho descubrir que su jefe le había estado ocultando cosas. Si Morelo de verdad descubría que en el Aventino estaban sucediendo cosas raras que el tribuno estaba evitando mencionar, entonces, gracias a su profundo odio por Casio Escauro, cabría la posibilidad de que viniera a informarme de los detalles.