4
Samuel coge su fusil
La campanilla sobre mi cabeza y las palabras de Koldobike suenan al unísono:
—Ahí los tienes, cuidando la calle. ¿Los has visto?
—¿Eh?
La veo al fondo, ordenando archivadores de facturas y libros de contabilidad en los cajones de mi mesita.
—Les he dicho que se esfumen, pero ahí siguen. Te esperan a ti, pero aquí estás y no vienen.
A través del cristal de la puerta veo a los dos chavales sentados en el bordillo de la acera de enfrente.
—Esta noche han soñado contigo —oigo a Koldobike—. Como no se vayan, salgo con la escoba.
—No se meten con nadie.
—Se están metiendo contigo. Les dejaste bien claro que te habías retirado.
—Aún se lee en la puerta SAMUEL ESPARTA. INVESTIGADOR PRIVADO. ¿Por qué no lo hemos quitado?
Lo puse hace dos años, tras mi feliz intervención en el caso de los gemelos Altube. Koldobike encargó para mí tarjetas de visita ad hoc. Eran otros tiempos. Supongo que mi nombre en la puerta es como el retrato de un antepasado que nadie se atreve a descolgar.
A media mañana, tres adolescentes preguntan por dos libros de S. S. Van Dine: Matando en la sombra y El visitante de medianoche, ambas de su héroe Philo Vance. Siempre que se solicitan títulos de la Sección Especial me recorre un raro cosquilleo; quiero pensar que se trata de una llamada de atención para reponerlos de inmediato, pero he de confesar que es algo más profundo. Veo ahora a Koldobike cómo hace resbalar la punta de un dedo por los lomos de una estantería a media altura, como si fueran las cuerdas de un arpa. Localiza los ejemplares, los extrae de su altar y se acerca con ellos a los tres muchachos, que los toman y los hojean con tanto interés que no parece sino que deseen leerlos allí mismo. Les felicito interiormente por ser devotos de tan exquisito investigador.
El mundo de S. S. Van Dine tiene poco que ver con el de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, padres de Sam Spade y Philip Marlowe, los más conmovedores héroes de la novela negra, independientes, justicieros, incorruptibles, paladines de las buenas causas, campeones del riesgo en escenarios donde la más áspera violencia tiene su asiento. Son los últimos caballeros. La dama del lago, Adiós, muñeca, El halcón maltés…, dispongo en la librería de todas sus proezas, por triplicado, para evitar al cliente que pide un título recién vendido el retraso de su lectura un solo día. Esta particular devoción no enturbia la que siento por el sofisticado Philo Vance.
Oigo a Koldobike:
—No he pegado ojo en toda la noche.
—Si estás indispuesta, vete a casa, que yo…
—No me duele nada. —Se sienta a su mesita, hinca los codos en la madera y se frota la frente con ambas manos, como queriendo despejarla—. Tenían relaciones.
Por ella me suelo enterar de los chismes que corren por el pueblo y, con la curiosidad a cero, espero los detalles:
—Anari y el maketo. ¿Te das cuenta? ¡Anari y el maketo! Aquella noche iban a fugarse juntos. En Belarriena no sabían nada. ¡Y todos teníamos a Anari por una mosquita muerta! Aún no me lo puedo creer…
—¿Cuándo se ha sabido?
—Corría por el pueblo a última hora de ayer.
—¿Quién lo echó a rodar?
—Una cosa trajo la otra… El hermano mayor de Anari, Palento, y el medio prometido de Anari, Domenion, se presentaron con estacas aquella noche detrás de la iglesia.
—Con estacas.
—Sí, se enteraron de que Anari y el maketo habían quedado citados allí a las nueve.
En breves instantes mi interés alcanza un grado notable.
—De modo que allí se reunieron tres hombres.
—Palento y Domenion reventaron la fuga, obligaron al maketo a retirarse de la escena.
—¿Y Anari?
—Ella ya no estaba, su hermano la había mandado a casa.
Mientras recibo esta información estoy desplazándome despacio hacia mi empleada.
—Así que tres hombres detrás de la iglesia a la misma hora y no sólo uno.
—Ya sé por dónde vas —insiste—, pero nada cambia: unas dos horas después, al maketo lo ven sobre Anari muerta.
—No demuestra eso que él lo hiciera, más bien todo lo contrario, pues si a la chica la mataron una hora antes, o las que fueran, el criminal no habría permanecido allí, y menos contemplando como un tonto «su» obra. Hay que pensar que la acababa de descubrir.
Koldobike me contempla sin pestañear.
—Y queda —añado— acaso lo más importante: ¿quién o qué puso en marcha estos sucesos? Pues todo parece indicar que existió una especie de detonante… ¿Se sabe desde cuándo mantenía relaciones la pareja? No importa: justamente cuando se citan para huir, alguien desvela el secreto. Naturalmente, para impedir la fuga. Por encima de esta oscuridad brilla un hecho: un amante no mata a su amada cuando esta se dispone a huir con él. Esto ha de quedar bien sentado… suponiendo que contemos con la existencia de unos amantes y de una fuga.
Al leer en la mirada de Koldobike, me asombro de mis lucubraciones.
—Parece que te está interesando el asunto —dice—. Por desgracia, ya está resuelto, no le queda un gramo de misterio. —Me encojo de hombros—. Sin embargo, ¿sabes lo que te digo?: pues que me da el pálpito de que ya estás escribiendo otra vez. ¡He sentido que «me escribías»! Me siento fuera de situación… por no haberme cambiado de ropa ni teñido el pelo.
¿Por qué se levanta y me da la espalda para reordenar las cajas de cartón en las estanterías de nuestra recién estrenada sección de papelería?
—Tienes razón, ya estoy escribiendo. —Se vuelve y, a pesar de sus sospechas, sus ojos se abren como platos—. Pero no la novela.
—¿Qué, entonces? —deletrea.
—No es más que un simple ejercicio, escribir por escribir, por el placer de hacerlo. Quizá sea una deformación profesional. Yo, un mero amanuense, me atrevo a declarar que puedo estar rozando el rincón secreto de la literatura.
Al escuchar esto, Koldobike recupera de golpe su ser natural.
—¡Secreto! ¿De qué secreto me hablas?
—Literatura libre de función y de utilidad… como no sea la del placer por sí mismo.
—Estás escribiendo… —rezonga Koldobike.
—Sí, y tú tienes la culpa, cuando me anunciaste el crimen de sopetón. Era un crimen en Getxo y tuve que ponerme a escribir.
—Sin avisarme. —Se toca la falda por debajo de la rodilla.
—Lo siento. Pero, tranquila, que no vamos a ninguna parte. —No la tranquilizo—. Habría que buscar otro culpable, porque un enamorado no mata a su amada cuando accede a huir con él.
Koldobike se aclara la garganta.
—La fuga había sido descubierta y Anari se volvió atrás y el maketo no se lo perdonó. Todo aparece muy claro, no hay nada que investigar.
Se ha desplazado hasta el centro de la librería. Frente a la Sección, quita con el plumerito el inexistente polvo de los lomos.
—¿Quién habla de escribir una novela? Pero un hombre se encuentra solo y condenado sin juicio.
—Yo también lamento tu mala suerte de escritor, pero estas cosas pasan. No se puede equivocar todo Getxo pidiendo la cabeza del maketo. —Sus propias palabras la han fortalecido. Suspende la danza del plumero e incluso se vuelve hacia mí abiertamente.
—Créeme —le digo—. Sólo pienso en ser un librero feliz hasta el fin de mis días. Pero tiemblo ante la furia ciega de una masa.
—No estamos tan ciegos.
—¿Con qué contamos? Con una revelación que alguien ha puesto a circular por ahí: que Anari y el sospechoso se entendían. Lo que, por cierto, presta cierta humanidad a ese sujeto, ¿no crees? A mi entender, esto descarta la violación. También contamos con tu personal cura en salud dejándolo al pie de los caballos: que si Anari, a última hora, rechaza el viaje nupcial, regala a su hombre una razón para matarla… Simples conjeturas, necesitamos algo más sólido.
—¿Necesitamos?
Tengo la puerta al alcance de la mano, la abro y, sí, veo que los chavales continúan sentados en la acera de enfrente. Les hago una seña con la mano y se ponen en pie como dos muelles.
—¿Y la escuela? —les lanza Koldobike cuando entran.
—Íbamos a ir después —asegura Faustino.
—¿Después de qué?
—De arreglarnos.
—Yo sí que os voy a arreglar.
Los empujo de los hombros hasta mi mesita. La mirada que me dirige Koldobike es más de asombro que de reproche. Los que me miran casi con angustia son los chavales.
—¿Llevaba vuestro amigo algo en las manos?
—Sí —responde Eusebio.
—¿Un maletín, un…?
—Llevaba un bulto blando, un bulto con ropa.
—Un atadijo… ¿Qué hizo con él?
—Se lo llevó.
—¿A qué hora dijisteis que se marchó?
—Pasadas las once.
Koldobike resopla y se siente obligada a intervenir.
—¿Qué saben estos mocosos de horas? Te mentirían si vieran a su amigo en peligro. ¡Y está en peligro! Y tú, como si te contaran la Biblia.
—Dijeron que les llegaban las campanadas del reloj de los Fano —replico.
—No es serio bailar al son de estos críos liantes.
—Escucha: el atadijo nos cuenta que iba de viaje, es la primera prueba real que tenemos de algo.
—Los muchos ojos que le vieron sobre Anari también son una prueba.
—Se llama Pedro —pronuncia tímidamente Faustino.
Y Eusebio:
—No la pudo matar porque el médico ha dicho que la mataron poco antes de las once y a las once estaba con nosotros.
Koldobike da unos pasos y la emprende con ellos:
—Chiquitos, abrid bien las orejas porque os va a hablar un mayor… Sólo sabéis de tebeos y de las películas que veis en el Gran Cinema… Pero ahora es la vida, hijitos, y en la vida las cosas no son como a uno le gustan que sean. Os agarráis al reloj para montar vuestra película, pero las horas también las monta el diablo… ¡Así que a casita echando virutas!
—No estamos aquí por el reloj —dice Faustino.
—¡Claro que sí! Es la prueba para que este investigador retirado se ponga en marcha para salvar a vuestro maketo.
—Se llama Pedro —repite Faustino.
—No estamos aquí por el reloj —repite también Eusebio.
—¿Por qué, entonces?
Los dos chavales están juntos, los brazos caídos y en sus pequeños rostros hay una suave fortaleza.
—Es nuestro amigo —proclama Faustino.
Una gota fría recorre mi espalda.
—¿Es que los amigos no matan? —arrastra por el barro Koldobike.
—¡Nos ayudó! —se desespera Eusebio—. No tenía por qué ayudarnos pero se quedó con nosotros hasta que lo arregló todo y nos salvó. Lo hizo de puta madre, es muy listo, a nadie se le habría ocurrido. Llegó como si supiera qué hacer antes de que le contáramos la trampa. Es un tío de la hostia.
—No nos conocía de nada y se mojó por nosotros —concluye Faustino.
Tienen doce años, quizá recién cumplidos. Doce años. Cuando sus ojos se clavan como cuatro dardos en los míos, quiero huir.
—Cincuenta pesetas al día más gastos. Te pagaremos. Tenemos dinero en nuestras huchas.
No sé cuál de los dos ha hablado ahora. Koldobike está a punto de dar un paso para cortar aquello. Alzo la mano para detenerla.
—Lamento que no podáis contar conmigo —deslizo.
—¿Por qué?
—Os lo dije. No quiero hacer daño a nadie por segunda vez.
Los chicos se miran.
—Dice el padre que tuviste cojones para buscar al que mató al gemelo Altube y para meterte con los falangistas —dice Eusebio.
—Ama y el abuelo y mis primos y primas también dicen que no saben de nadie cabreado contigo, a lo mejor sólo un poco asustados: ni los herreros de Cuatro Caminos, ni los Etxe, ni Félix Apraiz, ni los Altube, ni nadie.
Suena la campanilla de la puerta y Koldobike no se mueve, como si le diera miedo dejarme solo con ellos.
—¿No sirve nadie? —pregunta una de las dos monjas que esperan. Son del colegio de las Trinitarias.
—Que no os oiga que seguís calentándole los cascos —amenaza Koldobike a los chicos al alejarse.
—A una novia debe parecerle bien lo que quiera su novio —dice Eusebio.
Koldobike se frena un instante antes de llegar a su destino.
—Noviazgos excesivamente largos no son del agrado del Señor —oigo a una de las monjas.
Es lo que flota en el pueblo, consecuencia de los años que Koldobike y yo llevamos en Beltza, siete, desde que abrimos. No es justo. Tampoco me quita el sueño. Getxo es así. Pero ella ha perdido un poco los nervios buscando en papelería el pedido de las monjas; se le caen de las manos algunos cuadernos con renglones, y, antes de devolver a sus huecos sendas cajas de lapiceros y gomas de borrar, abandona su trabajo, llega ante Eusebio, le atiza un sonoro cachete y regresa a lo suyo sin pronunciar una palabra. Las monjas exclaman «¡Jesús!» a dúo y se apresuran a firmar el recibo, recoger el paquete con los cien cuadernos, cien lapiceros y cien gomas de borrar y tomar la puerta, que no pueden cerrar porque Koldobike se apodera del picaporte y así tiene más tiempo para lanzar a las monjas su mirada fulminante.
—No me ha importado la torta —suena en la librería.
—Mi hucha es de barro y no la he roto en un año —dice Faustino.
Los dos echan a andar como piezas de un mismo mecanismo y pasan ante mi empleada sin mirarla.
A mediodía, como con cierta precipitación con ama —Elise es costurera y, a veces, hace jornada completa en una casa y se sienta a la mesa con la familia— y la siesta es una concesión a la vieja rutina doméstica. Siento que, a modo de aviso, algo rebota de una pared a otra de mi estómago. Ocurre cuando me amenaza un cambio. No guardo un recuerdo demasiado amargo de la media docena de años en que los editores me devolvían las novelas que yo llamaba negras y que eran de un blanco triste. Cuando dejé de imaginar para abrazar el realismo, mi entusiasmo no estuvo libre de inquietud. Ahora, unos críos me aseguran —como la propia Koldobike— que no existen los fantasmas que levantó Sólo un muerto más.
Introduzco la llave en la cerradura a las cuatro y no a las cinco, hora habitual de abrir la librería. Lo tengo a centímetros de mi rostro: SAMUEL ESPARTA, y debajo, INVESTIGADOR PRIVADO. Antes de los últimos seis meses esas palabras no corrieron ningún peligro de ser borradas del cristal esmerilado.
Abro la puerta cuarenta y cinco grados, suena la campanilla cuando aún no he dado el primer paso en el interior. Recorro la librería hasta el fondo y me siento a mi mesita. No hace mucho, un biombo, ya retirado —como primer indicio del regreso a mi estado natural de librero—, convertía este espacio en la oficina de Samuel Esparta. Al pasar ante la Sección no he sentido el cálido soplo que me suele enviar.
Es este silencio del local el que buscaba. Han tenido que venir dos enanos para que adelgace mi decisión de abandonar la narrativa, mi figura de investigador. Y es posible que ya se hayan salido con la suya…
Unos minutos más de meditación obran el milagro: nada parece oponerse a una segunda novela, para la que ya cuento con un oportuno crimen y el académico espaldarazo que me faltó en la primera: el advenimiento de un cliente, dos, para cumplir con las normas. De modo que, si todo está en regla, ¿qué me paraliza?
Porque surge algo que me atasca, y cometo el suicidio de seguir meditando. Y la iluminación me llega de los propios Hammett y Chandler, que no se refugian en un pobretón realismo, como yo, sino que su herramienta es el supremo valor de un buen relato: la imaginación… Esto, que no es nuevo, ya lo tenía perfectamente superado. ¿En qué profundas entretelas se me agazapaba esta inoportuna recriminación? Aunque ellos conocen de primera mano los submundos de las peligrosas urbes norteamericanas, no se limitan a «fotografiarlos», sino que se inventan personajes y episodios acordes con esos submundos, pero no se los apropian con tantos pelos y señales como yo hago con Getxo. Nunca me he ocultado que esto era así. ¿Cómo, si precisamente opté por escribir la realidad en ausencia de una deseable imaginación? ¿Por qué despierta ahora esta vaina dormida?
Calma, calma. Pienso intensamente aquí sentado en el espacio que, gracias a un simple biombo, fuera oficina de Samuel Esparta. Pienso que aquellos fantasmas, ya ahuyentados, eran una llamada de mi conciencia pecadora a fin de olvidar mi locura y aceptar como único camino la sobrada perfección de ellos. Y, si es así, ha de haber algo más. Quizá una vuelta de tuerca, pero hacia atrás. A mi espalda queda Sólo un muerto más y los afanes de Samuel Esparta. Con sus riesgos… Pienso con calma, pero pienso… Veamos: ¿qué riesgos corren con su esforzado ejercicio Sam Spade y Philip Marlowe? Únicamente los que imaginan para ellos sus creadores. Ni uno más, y a los que siempre sobreviven; quizá con golpes, rasguños y alguna herida moral, pero enteros para la siguiente epopeya. Tienen la endemoniada garantía de que sus miradas nihilistas contemplarán el punto final en el papel. Por arriscadas que sean las pruebas a que los sometan quienes los mueven, se las ingeniarán para sacarles indemnes de ellas. Es el triunfo de la imaginación literaria. Por algo son los últimos caballeros, noble ejercicio puesto a cabalgar siglos ha por el inspirador de todos ellos. ¿Y yo? ¿Qué destino aguarda a Samuel Esparta? Al no ser lo suyo ficción, no sólo carece de garantías para llegar vivo a ese punto final de una novela, sino que esa novela puede no tener ningún final. ¿Cómo prever una realidad aciaga? Si a Sam Spade y a Philip Marlowe, al fondo de un oscuro callejón, les espera una bala en la sien, sólo les rozará el cuero; si fuera Samuel Esparta, se le alojaría en los sesos. Si es cierto que son los últimos caballeros, merecen ser igualmente los acorazados fantoches de la imaginación. Sancho Bordaberri será aceptado por ese selecto club sólo si baja a la arena de la realidad.