IX

Los informantes tienen rituales ridículos. Uno de ellos es que si alguien relacionado con un caso muere, en especial si es tu cliente, tienes que ir a su funeral. Todos fingen que esta acción expresa nuestra amabilidad y nuestros buenos sentimientos. Unas niñeras diligentes nos educaron desde bebés para tener los modales más elegantes. No sólo empatizamos con los enlutados, sino que somos nosotros mismas almas en pena que comparten su dolor…

El motivo real es un mito —nada más, creedme—, el mito acerca de la posibilidad de ver al autor del crimen llorando junto a la pira funeraria. Algunas veces están allí de verdad, aunque sólo sea porque la mayoría de los asesinatos los cometen familiares de la víctima. Si es así, ya puedes darte por vencido. La persona a la que estás buscando tiene exactamente la misma nariz chata y el mismo mal aliento que el resto de sus parientes inocentes, y la misma estúpida expresión. Si le echan cara, nunca podrás encontrar y coger a los culpables.

El mito loco del funeral da por hecho que tu asesino es un idiota que se acercará a la escena, ansioso por comprobar el macabro resultado de su crimen, y que te desafiará a identificarlo. También implica que los informantes tienen poderes y pueden adivinar con exactitud, sin el empleo de hechizos o talismanes mágicos, a cuál de los desagradables dolientes le está matando el sentimiento de culpabilidad.

Jamás he conocido a un informante que haya conseguido esta proeza. Yo voy, pero nunca espero resultados.

* * *

Los funerales romanos consisten en dos eventos, separado más de una semana el uno del otro. De acuerdo con la tradición, los informantes sólo asisten al angustioso entierro al aire libre, no a la alegre fiesta que tiene lugar nueve días más tarde. Quien escribió nuestro reglamento debía de estar deprimido, aunque seamos sinceros: si hubieras tenido que esperar nueve días y disfrutar de la fiesta, cualquier villano ya se habría esmerado en hacer desaparecer las pruebas. Además, quien te hubiera podido pagar para investigar ya habría descubierto que había heredado un olivar y habría perdido el interés en crear problemas.

Supuestamente, el testamento se lee el día de la fiesta, pero quien estuviese interesado en la herencia ya habría despegado con una vela el sello del pergamino y habría echado un vistazo. Tú, el informante desafortunado, no habrías tenido ninguna oportunidad de percatarte de una reacción sospechosa. Si alguien hubiera querido echar espumajos de rabia por una herencia escandalosa, ya lo habría hecho unas noches antes, en la biblioteca, con las polillas como únicos testigos.

A lo mejor tampoco habría habido nada por lo que ofenderse. La mayoría de los testamentos son confeccionados por abogados, y algunos de ellos hacen un muy buen trabajo aconsejando a sus clientes (sé que es doloroso oírlo). Además, las personas que están esperando la muerte tienen unas ganas locas de dejar un buen recuerdo, así que muchos testamentos adoptan un descarado tono conciliatorio. El esclavo que podría esperar salir de allí decepcionado por no haber obtenido la libertad de su amo repelente, en realidad habría sido liberado con una pensión casi decente y con el dinero suficiente para poder colgar una entrañable plaquita que elogiara la liberalidad de su señor. La esquelética hermana, con su miedo atormentado al abandono, habría obtenido la villa en Laurentum. La esposa malhumorada habría sido alabada como la mujer más digna. Los socios se habrían vuelto locos de alegría, porque por fin podrían echar la mano a la legendaria bodega…

* * *

Todos estos pensamientos pasaban por mi cabeza mientras le decíamos adiós a Salvidia. Fue la tarde siguiente, en la necrópolis de la carretera de Ostia. Los funerales romanos suponen una larga espera: a menos que no llegues tarde, explicando que los caminos desde Tarento son horribles, tienes que aguardar durante horas, desde la llegada del féretro hasta que el cuerpo esté lo bastante quemado para que algún triste doliente pueda recoger las cenizas. Es peor en invierno, pero, aun estando en abril, la leña de este funeral era verde y pegajosa. Los enterradores tienen trucos secretos para hacer que el fuego prenda con celeridad y, sin embargo, Salvidia parecía reacia a irse.

Metelo Nepote estaba allí, por supuesto, y tenía el papel de doliente principal. La mayoría de los asistentes resultaron ser empleados del hogar y de la empresa, más que amigos y vecinos. No me sorprendió que no tuviera un círculo social auténtico. Reconocí a la esposa del hijastro, más joven que él y embarazada de unos seis meses. Estaba en medio de un pequeño grupo de gente de una edad similar, probablemente amigos suyos que habían venido a apoyarla, más que personas que presentasen sus respetos a la muerta. Estuvieron hablando de forma idiota de sus casas e hijos, hasta que me marché.

Acabé al lado de una de esas viejecitas a las que les encanta ir a los funerales. Podía haber sido mi abuela. Una figura diminuta y frágil, envuelta en un traje negro, que seguramente había tenido que sacar una y otra vez su atuendo de luto del baúl y sabía cómo mantener un velo en su sitio, a pesar del día ventoso. Tenía un aire distraído y era dulce como una tarta de miel, pero sin duda poseía una lengua viperina cuando le hacía falta. Esperaba que fuera más útil que las jóvenes amas de casa.

—¡Nada como un buen funeral para sacarla de casa! —dije, entablando conversación. Parecía intrigada por mi actitud franca—. Soy Flavia Albia. Tenía relación de negocios con la difunta. ¿Usted conocía bien a Salvidia?

Había una posibilidad de que aquella joya no hubiese conocido a Salvidia para nada y que se pasease por la necrópolis todos los días, pegándose a cualquier procesión. De esta manera podía regocijarse por haber sobrevivido al cadáver —da igual quién fuera— y, además, apuesto a que era una experta en colarse en las casas a por refrescos, junto con los pocos elegidos. A nadie le apetece nunca cuestionar a una señora mayor. Mi abuela consiguió mirar dentro de muchas casas con este procedimiento.

—Oh, la conocía desde hacía años. Es usted la investigadora, ¿verdad?

Eso me confirmó que sí habían tenido una relación previa, porque, si no, no habría podido saber a qué me dedicaba. Y como era de esperar, mostró un interés indiscreto.

—¿Vecina? —intenté adivinar.

Quería descubrir algo sobre ella antes de revelarle demasiada información. No coló. Ignoró mi pregunta con la típica sordera selectiva que aplican de buena gana las ancianas.

—Un hijo tan bueno. Me parece justo que se lo pidiera.

Dejé pasar la primera pregunta e hice otra prontamente.

—Entonces, ¿usted cree que pasó algo raro?

—¡Oh, no sabría decir!

Éste es un truco que les gusta utilizar. Ninguna de ellas es modesta de verdad. Frunció los labios para hacerme entender que tenía muchas cosas que decir, pero siguió fingiendo que era demasiado insignificante para comentarlas.

—A nadie le interesa mi opinión.

—A mí sí —la reté, con apariencia sincera—. No creo que vaya a ser capaz de hacer mucho más que tranquilizar a Metelo Nepote, pero haré todo lo posible. Estaría encantada de conocer el punto de vista de alguien con su sentido común.

La anciana dama me lanzó una mirada medio reprobatoria, sugiriendo que se daba cuenta de mi zalamería descarada, pero que con un ser sabio como ella no tenía ninguna posibilidad. Sonreí sin inmutarme.

Sabía que me estaba poniendo a prueba. Intentando decidir si el veredicto iba a ser una condena por frivolidad o el reconocimiento de mi experiencia y mis capacidades. Estaba claro que no le importaba que yo trabajara. Pertenecía a un escalafón lo bastante bajo de la sociedad como para aceptar que muchas mujeres tenían que ayudar a sus maridos a ganarse la vida en la tienda, horno o fragua familiar. Entendía que algunas no tenían un cabeza de familia y debían buscar su propia manera de evitar la prostitución y conseguir dinero para el alquiler y la comida. Supuse que me estaba poniendo en la misma categoría que las manicuras, las peluqueras, las mujeres que preparaban cremas de hierbas y medicinas tradicionales y las esclavas liberadas que eran lo suficientemente cultas para leer o escribir cartas y documentos a otras personas. Y sí, también la abortista del barrio.

Yo la categoricé como viuda, como es natural. Las mujeres, o mueren jóvenes por complicaciones de parto o aguantan decenios y sobreviven mucho más que sus maridos.

Los músicos del enterrador prorrumpieron en unos lamentos decididos, acompañados por sonidos de flauta, así que tuvimos que mantenernos en silencio por un momento.

Después, el momento se perdió. No conseguí sonsacar nada más a la anciana señora, ya que tuvo que marcharse pronto. Al irse, me animó con una palmadita en la mano.

—Querida, usted hace lo que puede por ella.

No cabía duda que pensaba que Salvidia se había ido antes de tiempo.

Mientras se marchaba, algún conocido comentó que no podía quedarse a causa de sus obligaciones en casa. Así que no vivía sola, como había supuesto, sino que tenía un pariente cercano del que tenía que cuidar. ¿Quién? No se sabía. Podía intentar adivinar: o un marido babeante, ya demasiado senil para reconocerla, o algún hijo vegetal que había sufrido daños durante el parto. Una carga diaria y una responsabilidad para las que el viejo cuerpo exhausto tenía que seguir estando vivo, porque sin ella estarían desamparados. Esta visión a medias de una vida dura me puso melancólica.

Sin nada que hacer, aparte de pensar durante más o menos otra hora más de fría ceremonia de cremación, acabé retomando mis reflexiones sobre sus evidentes sospechas acerca de la muerte de Salvidia.

Me acerqué al director de la funeraria. Ayer, al pedirle una opinión, su respuesta no había sido del todo satisfactoria, así que le volví a preguntar sobre ese comentario que había hecho cuando había venido a ver el cadáver.

—Usted dijo: «Hay mucho de eso por allí». ¿Se refería a que la gente se desplomaba sin ningún motivo? Debo admitir que se me quedó en la cabeza. ¿Le importaría explicarme qué es lo que le empujó a decir esa frase?

Era un tipo pomposo, con barriga prominente, que estaba acostumbrado a tratar con condescendencia a la gente enlutada. Para las nuevas viudas indefensas, aguantarlo debía de ser un verdadero calvario. Lo único que supo decirme fue que «tenía una vaga sensación». Seguía pensando que podría ser una simple coincidencia.

—¿Todas esas personas eran mujeres? —pregunté, animándolo.

—No, de todo había. Tal vez sólo unas cuantas muertes repentinas más de lo habitual. No he estado contándolas. No me pregunte por los nombres.

—¿Algún rumor? —pregunté.

Los ciudadanos pueden ser muy buenos sacando a relucir actividades ilegales.

El director de la funeraria me lanzó una mirada rápida. No parecía sentirse nervioso ni perseguido. No me desestimó como una criatura joven y estúpida. Por el contrario, pareció reflexionar bastante sobre mi pregunta y contestó con sinceridad que no había ninguno. Si estaba intentando encubrir un escándalo, lo estaba haciendo bien. Tenía que creerle.

* * *

Más dudas iba a tener sobre Metelo Nepote. En un momento tranquilo, mientras esperaba para cumplir su deber de recoger las cenizas en una urna de cerámica, se acercó y me dio las gracias por ir. Aproveché la oportunidad para mencionarle que me había enterado de su visita al edil plebeyo. Me confirmó que había ido a comunicarle que pagaría la indemnización por la muerte del niño y para aclararle que la familia había quedado satisfecha con su ofrecimiento. No sacó el tema del cartel: parecía demasiado decente para pedir que lo quitaran o incluso para pensar en ello.

Nepote admitió haber comunicado al magistrado sus sospechas acerca de la muerte de su madrastra. Habían hablado de mi contratación. Deseé que a mi amigo, el archivista, se le hubiera ocurrido advertirme.

—Le hablé a Fausto de todos los detalles que usted había analizado con tanto detenimiento, Albia, y admití que no había encontrado ninguna prueba.

Nepote parecía preocupado de que pudiera estar molesta. Desde luego, si el caso hubiera estado vivo, me habría gustado que mi cliente me consultara antes de involucrar a las autoridades.

—El edil no es como los vigiles, pero en su posición sí tiene responsabilidad de ciertos aspectos del orden público. Me pareció justo comunicarle mis inquietudes.

Lo tranquilicé.

—Lo veo perfectamente razonable. No se lo habría impedido… Entonces, ¿qué piensa de él? Según mis contactos, Manlio Fausto parece, digamos, poco compasivo.

Nepote me miró de hito en hito por un momento, con cara de sorpresa.

—No, me pareció muy honrado. No es muy hablador, pero escucha. Una buena e inteligente elección para el cargo.

—Es algo raro.

—¡Exacto! —contestó Nepote. Parecía molesto, como si yo hubiera insultado a un amigo suyo.

No dejé que aquello alterara la imagen del edil que me había hecho con anterioridad gracias a Andrónico. Muchos hombres tratan de manera bastante diferente a la gente con la que tienen negocios que a los miembros de su familia. En este sentido, la manera de comportarse en casa suele reflejar su verdadero carácter. Manlio Fausto tiene que tener habilidades sociales. Le hicieron falta votos para ganar las elecciones para su cargo. En dos palabras, necesita tener mucha labia. Era muy plausible que hubiese sido muy amable con Nepote dos noches antes, pero que en general se comportase del modo más despreciable con sus esclavos y libertos.

—¿Y reaccionó a su intranquilidad acerca de la muerte de Salvidia?

Nepote tenía la mirada fija en las llamas chisporroteantes.

—No de forma expresa.

—¿He de suponer que no tiene intención de hacer nada al respecto?

Nepote hablaba de manera un poco distraída.

—No… Eso es: no hará nada.

Al igual que el enterrador, Nepote se expresaba con desenvoltura y aparente sinceridad. Pero su actuación no era tan buena. Era un quesero. No se pasaba la vida montando espectáculos de falsas emociones, como tiene que hacer cualquier director de funeraria. Nepote parecía tan sincero que, si hubiera visto un poco de moho en un trozo de queso, os lo habría enseñado y os habría aconsejado cortar esa parte antes de servirlo. Para mí era como un libro abierto: en su intento de evitarme, se cerraba. Fausto y él habían hablado de más cosas de las que estaba dispuesto a admitir. Estaba soslayando un tema que no quería discutir conmigo.

Estaba pasando algo. Algo que se ocultaba a la ciudadanía en general y a mí en particular.