Como estaba en el barrio, el Templo de Ceres era tan habitual para mí que solía ignorarlo. Se encontraba en la cuesta septentrional del Aventino, a mitad de la pendiente que subía desde el extremo del Circo Máximo en el que estaban situadas las verjas de salida. Este robusto edificio fue diseñado en el pasado lejano y parecía más griego que romano, en un modo arcaico. Las pesadas columnas grises que lo rodeaban tenían bases gruesas y capiteles curiosos que, si estáis interesados en este tipo de cosas, no eran ni jónicos ni dóricos. Creo que la expresión correcta es «de transición». No pienso que esa distinción preocupara a muchas personas, porque lo más probable es que nunca hubieran mirado tan alto para notarla. Pero mi infancia transcurrió a unas mil millas de Roma —en un poblado rústico que era un erial cuando yo era un bebé y aún hoy tiene poca importancia desde el punto de vista arquitectónico—, así que, cuando veo que se ha hecho un esfuerzo para construir algo diferente, suelo prestar atención educadamente.
La verdad es que, tras ser traída a Roma por la familia que me adoptó, tuve que darme prisa en conocer las personas y el lugar. Por ese motivo, a menudo sabía más sobre mitos y monumentos que la mayoría de los nativos. Tenía unos quince años entonces y quería conocer el mundo. Me proporcionaron una buena educación. A medida que me enseñaban a leer y escribir, devoraba los hechos. Algunas veces esto me ayudaba en el trabajo. Pero más a menudo simplemente me dejaban asombrada la historia y las costumbres tan raras de los romanos, que se creían los amos del mundo civilizado.
Por lo menos ellos tenían una historia. Conocían sus orígenes, lo cual era más de lo que yo podía decir de mí.
El templo era el hogar de una tríada: tres dioses que compartían casa, todos sagrados e íntimos, entre el incienso y las tartas de mosto. Además de la Madre de la Tierra, Ceres, mujer majestuosa que llevaba gavillas de espigas y que era una de las doce deidades del Olimpo, también hospedaba a Liber y Libera, dos dioses menores de los que apuesto que nunca habéis oído hablar y cuya importancia tampoco yo me preocuparía en conocer. Este triple culto tenía sus orígenes en los rituales de fertilidad, ¡muy bien podríais gemir!
Inútil decir que por el templo daba vueltas un conjunto organizado de mujeres de espíritu religioso. A ningún santuario serio le puede faltar un grupo de entrometidas como éstas que forman un altivo aquelarre: es una excusa para que las mujeres del barrio puedan salir de casa una vez a la semana. A mi abuela le encantaba: un montón de representantes de la clase alta, aventurándose en la benevolencia local, chismorreando y después bebiendo vino juntas, sin que sus maridos puedan echarles la bronca. Mi abuela senatorial era una mujer maravillosa, sólo superada por su homologa plebeya, cuyas normas domésticas eran legendarias en todo el Aventino. Si llegaba a mencionarla en el puesto donde solía comprar raíces para sus guisos, el verdulero fingía huir horrorizado.
Un culto como ése puede ser un argumento en contra de dejar a las mujeres al mando de las cosas. A pesar de que Ceres era portadora de abundancia, sobre todo a favor de los plebeyos, descubrí que entre sus devotas había una pajarita flacucha que había sido malcriada desde que nació y se creía muy superior. Olvidaos de la generosidad. Las esclavas públicas que barrían los escalones y se ocupaban de la seguridad me llevaron hasta ella porque yo era una mujer, por lo que no les daría las gracias. Probablemente vieron que era una persona por completo diferente y esperaban echarse unas risas.
La hermandad entre mujeres no intervino en nuestra reunión.
La arrogante reina del santuario se llamaba Laia Gratiana. Me lo había dicho la esclava pública: ella no se presentaría, por si le ensuciaba el nombre utilizándolo. Era rubia y yo soy morena, éste era sólo el principio de nuestras diferencias. Pensé que era más mayor que yo, aunque en realidad habría podido no serlo. Se comportaba como una vieja matriarca dominante, con cinco generaciones de familia acobardada, cuyos miembros tenían todos miedo de que pudiera cambiar su testamento en el caso de que estornudasen. Su traje era de tela cara, elegantemente drapeado con muchos pliegues, aunque de un asqueroso color morado que algún tintorero astuto debió de estar encantado de endosar a una idiota. Mientras barría, tratando de encararme desde lo alto, me puse de los nervios. Vi que ella se sentía igual, en mi opinión, con menor fundamento.
—¿Qué quiere?
—Estoy buscando a Manlio Fausto.
—No querrá verla.
—Me gustaría preguntárselo yo misma. Estoy aquí por un anuncio público que lleva su nombre.
Como me mantuve firme, se inquietó. Se dignó mencionar, a regañadientes, que los ediles trabajaban en una oficina situada en una calle lateral, junto al templo. Creo que me lo dijo sólo porque lo habría podido descubrir yo misma con facilidad.
Nos despedimos secamente. Si hubiese sabido en ese momento que Gratiana y yo tendríamos una historia en el futuro, me habría sentido aún más malhumorada.
* * *
Mis dos tiernas hermanitas creían que un atuendo tan cuidado como el que llevaba esa tarde tenía el poder de propiciar el encuentro con el amor de mi vida. Por lo visto, eso no iba a pasar hoy. Mi primer acercamiento fue realmente horroroso: mientras examinaba un edificio soso que debía de ser el cuartel general de los ediles, una amenaza masculina salió a la calle y chocó conmigo. Gruñó irritado. La culpa era suya, desde luego. Estaba demasiado preocupado encorvándose para pasar desapercibido, aunque era una cosa que conseguía sin ningún esfuerzo. El bastardo taimado tenía túnica de cáñamo y barba de varios días. Para nada mi tipo. ¡Perdonadme, hermanitas esperanzadas!
—¡No se preocupe por pedir disculpas! ¿Es ésta la oficina de los ediles?
Se fue cabizbajo sin contestarme. Mientras me frotaba el brazo amoratado, le hice un saludo militar, pero creo que pasó inadvertido.
Mientras entraba en el edificio, cambié el ceño fruncido por mi luminoso rostro encantador para causar una buena impresión en los ocupantes. No había nadie a la vista.
El pequeño y oscuro vestíbulo conducía a unas habitaciones minúsculas. Más allá había un exiguo patio con una diminuta fuente con forma de concha. De ella salían unos patéticos chorritos de agua que luego se filtraban por un caminito de limo verde en la parte exterior del estanque. Los mosquitos se apiñaban anhelantes.
Me quedé quieta, escuchando durante un rato. No llamé a la puerta ni me aclaré la garganta. Mi padre también era un informante privado y, según algunos —él, por ejemplo—, era el mejor de Roma. Fui entrenada para aprovechar la oportunidad, abrir puertas, mirar a mi alrededor.
Siempre soñamos con encontrar un diario inesperado que revela una historia de amor conmovedora —eso no quiere decir que a mí me haya pasado—, pero ahora todos tenían mucho cuidado. Bajo nuestro último emperador, cuando la gente cometía adulterio —cosa que hacían como conejos, porque era un déspota y necesitaban levantar los ánimos de alguna manera—, no tomaba nota de los detalles. Para Domiciano, castigar los comportamientos escandalosos era un deber sagrado. Sus agentes siempre estaban en busca de pruebas.
La represión se había extendido hasta los ediles. Animados por nuestro austero y seco gobernante, los vigilantes del mercado eran más meticulosos de lo normal esos días. Aplicaban mano dura a las estafas con las etiquetas, con los pesos fraudulentos, con la invasión de aceras, aunque con lo que más se lucraban era con la prostitución. Aquí, en su madriguera, vi sólidos baúles blindados, que probablemente contenían todo el dinero de las multas que recibían las pobres camareras…, un blanco de burlas para la policía puritana. Era tradición que, cuando una chica servía una bebida a un cliente, éste podía pedir un polvo como tapa. Eso si quería coger piojos o arriesgarse a tener que pasar un soborno a un agente, en el caso de que las autoridades vinieran de visita a ese bar buscando putas no registradas y encontrándolas inevitablemente.
Supongo que los sobornos iban directos a las riñoneras de los ediles. Me pregunté si se podía untar a Manlio Fausto. ¿Qué parte de sus ingresos provenía de los sobornos?
El edificio olía a polvo. Era un sitio de pergaminos de consulta sin utilizar y mapas descoloridos en las paredes. Viejos bancos de madera llenaban habitaciones incómodas para entrevistas donde los ciudadanos, arrastrados para un interrogatorio, podían llegar a sentirse culpables de una de esas infracciones de las que todos esperan librarse. Vi una cosa que me asustó: una celda que contenía grilletes, pero sin ningún prisionero en ese momento.
* * *
Alguien había aparecido detrás de mí.
—¡Veo que estás admirando nuestras instalaciones!
Me di la vuelta. El hombre encantador, pulcro y agradable, ronroneó su apreciación de mi aspecto. Fingió suponer que había venido para una visita guiada.
—Su eminencia ya ha quitado de en medio los presos hoy, así que me temo que no te puedo enseñar ninguno.
Hay días en los que el sol simplemente sale e ilumina tu mundo. Nos entendimos de inmediato. Esa chispa mágica.
Lo miré con fijeza; una experiencia placentera. Tenía más o menos mi edad, no era un pelirrojo verdadero, pero tenía los ojos, el pelo, las cejas, la barba y el bigote, hasta los pelitos en el dorso de las manos y en los brazos, de un marrón anaranjado…, el juego completo. ¿Origen? Difícil decirlo, aunque su acento era sofisticado. Si trabajaba en una oficina pública, casi con seguridad era un liberto, probablemente de primera generación. No menosprecio a los antiguos esclavos. Yo misma podría ser una. Nunca llegaré a saberlo.
—El cuenco de gachas parece que se ha usado hace poco.
Le di un empujoncito con el dedo del pie. Me había hecho la pedicura y mis sandalias eran nuevas. Normalmente, calzaba zapatos más adecuados para una señora anciana y coja, atados desde la parte delantera hasta el tobillo, en el caso de que tuviera que hacer una marcha, pero para esta visita me había decantado por un calzado más femenino. Las suelas dejarían marca si le diera una patada a alguien, pero la parte alta consistía sólo en dos finas cintas doradas. Si este funcionario fuera un fetichista de los pies, mi empeine alto le haría latir el corazón con fuerza.
—Me alegro de no tener que robar las llaves para liberar a alguien a tus espaldas.
—¡Suena como si lo fueras a hacer de verdad! —murmuró con admiración.
—Así soy yo.
Tenía las puntas de las orejas un tanto dobladas hacia delante, lo cual denotaba carácter, que en mi opinión implicaba personalidad, humor e inteligencia. Su físico esbelto sugería una vida sencilla: al igual que yo, él también probablemente sabía lo que era luchar. Lo mejor era que también a él parecía habérsele iluminado el día al encontrarme en el vestíbulo. Me sentí feliz.
—Andrónico —se presentó—. Trabajo aquí como archivista.
—¿Centenares de registros de multas mercantiles?
—¡Sería tedioso! —dijo Andrónico, aunque yo había sido neutral.
Los registros públicos, ordenados con escrupulosidad, pueden ser una bendición para el tipo de trabajo que hago. Nunca menosprecio la burocracia.
—Los ediles plebeyos reciben decretos del Senado que tienen que depositar bajo custodia en el Templo de Ceres, aquí al lado. Yo soy el responsable de todos esos registros. —Estaba exagerando su importancia, pero no se lo reproché—. Los cuido con devoción, aunque nunca nadie pide consultarlos.
—Pero apuesto a que si en algún momento pierdes un pergamino o dejas que un ratón lo mordisquee, entonces un pomposo sujeto vestido de púrpura vendrá a requisarlo.
—¡Qué bien conoces el mundo!
La sonrisa de Andrónico era triste y encantadora, y él lo sabía.
—La vida tiene su lado bueno. De vez en cuando, los cuatro ediles se reúnen —tenemos dos plebeyos y dos patricios, como seguramente sabrás— y para evitar que se manchen con tinta, me otorgan el privilegio de ser su secretario de actas. Supongo que imaginas que mi tarea consiste en anotar medidas que ninguno de los niños mimados llevará a cabo.
Sabía que me estaba tomando el pelo o por lo menos eso creía él. Aun disfrutando del momento, nunca olvidaba que los hombres son astutos.
—¿Siempre flirteas con las visitantes? —le pregunté.
—Sólo con las atractivas.
Vestía de manera respetable: su túnica estaba limpia, ni siquiera una mancha de tinta, y aun así consiguió darme la impresión de que sus pensamientos eran sucios. Me gustaba lo suficiente para disfrutar de ello.
—Ah, no esperes que con esta cháchara caiga rendida a tus pies, Andrónico. Paso mucho tiempo explicando a mujeres estúpidas que la pura y dura traición masculina es el motivo por el que sus maridos se han esfumado. Aunque se supone que los esposos de mis clientas siempre son los mejores hombres, ninguno de los cuales haría daño a una mosca, mis investigaciones tienden a demostrar que han huido de manera del todo inusual con una camarera. Alguien con una cadena en el tobillo, siempre es así. Y para entonces embarazada de cinco meses.
—¡Ooh! —canturreó el archivista de manera procaz—. ¿Participas en la campaña moral del emperador? ¿Llevas a esos fugitivos al juzgado?
—No, localizo a maridos libertinos por orden de sus esposas abandonadas que no pueden permitirse acudir a la justicia. Mis clientas tienen que conformarse con pegar a los bastardos con pesadas sartenes de hierro.
—Tengo la impresión de que sujetas a los hombres mientras eso sucede.
Andrónico estaba sonriendo de oreja a oreja. ¿Para qué aguarle la fiesta? Le devolví la sonrisa.
—Este es mi servicio de lujo… Has mencionado antes a tu jefe —hice una alusión vaga, volviendo al grano—. Creo que es a él a quien busco. ¿Está disponible el dignatario que se hace llamar Manlio Fausto? ¿O me vas a soltar la vieja frase de «lo siento, pero se acaba de ir»?
Me lanzó una mirada irónica.
—Fausto está fuera de verdad. Casi no me atrevo a decirlo, pero efectivamente se ha ido justo antes de que llegaras.
—¿No será ese bruto que casi me derriba en la puerta?
Me pareció ver un titileo en la mirada del archivista, pero contestó con calma:
—Oh, habrá sido nuestro mensajero. —Hizo una pausa y luego añadió—: Tiberio. ¿Has hablado con él?
—No. —¿Por qué debería?—. Era un bastardo desagradable. Y Fausto, ¿cómo es?
—Mejor no hacer comentarios. Sabe demasiado bien que este trabajo se lo debo a él.
—¿No os lleváis bien? —supuse.
—Digamos que si crees que nuestro mensajero es arisco, Fausto no te gustará.
Andrónico parecía tener ganas de seguir con la conversación. Me preguntó por el motivo de mi visita, así que le hablé del accidente en el Clivus Publicius y del cartel que buscaba testigos, firmado por Fausto.
—Parece él —comentó Andrónico—. Es bastante entrometido.
—Bueno, supongo que es su trabajo… ¿Ha aparecido algún testigo?
—Sólo tú.
Sonreí con la complicidad tan agradable que habíamos, desarrollado entre nosotros.
—No habría venido si no estuviera tan atascada… ¿Vas a hablarle a Fausto de mí?
—¿Por qué? No me has dicho nada.
Andrónico me lanzó a su vez una sonrisa conspiradora. Me gustaba tratar con este hombre. Era mucho más barato que los funcionarios que normalmente tenía que importunar o sobornar.
—Quiero pedirte un favor descarado. Si alguien viene a declarar, ¿podrías avisarme?
—Me encantaría. —Y tras expresar su entusiasmo, Andrónico me preguntó—: ¿Y dónde te puedo encontrar?
Siempre me paraba a pensar con mucho cuidado en ello. La gente sabe dónde está mi despacho, porque, en caso contrario, no podría trabajar. Pero había una diferencia entre los clientes, que estaban demasiado preocupados por sus problemas para crear otros adicionales, y los oportunistas que podrían tener retorcidos motivos personales para perseguirme.
Andrónico trabajaba para un magistrado. ¿Esto me proporcionaba garantías reales de su fiabilidad? Le dije donde vivía.
En cualquier caso, tenía a Rodan.
—Hay que subir un trocito y no es fácil de encontrar. Pero mi portero acompaña a los visitantes. Rodan te guiará.
—¡Tiene pinta de exclusivo!
Resoplé.
—¡Tienes razón! La plaza de la Fuente es el barrio bajo más exclusivo del Aventino.
Y aún no había visto a Rodan. No le quería estropear la sorpresa.
—¿Es lo mejor que puedes permitirte?
—Sólo soy una pobre viuda.
Nunca hay que insinuar que se tiene dinero.
—Oh, ¿es eso cierto? —se burló Andrónico.
Examinó mi atuendo con detenimiento. Me gustan los hombres con sentido del humor. En realidad, me gustan los hombres que se dan cuenta de que te has arreglado para ellos. Aunque no me conocía bien. Todavía no.
—¿Y por quién tengo que preguntar?
—Flavia Albia. Sólo pregunta por Albia. Todos me conocen.
Muchas personas sabían quién era, pero, aun así, decir «todos» era un poco exagerado. Esta era otra táctica defensiva que había aprendido: daba la impresión de que podría haber mucha gente buscándome.
Le dije que me tenía que ir. Él dijo que había sido un placer conocerme. Ahora estaba llegando más gente por motivos oficiales, de modo que me acompañé a mí misma hasta la puerta: parecía ser la costumbre en esa oficina. En la mía, me gusta asegurarme de que las visitas se marchan, pero Andrónico no necesitaba este tipo de precauciones.
* * *
Así que ningún edil. Había sido un viaje en balde, como muchos otros. Estaba acostumbrada. Una vez en la calle, me paré y miré el cielo romano. Escuché el jaleo que me rodeaba en el Aventino y que venía también desde muy lejos por encima de la ciudad. Me llegó el olor a aceite de las planchas a la hora de comer. Me sentí oprimida por el Templo de Ceres, que arrojaba su sombra oscura sobre la calle.
Les pedí disculpas mentalmente a mis tiernas hermanitas. A pesar de mi elegante atuendo, no encontraría al amor de mi vida esa tarde. Sin embargo, acababa de tener una experiencia agradable en extremo. Era una mejoría.
En cualquier caso, ya había encontrado el amor de mi vida hace mucho, mucho tiempo. No os sorprenderá más que a mí, cuando tenía la sabia edad de diecisiete años, que el hombre flirteara conmigo y luego me dejara cuando vio que la cosa se estaba poniendo seria. El dolor no duró demasiado: pronto conocí y me casé con el Chico Granjero y, si la gente creía que era un amor de rebote, no sabían nada de mí. No había nada falso en mi afecto por él.
Aún estaba por ahí. No el Chico Granjero, él murió. El otro. Por motivos familiares nos cruzábamos en reuniones sociales y de vez en cuando hasta trabajaba con él. Hoy en día, nuestro pasado parecía incomodarlo a él bastante más que a mí.
Algún resultado había conseguido con la visita a la oficina de los ediles. Si algún día la relación empezada hoy con el archivista avanzara, sería divertido.
Algo pasaría con Andrónico. ¡Por Hades!, era una informante. Sabía reconocerlo.