III

El hombre arisco que llamaban Tiberio estaba sentado en la barra de un bar, un poco más arriba en la calle principal. La mayoría de las personas habría pasado sin acordarse del mensajero de los ediles, pero la buena observación es parte de mi trabajo. Pasé de largo con tranquilidad, por el otro lado de la calle, sin hacer contacto visual. Estoy segura de que no me vio.

Fuera la que fuera la naturaleza de las tareas por las que le pagaban los ediles, el caudal de trabajo no debía de ser muy grande. Tenía delante un vaso y el tablero de damas del bar, y parecía tener intención de quedarse allí durante toda la tarde. Estaba pensando en ir a decirle: «¡Tres rábanos dice que te puedo machacar!». Sabía que podía. El Chico Granjero, mi difunto marido, me había enseñado a jugar a las damas y se dejaba ganar de continuo con amabilidad. Nunca le importó quién ganaba, simplemente le gustaba jugar conmigo. Le gustaban la mayoría de las cosas que hacíamos juntos y, como decía un tío mío para quien trabajaba, tenía el corazón tan grande como Partia.

* * *

Yo tampoco tenía nada que hacer en ese momento, pero una mujer presentable de veintiocho años no debería entrar sola en un bar, a menos que no sea uno de esos de desayuno rápido, donde puedes tomarte un bollo y una bebida caliente antes de que se despierte la mayoría del barrio. Incluso en ese caso, tienes que actuar como si tuvieras un puesto de lechugas: llegar al amanecer a lomo de burro, desde un huerto de mercado lejos en la Campaña, da hasta a una mujer un legítimo medio de sustento. En caso contrario, todos pensarían que estás ofreciendo sexo a cambio de dinero. Los hombres con proposiciones indecentes ya son bastante pesados, pero las viejecitas enfurecidas que te echan maldiciones son aún más insoportables. Las abuelitas romanas son expertas en expulsar a un elemento frívolo de su calle echándole el mal de ojo. Las peores lo hacen con todo el mundo, por si se les escapa alguien.

Los pensamientos sobre las desagradables señoras mayores me llevaron a recordar a mi clienta.

Tenía que apretar los dientes e ir a visitarla. En mi carrera de casi doce años como informante solitaria, había sentido lo mismo por muchos de mis empleadores. No es un trabajo que te lleva a conocer a la crema de la sociedad. De hecho, si queréis ver los peores modales, las costumbres más vulgares y la moralidad más deplorable, ésta es vuestra profesión. Los informantes están rodeados de desesperanza en todos los niveles.

Salvidia, como os he comentado antes, había heredado la empresa de construcción después de la muerte de su marido. Nadie tenía nada que decir sobre él, pero yo intuía que había sido el típico constructor que tiene su propio negocio: algunas veces habrá trabajado duro, pero por lo normal sería un vago y un pésimo administrador, con problemas de dinero. Pronto Salvidia lo puso a raya. Llegó como una tormenta y transformó la empresa en una máquina de extorsión hasta que Metelo y Nepote se convirtieron en los excelentes reformistas sin escrúpulos que eran ahora. Nepote desapareció, tal vez echado a propósito, mientras que Metelo llegó al final de su carrera un par de años más tarde, ante la eficiencia directiva de Salvidia.

Bajo la dirección de la mujer, la empresa obtenía enormes beneficios, pero no lo diríais al ver el sucio patio donde trabajaban y los espacios estrechos de la vivienda que tenía al lado. Siempre habían tenido las instalaciones en el Vicus Loreti Minoris, calle del Laurel Menor. Como la mayoría de las calles que discurrían en medio del enjambre de templos del Aventino, ésta se creía superior y, sin embargo, tenía sus malos olores y su lado sórdido. Empezaba cerca del Templo de Ceres, en la parte noroeste del monte, encima del barrio de los barberos y del edificio de distribución de trigo, y subía con suavidad hacia el espacio, abierto en su día, donde Remo había recibido los augurios en la contienda para ver quién sería el fundador de una nueva ciudad, Roma. Ya conocéis la historia. Perdió contra su hermano gemelo Rómulo, quien tenía todas las cualidades ideales para ser un buen líder, y con eso quiero decir que era un tramposo. Hoy en día, la cima del Aventino estaba completamente edificada. Desde la mayoría de los miradores apenas se podía ver el cielo, y menos contar la suficiente cantidad de pájaros para predecir el ascenso de una gran nación.

La calle del Laurel Menor se convertía en la calle del Laurel Mayor en el cruce con la calle del Armilustrio, un largo camino apartado que pasaba cerca de donde vivía yo. Estas fueron unas de las primeras calles que conocí cuando me mudé a la plaza de la Fuente. Todas ellas ocupaban la parte del monte justo encima de donde mis padres tenían su casa, a orillas del río. Estaba un poco más abajo de los almacenes de sal y de la Puerta Trigémina. Cuando la vida se hacía dura, podía caminar rumbo a la escalera, bajar corriendo por la escarpa empinada y esconderme en casa. A menudo sólo iba a visitarlos. Eran buena gente.

De todas formas, ese día no iba en busca de refugio: estaba enardecida, en plena actitud profesional. Había decidido que era hora de decir a Salvidia que se podía quedar con su comisión. «Quedar» era una palabra más educada que la que tenía preparada para mi discurso.

Y fui aún más descortés cuando se frustró mi plan.

* * *

Había ido antes al patio, porque la arpía solía estar allí, amargando la vida a sus empleados. Era un revoltijo de tablas, planchas de mármol —casi todas rotas—, carretillas y viejos cubos llenos de cemento seco. La capa de polvo que lo recubría todo lo convertía en un sitio ideal para los asmáticos. Dos trabajadores con túnicas desgarradas estaban agachados encima de una columna horizontal; un perro guardián delgado y encadenado amenazaba con arrancarme la pierna si me acercaba. Los hombres parecían demasiado deprimidos para hablar y el chucho retrocedió hasta una pared desmantelada cuando miré en su dirección. Me negué a saludar a los hombres, pero hablé al perro, que se acordó de mí y gimió esperanzado. La última vez le había dado un trozo de una albóndiga bastante asquerosa que me había arrepentido de haber comprado, pero hoy no tenía nada para él. Por lo menos se libraría de un dolor de barriga.

Me dirigí con cuidado al despacho, intentando mantener mis sandalias limpias sin demasiado éxito. Un enano que se hacía llamar encargado de obras estaba escondido en un cuchitril entre montones de guardapolvos. Fue él quien me dio la mala noticia. Mi esperanza de cobrar, aunque sólo por el trabajo que ya había hecho, se esfumó. Salvidia había muerto.

* * *

Estaba abatida. Dije:

—He tenido clientes que han llegado a extremos inimaginables para evitar pagarme, pero fallecer es demasiado.

—Ha vuelto a casa de comprar, se ha acostado en la cama y ha dejado de respirar.

—¿Qué le habrá pasado? No era mayor.

—Cuarenta y seis —gimió.

El empleado, deformado por la decepción y por una dieta pobre, probablemente tenía cuarenta y cinco: de repente se había puesto nervioso por la fugacidad de la vida. Tal vez no había apostado por tantos caballos lisiados y no se había revolcado con tantos mozos de altar como habría esperado.

Maldije de una manera fina —más o menos: «¡Oh, qué engorro!»—, y como no tenía nada más que decirme, entré en la casa. Fingí que quería presentarle mis respetos para poderlo comprobar con mis ojos. La verdad es que se me pasó por la cabeza que Salvidia podría no haber muerto, sino haber organizado esta obra de teatro para librarse de mí. Hasta me pregunté si estaba intentando escabullirse de todas sus deudas con la intención de retirarse a alguna villa secreta. En Roma, cualquier otra persona que tuviera mucho dinero pasando por sus manos se habría comprado una segunda casa cerca de un lago, en la costa o en una isla.

En Roma, cualquier otro que tuviera dinero y una empresa de construcción propia habría vivido en algún sitio mejor que este tugurio decrépito en la calle del Laurel Menor, con el soportal apuntalado con un palo y tejas rotas apiladas a ambos lados del umbral de la puerta. Una adelfa olvidada en una maceta habría convencido a un informante más entusiasta que yo de que Salvidia había fallecido por un envenenamiento, pero yo mantuve la calma.

En el interior de la casa había algo menos de polvo, pero estaba abarrotado con casi la misma cantidad de materiales de construcción que el patio de al lado. En lo que se hacía pasar por un atrio, y que no tenía ninguna fuente o mosaico de buen gusto, se erguían unas cuantas estatuas que habían sido claramente sacadas de las casas de otra gente. Una criada me confirmó que, en efecto, su ama estaba muerta. Había fallecido esa misma tarde. Si quería, podía ver el cadáver.

A lo mejor vosotros os habríais negado, pero yo no. Es verdad que Salvidia era casi una desconocida. Sólo la había visto en un par de ocasiones y en ninguna de las dos me había gustado. En cuanto a mí, no le debía ningún respeto a esa mujer y podría haberme ido para reducir mis pérdidas.

Sin embargo, mi padre era realmente uno de esos informantes entusiastas que os acabo de mencionar: veía maldad en todo y tenía desde siempre la manía de encontrarse en situaciones en las que la gente moría de manera sospechosa. Averiguar qué había pasado en realidad era una manera de ganar unos sestercios. No había ningún motivo para que yo pudiera sospechar que algo raro le había sucedido a Salvidia. Era una mujer nada amigable que, es probable, se hubiera ahogado en su bilis. Aun así, me habían enseñado a inventarme siempre una excusa para explorar un cadáver. Y que me invitasen a ver uno era un gran privilegio, así que entré como un piojo en la túnica de un vagabundo.