Esa noche no tenía fuerzas para trabajar hasta reventar. Estaba demasiado cansada y había comido poco durante el día. De este modo era más fácil ignorar mis pensamientos intranquilos. No era la primera vez que tenía que dar por perdido un trabajo ya acabado. Los números rojos salpicaban mi libro de cuentas como si un escarabajo dañino hubiese entrado y hubiese dejado pequeños excrementos por todo el pergamino.
A la mañana siguiente dediqué mi tiempo a las cosas normales que una chica debe hacer. Recorrí el piso recogiendo la ropa sucia, la envolví con esmero y la llevé a lavar. La gente se cree que los informantes nos pasamos la vida yendo al juzgado a denunciar fraudes y maltratando a testigos tozudos, pero necesitamos sábanas y túnicas limpias. A los clientes les desagrada la mala higiene. Y, en cualquier caso, yo odio los picores.
A menudo desayunaba en un bar llamado El Astrónomo, pero los días que realizaba mis tareas me comía cualquier trocito de pan rancio que encontraba por casa. Me llevé uno cuando me fui a la lavandería. Masticaba despacio: era tan viejo y duro que casi me rompí un diente.
Cogí el bulto de ropa y me fui directa a los baños de Prisca, un refinado establecimiento sólo para mujeres, donde me dejaban entrar aunque estuviera cerrado. Se supone que ninguno de ellos abre por la mañana, pero yo era clienta habitual y podía utilizar tanto el gimnasio como la biblioteca a cualquier hora del día. Prisca misma me abrió, con uno de sus agradables saludos:
—¡Veo que tu peluquera está otra vez ociosa! Y, si no te importa que te lo diga, Flavia Albia, podría ser el momento oportuno para que empieces a utilizar una faja para el pecho.
¿Qué es lo que tienen los baños para hacer creer a la gente que tiene el derecho de insultar?
Sólo quería venderme una faja. No le pasaba nada a mi figura, cualquier hombre lo confirmaría. Era más baja de lo que habría podido ser con una mejor infancia, pero cuando mi pecho empezó a crecer los Didio ya me habían adoptado y tenía comida decente. Físicamente me desarrollé más tarde, pero lo suficiente. Parecía que seguía creciendo bien en mis veintitantos. Ahora, madura por completo, seguía estando en forma: todo estaba en su sitio, dijera lo que dijera Prisca.
Tiré mis cuadrantes al cuenco del dinero e hice un gesto que podría haber pasado por amistoso si Prisca hubiese sido totalmente miope. Después, con ella cacareando detrás de mí, irrumpí en los vestuarios, arrojé la ropa que llevaba, agarré una toalla y me dirigí a las instalaciones principales.
El circuito termal estaba a la derecha. Era una secuencia de sala de agua tibia, sala de vapor y sala de agua fría con una bañera para sumergirse. A la izquierda, se abría un pequeño patio de columnas donde la gente podía relajarse con sensatez o hacer ejercicio hasta echar espuma por la boca. Un par de mujeres duras, vestidas con uniformes de combate, se paseaban por ahí, jadeantes, con pequeños escudos decorados y espadas de madera, montando un espectáculo.
No tengo nada en contra de las mujeres gladiadoras, pero si tales aspirantes tienen que elegir deportes de macho, espero que tengan el suficiente respeto por sí mismas para combatir con decencia. Éstas eran casos perdidos. Me negué a mirar con la boca abierta, porque imaginé que era lo que esas estúpidas mujeronas querían.
Prisca me había seguido.
—Debería quedar un poco de agua templada de anoche. ¿Por qué no vienes a horas más razonables? ¿Quieres que alguien te restriegue?
—Me apañaré.
Me disgustaba por las chicas que intentaban ganarse unas monedas de cobre ayudando con un estrígilo a las clientas que no podían quitarse solas el aceite de baño, pero Prisca me conocía desde hacía mucho y no entiendo por qué me lo preguntaba. Siempre llevaba mi estrígilo personal —uno de hueso, cómodo y bellamente curvado— y en ese momento estaba utilizando un pequeño frasco de aceite de almendras puro que me había regalado una de mis hermanas en las últimas Saturnales. Allí no me gastaba dinero en comida, pero Prisca sabía que no daba problemas y que, si se llevaba bien conmigo, seguiría pagando mi entrada. Era una buena mujer de negocios.
Estaba sentada conmigo en el borde de la sala de vapor. Cuando las cosas estaban tranquilas, le gustaba charlar. La aguantaba, porque era una buena fuente de cotilleos.
Era una mujer delgada, de mediana edad, siempre con túnicas de manga larga, permanentemente mojada y pegajosa, y con sandalias con suela de cuerda. Siempre la había visto con las mismas joyas: una cadena de oro con un tono verdoso y unos pesados pendientes de aro. A pesar de los múltiples intentos de descubrir sus orígenes, seguía sin tener ni la más remota idea de cómo había llegado a dirigir esos baños. No me sorprendería si descubriera que había saltado sobre algún propietario masculino —su marido o alguien sin parentesco—, manteniéndole la cabeza bajo el agua de la bañera hasta ahogarlo, y que luego había tomado el relevo con toda tranquilidad. Fue una decisión suya convertirlo en establecimiento sólo para mujeres. La mayoría de los baños tenían sesiones para ambos sexos, aunque en horarios diferentes.
Aunque Prisca se quedaba vestida, no tenía problemas con que me mirara mientras me bañaba. Veía tantos cuerpos desnudos que le daba igual. Mis hermanas se reían siempre de este sitio, porque decían que era un club para lesbianas. Tenían catorce y dieciséis años, así que la idea les parecía peligrosa y excitante. En realidad, muchas de las otras clientas eran mujeres trabajadoras, algunas ni siquiera prostitutas, sino honestamente empleadas como bordadoras, parteras o desescamadoras independientes. Las madres de niños en edad escolar venían aquí para encontrar un poco de paz y tranquilidad. Viejecitas desgastadas murmuraban sobre sus frascos de aceite e intentaban utilizar la menor cantidad posible para ahorrar dinero. Cualquiera de ellas podría pertenecer a la hermandad griega, o coquetear con ella, aunque en los baños de Prisca no había una proporción mayor que en la sociedad normal, y tampoco eran más visibles.
—¿Quiénes son las dos fortachonas del jardín?
—Zoé y Cloe. Son inofensivas, aunque se creen que dan miedo. ¿En qué estás trabajando? ¿Algo interesante?
Prisca sabía lo que hacía. A veces me pasaba clientes.
—Nada especial. —Siempre era discreta—. Mi última clienta se me acaba de morir.
Se rio.
—¡Sí que sabes elegirlas!
—Por lo visto, hay gente que cae muerta antes de tiempo sin ningún motivo.
—¿De verdad?
Prisca no demostró ningún interés. Si había una crisis, estaba claro que las noticias no habían llegado al circuito termal. Tenía curiosidad, porque los baños son el lugar donde vienen al mundo la mayoría de los rumores.
* * *
Acabé mi rutina y Prisca me dejó. Me sequé, me puse una de las túnicas limpias que había recogido de la lavandería y me senté en el pórtico. Las fanfarronas con escudos y espadas se habían ido, así que estaba sola. Mejor. Me gustaban ciertas personas, pero, de lo contrario, era reservada por naturaleza. Podía oír a Prisca y a sus varias esclavas moverse de aquí para allá y hablar de vez en cuando, pero no me molestaban. No estaba pensando en mi trabajo, sólo me estaba relajando.
Si hubiese venido un poco más tarde, habría hecho una sesión con Serena, la mejor masajista del Aventino, que solía trabajar por la tarde cuando los baños estaban oficialmente abiertos. Pero peinarme el pelo en una zona soleada me sirvió para tranquilizarme casi tanto como un masaje. Los movimientos largos y pausados siempre me recordaban a los primeros meses tras ser traída a Roma para vivir con la familia Didio. Conocí con gran rapidez a todas mis familiares nuevas. Eran numerosas y aprendí a temer a las torpes. Cuando alguna de ellas venía de visita a nuestra casa, me cogía para trabajarme el pelo. La mayoría de las mujeres en Roma tienen una lendrera y son unas expertas en utilizarla.
Mi pelo es oscuro, lo que por desgracia no aporta ningún indicio sobre mi nacionalidad. Siempre me acordaré de la primera vez que Helena me lo lavó: su toque firme pero cariñoso al pasar el agua caliente por mi delicado cuero cabelludo, mientras yo lloriqueaba y me retorcía, y después el maravilloso y limpio perfume de romero cuando me lo enjuagaba y desenmarañaba todo. Podía haber dejado que una esclava se ocupara de mí, pero había decidido adoptarme, así que ella misma llevaba a cabo todas las desagradables tareas de limpiarme y suavizar mis hábitos salvajes. Mi deseo de tener una madre era tan desesperado que al principio apenas soportaba confiar en ella por el miedo a que nuestra nueva relación se acabara con brusquedad. Tardé años en darme cuenta de que la maternidad no le venía de manera natural: la veía como una obligación y habría preferido mucho más leer o pasar más tiempo con su marido.
Ahora nos quería. No, eso suena mal: siempre nos había dado amor, con mucho gusto y en abundancia, pero disfrutaba de nosotras más ahora que éramos mayores y podía tratarnos como a iguales.
No le había gustado nada que me fuera de casa para hacer mi propia vida como informante, ya que veía mi éxito como su fracaso. Pero ella también tenía un espíritu obstinado e independiente, y me lo había transmitido. Ahora sin duda estaba muy orgullosa de mí. A menudo le hacía visitas y le hablaba de mi trabajo.
Al pensar en ella, decidí comer con madre ese mediodía.
* * *
Las chicas estaban fuera con amigos, así que me quedé durante horas, sin hablar de nada, simplemente pasando el tiempo juntas. Justo cuando empezaba a pensar en que debería irme, aparecieron las chicas, muy excitadas. Después volvió padre de la casa de subastas, así que nos desplazamos todos a la azotea para la ceremonia de escuchar cómo le había ido el día. Muchos cuencos de aceitunas más tarde, decliné la invitación a cenar y me encaminé colina arriba hacia la plaza de la Fuente.
Estaba de buen humor. La mayor parte del día ya había pasado, pero ¿a quién le importaba? Es lo bueno de establecerte por tu cuenta. Puedes organizarte el tiempo y ésa es una excusa constante para no trabajar durante horas.
Mi humor mejoró aún más cuando apareció Rodan para decirme que Metelo Nepote había llamado mientras estaba fuera y había dejado algo para mí. Me había traído el dinero por el trabajo que había hecho para Salvidia, con un extra añadido por haberme contratado él mismo. Hasta me había obsequiado con muestras de sus quesos. ¡Qué hombre más educado! Los sentimientos benignos que tenía hacia él se reafirmaron de inmediato.
Era demasiado tarde para empezar a trabajar y, como no sabía cuánto tiempo se iba a quedar Nepote en Roma, ahora que el funeral ya había pasado, decidí acercarme a la calle del Laurel Menor para decirle que había recibido sus regalos sin contratiempos y para darle las gracias.
Cuando llegué, lo vi muy nervioso. Estaba a punto de irse a casa de una vecina que había muerto justo después de asistir al funeral de su madrastra. Se llamaba Celendina. En su momento no se había presentado, pero deduje que era la anciana señora con la que había hablado en la necrópolis. Aquél ya era en sí mismo un buen motivo para acompañar a Nepote y presentar mis respetos, pero ambos sabíamos que iba más que nada por curiosidad profesional. Celendina había estado bien de salud el día anterior, un cuerpo autosuficiente que se había quedado durante horas mirando la pira funeraria, sin la más mínima queja. Aún podía representar en mi cabeza cómo se marchaba a su casa con paso tambaleante, pero a buen ritmo. Era mayor, pero, aun así, a Nepote y a mí nos sorprendió mucho descubrir que había muerto apenas unas horas después.
Nepote estaba muy turbado. No podía reprochárselo. Había un parecido sorprendente con lo que le había pasado a su madrastra. Ninguno de nosotros pensaba que fuera una coincidencia.
* * *
Celendina vivía justo al doblar la esquina. Durante el trayecto, intenté tranquilizar a Metelo Nepote, pero sin éxito.
Algún vecino benévolo había colocado un ciprés pequeño a cada lado de la puerta. La gente que vivía cerca estaba muy atenta a los visitantes, como hacen siempre cuando sucede algo raro y no quieren perderse lo siguiente. Muy pronto aparecieron varias personas dispuestas a proporcionarnos información.
Había pasado una noche y un día desde que la anciana había sido encontrada muerta. Su cadáver ya no estaba en la casa, porque se lo había llevado un enterrador asignado de oficio. De alguna manera, los vigiles se habían visto involucrados en la escena. Por lo que oímos, deduje que habían levantado el cadáver para examinarlo, por si se trataba de un delito. Pero lo ocurrido aquí parecía diferente a lo que le había pasado a Salvidia, por lo menos según la versión de los vecinos: una historia triste que emergía despacio, a medida que la gente empezaba a sentirse incómoda con ella.
Celendina había vivido con su hijo, así que las sospechas de los vigiles se habían centrado en él. Por lo que pude deducir, no había nacido bien: nos dijeron que sólo gente que lo conocía desde hacía mucho se podía comunicar con él. Nunca fue capaz de salir a la calle y se había convertido en un zoquete raro y pesado que se inquietaba si se quedaba solo demasiado tiempo. Por eso su madre había tenido que irse del funeral tan pronto. De vez en cuando algún vecino lo había cuidado por Celendina, pero parecía que nunca les había gustado el trabajo. Nadie tenía ganas ahora de ocuparse de él a jornada completa. Sin su madre, su futuro era incierto.
El hijo, Kylo, ya no estaba en la casa. Los vecinos nos contaron que sus gritos y chillidos habían atraído a la gente la noche anterior. Habían irrumpido en la vivienda y lo habían visto sacudiendo con violencia el cuerpo sin vida de su madre. Todos habían supuesto que había pasado algo malo entre ellos y que él la había matado. En circunstancias como ésta, la gente se pone fácilmente en contra de un hombre con problemas mentales. Se había armado un revuelo. Habían llegado los vigiles. Ahora Kylo estaba detenido, acusado del asesinato de su madre.
Pero había una cosa muy extraña en todo esto: a pesar de que nadie entendía la mayoría de las cosas que Kylo decía, cuando lo encontraron repitió varias veces con mucha claridad «Flavia Albia». Mi nombre.