Como me habían dicho, la mujer yacía en el dormitorio, una de las pocas estancias de la casa que estaba amueblada con normalidad. Años atrás, ella y Metelo habían invertido en una cama matrimonial bastante sólida, aunque el soporte ahora se hundía demasiado para mi gusto. Supuse que nunca habría tenido un amante, porque en caso contrario habrían rodado constantemente uno encima del otro durante las horas de descanso. ¿Por qué será que la gente que está rodeada de obreros nunca les pide que le arreglen, cosas?
La habitación tenía los habituales armarios y baúles. No había ventanas, así que, a pesar de no oler demasiado a rancio, la falta de aire fresco era sofocante.
—Estaba así cuando la he encontrado —vibró la voz de la criada desde la puerta.
No tuve nada que contestar. Estaba preguntándome cuánto tiempo tenía que quedarme con ademán solemne al lado de la cama antes de que fuera educado marcharme.
Salvidia yacía boca arriba. Sus brazos estaban extendidos a los lados, parecía relajada: o se ha muerto en el sueño o alguien le había cerrado los párpados. Con toda la vida a sus espaldas, era como una concha, de mediana edad real, pero ahora hundida como una anciana. Ciertamente, una mujer que afirmaría haber tenido una vida dura.
Salvidia había tenido un cuerpo robusto, el típico que llega tras la menopausia. Su pelo estaba recogido en un simple moño que casi seguro se había hecho ella misma. Tenía brazos flácidos y una cara arrugada y hundida. Llevaba ropa de día, el mismo tipo de túnica plisada con la que la había visto y un corsé que la apretaba tan fuerte como si quisiera atrapar allí dentro su constante ira contra todo. La alianza y otro anillo sencillo le ceñían los dedos; sus pendientes eran simples gotas de oro que daban la impresión de haber sido el único par que se había puesto en los últimos veinte años. No tenía más joyas y tampoco ningún joyero que yo pudiese ver; ninguna crema ni botes de cosméticos. No desperdiciaba el dinero en adornos personales.
Supuse que su corazón se había parado de repente, o algo por el estilo. Es lo que parecía. No había nada que sugiriera ningún tipo de interferencia. En su piel había algunas manchas marrones informes, típicas de una mujer de su edad, y nada más. Ninguna moradura. Lo que sí vi fue un pequeño y fino rasguño en su brazo izquierdo, con una rojez tenue a su alrededor, pero era como un arañazo que cualquiera se podría haber hecho rozando contra algo. Salvidia no había sido de movimientos ágiles.
Incluso un cuerpo sin vida podía emitir un aura. La infinita inquietud de esta mujer había terminado y, sin embargo, su cadáver comunicaba una decepción permanente. Sentía su infeliz sumisión a la muerte tras una vida que en mi opinión, y es probable que también en la suya, había sido en esencia desperdiciada. ¿Había conocido en algún momento el placer? Lo dudaba.
* * *
Salí del dormitorio deprimida. La criada se quedó para velar a su ama, con mayor lealtad de la que me habría imaginado. Parece que el personal iba a olvidar lo molesta que había sido. Seguramente sentirán una tristeza normal por su temprana desaparición. Eso me debería haber inspirado fe en la decencia humana y, no obstante, me sentía turbada. Necesitaba recuperarme, así que me dirigí a una pequeña área externa, más allá del atrio, que había divisado antes.
Con unos dueños mejores, este lugar habría podido convertirse en un elegante jardincito. Salvidia lo había llenado casi por completo con una enorme fuente de piedra, del tipo que se podía encontrar en los baños públicos, pero ésta era tosca y fea, nada de alabastro o pórfido de grano fino. Apoltronado en una esquina, el monstruo era tan rígido y pesado en apariencia que no podía imaginarme cómo hubiesen podido manejarlo ni por qué se hubiesen preocupado en hacerlo. Estaba guardado, sin que nadie lo utilizase, y destrozando lo que podía haber sido un agradable lugar de descanso.
Vi un banco, volcado contra un murito bajo. Nadie podía haberlo usado durante años. Con un esfuerzo, lo volví a poner recto en una pequeña zona iluminada por el sol y me senté encima, intentando evitar las partes cubiertas de musgo. Estaba reflexionando pensativamente en un modo que suele denotar enfado y así era en efecto. Estaba furiosa porque, por culpa de la muerte inoportuna de Salvidia, había perdido mi dinero.
* * *
Supuse que nadie me molestaría mientras estaba sentada rumiando. Desde la casa adyacente sólo venía silencio, como si también la criada se hubiera marchado. No había visto ningún otro miembro del personal y me pregunté si la señora había sido demasiado agarrada para tener más o si, cuando murió, aprovecharon la ocasión y se fueron corriendo. La mayoría de los hogares tienen olor a comida, perros ladrando, ruidos y pasos lejanos, fragmentos de conversaciones indescifrables. Aquel lugar estaba inmóvil, desierto en apariencia. Ni siquiera una paloma compartía mi escondrijo. Todo daba la impresión de que nunca hubiese pasado nada interesante ahí. Hasta parecía exagerado llamarlo «hogar».
Por lo menos era tranquilo. Por fin, mi irritación y mi melancolía cedieron. Justo cuando estaba a punto de irme, de repente apareció alguien. No lo oí venir y él estaba igualmente sorprendido de verme.
El recién llegado tenía treinta y muchos, cuerpo delgado, rostro corriente, ropa decente, pero no cara. Podía decir que no era, y nunca había sido, un esclavo. Ni musculoso ni polvoriento en exceso, parecía más un empleado de papelería que uno de los obreros. Si hubiese creído de verdad que Salvidia tenía un amante, podía haber sospechado que era él, pero, aunque tenía un cierto aire de propietario, lo dudaba. Otra vez mi instinto.
Por la manera tan sigilosa de acercarse, podía haber sido un ladrón que tentaba la suerte. Si así fuera, supuestamente habría cruzado el atrio para buscar en el interior objetos fáciles de sustraer, y no habría venido aquí para desplomarse encima del murito entre las columnas del peristilo, con la moral tan baja como yo. A lo mejor se sentía desanimado por motivos similares. ¿También venía de ver el cuerpo? Al verme, no hizo ningún gesto de marcharse. Y, curiosamente, tampoco me echó. Me saludó sin más con la cabeza, como un desconocido sentado cerca en un parque público, y luego se perdió en pensamientos contemplativos. Así que me quedé y esperé a ver qué pasaría. Mi padre diría que ese tipo de curiosidad le había traído un montón de problemas. Pero hay que confiar en la propia intuición. (También esta idea, como observaría secamente mi madre, había metido a menudo a mi querido padre en la boñiga de vaca hasta los tobillos).
Al final el desconocido se levantó y se presentó. Se llamaba Metelo Nepote y era el único heredero y albacea. Pregunté por su nombre, porque sabía que «nepote» era «sobrino» en latín.
—Sólo es un nombre —me contestó con brusquedad, como si le hubiesen hecho esa misma pregunta demasiadas veces—. ¡Mi nombre!
Perfecto.
Los romanos se enorgullecen de su magnífica organización, pero cuando se trata de asignar nombres a los bebés, les suele faltar lógica. Nunca intentes decir eso a alguien durante una cena, sobre todo si ese alguien tiene un nombre estúpido.
Se relajó lo suficiente para contarme que el primer Metelo que creó la empresa era su padre, mientras que Salvidia había sido la segunda esposa de éste, su madrastra. Nepote me confesó que no tenía intención de seguir con el negocio y que lo traspasaría. Lo dijo con tanta amargura que confirmó mi idea de que había sido arrinconado por la madrastra. Por lo menos se había ido y había hecho lo que siempre había querido: convertirse en quesero. Dije que eso era diferente. Él replicó que en realidad no mucho, si te gusta el queso.
Así es. Tuvimos una comunión mental, aunque no demasiado extravagante.
Decidió ponerse serio.
—¿Puedo preguntarle qué está haciendo aquí?
Lo veía venir y no encontré ningún motivo para tergiversar.
—Mi nombre es Flavia Albia. Trabajo como informante. Salvidia me contrató para presionar legalmente a unas personas que tenía que indemnizar.
—¿Tras hacer una chapuza?
Estaba claro que conocía bien la empresa familiar. Le conté la triste historia del atropello del pequeño Lucio Basso. Nepote me preguntó por la cantidad que pedían los padres, y cuando se lo dije, contestó de inmediato:
—Me parece justo. Dígales que, en cuanto venda eso, les pagaré.
Estaba sorprendida.
—¡A decir verdad, mi trabajo era evitar esto!
—¿A pesar del conductor borracho y del exceso de carga?
—Metelo Nepote, no me gustan todos los trabajos que tengo que hacer.
—La familia se merece algo. Estoy invalidando la decisión de Salvidia. Nunca estuvimos de acuerdo. ¿Y a usted se le debía algo?
Aún desconcertada por su actitud, le dije lo que había esperado poderle cobrar a Salvidia, más los gastos. Nepote aceptó pagar eso también. Decidí no mencionar el acuerdo de «si no ganas, no cobras».
No creí que aquel hombre se hubiera vuelto benévolo por el sufrimiento profundo. Era más probable que estuviera sólo mintiendo para deshacerse de los acreedores. Tras amansarlos con sus promesas, agarraría la herencia y desaparecería. No me había dicho dónde estaba su quesería. Fuera de Roma, seguro.
No obstante, podría ser inusualmente honesto. Si quería ser amable por algún tipo de purificación moral, era cosa suya. No suelo encontrar mucha gente así, pero estoy abierta a las novedades.
Entonces Metelo Nepote se apoyó contra un pilar, miró hacia arriba, al pequeño trozo de cielo que se veía encima de nosotros, y soltó un suspiro pesado que me resultó demasiado familiar.
—Ese suspiro parece salido de uno de mis clientes en su primera consulta —dije. Parecía realmente preocupado—. Cuando se pregunta si su encargo parecerá una locura —lo cual a menudo es cierto— y me dice: «Creo que mi mujer se acuesta con el carnicero». Eso también suele ser cierto. Una repentina efusión de escalopes en la cena suele ser la señal reveladora.
—Dígame qué tipo de trabajo hace —me instó Nepote. No era una pregunta social.
Le conté mi biografía profesional. Hice hincapié en la parte mundana: ir detrás de adolescentes huidos de sus padres, búsquedas rutinarias de partidas de nacimiento o certificados de baja militar desaparecidos, o de herederos desaparecidos, o de gallinas desaparecidas que los vecinos malos ya habían cocinado con estragón… Le hablé también de otros aspectos de mi experiencia profesional extrañamente variada. De esa vez que investigué al matasanos que violaba a sus pacientes femeninas tras administrarles somníferos. De como algunas veces hurtaba a sospechosos inocentes de las investigaciones de los vigiles, cuando nuestros oficiales, justos e imparciales, escogían la opción fácil sin preocuparse de las pruebas. Luego estaban los trabajos que hacía de vez en cuando para los hermanos Camilo, dos fiscales prometedores que a veces necesitaban la ayuda de una mujer a la hora de recoger pruebas.
—¿Impresionado?
—¿Trabaja usted sobre todo para mujeres?
—Así es.
Las mujeres se fiaban de mí. Evitaban informantes masculinos que tenían fama de meter mano y de indecencias peores. Además, muchos de ellos no eran nada eficaces.
—¿Por qué me lo pregunta, Nepote? —Tenía una oscura premonición.
—¡Haga algo por esa mujer! —Nepote fue breve—. La contrataré. Quiero que alguien investigue la muerte repentina de mi madrastra.
Me chocó. Yo pensaba que buscaba a un informante porque creía que un rival taimado le había sustraído su mejor receta de queso.
—Nepote, si no hubiese necesitado el dinero, ella no habría conseguido nada de mí en vida.
—Entonces ayúdela ahora que está muerta, Albia.
Sobresaltada, volví a repasar todos los argumentos, ya concebidos en mi interior, que explicaban por qué el fallecimiento de Salvidia no tenía ningún interés en absoluto.
—Que alguien muera de forma inesperada no quiere decir que su muerte sea anormal. Sucede. Sucede una y otra vez. Mucha gente muere por motivos que nunca se llegan a descubrir. Pregúnteselo a cualquier director de servicios fúnebres.
—No —objetó—. Esta muerte no es justa.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?
Nepote se movía nervioso.
—La vieja señora era muy fuerte, no tenía ni cincuenta años, estaba sana del todo. Su gente dice que estaba perfectamente esta mañana y, sin embargo, según parece, entra, deja su compra en la sala y se desploma así, sin ningún motivo. No me lo creo. Es imposible. No me llevaba bien con ella, pero no cuela.
—Nepote, no hay indicio de crimen. Quédese con la comisión.
Decidí que él no era la única persona en Roma que podía tener un gesto. Además, tenía esa terrible sensación de angustia que experimento cuando un caso agotador ya cerrado vuelve a emerger de repente.
—Contratándome, desperdiciaría su dinero.
—Eso lo decido yo —contestó Metelo Nepote con un tono abatido—. O lo investiga por mí o contrataré a otro.
Así que acepté el trabajo. Si el hijastro tenía ganas de gastarse el dinero recién heredado, ¿por qué debería beneficiarse algún otro informante? Estaba aquí, en posición, así que me ofrecí servicialmente, asumí el encargo y di las gracias con educación.
Tenía que estar equivocado.
Pero entonces siempre te asalta esa pequeña duda que no quiere irse. Se presenta siempre. ¿Y qué pasa si sus ridículas sospechas no lo son tanto? ¿Qué pasa si tiene razón?