7. La última carta

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La última carta

He necesitado salir a las campas de Belarriena a respirar aire fresco y digerir la ferocidad de Montxo. Estoy a cuarenta pasos del portalón y del grupo de hombres que charlan casi en susurros, y más cerca de una docena de adolescentes de ambos sexos sentados en corro en la yerba; han callado a mi llegada, y me miran, y confío en que sólo lo hagan porque les molestaría también cualquier otro.

—¡Montxo! —llama de pronto un vozarrón.

Acaba de salir del caserío un hombre corpulento de veintitantos años, bastante excitado; sé quién es: Palento, el hermano mayor de Anari, el que revolucionó aquellas horas de la noche del crimen al reventar la fuga de los amantes… Por cierto, habré de dedicar más atención a ese par de horas, sin duda punto clave de la investigación.

Se pone en pie un adolescente del grupo, uno rubio, y se dirige a Belarriena con paso rápido y llega hasta Palento, quien sigue llamando a gritos a Montxo, rompiendo el respeto general que le rodea.

—Está en la cuadra con Santi —me llega la voz apacible del rubio—. Lo traigo. —Entra en Belarriena y no tarda en salir con Montxo. Lo primero que pienso es que ya tengo el paso libre para hablar con Santi.

—Se acabó el vino, hay que traer más botellas —ronca Palento, poniendo en la mano de Montxo algo que supongo que será dinero—. Llévate un cesto.

Ha mencionado botellas, pero no cuántas, y pienso que el chico ignorará el número apropiado de ellas en un velatorio, y más en este, y no precisamente por ser doble; espero que las pesetas o el cesto sean indicadores suficientes.

De las campas más bajas veo subir penosamente al comisario. Su gabardina no se parece a las airosas de ellos: tiene menos gracia que la corteza de un árbol.

—¡Uf! —suspira al llegar a mí secándose la frente con un pañuelo blanco—. Acabo de escuchar una historia tan increíble como poética. E, igualmente asombrosa, la pasión con que me la contaba esa gran señora que parece echar fuego por los ojos. Se empeña en convencerme de la autenticidad de unos cementerios que se vacían cuando los muertos salen de sus tumbas para trasladarse al mar y alejarse buscando regiones más saludables… ¡Hundía su mirada en la mía como amenazándome si lo ponía en duda! Su nombre es Amagoya, ¿no?

—Se llama Simona. Yo la llamo Amagoya porque…

—Y, a su lado, un mocito asentía a todo con la cabeza con un ardor equiparable al de ella.

—Es su nieto.

—Está claro que ambos creen en semejante leyenda…, lo que no dice nada bueno del equilibrio de sus mentes.

—Ha de achacarse a su profunda fe nacionalista y no a otra cosa. Sus mentes, por lo demás, parecen sanas —me sorprendo explicándole. ¿Por qué lo hago, y sobre todo a él?—. Existen niveles de amor a nuestras cosas: unos creen en lo de las tumbas y a otros les gusta creer, lo necesitan. Es una forma de alimentar lo vasco en estos tiempos de exterminio de ideas y de personas.

No se altera su expresión amigable, se diría que me está proponiendo una tregua, un pacto entre caballeros mientras dura la investigación, algo que no deja de tener sentido a la luz de su confesado despegue, más o menos tibio, del franquismo. Sentido para él, naturalmente.

—Y usted, ¿quiere o no quiere creer?

—El mismo resultado se consigue con una cosa que con la otra. Sin pecar de fanático, desearía poder decirle que creo en esa maravillosa leyenda.

—¿Y puede?

Me invita a repensar un tema que empecé a relegar al ser invadido por tentaciones distintas de las que me imponía el entorno.

—Siendo de Getxo, como yo, es difícil no ser nacionalista. Si el padre no hubiera perdido la guerra, es posible que este hijo suyo hubiera convivido con esa leyenda escribiendo un pequeño relato de ficción sobre ella. Pero la perdió.

No tengo necesidad de cambiar de mundo, él lo hace con un gesto concluyente y una sentida palabra: «Perdón». Antes de dar el segundo paso en su retirada, le hablo otra vez, la espalda se detiene y el hombre se vuelve a medias:

—Los muertos no salen de sus tumbas por arriba, como soñamos cuando pensamos en ello. Nuestros cementerios se vacían por el fondo, lo revela explícitamente la leyenda. Y no todos los cementerios, sólo los marinos.

Es la ocasión de hablar con Santi, ausente su centinela y expedito el acceso a la cuadra. Antes de pisar las losas del portalón, descubro al comisario dialogando con el cura Artigas bajo una higuera. Es lógico que ande a la caza de pistas sobre gente de Getxo, y nadie mejor que el otro fascista que anda por aquí, el coadjutor que lleva tres años entre nosotros y le puede instruir acerca de nuestra vida y milagros.

Es singular que seamos Cayo Fernández y yo los únicos en investigar un caso que, para todos los demás, está más que resuelto. Yo, al menos, tengo una justificación, la más alta de que puede disponer un investigador privado: haber sido contratado para resolver el caso. El comisario no tiene ninguna. A pesar de mi gran incertidumbre acerca de la culpabilidad o no del sospechoso, si alguien llama a mi oficina, una doncella agraviada o un caballero despojado o un par de mocosos que no levantan dos palmos del suelo, al punto he de mover el culo y disponerme a la acción. Se trata de un elemental sentido de la responsabilidad profesional.

Sin embargo, mi aventura está llena de riesgos. Por encima o por debajo de mis equilibrios literarios, no me será fácil borrar la imagen de este sospechoso junto al cadáver, un libro abierto para cualquier juez. Sólo un loco investigador como yo ha podido aceptar el embolado.

Prosigue el manso y poroso fluir entrando y saliendo de Belarriena. Supongo que las dos docenas de hombres sentados en el portalón, ante los que paso ahora, no son los mismos de antes; cruzamos displicentes saludos y no se pierden mi gesto al quitarme el sombrero. En el pasillo, al pasar ante la habitación de la vela, sale una sombra y frena mi avance.

—Había que venir, sí, pero las tripas se me revuelven ahí dentro.

Es una fina voz de mujer, aunque, al habituarme a la penumbra, veo ante mí a una sólida muchachota.

—¿Las tripas?

—Soy Susana Treviño, la de Ebiñoena.

—Ah. —Pese a la penumbra, creo reconocer en ella el rostro de una levantadora de piedra cuya foto ha publicado La Gaceta del Norte un par de veces últimamente.

—Tú eres Sancho Bordaberri, el hijo de Vicente y de Asun.

—Hablaste de las tripas.

—Todos la pueden ver ahí como una mosquita muerta, sí, pero no soy la única a la que hizo daño. Todos los chicos detrás y ella a este quiero y al otro también y el pueblo se estaba quedando sin novios porque ella se los llevaba todos. ¡Si hasta sus propios hermanos estaban enamorados de ella! Mi novio era Luis Urizabel, el de Urizaena. Otro txotxolo. Llevábamos saliendo desde el otro mayo hasta que ella le hizo así con el dedo y me lo quitó, no para quedarse con él sino para engordar su rebaño… Ahora ahí está, sí, como si nunca hubiese roto un plato, durmiendo con su hermano Toribio, que ninguna culpa tiene el pobre. Ella y él, dos guerras diferentes y dos muertos… Yo no quería que la mataran, sólo que alguien se la llevara a las Américas. Ahora, el Urizabel me volverá, y yo sólo quería a Anari en las Américas, no muerta. Pero alguien miraba más lejos, y no era el maketo. Él no la mató.

Es un gran alivio escuchar esto. Incluso en esta semioscuridad detecto que la chica advierte mi crecido interés.

—Estaba a su lado, de noche, solos, ella recién ahogada… —señalo casi en susurros, tanto para recordárselo como para mantenerla revolucionada.

—Anari no murió por amor sino por rabia —sentencia incluso con solemnidad—, y el maketo la amaba, iban a escapar juntos.

—Eso dicen… ¿Una mujer, entonces?

—Yo no, ¿eh? Habrá otras como yo. Muchas.

—Odio, celos.

—De las que nos quedábamos sin novio.

—¿Tan fatal era la pobre chica? Seguro que lo ignoraba.

—Era guapa, mucho, claro que lo sabía, y buscaba incautos. En ese cuarto, todavía los hombres la miran como tontos, y los que están fuera hacen viajes adentro porque quieren despedirse varias veces y recordarla. Aun muerta, la que tuvo retuvo.

Toma sin más hacia la salida. Se detiene un instante antes de pisar el portalón para recomponer su peinado, que no está descompuesto, y me llaman la atención sus manos, fuertes, con dedos como morcillas. Su figura cuadrada cruza ante los hombres, que la miran porque no tienen otra cosa delante. Se aleja campa abajo con pisadas firmes.

Desando el pasillo casi de puntillas, como si me dirigiera a un lugar prohibido, y quizá lo sean los rítmicos hachazos, que no se han interrumpido en ningún momento y que a alguien le ayudan mucho.

Y ocurre, sí, que me detengo en la frontera de la cuadra, sin poder dar un paso más. Resuenan en el amplio espacio frente a mí los mugidos de varias vacas, el coro de docenas de gallinas, un burro y una cabra, porque nadie se ha preocupado esta mañana de abrirles la puerta. Es suficiente la claridad que se filtra entre las tejas. Y es conmovedor el ciego ahínco con que Santi Belarritabena destripa un tronco tras otro. Mi obligación como investigador de un crimen es sospechar de cuanto se mueve a mi alrededor, incluido este ocasional aizkolari que bien podría estar simulando el personaje de hermano roto por el dolor.

—¡Ejem!

Mi comedida voz no consigue su objetivo de interrumpir los hachazos, que prosiguen varios minutos más, hasta que su dueño y señor abandona su arma hendida en un tronco y se incorpora, dejando bien claro que ha sido una decisión libre.

—Perdona… Eres su hermano Santi, ¿verdad? Me gustaría…

—No te metas en nuestras cosas, no jugamos a lo tuyo —me espeta ásperamente.

No ha cumplido veinte años, es alto, espigado y moreno, y su mirada busca a su alrededor motivos para no cruzarse con la mía.

—Se ha cometido un crimen y alguien debe… —empiezo, dando un par de pasos ya dentro de la cuadra.

—No quiero que nadie se meta entre ella y yo —me corta, casi sin mirarme—. Quiero pensar en su muerte para sentir con fuerza a mi hermana. No quiero que me distraigan, les he dicho que me dejen solo. Si me tumbara a llorar, a lo mejor me dormiría, por eso parto leña, para estar despierto.

Tras esta declaración de principios, lo esperable es que regrese a su actividad para huir del mundo, incluido yo. Pero ocurre que ahora me mira por primera vez, y espero no ver jamás una mirada semejante: su seguridad ha sido suplantada por dos lucecitas sobrecogidas. Tengo ante mí a un hombre repentinamente desmoronado.

—He tardado demasiado en confesar que soy el culpable, a ellos se lo tenía que haber dicho ya: que he matado a mi hermana. Lo tenía que contar, no podía callarlo por más tiempo.

Nos miramos, yo le miro más que él a mí. ¿Se halla en su sano juicio? No es frecuente una confesión tan tonta y prematura en novelas de este género, incluso aseguraría que no ocurre nunca, entre otras razones porque no habría novela.

—Dios te ha puesto aquí para que yo hablara —dice—, pero sabía que luego me echaría atrás y por eso ha elegido a un tipo como tú.

—¿Te das cuenta de la gravedad de tus palabras? Acabas de confesar que eres el asesino de tu hermana.

—Yo no he dicho eso —me corta, con una chispa de malicia en sus ojos.

—Tengo buen oído y te aseguro que he oído muy bien, tus palabras aún flotan en esta cuadra. Otra cosa es que te arrepientas de haberlas pronunciado.

—No tengo que arrepentirme, gracias a Dios…, porque no he dicho nada. Gracias a que Dios te ha traído a tiempo.

Bueno, mejor tomar la puerta y dejarle solo en la cuadra. Algo me detiene, algo parecido a una sonrisa de conmiseración en sus labios en línea.

—Las cosas están así —añade—: Tú eres el único al que podía contárselo. ¿Sabes por qué? Pues porque correrías a contarlo en tu novela… y en los libros sólo hay mentiras. Dios te envió para que yo soltara lo que me quemaba dentro y luego no tuviera que arrepentirme.

—Sin embargo, he creído entender que a otro sí le habrías revelado ese gran secreto.

Vacila, lanza un suspiro y una mirada al tejado.

—No es seguro —musita—. ¿Cómo saberlo? Lo seguro es que contigo era como tener la boca cerrada.

No puedo dar por finalizado el encuentro, de ninguna manera. Dentro de este juego que se trae el muchacho, presiento que hay algo a tener en cuenta.

—Regresa al refugio de los troncos a ocultar tu mala conciencia —se me ocurre decir.

A la vasta cuadra cabe no considerarla un interior y me calo el sombrero al tiempo que vuelvo la espalda a la estática figura para tomar la salida dejándole con sus últimas palabras:

—¿Refugio? —le oigo.

—Sí, para tu mala conciencia. Suele ocurrir cuando se mata a una hermana.

Silencio. Si el de mi espalda ha dejado de respirar, mis piernas también se han paralizado. Pienso que hasta los animales de la cuadra se hallan expectantes.

—¡Maldito, borra eso de tu cabeza! —estalla Santiago Belarritabena.

—Imposible. Ocurrió y ya está escrito.

—¿Escrito? ¡Qué chorrada!

—Te lo leeré. —Araño cuidadosamente las palabras del texto—. «He matado a mi hermana». Suena duro, ¿verdad? Te lo imaginas en un libro y ahora no lo puedes soportar. Si no es una confesión de culpabilidad… Y no hubo presión policial.

—En el cuaderno de la escuela don Manuel nos dejaba usar la borragoma —puede sonreír—. Ya sé en lo que andas, Sancho o Samuel de los cojones.

—Si sabes tanto, también sabrás que ahora tú y yo somos la novela que estoy escribiendo y que no puedo inventar ni desinventar nada. Yo mismo he de hablar y hacer las cosas con todos mis sentidos alerta, porque he tirado todas mis gomas de borrar. Es mi destino y ahora también el tuyo.

—¡Pero yo no quise decir eso! ¡Lo dije porque no lo quería decir! —Viene a mí y sus manos temblorosas agarran con fuerza las solapas de la gabardina—. ¡Pon esto también en tu jodido libro!

—Ya está puesto.

—¿Seguro?

—Jamás se ha escrito nada con tanta puntualidad.

Me suelta y queda con los brazos colgando. «El lector», mormojea, hundiéndose en la cuadra. «Sí, el espía», le oigo. «Siempre hay alguien que te pone mala fama si ve que los trabajos están sin hacer».

Empieza por abrir con ruido las dos viejas hojas de la puerta y la cuadra se inunda de luz. Luego suelta el bien más preciado, las tres vacas mugientes, y ellas mismas salen a pacer a la inmediata campa; el burro y la cabra siguen el mismo camino; luego abre un portillo alto del muro para vaciar de gallinas el entramado de palitroques; finalmente, rasca con una azada los suelos y vierte los excrementos a la piscina de los chises.

Ha realizado todas estas operaciones sin emitir un solo sonido, sin dirigirme la palabra. Cuando se sienta sobre un arado de púas puesto del revés, no lo hace de cara sino dándome la espalda. Podría tener la mirada fija en ese txitxiposo. Podría estar calibrando la posibilidad de sepultar mi estimado cuerpo en el negro caldo fecal. De pronto, gira sus posaderas sobre su asiento hasta enfrentarme con los ojos abiertos y yo dejo de medir la distancia a la puerta.

—Sólo yo lo sabía. Quiero decir, sólo Anari y los dos.

Está en reposo, como un organismo tras una fuerte convulsión.

—Anari y tú.

Asiente con su silencio. Luego:

—La familia quería casarla con Domenion Manchobas, el de Anzoena, pero ella nones. El padre de Domenion, Casimiro, es viudo, de sus siete hijos sólo dos son hembras, aún crías. Anari iba a ser la criada de todos. Esto lo comprendí al final, cuando vi cómo escapaban todos los pájaros de todas las jaulas: chontas, jilgueros, canarios. Ninguno de los nuevos duraba más de tres días. Echábamos la culpa al gato. Hasta que un día vi cómo Anari levantaba la puerta de una jaula. Callé. Al mes, Anari me dice: «¿Por qué no se lo has contado a ama?». Callé, y ella llorando. Y yo le digo: «Pájaros libres, Anari libre». Y entonces me dijo: «¿Y el amor? ¿Sabes, Santi, lo que es el amor? Ya te llegará. Son ellos los que nunca lo sabrán, tú sí». Y me dice: «Además, ese Domenion es un ugerdo». Y entonces me cuenta lo del maketo. Se veían desde hacía un año. Y la víspera de San Baskardo me dice: «Mañana escapo con él para no volver». Y entonces hizo lo que no me había hecho nunca: me dio un beso en la cara. Y el día de la fiesta, cuando me ponía la camisa para la romería, llegan a Belarriena Anari traída por Balendin porque Palento y Domenion se habían presentado detrás de la iglesia y habían mandado a Anari de vuelta a casa escoltada por Balendin.

—¿A qué hora fue esa cita?

—Anari y el maketo habían quedado a las nueve.

Y la otra pregunta:

—¿Cómo sabían Palento y Domenion que tu hermana y…?

Santi no me deja acabar:

—Anari se lo había contado todo a Balendin. —Cubre su rostro una nube amarga—. Todo. Como me lo había contado a mí. Luego se chivó el muy…

—A pesar de lo amigos que eran.

—Sí, amigos, demasiado —rezonga.

Hemos llegado al corazón de la cebolla y las preguntas se me amontonan.

—Naturalmente, Palento y Domenion se quedaron detrás de la iglesia para recibir al otro, a punto de llegar. ¿Qué ocurrió entonces?

—Palento y Domenion llevaban estacas para romperle la crisma, pero sólo pasó que dijeron al maketo que Anari no aparecería por allí, y el maketo ya había sacado su navaja, pero dio la vuelta y se largó a Cuatro Caminos.

—¿Qué importaba ya?, ¿por qué Cuatro Caminos?

—Era la otra cita, por si fallaba la primera. Allí les esperaba el cabrón del cura para llevarles en su coche.

—Te refieres al coadjutor Ignacio Artigas…

Santi asiente. Todo esto, no todo nuevo, era extraordinariamente interesante, giraba alrededor del mismísimo meollo de aquella noche. Y apuesto a que el sorprendente gesto del coadjutor prestándose a conducir en su automóvil a la pareja lejos de allí obedecía a su necesidad de hacer desaparecer a la muchacha por el acoso a que la había sometido, según la versión del párroco.

—Lo primero que hice en Belarriena fue mandar a freír espárragos a Balendin, y luego me harté de decir a Anari «espera, espera», porque ella sólo quería escapar de nuevo, y es que Palento y Domenion no estaban con nosotros sino dando vueltas por ahí para dar con el maketo y no quitarle la vista de encima. Y no sigo más.

—¿Cómo? —protesto—. ¿En lo más interesante?

Se mantiene en sus trece. Insisto, le ruego, de seguro con demasiado entusiasmo, tanto que le obligo a lanzarme un «¡Vete a la mierda!» que le sale de las entrañas. Más calmado, le envío con frialdad un pensamiento más profundo:

—Por unos instantes he llegado a creer que te dejabas arrastrar por tu propia corriente narrativa. No es fácil toparse con semejante perla.

—¡Mando también a la mierda tu corriente narrativa!

—No mía…, ¡tuya, tuya!

—Mejor si mandas todo a tomar por el culo… Y entonces seguí y maté a mi pobre hermana. Y cierro la boca para no matarla por segunda vez.

Es desconcertante su insistencia en confesar tal barbaridad. Aun ignorando qué ocurrió realmente, no le creo, y espero que no sea un error por mi parte. Santi es un mecanismo que funciona a espasmos, debo aceitar su lengua:

—Aunque calles, el tiempo no volverá atrás ni borrará nada… De acuerdo, no lo hagas por mi novela. Aunque cualquier camino que elijas será para mí corriente narrativa. Tu silencio no impedirá la marcha de la vida, de la realidad, de… Y otra cosa: te supongo interesado en saber quién mató a tu hermana…, a menos que prefieras que todo se atasque porque eres tú el asesino.

Esta vez no explota, se recoge en una, espero, profunda recapitulación:

—La maté. ¿Quién eres tú para decir que no la maté? La maté cuando le dije: «Vamos a buscar a ese tipo». Aquella mirada suya me lo estaba pidiendo. Era la mirada de Anari, mi hermanita. Iba a ser feliz lejos de Belarriena. Y allí salimos a la noche ella y los dos, como ladrones.

Fueron los protagonistas de aquellas horas trascendentales, aunque no los únicos. ¿Qué significa que Santi Belarritabena parezca dispuesto a hablar? Persistir en el silencio podría tomarse como miedo a hablar demasiado y autoinculparse en un descuido, aun siendo ajeno a la norma de que cuanto diga puede ser utilizado en su contra. ¿Denota, pues, inocencia su deseo de hablar? ¡Al diablo, ya está hablando!

—Llevaba una pequeña maleta con su ropa y dimos un rodeo para no acercarnos a la romería, llegamos a La Galea y bajamos hasta el Castillo para subir luego a Cuatro Caminos. Allí estaba el coche, y el cura que sale de la sombra de una casa y nos dice: «Estuvo aquí, llegáis tarde, se marchó». Y Anari que se pone a llorar. Y el cura: «¿Por qué habéis tardado tanto? Desde San Baskardo sólo hay un cuarto de hora. ¿Quién se ha ido de la lengua? ¿Por qué tú, Santi, vienes con ella? No entiendo nada. No me gusta este asunto, nunca me gustó». Y Anari: «¿Esperó mucho?». No paraba de llorar. Y el cura: «Un rato, hasta que pensó que a lo mejor aún estabas detrás de la iglesia, en el lugar de la primera cita, y se despidió, se despidió hasta luego, así que esperaba regresar solo o contigo. ¡Qué confusión de almas, Señor! Parecéis dos pajaritos perdidos en busca del nido. Tú, Santi, que pareces estar en el ajo, ve detrás de la iglesia, donde lo encontrarás, o en los alrededores, mientras Anari y yo os esperamos en la oscuridad de ese portal. No debéis andar los dos de la Ceca a la Meca, uno debe quedar a la espera del otro hasta que se acabe esta noche». No me gustó cómo miraba a Anari y no quise dejarla con él, así que después de esperar mucho tiempo me la llevé. La mano del cura tocó el pelo de Anari y dijo: «Que sea para bien la decisión de tu hermano».

Buena cosecha de información, que llena parte de aquellas dos horas nocturnas. Tendré que componer un registro de tiempos y personas.

—¿A qué hora emprendisteis este segundo viaje?

—No sé…, sin reloj…, entre diez y once, ¡qué sé yo! ¿Quién estaba entonces para relojes? Sólo pensaba en encontrar al maketo y que Anari dejase de llorar y decirles adiós a los dos.

—Así que de vuelta a San Baskardo.

—¡Y tampoco había nadie detrás de la iglesia!

—Sería poco antes de las once. —¡Dios, sólo faltaban minutos para el crimen!—. ¿No visteis a nadie por el camino o en el punto de la cita? Tenía que haber alguien allí, o muy cerca, viéndoos llegar.

—Pero no el que tenía que estar, ese no estaba.

Poco más o menos a esa hora, el sospechoso se encontraba con los dos chavales, despidiéndose de ellos. No hay duda de que se dirigiría a ese rincón a espaldas de la iglesia. Y si él no es el asesino, eran dos los que deseaban encontrarse con la muchacha.

—¡Si hubieras visto a alguien, Santiago Belarritabena! —no puedo evitar echárselo en cara.

No le hace mella. El desplome de su cabeza hacia delante me indica que lleva demasiadas horas lanzándose esa denuncia a sí mismo.

—«Vamos a casa», le dije, pero era lo último que quería hacer. Se lo dije, lo juro… ¡Si me hubiera hecho caso! Le dije: «Palento y Domenion sabrán ya que escapaste de casa y te andarán buscando». Le dije que todo me había salido mal y que a lo mejor ellos tenían razón. Más lágrimas. Me dijo que cómo podía decirle aquello, que nunca me agradecería bastante que la hubiera ayudado y que si no abrazaba pronto al maketo se moría.

—No le llamaría maketo.

—Pedro.

Era Anari la única que le llamaba por su nombre, además de mis dos pequeños clientes.

—Sigue —le apremio.

Pero él está a punto de desplomarse del todo y huir de la cuadra y de mí.

—Y Dios me regalaba el segundo tiempo —gime de pronto—, aún podía cogerla de los pelos y llevarla a casa, o podía gritar para que Palento y Domenion vinieran corriendo, porque no andarían lejos vigilando que no se acercara el maketo. Es que además pensé lo que no había pensado antes, que no quería perderla para siempre, y me pregunté lo que no me había preguntado antes: si podía aguantar que las sucias manos del maketo tocaran su cuerpo, todas las partes de su cuerpo. —Su desbocada respiración se detiene al comprender lo que me ha dicho. Sin embargo, es ahora cuando me mira por primera vez sosteniendo la mirada—. Jugábamos de niños, a veces dormíamos juntos, era Anari, hoy ha crecido pero su carne sigue siendo la misma que yo tenía tan cerca. «Nunca me casaré», me dijo entonces, «tú y yo viviremos siempre en Belarriena hasta que se me caigan los dientes y no podamos comer castañas crudas». ¡Y no hay que decir lo que no se va a cumplir!… Tampoco aproveché el segundo tiempo que me regalaba Dios porque me acordé de las jaulas que abríamos para que volaran los pájaros. Y me dijo que, como éramos dos, que uno se quedase y el otro fuera a Cuatro Caminos por si estaba allí el maketo, que tenía que estar porque no estaba aquí, y como quiso quedarse y yo también quise por si en Cuatro Caminos se quedaba a solas con el cabrón del cura, le dije que se escondiera tras unos arbustos por si Palento y Domenion se acercaban, y me largué y no la volví a ver más. No la he vuelto a ver más. ¡Yo la maté dos veces!

Se sienta en el suelo de tierra de la cuadra y se tapa el rostro con sus brazos cruzados. Supongo que solloza allí dentro. ¿Por qué?, ¿por haberse plegado a los deseos de su hermana o por haberla matado de verdad? Contemplándolo así a mis pies, me dispongo a mascullar uno de esos monólogos más o menos sangrientos a los que tan inclinados somos los investigadores —y de los que no se libran ni ellos—, cuando me llega un sordo trueno procedente del interior del caserío e irrumpe Montxo Belarritabena en el pasillo de comunicación, exclamando:

—¡Ama ha salido de su cuarto y no sabemos lo que hará!

A Santi se le escabulle su angustia vital, se incorpora de un salto y corre tras su hermano.

Alcanzo el pasillo en el momento en que una mujer de negro lo recorre arrastrando los pies y con un papel bien cogido en la mano que cuelga de su brazo derecho. Al murmullo de expectación le sigue un silencio enlutado a medida que la mujer avanza angustiosamente por el pasillo y el cauce que le abre la sombría muchedumbre. En la estela de la mujer, Santi y Montxo, sus hijos, desearían sostenerla, pero no se atreven a tocar aquel dolor. Alcanzado el umbral de la habitación de los difuntos, quedan estos a la vista de la mujer y se oye su voz quebrada:

—He leído tu carta, hijo mío, como querías. La he leído mil veces. Me ha gustado mucho. Y ahora voy a leértela a ti para que sepas que la he leído.

La habitación se llena con más gente y yo, con no muy buenas artes, consigo asomar la cabeza. La mujer está arrodillada en el suelo, al pie de la cama, del lado de Toribio, a quien ella le espanta una mosca con una delicadeza conmovedora. Y con una mano abierta sobre la mejilla de su hijo y la otra sosteniendo el papel…

«Querida familia: espero os encontréis bien al recibo de esta. Os estoy escribiendo la última carta que os escribiré en este mundo. Son las doce de la noche y hoy, en la madrugada, me fusilarán. Esta noche el carcelero cantó mi nombre, hoy me ha tocado a mí. No os preocupéis, estoy tranquilo, aquí estas cosas se toman así. Ayer fusilaron a unos y mañana sacarán a otros. Lo que más me duele es que no volveré a veros y que a ti no podré besarte más, ama. Me gustaría haberte dado más besos cuando estaba en Belarriena antes de que empezara todo esto. Así que te mando con esta carta un montón de besos, ama. Tenéis que ser valientes y seguir adelante, todo esto acabará algún día y vosotros lo veréis. Me acuerdo mucho del padre, yo tenía doce años cuando murió y nos dijo que siguiéramos sin él trabajando la tierra, y es lo que yo os digo. No me olvidéis. Voy a poner sobre este papel vuestros nombres para tocarlos. Juana, Palento, Santi, Montxo, Anari… Al padre lo veré pronto. Me van a fusilar y yo no hice nada malo. Creo que no saben lo que hacen. Os quiero mucho a todos y os abrazo por última vez. Adiós, ama, mi querida ama de los talos calientes. No me olvidéis. Toribio».

—¡Asesinos!

Es un alarido de mujer que estremece la habitación y concita una marea de cuerpos agitándose y un coro de furia sorda contenida repitiendo «asesinos, asesinos, asesinos». El clamor desborda la estancia, irrumpe en el pasillo y queda remansado en el portalón. Descubro la expresión atónita del rostro del comisario impactado por aquella corriente espontánea. Al tenerlo a mi altura por fuerza ha de recoger lo que hay escrito en mi mirada: «¿Hasta cuándo, señores de la guerra?». Rebasado el portalón, el comisario puede alejarse con rapidez para refugiarse en los cuatro falangistas que le esperan y los cinco toman el rumbo de la carretera.