9
Los hombres lloran a Anari
Ama me lo repite:
—No te olvides de decirle a Juana Urtunduaga que rezaré mucho por el alma de su hija y también por la de Toribio. ¡Dos muertos de golpe! Pobre madre… Y dile de quién eres, que no te conocerá con ese sombrero.
—Sí, ama.
Hoy ha tocado alubias con chorizo y morcilla, medio chorizo y media morcilla para Elise y los otros dos medios para mí. Hoy, nuestras comidas le proporcionan a ama felicidad, desde que mi hermana se ha echado ese novio con tienda de ultramarinos.
—Es triste que tenga que haber tragedias así para que haya novelas —me despide Elise en el pasillo—. Lo que hace falta es que no sufra tu conciencia si cuentas calamidades que no has traído.
—Tranquila, hermanita, que si yo tuviera imaginación no andaría rebotando como una pelota sino sentado a una mesa escribiendo sin sobresaltos.
Ahí está Koldobike, puntual a las cuatro. Si las circunstancias no le retienen demasiado en Belarriena, regresará a tiempo de abrir la librería. Siento deseos de deslizar mi mano por el regalo de su cabellera, pero exclama de pronto:
—¿Qué comisario?
—¿Eh? —El respeto de Koldobike por las conexiones temporales brilla por su ausencia—. Es el policía oficial que investiga el caso. Un policía que no parece real, si he de creer sus palabras. Me asegura que es el adelantado de un nuevo amanecer político.
—¿Nuevo amanecer político? —exclama Koldobike con desdén.
—Estos falangistas siempre están amaneciendo. Un nuevo franquismo con el mismo Franco.
—Bapes —gruñe Koldobike.
—Se llama Cayo Fernández y anda por ahí, nos guste o no. Busca al asesino para, como novedad, someterlo a un juicio justo.
—No saben lo que es eso.
Es como un ronquido de animal: su padre está desde la guerra en el penal de Santoña cumpliendo pena de treinta años.
Avanzamos ya por las últimas estradas de Getxo camino de Azkorri. Diviso Belarriena a lo lejos. No hemos cruzado palabra en los últimos minutos.
—No se inmiscuirá en mi investigación —tranquilizo a mi compañera—. Y es posible que yo le tenga que pedir algún favor.
Recibe la noticia con un brusco giro de cabeza y dos dardos partiendo de sus ojos.
—¿Un favor de uno de esos tipos?
—No sé, pero conviene tener amigos hasta en el infierno.
Sí sé: el maketo. Ella habrá de conocer algún día mi prometido encuentro con Pedro de esta noche.
Nos cruzamos con personas desprendidas de la vela, y una mujer nos dice señalando hacia atrás:
—Aquello se está poniendo muy caliente… ¡Nunca he visto nada igual!
Parece escandalizada, pero se aleja gesticulando sin más aclaraciones.
Lo que no ha cambiado son las dos parejas de la Guardia Civil sentadas al amparo de altos arbustos, ni los cuatro falangistas, con sus correajes negros, a la sombra de una higuera; todos ellos no acaban de sorprenderse de por qué no disuelven a tiros aquella concentración de más de tres ciudadanos.
En las últimas estribaciones hay grupos de gente sentada o de pie, conversando silenciosamente, con los que intercambiamos, sobre todo Koldobike, escuetos saludos.
Antes de alcanzar el portalón nos llegan fuertes voces, impropias de un hogar con dos muertos presentes: «Nunca nacerá otra como ella», «Guapa y buena hasta volverle a uno loco», «Hasta el más cegato podía ver que estaba como Dios», «Como un queso», «Un día le vi en la playa sus pies descalzos y se me levantó»…
El grupo de hombres en el portalón no silencian sus sinceridades ni cuando Koldobike y yo cruzamos ante ellos. Se colman vasos y me viene a la memoria la urgente orden que Palento dio a su hermano Montxo de traer un cesto de botellas de vino. Koldobike acaba de apartar de un empellón a un oscilante de mirada vidriosa que entorpecía nuestro paso. Está furiosa y creo que va a soltarles alguna fresca, pero descubre un rostro por encima del hombro de una de las mujeres en retirada y va hacia él.
—Montxo, ¿dónde está ama?
Y mi desabrido adolescente de la cuadra esquiva a la mujer y recibo la impresión de que es él quien necesita a Koldobike más que al revés. Asisto al derrumbamiento del joven guardián de Santi. Se abraza a mi secretaria y esta lo acoge, un tanto sorprendida, supongo. No deja de conmoverme esta urgencia de refugio y el inesperado reblandecimiento de mi amiga. Las personas próximas detienen sus pasos —¿por qué, si es una escena propia de lo que aquí se vive?— y alguna mujer lleva el pañuelo a sus ojos, aunque todo vuelve a fluir cuando Montxo se recupera e invita a Koldobike a seguirle.
Algo ha cambiado en el cuarto de la vela, sin que en un principio pueda precisar qué. Ahora es una mujer la que dirige el infatigable rosario. El pintor de Anari sigue luchando con la estrechez del espacio que le dejan. Juana ya no está a la cabecera de su hijo, sino al otro lado de la gran cama, con su hija, y su huesuda mano continúa apretando la carta; docenas de ojos se vuelven cuando Koldobike se inclina sobre ella, le planta sendos besos en las mejillas y vierte algo en su oído, que Juana agradece con un aliento agónico. De la penumbra de un rincón emergen Simona y Balendin, la primera para incomodar al pintor con unas indicaciones; el nieto, al encontrar su puesto al pie de Anari ocupado por Juana, permanece de pie tras la anciana hasta que su abuela lo recoge y regresan juntos al rincón.
Koldobike me saca de la habitación y nos retiramos unos metros por el pasillo.
—Tienes razón, Sancho… —le doy un tironcito de la ropa—… Samuel: están como quisquillas en un charco de la bajamar. Muchos se quedan después del pésame, es un duelo diferente. Medio Getxo está en estas. —Mi compañera da un taconazo en el suelo—. Esto me pilla por sorpresa, no me lo esperaba. Pienso en una de esas tramas en la que los sospechosos son encerrados por el escritor en un castillo y los pone bajo su microscopio.
—Así lo hacemos, pero esto no lo he preparado yo, muñeca.
—Hay personas vivas y hay literatura. Parece brujería.
—Eres muy amable al expresar que mi novela arrastra. La fiel secretaria de Samuel Esparta debería alegrarse.
—¿Cómo negar que acaso me haya cruzado con más de uno y más de dos que deseaban ver a Anari muerta? Habré de empezar a sospechar de todo bicho viviente. Pero no olvido al maketo. ¡No, por cierto!… Sácame de esta trampa, jefe.
—Si él no estuviera entre rejas sino aquí, sería simplemente un sospechoso más.
—¡Pero no está aquí, por algo está dónde está!… Berreando en el portal estaba Imanol Zugasti, uno de los más locos por Anari, el que la amenazó con tirarse por La Galea si le rechazaba. Anari paseaba con sus amigas y el imbécil le salió al paso con una gran piedra atada al cuello, y cuando le soltó lo de tirarse, ella le dijo tranquilamente que se tirara, y entonces el otro le dijo que la mataría. El crimen que tenemos entre manos es un crimen pasional, un hombre contra Anari. Otros sospechosos tuyos son Aniceto Malleta, Torcuato Irizarri, Jacinto Eldua y más, repartidos entre el portal y el cuarto, girando visitas a Anari para grabarla en sus cabezotas. Si quieres, te llevo a ellos y les preguntas: «¿Dónde estabas alrededor de las once de la noche del día de San Baskardo?».
—¿Adónde vas?
Con un furioso «¿Es que nadie va a callar a esos energúmenos?», Koldobike me abandona y se asoma al portalón.
—¿No os da vergüenza, lochabacos? —Las voces callan, más por la sorpresa que por la acusación—. Anari merece todo el respeto.
—A los velatorios se viene a recordar al muerto —se oye a uno, y el grupo vuelve a sus recuerdos personales sobre la deseada difunta.
—Le salí al paso en la estrada de Muru y le toqué la carne de su brazo y me dio una torta…, ¡la carne de su mano contra la carne de mi cara! Pasó de largo y yo cerré los ojos y el chorro empapando la bragueta.
Nadie ríe, hay que pensar que están viviendo la suprema adoración a una diosa desaparecida.
—¡Callaos, la estáis ensuciando! —gime Koldobike.
Salen dos mujeres del cuarto de la vela y se la quieren llevar consigo hablándole así: «Era tan bonita que hasta las demás mujeres tenemos que entenderlo». Pero mi secretaria se libra de ellas y vuelve a mi lado. Me contempla despacio y pregunta:
—¿A ti también te parece que su hermosura no era de este mundo?
—Sólo la he visto muerta.
—Gracias a Dios —suspira—. ¡Qué tontos sois los hombres! —y parece resignada al particular homenaje de los del portalón—. ¡Claro que todos ellos son tus sospechosos!
—Seguro que en tu archivo no faltan sus fichas de getxotarras. Si se alarga la investigación, las iré consultando.
—No tengo de todos, Getxo es más grande de lo que parece… Te dije que tenemos un crimen pasional, y te dije que era cosa de hombres, pero tampoco hay que descartar a las mujeres. Susana Treviño entre ellas. Si yo no tuviera al maketo, sería la primera en mi lista. La odiaba con el peso de sus noventa kilos y sus manos de hierro. Es tu gran sospechosa.
—Estaba ahí dentro, como esta mañana… Es curioso, horas de aburrida vela. Es posible que, sin Anari, le falte algo… Me abordó sin contemplaciones.
—La pondría a caldo.
—Rezumaba, sí, un odio profundo. Sin embargo, esta tarde lleva un buen rato sin apartarse de ella. ¿Llorándola, riendo?
—Esta familia se va a morir de hambre —dice de pronto Koldobike buscando a su alrededor y abriendo una puerta. Me llega un sordo concierto de cacharros de cocina. Cierra la puerta—. Nadie se morirá, hay tres mujeres haciendo tortillas de patatas. ¡Tres mujeres en una cocina!… ¿Cómo saber por qué no se aparta de Anari? —Las transiciones de Koldobike se deslizan sobre inadvertidos cojinetes de bolas—. Se me ocurren algunas razones: le asusta que su odio haya podido influir en su muerte, piensa que ahora le será imposible aceptar a Luis Urizabel, comprende que Anari era inocente de ser tan hermosa, descubre que la amaba… Cabe que se le ocurra cualquier cosa de estas, porque ella no la mató. Horas y horas ante el cadáver no significa que disfrute contemplando a su víctima… Te veo venir, Samuel: estás a punto de repetirme lo del regreso del criminal al escenario del crimen o al lado de su víctima; son visitas fugaces, acaban pronto. Si a Susana Treviño no la pueden arrancar de Anari es porque siente algo parecido al amor.
—Tus alambicadas deducciones sicológicas no se las salta Philo Vance. Aplícalas a un supuesto asesino preso que pide unas horas de libertad para contemplar por última vez el rostro de mármol de su amada.
Los ojos de Koldobike chispean.
—¿Eso ha pedido? El muy… Te lo habrá contado ese comisario que está mudando de piel. ¿Y se lo conceden? Si lo sacan, se quedan sin preso. —Esto me golpea fuerte y a ella no se le escapa—. Descuida, no llamaré a un linchamiento. Porque ha de ser de noche, por fuerza esta misma noche, pues mañana es el entierro. Seré una tumba, jefe.
—No esperaba menos de ti, muñeca. Sé sincera: ¿no aleja tu condena del muchacho esa súplica suya tan conmovedora?
—Anari puede ser Julieta, pero al maketo jamás lo veré como Romeo. Será el verdadero regreso del criminal al escenario del crimen, o a su víctima. Pero no se quedará, como lo hace la atormentada Susana Treviño.
—Sea como fuere, y como he sido invitado al safari, aprovecharé la ocasión para interrogarle como a cualquiera. Aún tengo muy incompleta aquella noche, la hora en que se produjo cada movimiento. Pedro es pieza fundamental de ese reloj.
—Pedro… —repite Koldobike con una mueca.
—Aquí viene una de las agujas de ese reloj —anuncio.
Es el coadjutor Ignacio Artigas avanzando resueltamente hacia nosotros procedente del portalón. Su rostro flaco está encendido.
—¡Escandalosa manera de vivir un velatorio! —exclama, salpicándonos saliva—. Esta mañana se lo reconvine. ¿Y sabéis lo que me contestaron? ¡Qué se estaban confesando sin cura! ¿Adónde vamos a parar?
—Habrá que hacer otra guerra —silba Koldobike.
Ignacio Artigas carece de sentido del humor, ninguno de ellos lo tiene, aunque termina de serenar su respiración y la mira incluso con simpatía.
—La parejita de la librería Beltza… Vaya, vaya… El novelista y su secre. Conozco tu libro, Sancho. Inconveniente. Irrespetuoso. ¿Género negro? Género político, diría yo. Beltza. Negro. Euskera…, ¿cómo se os permitió? —A pesar de ser más bajo que yo, parece que nos contempla desde arriba—. A mí no se me ha permitido esta mañana dirigir ni un solo rosario por el alma de…
—Hay dos almas, ¿por cuál de las dos? —pregunta agriamente Koldobike.
—¡Por las dos!
—Una es la de Toribio Belarritabena, fusilado. ¿También por esta alma que acabáis de librar de su cuerpo?
A Ignacio Artigas le honra el que, disponiendo de suficientes réplicas de vencedor, se limite a una vaga reprobación gesticulante. Parece un cuervo aleteando sin gracia. Pero estos tipos son más peligrosos cuando, vacíos de argumentos, abrazan la solución extrema. Hago una seña a Koldobike para que se retire, y me obedece, tan entera que se asoma al portalón y su voz logra imponerse a la del encendido de turno:
—¡No olvidéis al otro muerto!
Se hace bruscamente el silencio, aunque dura poco, el tiempo que uno de ellos tarda en cambiar de registro:
—Toribio, Toribio… Pescábamos juntos. Le echaré de menos. Una noche, en Eskarrakarramarro, Toribio y los dos con carburos. Buena luna, buena mar. Tranquila. Íbamos a pulpos. Tapa, tapa, hasta las últimas peñas. Toribio que mete el gancho en una cueva y me dice «aquí hay una familia», y la punta del gancho que agarra uno tan grande que no lo puede sacar y me pide ayuda, y salto por las peñas y echo mi gancho junto al suyo, y sí, había pulpo grande, y a tirar los dos, y en esto que Toribio dice «me meto, este no se me escapa», y se quita el pantalón, se lo pone de bufanda al cuello y le veo en calzoncillos, y salta al pozo y el calzoncillo mojado se le pega al culo, que así parecía más blanco que sus muslos, y me digo «es el hermano de Anari», y ya no veo el culo de Toribio sino el culo de Anari, y es que parecía una postal alumbrada por el carburo, y el mango del gancho me lo aprieto contra mis partes con la bragueta suelta, y la nata que cae al agua también es blanca, y sólo entonces Toribio agarra el pulpo tranquilamente, y le digo «ahora ya sabes lo que hay que poner a estos cabrones para que salgan».
No hay risas, Anari vuelve a dominarlo todo. Koldobike entra resoplando en el cuarto de la vela y se reanuda la circulación de los visitantes entrando y saliendo.
—Crápulas —oigo a mi lado—. Irrecuperables. La mayoría son asiduos de La Venta, donde las peores lenguas cuentan chistes contra Franco. Pero a todos los tengo fichados.
Este coadjutor guarda cosas que necesito saber, fue uno de los protagonistas aquella noche. El escaso respeto que me inspira alienta mi osadía:
—¿Hasta dónde pensaba llevar a la pareja?
Su desconcierto no le impide atravesarme con la mirada.
—¿A qué viene esto? Mide tus pasos, es peligroso andar por ahí haciendo preguntas. Olvida lo que te han contado.
—No es mi función escarbar en vidas ajenas ni conocer qué negocios le llevaron a usted a Cuatro Caminos la noche del crimen…, aunque se puede sospechar que, estando Anari de por medio, sea algo relacionado con el sexo. Pero sólo me importa que estuvo allí y puede darme información. Su automóvil: me tiene sin cuidado por qué lo utilizó en vez de dar un agradable paseo de quince minutos… Todo esto me tiene sin cuidado, no me interesa la marca del vehículo, ni su matrícula, ni qué autoridad franquista se lo vendió o regaló, o a qué vencido se lo requisó. Pero he sabido que las únicas dos personas de Getxo que deseaban encontrarse aquella noche no se encontraron, y que uno de los dos puntos de encuentro era Cuatro Caminos. Tampoco necesito saber qué curiosa casualidad le llevó a usted a este enclave. Hábleme sólo de la hora o las horas en que Anari o su amante Pedro llegaron y se marcharon…, porque nunca coincidieron. Las horas con sus minutos. Nada más.
Ignacio Artigas me ha estado mirando tan atentamente que ni pestañeaba.
—Si declarase conocer esas horas sería como admitir que estuve allí, y no de paso, sino esperando a una y a otro. No eres tonto: palabras y palabras para confundirme. Estás jugando con dos barajas, Sancho. ¿Quién te contó tantas cosas? No ella, y a él lo cazaron al punto. No queda nadie, sólo son mentiras.
Lo estoy perdiendo.
—No. Mis oídos han recogido frases muy precisas. Hubo un cura aquella noche en Cuatro Caminos. Un hecho incuestionable que no sería grave para usted ni para nadie: albañiles–sexo, médicos–sexo, curas–sexo. Vulgaridades. —Sus ojos se han convertido en dos estrechas rendijas horizontales—. El comisario puede sospechar…
—¿El comisario? —exclama.
—Cayo Fernández. Está encargado del caso, y usted ha de saberlo. Y si confía en la afinidad ideológica que les une, olvídela, pues pretende imprimir nuevos rumbos a la justicia.
—Nuevos rumbos…
—Sacar la verdad de este caso, por encima de si el criminal es un albañil, un médico o un cura.
—¿Criminal? —Ahora sus ojos se abren por el asombro.
—Ese comisario puede sospechar que el coadjutor cayó en la cuenta de que un viaje acaso fuera pobre solución para el problema Anari…, porque de un viaje se puede regresar y de una muerte nadie regresa. Es algo que se le puede ocurrir pensar a ese comisario.
—Y luego estás tú.
—Y luego estoy yo.
—Tú, metiendo en esto las narices. ¿Tanto te importan los secretillos de un pobre sacerdote?
—Sólo un secretillo: los tiempos de aquella noche. Del resto, borrón.
Ignacio Artigas extrae un arrugado pañuelo de las profundidades de un bolsillo de su sotana para secar su frente. Parece doblegado. No ha leído mi primer Samuel Esparta, estoy seguro. Y sospecho que sólo una vez las Escrituras. Ha dado señales de ignorar mi proceso literario. En cuanto a mi borrón y cuenta nueva, ni siquiera es una falsa declaración de buenas intenciones: mi novela ya lo ha registrado.