5. Una leyenda muy romántica

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Una leyenda muy romántica

Desisto de conciliar el sueño después de tres horas de intentos y descubro una cama intacta. Es la una y media de la madrugada. La forzada vigilia no ha sido movida, sábanas y mantas continúan tersas cubriendo un cuerpo tan estático como cuando se acostó. Y no es que no hayan bullido en mi cabeza los últimos acontecimientos. Paso al suelo y abro el armario ropero, busco la chaqueta y el pantalón que usurpé al padre hace dos años, la camisa gris y la corbata azul que usé entonces, la gabardina y el sombrero que trajo mi tío de las Américas. Regreso con todo ello a la cama, retiro la manta y extiendo todas las prendas como piezas de un recortable. Coloco una silla a un metro y me siento envuelto en la manta a contemplar mis armas.

Mis jornadas empiezan a las ocho y las marca un despertador. Ha sido una intensa vela de seis horas recapitulando y programando, abriéndome cautelosamente a la segunda novela.

Es lo que me lee Elise cuando, después del café con leche con sopas de talo, me sorprende en la puerta echándome la gabardina y calándome el sombrero. Tras un atisbo de preocupación, sonríe. Es maravillosa.

—Te recuerdo que yo también salgo en la novela. Tenías que haberme advertido para no aparecer con estos pelos.

—No los describiré. De hecho, no los estoy describiendo. Ten más cuidado la próxima vez.

Su pequeño asombro concluye con unas palabras que le salen del alma:

—Estoy muy orgullosa de tener un hermano escritor.

Sí, es maravillosa. La quiero.

No he olvidado echarme al bolsillo media docena de tarjetas de visita de Samuel Esparta.

No hay mucha distancia de casa a la librería, y si tomo esta dirección es porque no sé por dónde empezar. Si no hubiera estado en otra cosa durante la noche, de seguro habría elegido el escenario del crimen, un rincón a espaldas de la vieja iglesia de San Baskardo: ellos empiezan siempre por ahí. Creo que acabo de resolver mi problema.

Ahí veo a Koldobike, muy agitada, cortándome el paso. Sus ojos me recorren de arriba abajo.

—A todo esto no le vendría mal un planchado —dice. Pero al punto recupera su excitación—: ¡Han fusilado a Toribio Belarritabena! Esta madrugada. Palento y Santi fueron a las tapias del cementerio de Derio a recoger el cuerpo en una camioneta prestada. ¡En Belarriena hay ahora dos cadáveres para velar! ¿Te das cuenta, Sancho?… Estando en capilla, Toribio pudo escribir una carta de despedida, que alguien sacó de la cárcel y trajo a Getxo. Juana, la madre, abandonó el velatorio de una hija y se metió con la carta en su cuarto y aún sigue leyéndola, aunque sabe malamente leer, pero la lee y la lee una y otra vez. Ni siquiera salió a recibir a su otro muerto. Al parecer, la carta le hacía más compañía. Desde hace unas horas están los dos cuerpos tendidos en la misma cama… ¡cómo dos novios! Entre los tres hermanos de Toribio le quitaron los pingos de la cárcel, lo lavaron y vistieron con su antigua ropa de los domingos y preguntaron al padre Sarria si era decente acostarlo al lado de su hermana, y el padre Sarria dijo que para eso se hacen grandes las camas de nuestros caseríos… aunque advirtió que con dos palmos de separación entre hermano y hermana.

—Esa ridiculez sería más propia del carlistón de don Eulogio.

—Deberías darte una vuelta por esa casa del dolor. Todo Getxo está desfilando por Belarriena. En esta inútil investigación no tendrás que preguntarte quién es el criminal entre tanta cara, será para ti un descanso. Quizá te salga una novela policiaca al revés, que empiece por el final.

—Lo pertinente es creer desde el principio en la inocencia de todo bicho viviente. Estas novelas tienen sus reglas.

—Pero tú no inventas novelas, y la realidad no tiene reglas, es la que es. ¡Qué embarcada la de esos mocosos! ¿Sabes lo que te digo? Que me das grima.

—Y yo te confesaré que no ha empezado con buen pie tu actuación.

—¡Sácame de tu novela, no tienes mi permiso!

—¿Acaso ellos piden permiso a sus personajes?

—¡Pero yo no soy…! —Se desinfla, naturalmente. Se toca con una mano sus rizos zanahoria, aunque el gesto no basta para aceptar el abismo en que se encuentra—. No olvides que si el maketo está en la cárcel será por algo, ¿no? Y esto también es realidad… Ahora, vete a Belarriena y elige al falso sospechoso que peor te caiga. Estarán todos los posibles.

—¿Todos?

—Todos los que habían caído bajo el hechizo de Anari, incluidas las mujeres… o las mujeres con novios hechizados por Anari y finalmente perdidos. Era bonita hasta decir basta. Una cara de ángel… ¿No la recuerdas?

—Es posible que nunca llegara a tenerla delante.

—Pues aprovecha la última ocasión para verla.

—La verdad es que me dirigía a San Baskardo. —Me mira asombrada—. Toda investigación, como ellos mandan, ha de iniciarse con una visita al escenario del crimen.

—Ese escenario lo tendrás siempre a tu disposición, no se lo llevará nadie. En cambio, nunca volverás a tener reunidos a todos «tus» sospechosos.

—¿Todos? La realidad no suele ser tan generosa con el pobre novelista.

Habría dudado de si ese caserío que tengo a la vista, ya en las proximidades de las campas de Azkorri, es Belarriena, pero los grupos silenciosos que entran y salen de su portalón me lo confirman. Es una modesta masa humana supurando la más honda queja que puede clamar un pueblo: la libertad enmudecida. Mis convecinos no sólo van y vienen de velar a dos simples difuntos, sino que uno de ellos es otro muerto de Franco. Y yo, ahora, me sumo a esta manifestación a cielo abierto y ante dos parejas de la Guardia Civil y cuatro falangistas de negro, asombrados ellos mismos de no dar un solo paso para intervenir.

No está lejos la mar, puedo verla al remontar alguna leve colina. Bendigo una brisa fresca que justifica la gabardina que me da empaque, supongo. Desde muchos pasos antes de llegar al portalón me despojo del sombrero, aunque no rebajo la suave expectación que levanto a mi paso. Creo que quienes no me conocen imaginan que soy de la secreta de Franco. Pero, en general, me saludan con el cordial «¿qué hay?».

La puerta abierta permite el trasiego fluido en ambas direcciones; me recuerda lo que el padre me contó de las elecciones de 1931 que trajeron la República: el pueblo entraba y salía de los centros electorales con la expresión de estar viviendo algo extraordinario, y sí que lo era. Ahora se trata de dos hermanos tendidos en la misma cama y muertos a manos de asesinos diferentes y ejecutados en dos momentos distintos en un lapso de cuarenta y ocho horas.

Los que salen y los que se disponen a entrar circulan por un pasillo formado por los que ocupan el portalón, unos de pie y otros sentados en dos bancos corridos contra la pared. Casi todos son hombres. Veo mandíbulas en movimiento, masticando, y una bota de vino pasando de mano en mano.

Me incorporo a la fila que recorre el pasillo y que, pasando ante cinco puertas cerradas, desemboca en el dormitorio donde descubro, sí, a los dos cuerpos yacentes. Parecen estar vivos bajo sus ropas de domingo. Mi atención se ausenta de las mujeres que, sentadas, emiten un bisbiseo de rosario; del muchacho que, arrodillado ante la cama del lado de Anari y el rostro hundido en la colcha oscura, gime sordamente; incluso se ausenta del hombre que pinta sobre un lienzo a la postrada…, porque reparo en ese rostro que parece estar posando con los ojos cerrados por deseo del artista. Es el rostro de mujer más hermoso que he visto en mi vida; a pesar de la muerte, no es frío, y quizá se deba a una graciosa imperfección de sus líneas; su cuello no es de cisne, no es así de grácil, invita a soñar con una de esas admirables estatuas que seducen por el equilibrio entre salud y belleza. Por si le faltara algo para eclipsar, el cabello de Anari es rubio; sus matas largas han sido acumuladas a un lado y a otro sobre sus hombros. Mi contemplación se demora un poco más para reparar en unos labios que parecen cerrados dulcemente por voluntad de su dueña.

—La quería mucho —oigo un susurro a mi lado—. Se querían mucho.

Es una mujer corpulenta con un pañuelo negro cubriendo su cabeza y atado bajo su barbilla, al estilo de nuestras viejas aldeanas; desprende una sensación de fortaleza, en modo alguno disminuida por el duelo.

—Si no te hablo en euskera es porque no sabes —continúa—, no por esos ganorabakos de ahí afuera.

—No, no sé —admito.

—Mal hecho.

—Mi padre no sabía y mi madre poco.

—Somos un gran pueblo con una gran lengua.

—Sí, claro.

Nadie más conversa, ni siquiera en bisbiseos, salvo palabras sueltas que forman parte del silencio. Pero la mujer y yo estamos en un rincón y sin nadie a nuestra espalda.

—Estuvo con ella hasta poco antes de que el maketo la estrangulara. —Mi atención se despierta—. Sí, él, mi nieto. Detrás de la iglesia, donde ocurrió. Se querían mucho, desde muy niños siempre se les vio juntos. Los mejores amigos del mundo. Se lo contaban todo el uno al otro. Iban a ser de esa clase de amigos tan amigos que nunca se casan. Así, con estas palabras, me lo dijo Balendin. Como si ya supiera adónde vuela el amor después del casorio… Y conste que yo nunca le conté lo mío con su abuelo. —Toma aliento y continúa con un brillo especial en los ojos—. Cuando les llegara la hora, los dos serían enterrados en tumbas una al lado de la otra. Como suele ocurrir, uno moriría antes y otro después, y entonces la tumba vacía esperaría al vivo. Y cuando estuvieran ocupadas las dos tumbas, ellos se abrirían un túnel por el fondo para salir a la mar y vivir juntos la segunda vida. Ahora, mi nieto será el que tenga que pedir a Gabino Perurena que le guarde una tumba al lado de la de Anari.

Me suelta tan increíble parrafada con la mayor naturalidad, sin esperar siquiera mi asombro. Hay un brillo demasiado tormentoso en sus ojos azabache, como retándome a censurar aquel desvarío. Me habría apartado al punto de ella, pero me contiene el sorprendente informe que se ha deslizado entre tanta locura.

—¿Estuvo su nieto con Anari hasta poco antes de…?

—Así es. Quiso evitar que huyera con el sucio muerto de hambre, que había echado mal de ojo a la pobre.

Si este nieto fue incapaz de retener a la muchacha, el novio secreto careció de motivo para matarla al no sentirse frustrado, y se cae la hipótesis de Koldobike. Pero es arriesgado construir sobre las palabras de una lunática.

—Me gustaría hablar con su nieto. Balendin se llama, ¿no?

—Y yo soy Simona, su abuela, del caserío Ukamena. El pobre respira de milagro. Ahí lo tienes. Roto —y me señala al arrodillado junto a la cama. En su mirada potente hay un descuido juguetón—. ¿Volvemos a las andadas, Sancho Bordaberri? Acabo de reconocerte. No juegues más con nosotros, somos un pueblo sin pecado. Lo de los gemelos Altube era una pequeñez que ya estaba olvidada y tú la desenterraste y los vascos quedamos manchados. ¿Quién te pagó? ¿Franco? Hoy no podrás mancharnos, por mucho que busques aquí y allá. El maketo ya está entre rejas. Mejor si no sales de tu librería.

Tengo ante mí a una mujerona más alta que yo que lanza llamas por los ojos. Me alejaría de ella, pero Balendin sabe cosas…

—Me es indiferente quién ha matado y quién no, sólo busco un desarrollo coherente de los hechos… y, ¿por qué no?, hacer justicia. A usted le gustará que alguien escriba que ese intruso ahogó a una inocente vasca, pero todo crimen tiene una historia anterior, y es la que me interesa escribir.

—¿Y si esa historia perdona al maketo?

—Es difícil que se libre, con todo el pueblo contra él. Aunque la historia diga lo contrario, yo la contaré. —Aprovechando su leve desconcierto, doy un paso hasta su nieto—. Chico, debes levantarte —le sugiero—. A ella no le gustaría que se te despellejaran las rodillas.

Su rostro se arrastra con lentitud por el borde de la cama y enseguida aparece una expresión inocente desgarrada por el dolor. Le tiendo la mano y él acepta mi invitación a levantarse, no sin antes mirar a su abuela, y supongo que recibe su permiso, pues se pone en pie con esfuerzo. Es alto y fuerte, aunque poco fibroso. Viste jersey azul y pantalón corto color ceniza. Lloraba muy a gusto arrodillado y ahora no sabe qué hacer. Le tomo del brazo.

—Hablaremos fuera, este no es sitio —anuncio a Simona, quien no parece oponerse.

Viene tras nuestros pasos cuando conduzco a mi fuente al pasillo, luego al portalón y finalmente bajo una frondosa higuera a veinte metros del edificio. Ha sido como conducir a un muñeco. Digo la verdad si no me importa tener a la abuela tan próxima. Me siento en la yerba seca con el sombrero en la mano y hago señas a Balendin para que haga lo mismo, y se sienta a mi lado. Pienso, curiosamente, que ha crecido nuestra distancia de Simona, porque a ella no me la imagino sentada.

—No se merecía ella un destino así —medio tartamudeo. He perdido maneras, tantos meses no pasan en balde. No se mueve Balendin, no habla, quizá no le ha llegado mi voz vacilante. Emito un ¡ejem!, antes de añadir con más resolución—: Ha sido muy duro lo de Anari, ¿verdad?

Es Simona la que contesta:

—Era la mejor imagen del pueblo vasco. Yo traje a ese pintor de ahí dentro, para no perder tanta belleza.

—Ha sido cosa suya…

—Naturalmente. Alguien tenía que hacerlo… Pero que hable mi nieto, que se distraiga, que se mueva para que luego atienda la llamada.

—¿Quién le va a llamar?

—Gabino Perurena, que ya habrá acabado de abrir la segunda tumba para mañana, la del muerto que trajeron hoy. Y lo que mi nieto tiene que decir al enterrador es que le guarde un sitio junto a Anari. ¡Anari, en medio de Balendin y de Toribio!

—Este muchacho rebosa salud, no tiene trazas de morirse, sólo está triste —se me ocurre decir bajo el nuevo asombro.

—Pero todos nos morimos algún día, él también, y cuando llegue su hora quiere descansar muy cerca de Anari. Ya sabes. ¿Nunca te contaron la historia de los cementerios costeros que se vacían por el fondo?

La mujer me lanza una mirada de reproche al leer mi incredulidad. Sí, es una de esas leyendas nuestras contadas en invierno ante el fuego de las cocinas y que unos creen y otros no, y unos terceros necesitan creer como refuerzo ancestral de un profundo delirio de lo vasco. Miro a Balendin y comprendo que es cosa de su abuela. ¿Qué papel ha desempeñado en esta familia la generación de en medio, la de los padres? Aunque a Simona la creo capaz de saltarse todas las barreras. Koldobike me pondrá al corriente sobre esta genealogía.

Pero lo que realmente me interesa es la información que guarda el chico. ¿Cómo despertarle de su postración?

—Sólo a mí me lo dijo, a Balendin.

Es una voz atiplada, impropia de un adolescente tan crecido.

—Que se entere el mundo de lo que había entre ellos —clama Simona.

—Sólo a mí me lo dijo, a Balendin —oigo por segunda vez.

El chico no levanta la cabeza, parece que habla para el suelo. Sospecho que si no le pregunto abiertamente por eso que le dijo, no me lo contará, pues le veo enconchado, rumiando para sí los recuerdos. Y no me resigno a perder las palabras que pudieron ser las últimas de Anari.

—¿Qué te dijo, muchacho?

Quisiera no mirar a un hombre que se ha detenido en el sendero que lleva a Belarriena y no deja de mirarme. Destaca porque viste traje, como yo: pantalón, chaqueta, camisa y corbata; la camisa no es gris, como la mía, sino blanca, y la corbata es roja, no azul. No lleva sombrero y sí, también, gabardina.

—Que se marchaba del pueblo para siempre, esto es lo que me dijo.

—Entiendo.

—No entiendes. Sigue contándole, Balendin.

—Vino hasta mi casa para decirme que me dejaba para siempre y que nadie más lo sabía porque no se despedía de nadie.

—¿Mencionó a…?

—Sólo que se marchaba con su amor. «¿Marcharte?, ¿adónde?», le pregunté. «Lejos», me dijo. «¿Tu amor?», le dije. «Me casaré con él, pero a ti te recordaré siempre», me dijo. Nunca había sentido su cuerpo contra el mío, porque me abrazó y lloró. Yo no soltaba sus ropas y le pedía que se callara, que me dijera que todo era una de sus bromas.

—Y entonces, Balendin, le recordaste la promesa. —La abuela vive sus palabras tan intensamente como él.

—Le recordé la promesa que nos teníamos hecha de llegar a viejos y morir y ser enterrados en tumbas pegadas la una a la otra y, cuando estuviéramos los dos, salir de nuestras cajas y de la tierra y bajar a la mar para vivir siempre juntos.

—¿Vivir?

—Si en la eternidad no estamos vivos, no sabríamos que es la eternidad. ¡Y la mar es la gran madre de los vascos!

La que me entrega esta conclusión tan convincente es la abuela.

—Termina pronto, niño mío, que has de ir en busca de Gabino Perurena.

—«¿Con quién te marchas?», le pregunté. «No le conoces», me dijo, «nadie le conoce, me espera a las nueve detrás de nuestra iglesia», me dijo.

No hay duda de que el hombre que sigue mirándome es un tipo de la Político–Social.

—Me dijo que la acompañara para conocer al que yo también acabaría queriendo. «Porque desearás verme feliz y él me hace feliz», me dijo.

—¡Pobre niña al creer que un nieto mío acabaría queriendo a ese maketo!

—Ella tenía que ir a por la maleta y quedamos citados detrás de la iglesia un cuarto de hora antes de las nueve.

—¿Qué hora era cuando te dijo eso?

—Las ocho y media —me informa la abuela con gran seguridad.

—A ella le habían echado mal de ojo y yo no podía quitarle de la cabeza lo de la fuga. Así que me fui a Palento…

—¿Cómo?

—El hermano —dice Simona.

—… y Palento fue a Domenion.

—El pretendiente rechazado una y otra vez por Anari —dice Simona.

—Y Palento gritaba «¿eh?, ¿eh?», y levantaba los brazos y allí los dejé echando pestes y me fui detrás de la iglesia y luego llegaron Palento y Domenion con una estaca cada uno. «Si es una broma tú recibirás los palos», me dijo Palento. Yo habría recibido a gusto los palos con tal de que Anari no llegara. Pero pronto llegó con una pequeña maleta y puso cara de asustada porque Palento y Domenion habían estado sin respirar para no meter ruido y yo no sabía cómo olvidar que la había traicionado. Me miró y a mí me costó mucho negar con la cabeza y lo más duro fue que me creyó.

—Es bueno que el chico sepa alguna trapisonda —oigo a Simona.

—«¡A Belarriena echando leches!», le dijo Palento a su hermana, y Anari se sentó en la maleta y le dijo que no se movía, y Palento levantó la estaca y le habría dado fuerte pero me puse en medio…

—No habría sido la primera vez que el muy burro le atiza —dice Simona.

—«¡Pues los dos echando leches a Belarriena!», dijo Palento, y yo cogí la maleta y empujé a Anari y Anari dijo que qué le iban a hacer. «¿Hacer a quién?», dijo Palento, «¿es que va a venir alguien?», y Domenion se reía y Palento le dijo a ver si le gustaría cobrar a él también. Me llevé a Anari y me decía «no tienes que agarrarme porque no escaparé de ti por no buscarte un lío». Y en Belarriena estaban los tres en la puerta…

—Diles quiénes estaban, amante —dice la abuela.

—… Juana, Santi y Montxo, y cogieron a Anari y la metieron a tirones llamándole loca y que la encerrarían bajo llave, y ella gritaba que nada ni nadie se pondría en medio para ir donde el maketo. Y esto es lo que ocurrió y yo sabía que vendría lo peor porque Anari lo podía todo, y yo lloraba porque no podía quitárselo de la cabeza, así que fue y pasó lo que pasó.

—La muy loca se escaparía por una ventana, estoy segura —concluye Simona.

La pregunta que acude a mis labios la formularía cualquier investigador mediocre:

—¿Llevaba todavía la maleta?

Abuela y nieto se miran.

—Nadie vio ninguna maleta detrás de la iglesia —gruñe Simona—. Y el maketo no se la pudo llevar porque tuvo que quedarse para matarla. ¿Qué importa la dichosa maleta?

—Si Anari salió esta segunda vez de su casa sin maleta, quizá significara que acudió a la cita habiendo cambiado de idea, es decir, rechazando la fuga. Y entonces, él, sencillamente, la mató por despecho.

Ahora, la abuela no tiene que mirar a su nieto para decir:

—Ninguno de los que fueron allí vio una maleta.

—A no ser que la ventana de su cuarto fuera pequeña y no la pudiera sacar.

—¡Belarriena no tiene ninguna ventana estrecha! —clama Simona, como si yo hubiera ultrajado a la arquitectura vasca.