8
Sospechosos en Belarriena
Pensando en el drama que dejo a mi espalda apenas reparo en la media hora larga de marcha que me deja a la puerta de la librería, aunque sospecho que he acelerado para llegar antes de la una y media y vaciarme un poco en Koldobike.
—¡Eh!
Miro a mi izquierda y descubro a los dos mocosos sentados en el pretil de enfrente con las rodillas levantadas y las barbillas apoyadas en ellas. No se mueven, sólo me observan fijamente, sin duda tratando de adivinar qué les traigo de bueno. ¿Por qué no me lo preguntan, simplemente levantándose y pronunciando las palabras? Quizá entienden que la calle no es sitio para resolver asuntos graves. No se mueven porque no esperan gran cosa de mí, si me contrataron fue porque no tenían dónde elegir. Confío, al menos, en que si esperan que cruce la calle y les entregue un informe puntual no es porque se sientan mis patronos sino porque ignoran cómo han de tratarse estas cosas entre adultos.
Atravieso la calzada sintiendo sus cuatro ojos perforando mi gabardina y mi sombrero y sólo al estar a un paso de ellos se levantan.
—Tu amiga también se ha puesto —dice Eusebio alzando la barbilla para señalar la librería.
Sospecho que ya han tenido un choque con mi empleada.
—¿Cómo le tratan? —pregunta Faustino—. Ya les habrá dicho cómo se llama, así le llamarán Pedro.
Eusebio exclama con asombro:
—¡Aún no se ha escapado y él los puede engañar cuando quiera!
—¿Por qué se queda, entonces?
¿Cuándo perdemos la cándida fe de esos años?
—No es fácil huir, aunque te encierren en una perrera de pueblo.
—¡Él sí podría, lo que pasa es que no quiere! No se larga porque es inocente y no tiene miedo y quiere ver sus caras cuando se enteren.
Ambos se miran con los ojos más limpios que he visto en mi vida.
—Ayúdale.
¿Quién de ellos ha hablado? Me da lo mismo.
—Os esperan en vuestras casas para comer —les recuerdo. Me siguen mirando con la misma inocente intensidad—. Bien, no tengo gran cosa que contaros. He hablado con gente… como queráis, les he interrogado…, por ejemplo, con una tal Susana Treviño…
—La de las piedras.
—Y con Santi y Montxo, hermanos de Anari. Y con Balendin…
—¿Lujanbio?
—Sí… Y con el párroco y alguno más. Pero aún es pronto para haber rasgado la niebla. He conocido historias, unas tiernas y otras terribles, y alguna esperpéntica. Cuando la gente pierde el pudor de hablar en un velatorio…, y en esta ocasión dos velatorios…, saca mucho de lo que guarda dentro. Son las primeras piezas del rompecabezas que hay que completar.
—Para creer que Pedro la mató no les ha hecho falta ningún rompecabezas —gruñe Eusebio.
—La justicia es más lenta —aseguro.
—Tú eres la justicia.
—Sólo el instrumento.
—Por eso vas tan despacio.
—Con tal de que llegues a tiempo… —pide Faustino.
—La justicia también es ciega. —Soy consciente de lo rebajado que voy a quedar ante sus ojos.
—Este y yo no necesitamos la justicia para saber que Pedro es inocente.
—Es un hecho que le sorprendieron junto a Anari muerta —les recuerdo—. Quizá llegara momentos antes, cuando ella aún estaba viva. Lo incuestionable es que estuvo allí. Es lo que os tiene que quedar muy claro. Y vosotros venís a mí para que demuestre que es inocente. ¡Bonito paquete! ¿No se os ha ocurrido pensar que quizá os utilizó como coartada?
Al punto me arrepiento. Recibo la impresión de que se juntan más el uno al otro, no para soportar esa posibilidad, sino para soportarme a mí.
—¿Utilizar? —exclama Eusebio—. Los mayores sí que tienen palabras para ensuciar, como los pulpos al soltar la tinta negra.
—Parece que no sabéis lo que es una coartada.
—Lo sabemos, sale en las películas.
—También sabemos lo que es incuestionable —dice Faustino.
Es sorprendente su coordinación interior.
—Es una palabra que sólo empleo al escribir.
Se encogen de hombros y se despiden con un doble agur en sordina.
La librería huele a champú, y descubro a Koldobike atusándose sus nuevos rizos rubios.
—Jefe, es la primera vez que mezclo trabajo y teñido —anuncia, muy desenvuelta, saliendo del aseo del fondo y recorriendo el local—. Los trapos los sacaré del baúl esta noche, sería de locos presentarme con ellos en el velatorio, aunque vaya contigo.
Mantengo la mano en el picaporte de la puerta sin cerrar. No había pensado en ello; en realidad, no me acordaba de nuestro juego tan serio. Koldobike es una joya. Me conmueve. Al cruzarnos, ella hacia la puerta y yo hacia mi despacho, no me salen las palabras, sólo recibo una ráfaga más intensa de champú.
He mencionado varias veces la palabra «despacho» antes de descubrir que lo acabo de recuperar gracias al detalle de Koldobike…, ¿de quién, si no?…, de reinstalar el viejo biombo ante mi mesa.
—A lo mejor te querían dar un adelanto —dice mi secretaria.
—¿Adelanto?
—Sí, los mocosos.
Sigue sin poder tragarlos. Pero ahí está, tan rubia como la más sofisticada de esas secretarias.
—Gracias —pienso o susurro. Pero me ha oído, tal es el profundo silencio que reina en la librería. Elevo la voz—. Hace dos años no te lo agradecí.
—Es para mí una novedad que me saques de la monotonía de Getxo para formar equipo con Samuel Esparta. Estaba cansada de ser Koldobike. Es divertido, jefe.
Jefe. Hace meses que no se lo oía… ¡y qué bien suena en sus labios! Las lecturas de Dashiell Hammett y Raymond Chandler no las he realizado solo: cuantas veces mi entusiasmo quiso deslumbrar a Koldobike con la revelación de algún episodio o de toda una novela, llovía sobre mojado, ya los conocía por haberlos leído antes que yo, a la recepción de las novedades; su ventaja era de unas tres horas, pues a media tarde me solía pasar el ejemplar, ya leído, con un displicente «no está mal». Siempre le preocupó mi fervor por ellos, y pienso que los leía antes que yo para imaginar que ejercía de maternal censora. Aunque acaso su verdadera razón era tratar de desentrañar qué clase de veneno contenían para sorberme tanto el seso. Cuando, aquel día de hace dos años, regresé iluminado de la playa y le anuncié que acababa de decidir convertirme en Samuel Esparta para investigar el caso real de los gemelos Altube y escribirlo, lo entendió a la primera. Lo de llamarme jefe fue la culminación de su generosa entrega a la causa.
—¿Por qué lo hiciste?
Su respuesta me llega con gran retraso:
—No lo sé.
Ahora el silencio es más largo. ¿Qué le ocurre? No es propio de ella.
—¡Claro que lo sé! —explota.
Las gentes de nuestro Puerto Viejo son así, aunque no lo llamo mal genio sino brío natural, trapío, y que, en el caso de Koldobike, únicamente brota al darse dos circunstancias: que se trate de un asunto atravesado y que ella se encuentre alejada de mí, algo así como nueve metros, que es la extensión de la librería. El asunto atravesado es el maketo.
—Claro que lo sé —repite, ya desactivada. La chica del Puerto ha regresado… ¿de dónde?
Mientras espero que sea ella la que rompa el nuevo silencio, recibo desde su lejano enclave algo así como una brisa procedente de los esfuerzos de un organismo recomponiéndose. ¿De dónde ha regresado Koldobike?
—¿Recuerdas a Luis Federico Larrea? —la oigo de pronto—. Lo he tenido a media mañana. Ya no anda con mapas de pasos y tiempos, será porque ya tiene medido todo el país. Ahora le ha dado por tumbas y cementerios.
—¿Tumbas y cementerios? Es curioso.
—Me encargó varios títulos sobre estelas funerarias.
Es la Koldobike de siempre. Yo diría, incluso, que su voz suena más fresca. Guardo en un cajón la carpeta que había sobre la mesa y me levanto.
—Es hora de cerrar —le recuerdo.
—Quiere leer libros que traten de esa leyenda sobre tumbas de la costa que se quedan sin inquilinos.
—Es curioso —repito—. No puede ser mera casualidad: hace poco Simona me hablaba de este mismo asunto.
—¿Simona, la de Ukamena? ¿Una grande?
—Me habló con gran pasión de esa leyenda…
—La cree a pies juntillas. Sabemos lo que le ocurrió hace cincuenta años. Estaba casada con Rufino, y el hombre empezó a tener vómitos y Simona llama al médico y este le dice que cualquier día se le muere, y como su caserío era de Algorta, sabía Simona que a su Rufino lo enterrarían en el cementerio de Algorta, y empezó a dar la lata al alcalde para que se diera prisa con las obras del nuevo cementerio de La Galea, en San Baskardo…
—Más próximo a la mar que el viejo de Algorta. De modo que entonces ya creía en la leyenda, y de qué modo.
—¿Quién de nosotros no cree…, al menos de noche? —De su rotundidad habitual, Koldobike pasa de un salto a una lucidez pasmosa cuando tiene entre manos un viejo tema más o menos enternecedor. Y ahora lo tiene. No queda en ella ni rastro de la crisis—. Bueno, y en estas que les nace el hijo, Jenaro, y enseguida muere el padre, Rufino, y lo entierran en Algorta, y Simona que pasan semanas y sigue llorando como en el día del entierro y repitiendo que ya nunca más volverá a estar junto a su Rufino, porque si el alcalde hubiera inaugurado a tiempo el nuevo cementerio, a su Rufino le habrían enterrado en él y la habría esperado a ella para escapar juntos. «Escapar, ¿adónde, Simona?», le preguntaban. Y ella, que a la mar, a vivir la eternidad. «Tranquila», le dijeron, «que trasladarán sus huesos cuando tengamos el nuevo cementerio». Y así se hizo, todos los huesos del viejo se llevaron al nuevo, pero cuando Simona vio los huesos de su Rufino dijo que ya no valían, que estaban descosidos y que les había dado el aire… Así estaba entonces de trágica la pobre, porque una cosa es cerrar los ojos para pensar en esa leyenda y otra…
—Todavía lo está —le aseguro—. Aunque los sujetos de su delirio son ahora su nieto y Anari.
—¿Balendin? ¡Si es un crío! Y Anari tiene, tenía…
—Pues esa señora había determinado el destino final de ambos. No debe asombrarnos que alguna mente solitaria dé crédito a una leyenda semejante, todos los pueblos las tienen y todos tendrán su loca. Los cementerios costeros que se vacían por el fondo son otra bonita promesa de eternidad. En realidad, si no llamamos loco a quien cree en la otra vida, ¿por qué nos burlamos de Simona?
Tengo recorrido medio pasillo hacia la puerta al oír a Koldobike:
—No te metas en honduras… ¿Qué más te ha ocurrido en Belarriena?
Me detengo ante la Sección. Ellos, los agnósticos, nunca juguetearon con cuanto oliera a fe, y yo, aquí, he de apechugar con divinidades y desvaríos.
—Creo que la madre de Anari se llama Juana.
—Sí, Juana Urtunduaga.
—Nos leyó la carta que el difunto Toribio escribió en el penal, despidiéndose de los suyos por última vez. Se arrodilló ante el cadáver de su hijo y se la leyó para tranquilizarle que la había recibido. Un silencio de lágrimas cayó sobre el grupo de la vela… ¿Cuántos años más hemos de estar sufriendo la venganza?
—Hasta que Franco se cargue a todos los que se le escaparon vivos de la guerra —pronuncia dolorosamente Koldobike. Y añade, con más énfasis que ruido—: ¡Cabrón!
Salvo los últimos pasos hasta ella.
—Ha sido una mañana intensa, parece estar todo concentrado en una cáscara de nuez, entre los muros de esa vivienda. Sentí como si no necesitase salir de Belarriena para trabajar en este caso. Allí estaban todos los Belarritabena, los muertos y los vivos. Y medio Getxo. Conversé con Simona y su nieto… Por cierto, Jenaro era su padre, ¿dices?
—Sí, Jenaro, que casó con María Unceta. Huyeron a Francia en la guerra, dejando a Balendin, de cinco años, con la abuela. Nunca volvieron, murieron allí.
—Eres todo un registro municipal, muñeca. ¿Cómo te las arreglas para saberlo todo sobre todos? No siempre las viejas historias quieren ser recordadas. Seguro que muchos te temen.
—Sé cosas…, las que sabe Getxo. Me refiero a la gente que patea la calle con las orejas y los ojos abiertos, y se sienta en las cocinas a sacar punta a los chismes… ¿Sabes lo que te digo? Que es muy cómodo vivir con las ventanas cerradas, como tú.
—Mi investigación te lo agradece. Yo también te diré una cosa: todo el mundo quiere contar historias, nos pasamos la vida contándolas. No es menos novela un chisme que corre de boca en boca.
—Lo que te digo, jefe, es que tus novelas y mis chismes se cuecen con tripas humanas.
Suena bien tan esclarecedora definición del realismo. Ya la tengo en el papel. A veces pienso que a ella le correspondería escribir mis novelas. Puede que en el futuro cambiemos los papeles.
—Aquello era como muchas quisquillas atrapadas en un charco que deja la bajamar en el hueco de una peña. Docenas de personas dentro de Belarriena acompañando a la familia en su dolor. Se podría hablar de un pueblo unido. Muy reconfortante. Pero ¿estaba dentro el asesino?
—Cuéntame algo que no sepa.
—Había un pintor retratando a Anari, por encargo de Simona. Un cuadro para su nieto. Ella me lo dijo: Anari y Balendin eran muy amigos, la abuela había decretado su emparejamiento cuando el tiempo suavizara la actual diferencia de edades. La función del cuadro es que Balendin no olvide a Anari, su belleza vasca, no cualquier belleza. Esto parece ser una obsesión.
—Nadie cree más que ella en esa historia de los cementerios.
—Y así acaba mi relato: quiere que, a la muerte de su nieto, sea enterrado junto a la tumba de Anari para que ambos hagan juntos el delirante viaje de amor para vivir su particular eternidad… Mencionó Simona un contacto con el sepulturero Gabino Perurena.
—Para esos iribios está el pobre Gabino.
Koldobike no oculta su impaciencia, supongo que me considera un advenedizo en esta historia de Getxo que siente de su propiedad.
—Montxo es el mocito sanguíneo que rechazó mi presencia desde que me vio. Participó en la turba que quiso linchar al sospechoso. Dialogamos a bombazos, y no exagero. De él no recibí más que desprecio, pero Santi…, ¡ah, Koldo, fue un torrente de revelaciones! La noche del crimen rebosó de movimientos de nuestros personajes…, ¿de nuestros sospechosos?…, tan sustanciosos que suenan a regalo inmerecido. Santi me confiesa, de buenas a primeras, que mató a su hermana. Luego se asusta y se retracta. Finalmente, aclara que sólo fue culpable de abandonar la custodia encomendada por Palento y Domenion y consentir en acompañarla a Cuatro Caminos, lugar de la cita de repuesto por si fallaba la de detrás de la iglesia. Y allí estaba el curita Ignacio Artigas con su automóvil, que se disponía a llevar a la pareja de enamorados en fuga, pero fracasando, porque el novio no estaba allí.
—Un baile de locos.
—Así es: danzaron de aquí para allá durante toda la noche, sin encontrarse.
—¡El maketo sí que encontró a Anari! ¿Crees tantas mentiras?
—El propio don Pedro Sarria me confirmó lo del coche. Anari se lo dijo en confesión. Y Palento y Domenion buscando a la pareja. Noche movidita, ¿eh? Y aún restan declaraciones de otros sospechosos.
—¿Sabes lo que te digo? Que todos estos jueguecitos serán muy emocionantes para tu novela, pero no conducen a nada, porque la verdad está en otra parte.
—¡La verdad, la verdad! Esto que te cuento no va contra la verdad, porque Pedro entra como uno más en la ruleta.
—¿Pedro?, ¿nuestro párroco?
—El maketo se llama Pedro… La verdad suele estar reñida con nuestro deseo.
—Así que fue bautizado y se llama Pedro.
—Y hay más cosas.
—Más humo.
—¿También es humo que Susana Treviño me hable de una legión de muchachas rabiosas porque Anari les robaba los novios? Te aseguro que, al escucharla, yo leía el crimen en sus ojos. En cualquier caso, ahí tenemos a un nutrido grupo de sospechosas.
A Koldobike no le hace mella.
—Sí, Susana Treviño, la de Ebiñoena, una marimacho. Anari no le pudo quitar a esa el novio porque nunca ha tenido ninguno. También queda siempre segunda en los concursos de piedras.
—Manos fuertes, musculosas, aptas para apretar un cuello y ahogar.
—¿Novios? Ilusiones. Desde su primera comunión se enamoraba de unos y de otros. Ahora lleva un año tras Luis Urizabel, el de Urizaena, y él, la espalda.
—Pero Anari sí que levantaba pasiones.
—¿Anari? Bah, sólo guapita. La culpa es de tantos tontos de Getxo que piensan en ella cuando hacen cosas con otra mujer, o cuando ellos se tocan, o cuando los novios rompen con sus novias, o que en Getxo tengamos más chicos solitarios que en cualquier otro municipio… Pero la culpa de lo que pasa no es de Anari. Susana Treviño quiere ser novia de Luis Urizabel, pero Luis Urizabel no quiere ser novio de Susana Treviño. ¿Y sabes por qué a Susana Treviño no la trata mal el destino? Pues porque puede echar la culpa a alguien de su desgracia. Otras no pueden.
Las mujeres son muy sensibles a estos asuntos del corazón. Koldobike lanza un suspiro, corta bruscamente su chorro verbal y mira a todas partes menos a mí. Se dirige a la puerta y la abre.
—Aún me queda por contarte lo del comisario —le ofrezco.
—¿Te molesta que te acompañe esta tarde a Belarriena? Yo también quiero darles el pésame. A las cuatro.
—¿Molestarme? Claro que no. ¿Acaso alguna vez…?
Pero desaparece cerrando la puerta tras su rubio esplendoroso.