Cuando volví a mi edificio, ya era muy tarde. Gran parte de Roma estaba durmiendo. Los despiertos estaban enfermos, hacían el amor, se suicidaban o cometían robos. Los dejaría hacer.
Teníamos una costumbre. Al anochecer, las familias ricas mandaban a casa a sus hijas que habían ido de visita en sillas de mano, transportadas por esclavos musculosos con antorchas deslumbrantes. Me desplacé así. El tambaleo me mareaba, pero acepté la escolta para mantener la paz en casa. Cuando la silla llegó a la plaza de la Fuente, ya estábamos en mi territorio y mandaba yo. Los porteadores sabían que me tenían que dejar al lado del alfarero. Su tienda cerrada estaba en la esquina opuesta a la entrada de mi edificio y había dejado un cirio titilante para que iluminara el rótulo. Alguna noche el cirio quemaría las instalaciones e incineraría sus pilas ladeadas de escurridores de uvas y morteros con fondo de gravilla, pero mientras tanto proporcionaba un tenue punto de luz. Bajé de un salto y me quedé en silencio, escuchando y asegurándome de que ningún merodeador estaba a punto de atacarme.
En la esquina, antes de dejar el callejón, los porteadores siempre miraban hacia atrás. Si les hacía seña de que todo estaba bien, seguían su camino. Si notaba algo raro en la calle, los volvía a llamar. Nunca me arriesgaba. Estamos en Roma. La mitad de la gente asaltada por la noche es atacada en su mismo portal.
A lo mejor os preguntáis por qué los porteadores no me acompañaban hasta dentro. Claro, ¿y así enseño a todos los villanos del Aventino cuál es mi portón? Una mujer sola —en esta ocasión con ropa elegante— que vuelve exhausta y un poco achispada… Estaba lista para acostarme. No quería tener que clavar un trinchante en algún ladrón o violador.
Admítelo, Albia: vale, me habría apañado perfectamente sola. Sólo que no podía aguantar tener que estar sentada hasta el amanecer en alguna fría sala de interrogatorios en el puesto de guardia de los vigiles, volviéndome loca por culpa de un imbécil casi analfabeto que intenta deletrear «defensa propia». Rufiniano, sin duda. Era un hombre honrado, pero bobo sin discusión.
Sí, una vez apuñalé a un intruso y, estúpida de mí, denuncié el hecho.
Sí, tardó un poquito en morir.
No, no me arrepiento.
* * *
El Edificio del Águila, plaza de la Fuente. Todos lo llamaban aún «la vieja lavandería», a pesar de no serlo ya desde hace años, y nadie sabía qué le había pasado al propietario. Hay gente que se habría retirado con las ganancias, pero se rumoreaba que el nuestro se las había bebido.
Miré arriba hacia el tosco edificio de viviendas, medio vacío como era habitual esos días: apenas se veía algún resquicio de luz, hasta en los pisos que sabía que estaban habitados. Los inquilinos que tenían trabajo madrugarían para empezar sus tareas agotadoras; los vagos y los demás indigentes no podían permitirse el aceite de las lámparas. Seis plantas de miseria destartalada se abalanzaban sobre mí como una horrorosa fortaleza negra donde torturaban prisioneros de guerra durante toda la noche. Tal vez era una ilusión óptica por culpa de la oscuridad, pero algunas veces el montón entero parecía inclinarse de tal manera sobre el callejón que tenía la impresión de que iba a desmoronarse. Era el tipo de construcción donde, tras la muerte de una persona solitaria, el cuerpo se quedaba sin descubrir durante semanas. Si no veíamos a alguien durante un tiempo, simplemente suponíamos que se había escondido de su esposa o de las autoridades. ¿Qué era un mal olor entre tantos?
Un tipo rancio había sido el propietario de este sitio durante muchos años, hasta que lo compró gente concienzuda. Los planes bienintencionados de reformarlo habían acabado en nada, derrotados por fallos estructurales que, según descubrieron, llegaban hasta los cimientos. El nuevo propietario contrató a un constructor; el constructor convocó a un arquitecto; el arquitecto trajo a un ingeniero, y el ingeniero dijo: «Olvídenlo, quédense los honorarios, porque ni con dinero extra tocaría este sitio».
El Edificio del Águila seguía allí, aguantando de alguna manera. Si algún inquilino tenía una tos fea, le pedían que se fuera unos días con algún amigo por si, a causa de la reverberación, se desprendía algún elemento estructural crucial.
Yo vivía en el bloque sin pagar el alquiler. Mi nostálgico padre veía ese horripilante edificio como el hogar de su juventud despreocupada. Así que fue mi familia loca la que lo compró. En un principio, habían tenido sueños caritativos de llenar las viviendas con inquilinos dignos y agradecidos, pero este grillado idealismo se vino abajo cuando los primeros vagos «se olvidaron» de pagar el alquiler y usaron las escaleras como baño. Ahora nuestra intención era derribar aquel viejo y tambaleante edificio y vender el solar vacío a un senador millonario, haciéndole creer que sería perfecto para una villa privada. Y sucedería. Un general ambicioso de las provincias quedaría deslumbrado por el elogio de la exclusividad del Aventino, un lugar poco conocido donde refugiarse del bullicio de la ciudad, un histórico distrito romano donde la excelente tierra estaba lista para ser explotada a un precio razonable, una rara oportunidad para construirse una casa personalizada…
No creáis que nos hacíamos ilusiones con este plan. Ya teníamos a un candidato. Se llamaba Trajano.
Sí, a lo mejor habéis oído hablar de él, y sí, a día de hoy ya posee una discreta mansión privada en el Aventino. Mi padre podría parecer un fanático loco, pero viene de una línea de mercachifles descarados que podrían vender hielo a los esquimales. Mi abuelo, por ejemplo, era un rico subastador, lo que significa que —teniendo en cuenta la habitual discreción a la hora de declarar ingresos para fines fiscales— tenía tanto dinero que no podría necesitar más. Tras su muerte, nos beneficiamos todos, yo incluida.
El hecho de disponer de dinero no ayudó al Edificio del Águila. Invertir en él habría sido dinero perdido. Un muro lateral se movía y la suciedad se hacía cada vez más negra. Ya no era seguro utilizar ni el balcón de mi despacho de la planta de arriba, a pesar de que era lo único bueno de mi casa. Tenía que mudarme, pero seguía ahí, porque estaba acostumbrada. El escondrijo en lo alto siempre había sido el despacho de un informante, así que los posibles clientes habían oído hablar de él y podían encontrarlo. Una vez subidas las seis rampas de escalera, incluso los que creían que iban a ver a mi padre se rendían y se decidían por mí.
Mi piso, por el contrario, estaba escondido —mucho más abajo, creedme— y era un refugio cuya existencia la mayoría de la gente ignoraba del todo. Era allí donde había vivido durante los tres años felices de mi matrimonio. Después continué viviendo en él sola, porque, aunque la vida siguiera adelante, nunca pensé que el destino volviera a favorecerme una segunda vez. Me quedé allí con mis recuerdos. Eran todo lo que tenía. La felicidad había venido y se había ido.
Mi marido murió en un accidente. Ocho años antes de coger el caso de Salvidia. Ya era una informante entonces y me ganaba la vida como un gesto de independencia, a pesar de que la herencia de mi abuelo había dejado a mi familia en una posición acomodada. Sólo tenía veinte años cuando enviudé. Mi familia me ofreció volver a casa, pero decliné hacerlo amablemente. Había echado raíces en aquel lugar. Antes de ser adoptada por los Didio, mi infancia había sido terrible. Para mí era importante que durante mi breve matrimonio había sido capaz de construirme una buena vida.
Mucha gente habría elegido el camino fácil. Yo seguí trabajando, porque encontrar soluciones a problemas tenía para mí un atractivo lógico. A veces podía conducir a otras personas a la paz de espíritu. Cuando ya has tenido toda la felicidad del mundo y no esperas que el destino te depare nada más, lo que necesitas son metas.
* * *
Debía de estar más cansada de lo que creía. Me estaba volviendo sensiblera.
Hora de irse. Sabía cómo desaparecer en la oscuridad. Por suerte, aquí en las calles no había faroles, así que un merodeador tendría que esforzarse mucho para verme.
Crucé la calle. Me movía con cautela, por experiencia. En la plaza de la Fuente por la noche solía guiarme por los olores. No obstante, aun teniendo práctica, podía acabar pisando algo con mis sandalias de oro. Tal vez apoyar mi pie descalzo en algo medio muerto que aún se movía…
* * *
El edificio tenía un soportal que se estaba desmoronando, pegado a un pórtico que bordeaba la calle. En ese soportal, hacía unos años, habían colocado una reja de hierro. No me sorprendió ver que Rodan la había dejado estúpidamente sin cerrar.
A ambos lados del vestíbulo había un cuartito al lado de unas viejas escaleras de piedra que soportaban bastante bien el edificio. Poco más que cuchitriles, en uno de ellos guardábamos las escobas y los cubos, y en el otro mi padre había instalado a un portero que, se suponía, tenía que echar un ojo a los visitantes mientras usaba las escobas y los cubos. Como siempre, alguien que le daba pena le había pedido trabajo. Rodan. No era de los mejores empleados de padre, pero la selección del personal no era su fuerte y ése era sin duda el peor ejemplo.
Una lámpara que arrojaba una luz tenue estaba puesta en el suelo, fuera del escondrijo donde Rodan tenía permiso para vivir. Creo que allí, en su momento, se había estado escondiendo la lavandera de la ira de las mujeres cuyas túnicas de amarillo azafrán se habían teñido por accidente de verde veteado; allí sorbía de una jarra para olvidar su vida deprimente. Aún hoy, aparecían clientes despistados preguntando a Rodan por sábanas que habían dejado para lavar cinco años atrás.
—¡No tan rápido!
—¡Maldita sea, Rodan!
Me había parado mi propio conserje. Saltó fuera de su cubículo y me empujó hacia atrás hasta sacarme del soportal. Podría jurar que no era tan eficiente con los desconocidos. Era grande, pero parecía somnoliento y estupefacto.
—¿Qué haces aquí en plena noche, idiota?
Rodan era un antiguo gladiador. No podía asustar ni a una mosca. Debe de ser el exgladiador más viejo del mundo. Normalmente, hasta los que se ganan la libertad acaban tan agotados por la arena que no sobreviven mucho una vez retirados, pero, si seguía comiendo sus lentejas, Rodan llegaría a los noventa. Tenía la nariz rota de manera horrorosa, pero fue culpa de un inquilino que lo golpeó en la cara con un mazo. En realidad, había aguantado justo porque nunca había tenido lesiones en su profesión. Como gladiador había sido tan inútil que su entrenador no lo había dejado pelear. Durante la mayor parte de su vida, Rodan simplemente había deambulado por el Aventino, haciendo de guardaespaldas y cobrador de alquileres. Ahora estaba acercándose a la senilidad natural y además tenía demasiado sueño para darse cuenta de que la mujer a quien estaba cerrando el paso era la que le pagaba el sueldo. Debería hacerlo padre, pero detestaba tener que tratar directamente con Rodan.
—¡Oh, es usted! —murmuró.
La furia con la que le di una patada en el tobillo cuando intentó empujarme fuera del pórtico debería habérselo hecho entender.
—Ha sido una gran noche. Un tipo ha venido a verla.
—¿Una sola visita? ¿Y a eso lo llamas una gran noche?
—Estaba cenando —se quejó Rodan patéticamente—. He tenido que acompañarlo hasta arriba y luego otra vez hasta aquí. Mis tripas de cerdo se han enfriado y después de todo eso ni siquiera me ha dejado una propina por la molestia.
—¿Quién era, un cliente? ¿Qué pasa, trabaja hasta tarde y no puede venir en horario de oficina? Puedo atenderlo mañana, espero que se lo hayas dicho. ¿Cómo se llama?
Rodan se sorbió los mocos. No lo suficiente. Se limpió la nariz con la manga.
—No me lo dijo.
¡Dioses sagrados! Por este motivo Rodan era una criatura despreciable, según la tradición familiar. Con lo fácil que es preguntar: «¿De parte de quién?». Sobre todo después de varios años explicándole con amabilidad cómo hacerlo. Ni siquiera tenía que anotar los nombres. Rodan no sabía escribir.
Me sobrevino un pensamiento. ¿Podría ser el archivista de la oficina de los ediles? Si es así, era realmente impaciente. Casi demasiado impaciente, diría un cínico. Describí a, Andrónico.
—Un tipo amigable. Ojos claros y pelo anaranjado.
Rodan me lanzó una de sus miradas ausentes.
—¿Llevaba una túnica blanca con ribete azul?
A veces me preguntaba si lo hacía adrede.
—Podría.
Le dije que si el hombre volvía, tenía que llevarlo directamente al despacho y ser considerado.
—Si no estoy, concierta una cita como se debe.
Estaría allí. Me quedaría adrede, por si había sido el archivista.
El portero idiota por fin confesó que el visitante había prometido volver al día siguiente. Eso me alegró tanto que no intenté darle otra patada al despedirme.
* * *
Puede que el cerebro de Rodan nunca haya sido hecho papilla en la arena, pero había nacido zote. Estaba bastante segura de que nunca se había fijado en la ubicación de mi vivienda. En este caso, era una cosa buena, porque no podría revelárselo a nadie.
Yo vivía en la segunda planta. Tenía una puerta de entrada. Estaba bloqueada por macetas polvorientas, con las plantas muriéndose como si el último inquilino se hubiese fugado. Cabía la posibilidad de saltar las macetas, pero raras veces entraba o salía de ese modo.
En su lugar, subía sólo una planta, hasta desaparecer de la vista de Rodan o de cualquier otra persona en la entrada. Me escucharían entrar en un piso ocupado por una familia norteafricana. Bueno, la mayor parte de la familia. La madre vivía allí con un número cada vez mayor de niños andrajosos que venían en una gran variedad de tonalidades de piel. Ninguno de ellos sabía decir ni una palabra en nuestro idioma, lo cual me eximía de tener que preguntarles por su padre.
Tenían cuatro habitaciones, dispuestas a lo largo de un pasillo, pero sólo vivían en tres. Ejerciendo el privilegio de ser la hija del propietario, yo misma utilizaba la última. Hasta tenía un sofá y otras cosas allí dentro. Pero su utilidad principal era darme acceso a una decrépita pasarela de madera que había sido construida como escalera de incendios. Tiempo atrás, cuando este sitio era una lavandería, la escalera conducía hasta una abarrotada área de secado en la planta baja. Ahora era un patio abandonado con acceso tanto a la calle como a un callejón trasero. En el caso de que alguien me siguiera alguna vez hasta el apartamento de los africanos, encontraría mi habitación vacía y supondría que habría salido y me habría ido hacia abajo.
Podría parecer que tenía manía persecutoria. Era la consecuencia de haber apuñalado al intruso. La invasión del hogar deja un daño permanente. Nunca te recuperas de ello de verdad.
Como la mayoría de las viviendas romanas, el Edificio del Águila tenía dispositivos de seguridad mínimos. Aparte del primer nivel, que había sido construido de manera más robusta, la escalera de incendios hacia las plantas superiores se había podrido y no se había sustituido. En caso de incendio, todo el mundo en la parte de arriba se quedaría atrapado. Pero la vieja pasarela hacía algo más que marcar mi itinerario de vuelo personal. Tras un corto tránsito por ella, se llegaba a un viejo panel apoyado contra el muro. Ocultos detrás de él, se encontraban unos escalones empinados y estrechos. Conducían dentro, hasta mi casa de verdad.
Este refugio mío siempre había sido el mejor piso del edificio. Era pequeño, con sólo tres estancias buenas, una de las cuales tenía un fogón que utilizaba para calentar bebidas. Raramente cocinaba en serio, porque nunca había aprendido y, de todas formas, no quería que el sitio se llenase de humo. A lo largo de los años lo había decorado con muebles bastante elegantes y cómodos gracias al comercio con antigüedades de mi familia. Cuando volvía a casa tras un día agotador, encontraba paz, alivio para el alma y sosiego. Era mi lugar de recuerdos felices.
Entré, cerré la puerta tras de mí, me quité la ropa y me desplomé en la cama. Muy poca gente sabría donde estaba. Sólo me podían molestar las pesadillas y esa noche, por suerte, no tuve ninguna.