VII

A la mañana siguiente, a primera hora, ya estaba arriba, en mi despacho. Mi corazón trepidaba ligeramente por la emoción. Hice esas cosas tontas que matan el tiempo, como vaciar la papelera, ordenar las cartas que no tengo tiempo de contestar y jugar al solitario con los dados.

Oí los pasos de Rodan y del visitante. Desde algunas plantas más abajo, Rodan gruñía sin aliento, dando la impresión de que estaba a punto de desmayarse. Si algún día subiese con un indeseable que necesitase mano dura, me vería obligada a apañármelas sola. Tendría que echar al sujeto problemático, después subir aquí de nuevo y bajar al jadeante Rodan.

Por suerte, este visitante era amigable. Al igual que todos, no había caído en moderar el ritmo mientras subía, así que escuché su gran suspiro de alivio al llegar a la última planta. Allí, pasaría por una antigua colección de ánforas vacías antes de llegar a la maltrecha puerta. La abrí de golpe. Mi corazón incrementó sus latidos al ver la figura esbelta y la expresión entusiasta del hombre encantador que había conocido el día anterior.

Andrónico seguía mirando el azulejo con la mística luna creciente. La gente por aquí pensaba que yo era una druida. Eran tontos, pero no les hacía caso. A los clientes les encanta el ambiente exótico.

—¡Andrónico! ¡Qué sorpresa! Gracias, Rodan, ya puedes irte.

Empujé a Rodan fuera lo más rápido que pude, mientras el archivista estaba en la puerta, contemplando mi recibidor.

Lo había transformado en unos aposentos muy diferentes a la cruda guarida masculina que había heredado. Se pueden hacer virguerías con unos pocos muebles. Un informante no debería entrevistar a la gente en un agujero vacío, como el cuarto trasero de algún bar donde se reúnen chulos y jugadores. Bueno, a menos que todos sus clientes no sean chulos y jugadores. Puede pasar. El nuestro es un sector de nivel bajo.

El pequeño espacio ahora estaba preparado para conversaciones agradables. Tenía mi propia silla con respaldo alto, un trono de mimbre que sugería a las claras quién era la jefa. Había un sofá —donde los clientes agitados podían hundirse y descargar sus penas— que tenía una colcha colorida y cojines sueltos que podían abrazar nerviosamente mientras me contaban sus historias. Tenía una mesita redonda de madera con una superficie taraceada, donde se podían servir refrescos una vez acordados los pequeños detalles sobre mis honorarios. En una repisa había colocadas piezas de arte griego seleccionadas con cuidado. Eran préstamos de la casa de subastas y cambiaban con regularidad. El arte siempre implica gusto y confianza. El arte sugiere que podrías haber recibido estas cosas bonitas como regalo de antiguos clientes que tenían un motivo para estar agradecidos. Era mucho más sutil que colgar elogios escritos, porque la gente siempre creía que eran falsificaciones creadas por ti mismo.

El arte, si es lo bastante sólido, también puede usarse para golpear en la cabeza a los hombres groseros que te molestan.

—¡Qué agradable sorpresa! —Me senté y le indiqué el sofá—. Alguien vino anoche cuando estaba fuera…

—Yo no.

Pensé que Andrónico quería ocultar su entusiasmo.

—¿Dónde estabas?

Tenía un ligero ceño entre esos ojos separados y casi excesivamente intensos. Pero yo estaba demasiado feliz para preocuparme. De todas formas, era sólo conversación.

—Con mi familia.

—¿Ningún amante?

Ese hombre iba directo al grano. Me hizo un guiño para señalarme que se daba cuenta de que su pregunta era insolente.

Gracias a una larga práctica, lo acogí con humor.

—Oh, el del velero está fuera de la ciudad: lo último que sé es que fue detenido por una infracción aduanera y se prevé que esta vez no se irá de rositas. El actor también me dejó tirada: estaba babeando detrás de un grupo de viejas viudas ricas. Se hernió al levantar sus cofres de joyas…

—Veo que lees mucha poesía satírica.

—No, yo misma la escribo.

No tenía ningún amante en ese momento. Llevaba mucho tiempo sin tener ninguno, pero una chica nunca debe parecer demasiado disponible. No en la primera cita. Tenía mi amor propio.

Andrónico acabó con el interrogatorio. Se acomodó frente a mí en una pose relajada, rodeando con un brazo el respaldo del sofá. Me gustaba su manera de ponerse cómodo, como si estuviera en su casa. Nos examinamos el uno al otro, fingiendo no hacerlo. Seguía encontrándolo encantador.

—Perdona —dijo, leyéndome la mente—. ¡Tú eres la que hace las preguntas aquí!

Mantuve la conversación ligera.

—Así es. No me gustaría desperdiciar las habilidades interrogativas que tanto me ha costado aprender… ¿Qué te trae aquí?

—¡No pierdes el tiempo! —Se inclinó hacia delante con expresión seria—. Hay novedades. Quería ser el primero en contártelo.

—¡Te has preocupado! ¡Qué emoción! ¿Y cuales son esas novedades?

—Saldivia está muerta. Alguien de su familia —un sobrino— vino a informar a Fausto ayer por la tarde.

Decidí no revelarle a mi nuevo amigo que ya estaba al tanto de la muerte de la mujer y tampoco lo corregí sobre el parentesco real de Metelo Nepote. Andrónico me gustaba, pero no lo conocía lo suficiente —todavía— para infringir mis reglas. Nunca digas nada que no necesites decir.

—Eso es terrible, Andrónico. No era nada mayor. ¿Qué ha pasado?

—Por lo visto, simplemente llegó al final de su viaje. Debe de ser un engorro para ti perder un cliente. Por eso pensé que querrías saberlo, para no estar perdiendo más tiempo con ella.

—Sí, gracias.

Pensé que no podía haber estado presente en la conversación de Nepote y Manlio Fausto. El Nepote que yo conozco habría mencionado sin duda a un magistrado sus inquietudes persistentes acerca de cómo murió su madrastra. Me pregunté cómo había reaccionado Fausto. ¿Intento disuadirlo?

—¿Ese «sobrino» fue a la casa del edil? ¿Cómo es que estabas allí?

—Vivo allí.

Había sido un esclavo, presumiblemente. Se pueden deducir muchas cosas de lo que los libertos de familia prefieren callarse. Algunos revelan sus orígenes de manera descarada: bueno, la esclavitud no es culpa suya. Sin embargo, advertía que Andrónico era bastante susceptible. Nunca relacionaría las palabras «esclavo» o «liberto» con su nombre.

—Es la casa de su tío. Fausto lleva viviendo con él de manera ocasional desde pequeño.

—¿No está casado?

—Divorciado.

—¿Una separación por mutuo acuerdo o fue sorprendido con una criada?

—Hubo rumores… Dejó a su mujer muy pronto y tuvo que renunciar a la dote. Nunca fui capaz de sonsacarle nada que explicara qué había pasado. Hay una conspiración de silencio en la familia.

—¿Has leído su diario?

—El bastardo no tiene ninguno.

—Ese hombre es una desgracia, ¡dile que tiene la responsabilidad de aclarar el asunto a su preocupada familia!

—Bueno, se apartó del matrimonio, pero es que ahora se comporta como un pedante mojigato —refunfuñó Andrónico.

—¿Entonces no tiene ninguna amante?

—Ni siquiera manosea a la chica que le hace la cama.

—Así que ella piensa que tiene modales excelentes, pero preferiría que lo intentara para poder tener un gran regalo para las Saturnales. ¿Y su tío?

—Oh, es completamente distinto. Tulio es un poco demasiado cachondo para que se le pueda atar con un matrimonio. Conoces el tipo: asalta a cualquier esclavo de cualquier edad, hombre o mujer. Hasta se dice que es capaz de levantarse después de los entrantes, dejar la sala con un sirviente, montársela con el muchacho en la antesala y volver para el plato principal, como si no hubiese pasado nada, retomando la conversación donde la había dejado… Flavia Albia, sí que haces preguntas. ¡Estoy impresionado!

—Es deformación profesional. Discúlpame.

—Oh, no me importa si quieres conocer el escándalo de Fausto…

—No me has contado ningún escándalo sobre Fausto —lo corregí.

—No, es un tipo frío.

—Si algún día tuviera que reunirme con él, me gustaría que me informaras de alguna historia indecente.

Había comprobado que a Andrónico le caía realmente mal Manlio Fausto. Mantenía un comportamiento tan abierto conmigo que saltaba a la vista una cierta reticencia a hablar su mala relación con el edil. Por supuesto, eso despertó mi interés, aunque lo dejé estar por el momento. Andrónico creía que era directa, pero no sabía que también podía ser muy paciente.

—Entonces, Andrónico, ¿qué pasó anoche?

—Fausto tuvo una visita. A veces la gente lo importuna con asuntos de negocios después de cenar.

—¿Y le parece bien? ¿No le importa ser acorralado en su casa cuando está descansando?

—¡Nunca lo he visto descansar! Es un devoto del «deber». Le encanta sufrir. Y además supongo que sentiría curiosidad.

—Mientras que a ti no te importaba nada saber qué quería el sobrino de Salvidia, ¿verdad? —lo provoqué.

Andrónico alzó las cejas y arrugó la frente, adoptando así el aspecto de falso inocente.

—Cuando Fausto se levanta y abandona una crema de nuez moscada por un misterioso visitante, mi costumbre es seguirlo y apoyar el oído en la puerta.

—¿Necesitas saber qué se trae entre manos?

—Me gusta vigilarlo de manera bondadosa.

En algunas casas, los libertos tienen semejante curiosidad por motivos dudosos: esperan causar fricción entre los diferentes miembros de la familia y hasta planean chantajes. Por suerte, la manera tan simpática que tenía Andrónico de bromear sobre ello habría tranquilizado incluso a Fausto.

De repente, se puso más serio:

—Confieso que estaba interesado, Albia. El hecho es que tuve una disputa tremenda con esa mujer espantosa. Casi no soporto ni recordarlo. Salvidia vino a ver a Fausto, pero él estaba fuera de la oficina. Tuve que recibirla. Estaba furiosa por el cartel, el que se dirigía a los testigos de la muerte del niño. Arremetió contra mí de una manera horrible. Me dejó temblando.

—¡Oh, pobrecito!

—¡Como si fuera mi culpa!

Andrónico aún parecía turbado. Conociendo a Salvidia, podía imaginar el motivo.

—Era una peste. Su arrogancia fue simplemente inaceptable. Creí que me iba a agredir.

—Supongo que tendría miedo a las posibles consecuencias tras el accidente.

Manlio Fausto podía aplicar mano dura a su empresa de construcción y castigarla por la negligencia. Infracciones como sobrecargar carros o tener conductores borrachos eran competencia de los ediles.

—¿Le dijiste a Fausto cómo te trató? ¿Fue compasivo?

—Según él, mi trabajo es ser siempre útil a los ciudadanos.

—Veo que no conoce muy bien a los ciudadanos.

—¡Cuánta razón tienes, Albia! Cuando el sobrino vino a hablar con él, Fausto me ordenó quedarme en mi sitio. ¡De ninguna manera! Se fue a hablar con el visitante y yo lo seguí con disimulo.

—¿Pensaste que habían surgido problemas por culpa de tu altercado? Andrónico, ¿por qué un familiar se sentiría obligado a informar a un magistrado de la muerte de Salvidia?

—Ni idea. —El archivista se encogió de hombros.

—A lo mejor —sugerí falsamente—, quería ofrecerse a pagar la indemnización que se pidió por el pequeño Lucio Basso. Y por ese motivo pensará que el cartel debe retirarse ya. ¿Querrá silenciar las cosas? Si pretende seguir con el negocio de la construcción, que se lo conozca como un empresario que ha matado a un niño no es nada bueno para su reputación. Y si quiere venderlo, tiene una necesidad aún mayor de encubrir lo que pasó, a fin de pedir un buen precio para su negocio ya en marcha.

—Estoy pensando en otro motivo por el que querría pagar la indemnización. Quiere evitar que se multe a la compañía por negligencia —replicó Andrónico.

—Es posible.

Siendo Nepote mi cliente, me sentía en la obligación de mantener un tono neutral.

—¡Oh, eres tan confiada! —sonrió mi compañero, sin sospechar que tan sólo había preferido no parecer demasiado inteligente. Hacía los mismos piropos que la mayoría de los hombres: tópicos que encontraba embarazosos.

—¿Así que cuál es ahora tu situación con respecto a Salvidia? ¿Ya puedes dejar de trabajar en su caso?

¡Qué generoso de su parte! Parecía muy deseoso de ahorrarme un trabajo innecesario.

—Si va a pagar la indemnización, yo sobro. Por desgracia, el acuerdo con Salvidia era del tipo «si no ganas, no cobras».

Andrónico ladeó la cabeza.

—¿Estás triste?

—No. Han matado a un niño. Nunca me gustó el caso.

El archivista se levantó, satisfecho con mi respuesta.

—Entonces, ahora que esa vil arpía se ha ido y tu trabajo se ha terminado —sugirió—, a lo mejor podrías salir a comer conmigo.

Tenía trabajo, pero sabía cómo organizarme. De repente me convertí en ese tipo de mujer que sale a comer con un hombre que acaba de conocer.

* * *

Dejé que eligiera el sitio. Gracias a Juno, no se dirigió al restaurante de mi tía, aunque pasó muy cerca.

Escogió un local con un patio interior, lejos de los ruidos de la calle y bien gestionado, que estaba agradablemente lleno de clientes distinguidos. Tomamos una comida ligera: pescado frito y ensalada, acompañados por agua. Hablamos y nos reímos. No movió ninguna ficha. Yo también me abstuve con valentía, aunque la tentación estaba allí. Una mujer tiene necesidades. Las mías no habían sido satisfechas desde hacía mucho tiempo. Demasiado tiempo. Me gustaba mucho y estaba lista para una aventura.

Después tuvo que volver a la oficina de los ediles. Fue un bonito detalle mostrarse apesadumbrado por tener que irse.

Tras quedarme sola, di un paseo hasta una antigua plaza llamada Armilustrio, donde estuve sentada durante un largo rato, pensando en la vida.