No podía creerme que tenía un caso para investigar, pero aun así empecé a indagar los hechos. Había un procedimiento y lo estaba siguiendo. Nepote me perseguía como un sabueso hambriento, así que no podía proceder de manera inconexa. En cualquier caso, quería de verdad que mi informe final lo tranquilizara. A veces el objetivo es ése: decir a tus clientes que no tienen por qué preocuparse.
En ocasiones, cuando es mejor protegerlos de la verdad incómoda, tienes que decirles que todo va bien —aunque hayas demostrado que sus sospechas tienen fundamento—, pero en aquel caso no me esperaba un resultado semejante.
* * *
Volví a examinar el cadáver, esta vez con el hijastro al lado para poderle enseñar su triste normalidad. Aspiró sin convicción.
En las siguientes horas estuve rastreando los movimientos de Salvidia durante ese día. Interrogué a la criada y a un par de otros miembros del personal doméstico que Nepote trajo para mí de los cuartitos traseros. Comprobé que su señora no había dado señales de quererse suicidar. Hablé con los obreros en el patio. Me dijeron que estaba decididamente llena de planes —planes para sacar dinero a sus clientes— con los que iba a disfrutar mucho. Después la criada me acompañó por todos los puestos del mercado donde Salvidia solía comprar provisiones. Descubrimos los que había visitado esa mañana examinando los productos que aún estaban en sus cestas de la compra. Nadie en el mercado me contó nada inusual.
Ponderé el motivo. Imaginemos que Nepote tuviera razón. La muerte anormal suele tener una causa —que en este caso no podíamos identificar— y también un autor. Si era cierto que la mujer había sido enviada al otro barrio a propósito, ¿quién querría hacerlo? El cuadro que emergió coincidió con la imagen que me había hecho de Salvidia gracias a mis experiencias previas: tenía un carácter malhumorado que no te animaba a compartir con ella ni el aire que respirabas, pero, al fin y al cabo, había sido una empresaria y no tenía ningún interés en llevarse del todo mal con la gente. Mandaba a sus esclavos domésticos, pero no era insoportable; causaba estragos en el patio, pero los obreros estaban acostumbrados; decepcionaba regularmente a sus clientes, pero ellos rara vez se molestaban en poner quejas. Su agresividad llegaba hasta ahí. En su trato conmigo tuvo una actitud hosca, pero no tan mala como para que me negara a aceptar su caso. Había decidido que podía trabajar con ella. Así que, al preguntarme ahora si tenía enemigos, la respuesta era que ninguno en especial. Roma estaba llena de mujeres tan desagradables como ella.
Señalé a Nepote que la única persona que se podía beneficiar de la muerte de Salvidia era él, el heredero. Estuvimos de acuerdo en que, si hubiese acabado con su vida de alguna manera imperceptible, sería muy estúpido de su parte llamar la atención. En caso de que lo hubiese hecho, contratarme podría ser una cortina de humo. Pero a menos que tuviéramos a otros sospechosos, no tenía necesidad alguna de prender la mecha.
Me aseguré de tomar en consideración a la familia del niño, Lucio Basso. El conductor borracho y el carro sobrecargado de Salvidia habían matado al crío. Y, sin embargo, ella había intentado evitar el pago de la indemnización de manera descarada. Eso significa que los padres enlutados podrían albergar verdadero odio hacia ella. Pero iban a ganar una enorme suma de dinero muy pronto —porque, siendo realistas, habían interpuesto una demanda por negligencia imbatible que no habría podido ganar ni con mis mejores esfuerzos— y era de su interés mantenerla viva para que pudiera pagarles. En cualquier caso, fui a verlos. Todos tenían coartada.
Nepote aceptó a regañadientes que nada apuntaba a una desgracia. Aun así, quería traer un médico para que viera el cuerpo. Lo convencí de que se ahorrara el dinero y solicitara la opinión de un director de servicios fúnebres, que tenía que ser contratado de todas formas. Ellos tienen ojo para dar el mejor asesoramiento sobre lo que le puede haber pasado a un muerto.
El señor que vino parecía competente. Examinó el cadáver y no se excitó. Tomó nota de la marca que yo también había observado en el brazo de Salvidia, aunque, al igual que yo, pensó que era un rasguño accidental. Afirmó que varias mujeres habían fallecido en silencio por toda Roma, sin ninguna causa evidente. Tal vez alguna enfermedad invisible estaba cobrándose vidas, pero todo apuntaba a una simple coincidencia estadística. Su veredicto fue: «Hay mucho de eso por allí».
Se llevó a la muerta. Prometí a Nepote que asistiría al funeral. Es un buen momento para reclamar honorarios, antes de que los herederos se dispersen.
Acabé bastante más tarde de lo que había esperado aquella mañana, cuando salí hacia la oficina de los ediles. Pero en mi trabajo eso es normal. Estaba anocheciendo y necesitaba algo de comer, así que fui a visitar a mi familia. Me proporcionarían una cena en un hogar de verdad, lleno de calor, luz, comodidad y conversaciones animadas. Mejoraría mi estado de ánimo. También podría consultarlos sobre Salvidia, aunque resultó que nadie fue capaz de aportar ninguna reflexión útil. Estuvimos todos de acuerdo en que ya había hecho todas las investigaciones posibles. Si eso no había llevado a nada era porque no había nada que encontrar.