6
Hachazos en la cuadra
Al desviar mis pasos suavemente hacia la derecha, por no cruzarme con el de la Político–Social, un repentino pensamiento casi me paraliza. He de realizar un esfuerzo para que el sujeto no lo advierta, pues no me quita ojo. Ha sido como una coz en mi frente.
Veamos: yo avanzaba por este sendero de tierra entre dos campos recién labrados de regreso a la casa, y a ella habría llegado sin más problemas de no cruzárseme la idea de evitar al tipo. Y se me ocurre sospechar que he podido alterar la realidad, cuando mi proceso de creación actual consiste en sumergirme en la realidad para escribirla. O, si se prefiere, «escribirme». Pero si yo, ahora, no permito que la realidad se exprese por sí misma y meto mis impertinentes manos en ella para alterarla… ¿no sería regresar de nuevo a mi seca imaginación, culpable de mi anterior tortura literaria, de mis dieciséis noveluchas devueltas con toda justicia por los editores?
Almas caritativas sostendrán que si me dirijo a Belarriena siguiendo una ruta y, de pronto, decido tomar otra, esta segunda seguirá siendo auténtica, Samuel Esparta no se habrá extraviado…, sólo estará en «otra» realidad, tan bienvenida como la primera.
No me vale el argumento, sencillamente, porque yo he metido baza, he decidido, he imaginado. ¿Es hilar enfermizamente fino? Pero ¿cómo puede Samuel Esparta investigar decentemente sin tomar de vez en cuando alguna decisión? Quisiera no haber escrito lo anterior, pero soy un amanuense disciplinado al dictado del discurrir natural de las cosas.
Con movimientos imperceptibles regreso al primer sendero.
Según me voy acercando al poli no dejo de observarle. O, dicho de otro modo, sostengo sencillamente su mirada. Es de estatura media y más delgado que grueso; lleva su gabardina abierta, con desenfado, y los extremos del cinturón brincan al menor movimiento; nada destaca en un rostro vulgar y curiosamente apacible… como no sea el fino bigote de esta raza. Y transcurren dos o tres segundos sin poder precisar qué otros rasgos apoyan esta característica, aunque no pongo ningún interés especial en averiguarlo. Su voz detiene mi marcha:
—Estamos en lo mismo, ¿no le parece?
—¿Eh?
—Sé quién es usted y qué está haciendo aquí. Yo soy el comisario Fernández, encargado de esclarecer este crimen. Mi nombre es Cayo.
Confieso que su suave actitud me desarma un tanto. Sus ojos son claros, y sus labios indolentes esbozan más una sonrisa que otra cosa. No son armas suficientes.
—¿A cuál de los dos crímenes se refiere? En esa casa hay dos muertos.
Lo coge al instante.
—Lamento que las cosas continúen así en nuestro país. —Me mira como si necesitase que le creyera—. La guerra se alarga demasiado.
—Sólo a uno de los de ahí dentro no le ha matado una guerra que acabó hace ocho años.
—No, aún no ha concluido. Fue una guerra diferente. No eran dos ejércitos, eran dos ideologías. A un ejército se le puede derrotar… Usted es más joven que yo, creo que no llegó a empuñar un arma. Yo, sí. Alférez provisional al mando de una compañía. Ganamos la primera parte de la guerra. Pero algunos pensamos que ya es tiempo de dar fin a la segunda parte… ¿Le parece que vayamos paseando hasta la casa?
—No.
Se encoge de hombros, retrocede un paso, pero vuelve a la carga.
—Al menos, no se marche sin escucharme un poco más… No estoy pidiéndole perdón por haber ganado la guerra ni por la sangre añadida en la supuesta paz.
—Represalias despiadadas, sistemática eliminación física de los enemigos supervivientes, genocidio. ¿Cuántos presos fusilados?, ¿trescientos mil?, ¿medio millón? ¿No se le cansa a Franco la mano de firmar tantas sentencias de muerte?
Ha desandado el paso y ahora me encañonará con su pipa y me lanzará: «¡Echa a andar, vasco de los cojones!». Pero su mano derecha no busca nada, cuelga al extremo de su brazo y ahora la introduce en su bolsillo.
—Escúcheme usted, Samuel, por favor: me crea o no, existen personas…, no muchas, la verdad…, entre los que ganamos la guerra con un ánimo distinto, trabajamos para que, de una vez, deje de verterse sangre y concluya la venganza, se imponga la paz, la verdadera. Basta de cuentas pendientes. Pedí que me asignaran este caso para hacer las cosas de otro modo… Veo que le cuesta creerme, y lo comprendo. —Respira varias veces, sin prisa—. Escuche, Samuel: este crimen podríamos solucionarlo de un plumazo, a nuestro estilo, bien moliendo a palos al sospechoso para que confiese incluso lo que no ha cometido, bien poniéndolo en manos de la buena gente de Getxo, que parece tener segura su culpabilidad.
—Algunos vecinos descubrieron, a un tiempo, el cadáver y al maketo sobre él. Es difícil no pensar lo que Getxo piensa.
—Hagamos justicia a ese hombre que me ha jurado su inocencia.
—¿Ha tenido ocasión de hablar con él? —Se me ha encendido la luz que tenía apagada.
—Lo tengo a mi cargo. Quiero llevar este caso con todas las garantías para el acusado. Necesitamos pruebas.
—¿Necesitamos?
Sonríe.
—No se alarme, las buscaremos por separado. Ya sé que usted hará su novela respetando las leyes del género.
También sabe esto de mí. ¿De qué me asombro? La primera novela está en la calle al alcance de cualquiera.
No abandona este hilo.
—Curiosa manera de escribir narrativa. Es como hacer periodismo, gran reportaje. En cualquier caso, no se puede actuar sentado cómodamente en un despacho, ha de patearse la realidad de la calle. Y eso es duro.
—Una carga que asumo con todas sus consecuencias. De otro modo, no escribiría nada medianamente interesante, tengo pruebas de ello.
—Incluso para copiar la realidad se necesita talento.
Rechazo jugar con las cartas que me está proponiendo. Sin embargo, soy un escritor con todas sus debilidades…
—¿Leyó mi novela?
—Sí, antes de saber que me asignarían este caso. Ha sido una agradable sorpresa coincidir con el autor. —No necesito hacerle la pregunta, la lee en mi expresión nebulosa—. Claro que sí…, a pesar de tocar mi profesión. Es interesante. —Se precipita a corregirse—. No, por Dios, es mucho más, se lee de un tirón, he tenido que venir a Getxo para descubrir que no es ficción.
—La realidad es más fascinante.
—Supongo que sí, pues es difícil que defraude un reportaje. Un buen reportaje, claro. Y ello me lleva a decir que el relato de una realidad es bueno si el escritor es bueno. Lo mismo que ocurre en la ficción. Al final de todo siempre nos topamos con un responsable.
Es agradable escuchar esto, aunque venga de un tipo como él. ¿Por qué no va a ser sincero? Aunque puede que no la haya leído, que sólo me hable de oídas.
—¿Adivinó quién era el criminal antes de…?
—Sí y no —me corta—. Sí, como profesional. No, como simple lector. Lo que habla de las muchas bondades de su novela. Le felicito… Cambié algunas impresiones sobre estas cosas con Luciano Aguirre. ¿Lo recuerda usted? El falangista de su relato.
—Un poeta que se empeñaba en escribir novela. ¿Cómo acabó?
—Suena como si preguntara por un suicida. Creo que ha regresado a la poesía. Sí, a la de los luceros, la imperial. —Mueve la cabeza sonriendo—. Ahí tiene usted a uno que carecía de talento para el realismo.
—¿Y usted? ¿Ha venido a probar si tiene mejor suerte?
—No me haga reír, eso queda para otros. Aunque, en el fondo, todo es escribir. Incluso, lo mío. ¿Qué otra cosa es una novela que un informe sobre una investigación criminal, sin trucos ni perifollos? He leído mucha policiaca, me gusta el género. Por eso leí también la suya, no por censura política. Le aseguro, Samuel, que para sí quisieran todas las policías ser capaces de escribir un informe tan completo y humano como el suyo. Y no siendo usted policía. Quizá por eso. Es uno de los cambios que deseo introducir en nuestra profesión, en nuestro sistema. No será fácil, no existe hoy un ápice de sutileza, todo lo hacemos de manera directa. Llámelo usted como quiera, brutalidad de vencedores, si le parece. Es posible que no haya podido ser de otro modo. Pero basta. —Su expresión se torna repentinamente inquisitiva—. ¿No ha advertido usted los primeros síntomas de este cambio? Piense en su novela, la otra, la publicada; lo sorprendente es eso, que se publicara. Usted ridiculizaba a la intocable Falange Española Tradicionalista y de las JONS, se burlaba de uno de sus miembros y le asignaba el papel de ejecutor sumarísimo. La novela destila denuncia, empezando por su título. ¿Nunca se preguntó cómo pasó la censura? Yo podría darle la respuesta: un prematuro indicio de cambio por parte del burócrata de turno, quizá contagiado de una nueva mentalidad política. No somos muchos, lo confieso, posiblemente él y yo solos.
Suspira con desaliento, se yergue apenas ante mí como un hombre hundido.
—Es tarde —le digo secamente—: Demasiada sangre durante demasiados años.
—Usted lo sabe y yo lo sé, pero no lo mencione todavía, no se arriesgue a que la nueva novela que está escribiendo caiga en manos de un censor al uso.
Me tomo la libertad de sonreír.
—Así que usted es muy consciente de que esta escena que estamos viviendo es más que una simple escena y que cuanto hablemos pertenece ya a mi novela. No puedo dejar de sospechar que pretende ofrecer a la posteridad la imagen de un arrepentido con la chaqueta a medio cambiar, pues sabe que la verdadera historia de este país se escribirá algún día y para entonces conviene tener un salvoconducto presentable.
Se encoge de hombros y no rehúye mi mirada.
—Sí, nadie puede escapar de una realidad que siempre nos está marcando a fuego. ¡Y qué le vamos a hacer! Usted es experto en realidades. Pero le aseguro que sólo pretendo redactar un buen informe policial sobre esta investigación: pruebas, pruebas y justicia final. Y debo anunciarle que ya dispongo de uno de esos matices humanos que busco: el sospechoso me ha pedido ver por última vez a la difunta, despedirse de ella, para lo que tendré que excarcelarlo unas horas esta noche.
—¿Pretende conducirlo a Belarriena? Suponiendo que no surjan sorpresas durante el viaje, se encontrará con docenas de personas velando los cadáveres.
—Las casas tienen ventanas, ¿no? —dice el comisario con un leve parpadeo—. Buena ocasión para que usted interrogue a ese hombre, quizá la única: en breve será trasladado a Madrid y, tras un breve juicio, garrote. Disponemos de poco tiempo para que, esta vez, las cosas se hagan de otro modo.
—Un protocolo del que carecen los que aún son fusilados en las tapias de los cementerios.
—Por favor, no siembre de más bombas su novela —me pide como un buen consejero—. Si acepta acompañarnos, podría charlar largo rato con el maketo, como ustedes le llaman. ¿Le parece bien?
Sabe perfectamente que me parece más que bien, que lo he de tener como regalo del cielo. Lo percibe en la brisa que sale por mis labios entreabiertos. Estoy a punto de aprovechar el momento para preguntarle qué impresión le causó el sujeto en el interrogatorio que ha mencionado, pero cambio de idea: sería como abrir la veda a sus propias y entrometidas preguntas.
—Será usted guía nocturno de unos forasteros que desconocen las rutas de Getxo. —Traslada el peso de su cuerpo de una pierna a la otra—. ¿Sabe? Presiento que no me será fácil trabajar entre los suyos. A usted ya le admiten, tenían que acabar haciéndolo.
—Y es posible que a usted le vieran de otro modo sin la presencia de esos de ahí —y le señalo a los cuatro azules que vigilan con aires de perdonavidas a los que suben y bajan.
—No puedo pedirles que se vayan, y menos ordenarles. No lo comprenderían. Aún es pronto. —Vuelve el rostro a la abuela Simona y a su nieto, sentados muy juntos y hablando…, al menos ella…, en la parte baja de esta campa—. Le he visto conversar con esa señora y ese muchacho, y ahora iré yo a probar suerte.
—De ella aprenderá cosas de nuestro viejo pueblo. Es una Amagoya.
—¿Amagoya?
—El tremendo personaje de una de nuestras pocas novelas, que se erige en salvaguarda de las viejas esencias vascas.
—¿Cree usted en esencias?
—En los tiempos que corren, me gustaría creer.
El comisario se recoge la gabardina por delante y se aleja sendero abajo con el pisar inseguro de los urbanos que hollan tierra descarnada. Y, de pronto, se vuelve:
—Pase por el Ayuntamiento esta noche a las diez. El favor me lo hace usted a mí.
Resulta casi insoportable la carga emocional que se agolpa en Belarriena, en la habitación del gran lecho donde descansan los cuerpos de Anari y su hermano Toribio, porque parece imposible no pensar que están convocando no sólo a parientes, amigos y convecinos, sino también al criminal; bueno, que lo está convocando Anari, y él acude, pues según un axioma de la novela policiaca, el asesino siempre regresa al lugar del crimen; y aunque Belarriena no es ese lugar, sí que tiene más probabilidades de serlo que el otro de detrás de la iglesia, del que Anari fue retirada por su hermano Palento y su pretendiente Domenion y supuestamente algún nombre más que desconozco pero que deseó igualmente frustrar la cita con su amante; y si luego su cuerpo apareció detrás de la iglesia no significa por fuerza que ella regresara sino que la llevaron, es decir, proporcionaron por fin a la pareja en fuga su deseado encuentro, que para el sospechoso se convertiría en trampa.
No es el pintor el más próximo a uno de los lados del lecho, pues ahí está el bueno de Beremundo Basurko, el funerario de Algorta, midiendo con su boina la largura del cuerpo de Toribio Belarritabena; lo hace deslizándose con disimulo de espaldas a la cama, con las manos atrás sosteniendo el patrón infalible de su boina; regresará a su funeraria con la medida exacta de la caja: seis, seis y media, siete boinas; pensamos en Getxo que es un procedimiento más respetuoso que el de la cinta métrica, que se emplea también para medir árboles; no se sabe de ninguna queja, todos piensan incluso con ternura que será Beremundo quien un día les hará el último traje.
Aún no he traspasado el umbral. Mi vista recorre la estancia, los dos cadáveres entre los cuatro largos cirios, el pequeño pintor enfrascado en su tarea y el voluminoso funerario, la docena de inmóviles figuras que no apartan sus ojos de los principales protagonistas postrados, el cura dirigiendo el rosario al grupo de mujeres de negro con sólo un hombre entre ellas… Don Pedro Sarria me hace una seña con la mano, entrega los trastos a una de las mujeres y se me acerca. Es rechoncho, de cara roja y movimientos resueltos. De la notable orografía de su estómago acaso haya que culpar a la ikurriña que envuelve su cuerpo por debajo de la sotana; aunque lo sabe todo Getxo, es el secreto mejor guardado.
—¿Crees que por aquí anda tu presa, Sancho? —susurra a dos palmos de mi cara.
—Mi presencia aquí no significa que…
—Claro, claro, sólo estás dando palos de ciego. Yo tampoco soy de los que quieren quemar al maketo. —Toma mi brazo y me saca al pasillo. Con un golpe de cabeza me ha señalado el interior del cuarto—. Me gusta que hayas venido, a pesar de tu vestimenta. Leí la novela. Dos veces. Me gustó. No me gustan las historias mentirosas, y en la tuya todo era verdad, bien que lo sabemos todos. Porque había que limpiar nuestro pueblo de tipos como ese Altube, por muy de Getxo que fuera. —Me arrebata el sombrero de la mano y, al tiempo que lo ahueca con el puño, me dice—: Te voy a dar trabajo, Sancho Bordaberri…, perdón, Samuel Esparta: cada uno con su iribio. Sé cosas de una miserable culebra con sotana. Al Papa no le gustará que un cura hable mal de otro, pero el Papa es también de Franco y hor konpon. —Me arrastra más al fondo del pasillo, por donde no pasa nadie—. Lo que te voy a contar me quema la boca, pero no quería contárselo a esos matones… aunque, por otra parte, mi silencio perjudicaba al maketo, contra el que me sería muy fácil decir que no tengo nada, pero ¿qué coño hacía por aquí?, ¿no saben todos ellos que nos gustaría no ver a ninguno?… Ah, pero en el otro platillo de la balanza está esa culebra de Ignacio Artigas, al que sufro de coadjutor desde hace tres años, desde que cesaron a don Eulogio del Pesebre del Niño Jesús ¡a sus ciento siete años! Un carlistón que ha denunciado a muchas docenas de getxotarras que acabaron en el paredón. El que me mandaron es peor, tan facha como él pero en moderno. Quiere sacar de La Venta nuestro mostrador para ponerlo en la iglesia como altar porque sabe que sobre él se cuentan los mejores chistes contra Franco… Bueno, pues desde que ha llegado no ha dejado en paz a la pobre chiquita que tenemos ahí. Su sucia mano ha tocado muchas veces la tierna carne de nuestra bonita virgencita vasca. Aprovechaba las clases de la doctrina…
—Se han oído cosas así, pero ahora…
—Espera, que llega lo bueno… El mismo día de San Baskardo, muy temprano por la mañana…, es decir, anteanteayer…, Anari me pide confesión. —Mis terminaciones nerviosas se ponen en alerta—. «He hecho un trato con don Ignacio», me dice. Le pregunté que qué tenía que tratar con ese cura, que cuál ha sido el precio, que si la había ensuciado. «¡No, no, se lo juro, don Pedro!», me dijo, y se echó a llorar. —Este hombre está muy excitado, se está extralimitando, mi deber sería recordarle que existe el secreto de confesión, pero callo como un camastrón—. Entonces le pregunté dónde estaba el pecado. «En ese trato», me contestó. Le pregunté a qué le comprometía. «A callar sus manoseos», me dijo. Le aseguré que los pecadores no suelen estar en los que callan sino en los que hablan. «¿De qué te quieres confesar, hija mía?», le pregunté con la paciencia perdida. ¡Pobre pequeña! «De haber aceptado la ayuda de don Ignacio», me dijo. Le pregunté qué ayuda, y ella rompió a llorar aún más. «¡Un automóvil!», apenas le escuché.
—¿Un automóvil? —repito.
—¡Si yo hubiera conocido entonces lo de la fuga! —exclama don Pedro frotándose los cabellos como si se los quisiera arrancar.
—¿Qué habría hecho usted? —digo, y él me mira desconcertado—. Nada. La pareja quería huir y necesitaba un coche. Simplemente. Es lo más lógico.
—¡Pero el amante era un maketo!
—¿Habría cambiado algo de haber sido un príncipe?
Don Pedro Sarria y yo nos hemos despedido en el umbral de la habitación de la vela, y le oí: «Me contentaría con que ese genio de los pinceles nos la saque la mitad de guapa de lo que es», y regresó a su rosario.
Muy despreciable lo de ese curita Artigas metiendo mano a esa muchacha, y seguramente a otras chiquillas, aprovechando los adoctrinamientos religiosos. ¿Otro enamorado de la difunta? Estos abominables sujetos, sean curas o poceros, no precisan del sentimiento amoroso para cometer su infamia. La verdad es que Anari, por lo poco que aún sé, levantaba pasiones: ahí está el adolescente Balendin con su mixtura amistad–amor, su pretendiente Domenion Manchobas, incluso la abuela Simona no resignándose a perder para siempre la contemplación de esa belleza. ¿Y qué decir del amante correspondido solicitando del comisario verla por última vez, en una salida nocturna muy arriesgada?
¿Cabe deducir algo de estas primeras noticias? Sí, considerando que si uno echa a volar la imaginación puede empedrarse de abundantes interpretaciones, muchas de ellas traídas por los pelos. Pero este camino se me veda. Decido centrarme en un muy realista ruido que viene de las profundidades del caserío.
El pasillo conduce a dependencias ajenas a lo que aquí se está, y a los pocos pasos advierto que el ruido de los golpes no procede de la izquierda, del acceso a otras habitaciones, sino de la derecha, de la cuadra. Al desviarme, una sombra se interpone en mi camino.
—No le molestes, déjale hacer lo suyo.
Es una voz joven. Más que la sorpresa, me detiene el tiempo que necesito para hacerme a la oscuridad.
—No quiero molestar —digo. Me llega un ronquido espeso que suena a refunfuño—. Me llamo Samuel Esparta —añado, en espera de…
—Sé quién eres, todos sabemos quién eres. Mejor si te vas por donde has venido.
Seguro que el dueño de la voz no se ha movido para situar su rostro en el camino de una raya de luz que se cuela por las tejas del alto tejado de la cuadra. Creo que es Montxo, el hermano pequeño de Anari. Lo veo sentado sobre un pequeño muro. Sus siguientes palabras me lo confirman:
—Crees que ese cabrón no mató a mi hermana.
—Ni lo creo ni lo dejo de creer.
—Eso es no creer que la mató. —Su tono es más virulento y yo no quiero chapotear en un toma y daca estéril—. ¿Quién pudo matarla sino él? Di lo que guardas, di que a lo mejor yo mismo…
Me acaba de abrir una tobera. Buen chico.
—¿Por qué no? —le reto—. Los casos criminales están llenos de sorpresas.
—Este no es un caso criminal de los tuyos… ¡Aquí la muerta es mi hermana!
Es lo que le corresponde gritar a todo miembro de la familia herida. Por añadidura, Montxo no tendrá arriba de catorce años.
—En realidad, he venido a curiosear qué son esos ruidos.
Entre mi acomodación a la oscuridad y el trazo de luz consiguen que contemple en un cincuenta por ciento a quien me corta el paso. Y es él quien me revela el misterio:
—Es Santi cortando leña. —Montxo ve mejor que yo y me lee el asombro en la cara—. No puede hacer otra cosa. Él y Palento y Domenion y yo pasamos aquella noche a la puerta de la perrera municipal con todo el pueblo y no pudimos echarle mano, y luego Santi se mete a ratos en la cuadra y a ratos anda por la casa como una chonta tocada, y ahora está con el hacha porque no puede hacer otra cosa.
Sí, una manera de distraer el dolor es entregarnos a cualquier fatiga. La tarea de Montxo es plegarse a su hermano. Creo advertir un espacio junto al chico en el pequeño muro, y me siento. Ya no parece molestarle mi presencia.
—Vuestra absoluta seguridad de que ese hombre lo hizo y el linchamiento con que remataríais el caso…, no sé cómo te lo diría…, todo es demasiado transparente. Un caso criminal, por simple que sea, exige un desarrollo más o menos complicado. Y no digamos una novela.
—Tu novela me importa un huevo.
A pesar de su fuerte rechazo, sospecho que él también necesita aturdir su luto.
—Al mencionar la novela también estoy hablando de cómo son las cosas en la realidad, sobre todo cuando estalla una catástrofe muy próxima y el dolor o la pasión nos ciegan. Ocurre entonces que tan importante es la propia catástrofe como los momentos que la preceden, y se oye «quién lo iba a imaginar», «yo estaba a dos pasos y lo vi mejor que nadie», «había un tipo extraño escondido en los arbustos», «yo tenía que haber pasado por allí a la hora en que ocurrió», «estaba afeitándome cuando me vino el pálpito de que iba a pasar lo peor»… y cosas por el estilo. ¿Me comprendes? Cientos de historias particulares recordadas después y que habrían quedado en un justo olvido si cada hombre o mujer no las hubiera aireado con afán de un protagonismo mayor que la propia catástrofe original. A veces, uno cree ver lo que quiere ver. He leído sobre muchos casos criminales y en todos al final pesan las pruebas. Supongo que sabes lo que son las pruebas.
Sus ojos me dicen que sí lo sabe, aunque está claro que no las tiene todas consigo por culpa de un discurso tan largo y, sobre todo, pronunciado por alguien desprestigiado, que es lo que yo soy ahora para él con este disfraz. En Getxo no caen bien los sermones fuera de la iglesia; Montxo me estará calificando de pico de oro.
—¿Sabes por qué no os abrieron el calabozo y no le pudisteis linchar? —insisto—. Porque lo van a someter a un juicio justo. Ellos mismos tendrán curiosidad por saber qué es eso. Traerán un abogado y testigos y las declaraciones habrán de ser muy ajustadas, y puede que a quien aseguró haber visto al sospechoso sobre tu hermana, el abogado le recuerde que está bajo juramento y entonces lo que recuerde quizá sea que sólo lo vio dando vueltas por allí. Esto hará que el sujeto no sea tan sospechoso como antes. Será igual de sospechoso que cualquiera de los que estuvieron en la romería de San Baskardo.
Sigue un silencio tan sólido que ni siquiera lo rompe el estruendo de los furiosos hachazos de Santi Belarritabena.
—Hablas mucho —murmura, al fin, la figura encogida que tengo a mi lado—. ¿No oyes que los golpes de mi hermano son cada vez más fuertes? Pues entérate de que le gustaría tener al maketo bajo su hacha. Han matado a un ángel y a los ángeles sólo los matan los demonios. Dicen a la familia que tenemos que aguantar el dolor. Sí, pues. Lo aguantaríamos mejor con la muerte de ese demonio, nos correríamos de gusto. ¿Juicios?, ¿abogados?, ¿testigos? Sólo diremos amén si al maketo le dan garrote.
Me recorre un escalofrío: no sólo le acusan del crimen sino que desean que haya sido él. Un muchacho tan sincero como se les supone a los de catorce años tendría que haber pronunciado con una sonrisa: «Nos hará muy felices que se mienta mucho en ese juicio para que al maketo lo empaqueten».