VIII

El Armilustrio era el nombre compartido de un festival y de un santuario. El sitio era un recinto murado, consagrado a Marte, el dios romano de la guerra. Aquí purificaban las armas, desde tiempos inmemorables, con un ritual que se celebraba en marzo y en octubre, al principio y al final de la temporada de lucha. Después de cada ceremonia, un desfile militar bajaba hasta el Circo Máximo: todo ruido y triunfalismo. A los romanos les encanta armar jaleo.

Como el recinto acogía los desfiles durante la ceremonia primaveral y la otoñal, lo mantenían esencialmente despejado, aunque había un santuario en un extremo, un altar permanente de piedra en el centro y un par de bancos para la comodidad de las señoras mayores. Se suponía que en una de las esquinas se hallaba la antigua tumba de Tito Tacio, rey sabino que hacía miles de años había gobernado durante un tiempo junto con Rómulo. Siendo extranjero, había sido enterrado en lo que entonces era el monte de los forasteros. Un roble proporcionaba sombra a su lugar de descanso eterno. Debió de ser replantado. Ni siquiera los robles aguantan tanto tiempo.

En el lapso entre los dos festivales, el Armilustrio solía quedar desierto. Me gustaba entrar en el recinto y quedarme sentada aquí. Era mejor que un parque público, ya que no había que aguantar la molestia constante de amantes y estudiantes desbocados o a mendigos y gente loca que fingía haberse perdido para entablar conversación con desconocidos. Casi no había basura por allí, porque el populacho nunca paseaba con comida en las manos, y tampoco estaba presente ese olor molesto de perro viejo y sucio que tiende a invadir incluso los jardines más formales, si está permitido que corran mascotas.

No me malinterpretéis. Los perros me gustan. Durante un período terrible de mi vida estuve viviendo en la calle de la ciudad donde nací, rebuscando en la basura junto con los perros salvajes. Eran más amables conmigo que la mayoría de los humanos. Me hice tan salvaje como ellos. Era probable que aún lo fuera en lo más profundo de mi corazón. Si me paraba a reflexionar con tranquilidad sobre mis orígenes y mi carácter, el miedo a tener una naturaleza no romana me turbaba. Desde luego, a los demás los asustaba. Sobre todo a los hombres. Pero inquietar a los hombres me importaba muy poco.

En teoría, una matrona romana tenía que ser dócil, pero me había dado cuenta de que pocas lo eran. Tenía la impresión de que los hombres romanos habían ideado ese régimen preceptivo para sus mujeres precisamente porque ellas tenían el poder real en la casa. Les hacíamos creer que mandaban. Pero en muchos hogares no era así.

El Armilustrio me gustaba, porque tenía un olor, una fragancia de almizcle proveniente de cada matorral, una penetrante esencia de vida salvaje que echaba para atrás a mucha gente: los zorros frecuentaban la zona. A menudo, al quedarme quieta y en silencio, los veía. Como nunca había criado patos o gallinas, para mí eran como un tipo de perro más salvaje e intrigante.

En aquel tiempo, los zorros del Aventino me causaban ansiedad. Estábamos en abril. A mitad del mes llegaría uno de los numerosos festivales que llenan el calendario romano, las Cerealias, dedicadas a la diosa Ceres. Al igual que el Armilustrio, éste también consistía en varios días de eventos públicos en el Circo, pero con un atractivo adicional que yo encontraba abominable. La primera noche, hacían bajar por la colina a zorros vivos con antorchas encendidas atadas a sus colas. Los celebrantes los conducían con alaridos hasta dentro del Circo, donde agonizaban.

Algunos años me marchaba. Mi familia tenía una villa en la costa.

Aquel año había una gran subasta en la que participaba padre, así que los demás no iban a ir a la playa hasta más tarde y querían que yo también me quedara en Roma. Desde que enviudé, daban por supuesto que estaría con ellos en esa época del año. Nuestra familia tenía casi tantos días rituales cuantos festivales celebraba la ciudad, y los idus de abril eran para mí un compromiso obligatorio. Por un acuerdo tácito, lo habían convertido en una condición para permitirme ser independiente el resto del tiempo. El decimotercer día de abril, durante las Cerealias, era mi cumpleaños. En los idus tenía que estar con ellos.

* * *

Dejémonos de tonterías.

En realidad, nadie sabe cuándo nací ni quiénes eran mis padres. Nadie lo sabrá jamás. Ser una informante, en una familia de investigadores, no cambiaba nada. Nunca podría descubrirlo. Incluso yo había aceptado hacía años que intentar averiguarlo sería una pérdida de tiempo. Nunca volvería a Britania. No había nada para mí allí. Ni siquiera la verdad.

Me encontraron siendo un bebé, llorando en las calles de Londinium, ese destartalado barrio de chabolas en el extremo brumoso del mundo. Me habían abandonado —o tal vez escondido para protegerme— cuando las tribus de Boudica habían atacado y quemado el asentamiento romano. En los tiempos de Nerón, en Britania había pocos oficiales importantes. Era una provincia nueva al final del Imperio, así que era poco probable que fuera la hija lactante de un oficial, ya que en caso contrario mi desaparición se habría notado. Había soldados, pero ellos no podían tener familia y, en una provincia fronteriza rebelde, esa norma se solía hacer cumplir. Lo más probable es que fuera la hija de un comerciante, lo cual significaba que podía ser de cualquier nacionalidad, o mitad y mitad, y que mi madre fuera posiblemente británica, aunque la hipótesis de que no lo fuera era igualmente plausible.

Los bebés huérfanos arrancados al horror suelen ser considerados milagros. Traen esperanza en tiempos de caos y dolor. La gente me adoptó. Mi infancia transcurrió entre tenderos. Esas personas descuidadas e incultas, emigrantes de la Europa continental, fueron amables conmigo, hasta que cuidar de una hija adicional y darle de comer se convirtió en una carga. Empecé a intuir que tenían intención de venderme como esclava, así que huí. Era una niña de la calle flaca, amargada y rechazada, que dormía en pórticos fríos y que había recibido tanto golpes como insultos.

Al final, gente más compasiva me vio y me salvó. Mis nuevos, cultos, aventureros, cariñosos y excéntricos padres no rechazaron, ciertamente, el desafío. Para entonces yo era salvaje, estaba llena de bichos y, aunque después nunca tocamos el tema, había sido el objetivo del dueño de un burdel que me había violado. También era agresiva y estaba enfadada, estados de ánimo de los que nunca me libré de verdad. Pero también ansiaba sobrevivir. Reconocí la oportunidad. No era estúpida y la aproveché.

Vine a Roma. Me habían conseguido un certificado de ciudadanía romana. Acepté que me adoptaran de manera formal, pues mis salvadores tenían principios y me dejaron elegir. Los cumpleaños son importantes en las familias romanas. Me animaron a escoger una fecha que pudiera ser mía. Ya que la rebelión de Boudica había tenido lugar en otoño y hasta entonces yo había sobrevivido sin una madre, la primavera fue considerada una temporada aceptable para mi nacimiento. El cumpleaños de padre era en marzo, así que elegí una fecha tres semanas más tarde para que tuviéramos tiempo de recuperarnos de una fiesta familiar y preparar la siguiente. Me decanté por los idus de abril antes de saber nada sobre los zorros.

* * *

Venían del campo siguiendo las grandes carreteras y al atardecer avanzaban con sigilo a través de las cunetas de la Vía Latina, la Vía Apia y allí, la Vía Ostiensis. Venían a saquear los cúmulos de basura y detritos en los desagües. Conocían los lugares de la ciudad donde había jaulas con aves de corral, preparadas para las carnicerías o los puestos del mercado: patos, gallinas, faisanes, ocas, incluso especies exóticas esporádicas, como pavos reales o flamencos. Comían ratones. En ocasiones, cogían cachorros, gatitos o palomas domésticas, y sin duda se llevaban también cadáveres de mascotas muertas, ratas y pichones. A veces extraían una lujosa lamprea del estanque de algún jardín. Lamían pieles y raspas de pescado; rebuscaban entre los huesos de conejo; salían corriendo con carcasas de carne colgando de la boca; se escondían cerca de los puestos de carne, lamiendo la sangre en las calles; se llevaban restos de ofrendas religiosas de los altares al aire libre.

Tras una noche de búsqueda de alimento, probablemente volvían corriendo a sus guaridas en la Campaña, la llanura agrícola que rodea Roma. Otros se quedaban. Lo sabía, porque reconocía por lo menos a uno que venía con regularidad al Armilustrio. Lo había visto varias veces: conocía su tamaño y forma, y sus hábitos. El momento de la tarde cuando visitaba el recinto murado. Cómo se paraba, las orejas en alto, para comprobar que no había peligro. Cómo se deslizaba en la sombra, casi imposible de ver, a menos que no tuvieras ojos profundamente acostumbrados a la oscuridad y capaces de detectar el más leve movimiento. Debió de construirse una madriguera en algún sitio. Lo llamaba Robigo. Es el nombre de la roya del trigo.

Algunas noches me escabullía hasta el Armilustrio con un cuenco de restos y se los daba. Sabía que yo llegaría. Si me quedaba el tiempo suficiente, podía verlo. Había aprendido a buscar sus orejas erguidas cuando se acurrucaba en la cima del muro del recinto, esperando y observando hasta que se sentía seguro. Entonces, bajaba deslizándose por el muro, la cola extendida, y se disolvía en la sombra. Tenía que esforzar los ojos para distinguir sus movimientos. Manteniéndose a ras del muro, se acercaba al cuenco con paso ordenado y constante indecisión. Olisqueaba, comía. Cogía la comida de manera sorprendentemente delicada. A su lado, los perros domésticos parecían sucios glotones.

Cualquier pequeño ruido lo devolvía en silencio a su escondite. Pero pronto reptaba otra vez fuera y se quedaba hasta que se acababa el cuenco entero.

Le gustaban los pasteles, con salsa de carne u otros caldos. Consideraba los granos secos un insulto. En muchas cosas su apetito se parecía al mío.

Una vez, un trozo de pescado que le había dejado debía de estar peligrosamente podrido. Robigo lo levantó con delicadeza y lo apoyó en el césped a un paso de distancia, antes de volver al cuenco y comerse el resto.

Nunca dio a entender que había advertido mi presencia. Yo sabía que estaba entrando en comunión con la Naturaleza, mientras ella se mantenía a distancia.

* * *

A lo mejor, era por el hecho de haberme casi quemado yo misma en la tormenta de fuego que destruyó Londinium que me enfurecía tanto por las antorchas y el terror al que los devotos de Ceres sometían a los zorros del Aventino. Los zorros se parecían a mí: reservados, implacables y autosuficientes. Inteligentes e indómitos, y aun así capaces de una gran lealtad. Criaturas solitarias que podían socializar con alegría, pero después volvían a aislarse.

Todos vivíamos en el vecindario ciudadano y, sin embargo, nos ocultábamos dentro en secreto. Nunca formábamos realmente parte de él.