3. La realidad de su pasado

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La realidad de su pasado

Protesto a Koldobike:

—Han venido a contratarme y no tienen mi respuesta.

—Demasiados miramientos con unos mocosos.

—Los niños tienen una sensibilidad a flor de piel. ¿No te emociona que deseen corresponder con ese amigo?

—El maketo se les ha reído en su cara. No sé cómo no lo ves.

Los chicos se fueron y no hubo más durante la mañana. A mediodía, en casa, masticando alubias con desgana, la madre comentó: «No conocía a esa Anari. Los jóvenes de hoy crecen muy deprisa y cuando los viejos ya no pisamos la calle». La hermana quiso saber con una mirada qué me ocurría. Me encogí de hombros. Elise es buena lectora de mi rostro.

La tarde no habría ofrecido mucho más de no haber entrado, a las seis y media, un hombre con todas las trazas de haber dejado poco antes su jornada de albañil. Preguntó por «ese libro donde sale Getxo», y mi empleada se apresuró a sacarlo de la estantería más baja de la Sección y, al ir a envolvérselo, el cliente le ahorró el trabajo quitándoselo de las manos. Pagó, envió una mirada indescifrable al fondo de la librería —a mí— y se fue.

—Ahí va otro —sonrío.

—¿Te odian tanto y no te queman la librería? Quítate ese fantasma de la cabeza.

Es nuestro combate en los últimos meses. ¿Acaso mi rechazo a seguir escribiendo es una concesión excesiva? Así lo cree Koldobike. «Sólo a ti se te ocurre abandonar porque la novela haya caído mal a un par de sinsorgos». Entiendo que no debe tenerse por sinsorgos a los que no piensan como uno. Getxo ve en mi novela algo así como una radiografía en la que contemplarse. No todo Getxo, supongo. Y seguro que lo que les molesta del libro les llegó por habladurías, no por lectura directa. Y serán esos cincuenta y dos convecinos los que hayan puesto a rodar la especie, los compradores de los cincuenta y dos ejemplares vendidos en mi librería. Desde hoy, cincuenta y tres.

Todavía, en 1947, Getxo conserva un sustancial carácter rural, campesino. Mencioné que aún existen los 48 fuegos o caseríos Fundadores, según la vieja leyenda, familias de los primogénitos que trabajan y viven de la tierra; los otros hermanos recalaron, por matrimonio, en otros caseríos sin tanta historia, o ejercen de jornaleros de la industrialización. Y los hay que complementan el arado con el hierro, o al revés; es gente, la nuestra, que del trabajo ha hecho una mística. Un librero no tiene aquí mucho futuro.

Sólo un muerto más ocupa el lugar más modesto en nuestra Sección Especial, en la estantería más cerca del suelo. Ahí la veo, y aún no he digerido el salto que significó en mi sueño literario. A primeros de 1946 fue aceptada sin reservas por la misma editorial que me había rechazado las dieciséis anteriores. La calidad del producto no fue un milagro de mi imaginación, sino de hacer discurrir mi pluma por la realidad. A fin de cuentas, el pretexto de la imaginación es conseguir una realidad inexistente. Al recurrir al caso real de los gemelos Altube no hice otra cosa que soslayar la imaginación y hundirme directamente en la realidad. Vivía y escribía al mismo tiempo los avatares de mi investigación. El relato me quemaba las manos. A tal argucia hemos de recurrir quienes carecemos de vuelo propio.

El libro se publicó seis meses después de ser aceptado y, antes del año, hubo una segunda edición. En un periódico de Madrid y otro de Barcelona aparecieron sendas críticas. Incluso en el diario de la tarde de Bilbao, Hierro. Las tres, bastante buenas, aunque ya se sabe con lo poco que nos contentamos los primerizos.

¿Y la censura franquista? Supe por la editorial que el punto más conflictivo fue el del falangista Luciano Aguirre, al que dibujo como un payasete. Jugó a mi favor la actual política de Franco de relegar del poder a la Falange, olvidando una de sus grandes aportaciones: la guerra sucia.

Y, claro, en el libro aparecían personas vivas, con sus nombres y apellidos, forzadas a soportar la realidad de su pasado, los movimientos de su presente y sus respuestas al acoso de mis preguntas. Resultó demasiado para algunos. Tuve que dar fin al relato y publicarlo para comprender la bomba que había puesto en Getxo. Se sintieron desnudos. Y nada más lejos de mí que injuriar o burlarme de alguien. Más que personas, manejé personajes. Es que Getxo es un pueblo.

A estas cavilaciones mías Koldobike las llamaba fantasmas. Y es que, la verdad, ningún convecino me ha lanzado al rostro sus quejas, si bien creo leerlas a diario en sus expresiones. Tengo mala conciencia por haberles utilizado para alimentar mi pasión, aunque en mis fructíferos contactos con ellos siempre les advertí que la cosa acabaría en el papel.

Si bien el crimen de Anari no ha venido a cambiar nada, la estrafalaria propuesta de esos mocosos para contratar mis servicios de investigador ha rescatado, fugazmente, aquel viejo sueño de «cobro cincuenta pesetas al día más gastos», que tanto color daría a mis novelas. En ningún caso podría tomarles en serio. Sólo se han visto arrastrados por un impulso juvenil cargado de generosidad que, por sí misma, no exime al sospechoso de culpa.

En el momento en que Koldobike me está entregando la caja del día —78 pesetas con 30 céntimos—, la campanilla de la puerta anuncia la llegada del último cliente de hoy, un cincuentón con mirada de miope y corbata que pregunta por una historia de Getxo.

—No hay ninguna publicada —le asegura Koldobike—, pero tenemos dos o tres libros que hablan de curiosidades locales, como El alcalde de Tangora, de Rochelt, y nos llegan noticias de que…

—Confiaba en que el trinitario que está escribiendo una —le corta el hombre—, y quizá haya concluido, estuviera ya publicada. Me refiero a don Juan Gorostiaga.

A Koldobike no le gusta que le dejen con la palabra en la boca y, simplemente, la cierra.

—Sabemos —intervengo— que ese historiador tiene entre manos, sí, una de Getxo. La recibiremos algún día, no sabemos cuándo. Pero, si le interesa, disponemos de un manuscrito copiado de la Historia General del Señorío de Vizcaya, de Labayru, el capítulo dedicado a Getxo. —El hombre me mira con asombro. Extraigo de una estantería veinte cuartillas cosidas a grapa y las pongo en sus manos—. Se trata de otro trinitario, este más joven, que copia a mano el texto en la biblioteca de la Diputación y lo vende a cuatro pesetas. Es un esfuerzo que llena un vacío. Nos lo deja en depósito y nosotros no cobramos ninguna comisión al trinitario. Aquí tiene usted una historia de Getxo.

—Muy curioso —comenta el hombre acercando mucho sus ojos a la letra minúscula del trinitario—. Habré de hacerme con una lupa, pero me interesa.

Paga, lo recoge y se va. Koldobike me pasa las cuatro pesetas, que meto en un sobre. Suelo abandonar la librería antes que ella, dejando que cierre, pero hoy se me adelanta.

—Quiero saber cómo anda la cosa frente a la perrera —me anuncia, tomando su chaleco de lana del perchero y desapareciendo. Se refiere a la gente que hace guardia, desde esta madrugada, ante la comisaría del Ayuntamiento.

Afuera se palpa una gran tensión, no la introspección de costumbre. El crimen de anoche ha hecho saltar todos los resortes y, por primera vez desde la entrada de los franquistas, la gente cree poder expresar abiertamente en la calle lo que siente. La calle, el exterior, el territorio donde conviene silenciar la repulsión a la Dictadura. Desde la madrugada, muchos getxotarras, apostados ante la fachada del Ayuntamiento, reclaman al «asesino» para despedazarlo. ¿Quién está más asombrado, mis convecinos o los franquistas? Pues se trata de una subversión en toda regla, una masa ocupando la calle, el espacio del que hemos sido despojados. ¿Cómo empezó? La verdad es que no es un movimiento ciego e ingobernable: dos parejas de la Guardia Civil se bastaron para conducir entero al tipo hasta Algorta, algo más de un kilómetro. Y eso que el momento era propicio para un estallido, con romeros inflamados por la fiesta. Todo empezaría con un tira y afloja, por parte de las cabezas más frías, para saber hasta dónde se podía llegar. ¿Significa que esa insólita manifestación callejera es el preludio de un nuevo tiempo de añorada libertad? Pienso en mi padre, fusilado, y en el padre de Koldobike, condenado a treinta años. Tampoco el libre entusiasmo alborotador de los más jóvenes espectadores que salen de nuestro Gran Cinema imitando los gags de los rompedores hermanos Marx significa otra cosa que el agradecimiento por compartir con nosotros su libertad.

Me cruzo con un manojo de bocas femeninas cerradas con fuerza camino de la comisaría. Un crimen provoca convulsión, mayor cuando la víctima es una muchacha tan joven y bonita como Anari… y el monstruo es un proscrito de nuestra comunidad. El broche lo pondría una Anari defendiendo su virginidad contra el bárbaro. Seguro que incluso nuestra Iglesia pronto tomaría cartas en el asunto si este bárbaro fuera un rojoseparatista, si hubiera materia para elevar a otra santa.

Por suerte para mí, parece un crimen de manual. No hay caso que investigar, no hay «caso Anari». Estas líneas inseguras podrían haber constituido el prólogo de esa segunda novela que no escribiré.

La playa lleva una existencia independiente de la del pueblo, y esta libertad me permite asistir a un momento inigualable: la mar, en plena retirada en una de sus grandes bajamares, libera peñas y zonas de playa pocas veces al descubierto. La semioscuridad concede al cuadro aires de planeta sin hollar… Acostumbro a bajar a este escenario en estados de ánimo especiales.

Mi familia vive en la primera casa a la izquierda en el arranque de la empinada calle Salsidu. En régimen de alquiler desde hace noventa años.

—Hola —saludo a la pareja sólo a medias fuera del portal. La mitad de dentro es mi hermana. Dos voces me devuelven el saludo, y paso de largo hacia la escalera. Se llama Roberto Echaniz, tiene un pequeño ultramarinos en Berango y corteja a Elise desde hace meses. Le lleva unos diez años, diferencia de edad censurable si el novio no es el soñado, pero a nuestra madre le parece caído del cielo: es un novio con un almacén bien surtido de alimentos. Estraperleará, como todo comerciante, aunque no mucho, según deduzco de su aspecto de buena persona. Desde que Roberto Echaniz ha entrado en nuestras vidas, no nos faltan huevos, aceite, mantequilla, harina de trigo y maíz, azúcar…, todo a precio legal, tres veces inferior al de estraperlo. Y café. Sobre todo, café, artículo que aceleró la recomposición de ama tras la guerra. A las pocas semanas de salir juntos, Roberto puso en manos de Elise un paquetito con productos inalcanzables, que ella rechazó como regalo, aunque no como compra a precio legal. Ama suele preguntar a mi hermana por el estado de la relación y sonríe al escuchar: «Seguimos».

Encuentro a ama postrada sobre una banqueta de la cocina.

—Estas piernas —gruñe, frotándose las rodillas—. Cuando dicen que no es que no.

Veo dos platos sobre la mesa, uno con patatas picadas y el otro con huevos ya batidos: son los ingredientes de la tortilla que ha tenido que interrumpir.

—¿Qué anda por la calle? —pregunta.

Se refiere al crimen, naturalmente.

—Nada nuevo. No tardarán en llevarlo a Bilbao.

—¿Por qué? El maketo está muy bien en Getxo. Aquí no somos animales, no queremos más sangre. —Lanza un suspiro hundiendo su espalda—. Pero, sí, que se lo lleven, ellos saben hacer estas cosas: un juicio relámpago y al paredón. Aunque el suyo será más relámpago que el de tu padre, porque el maketo va con sangre en las manos.

Desde mi cuarto, mientras me cambio de ropa, intento soterrar el recuerdo que nos acompañará hasta la tumba.

—Koldobike te envía saludos de su madre. —El mensaje no es de hoy, sino de hace más de una semana.

—¿Qué hace esa chica todavía sin novio? Dile que no se crea una señorita por trabajar con libros. Quiere picar tan alto que se quedará birrocha.

—Hoy, ama, las chicas no se casan tan pronto como en tu tiempo. Y quedaron pocos hombres.

—¿Y qué me dices de ti, Sancho Bordaberri? No me quiero marchar sin dejar colocados a mis dos hijos. Tu hermana ya anda. Y menos mal que has dejado de salir a la calle con el sombrero americano de tu tío.

Los pasos de Elise por el pasillo se interponen entre ama y yo. Cuando regreso a la cocina mi hermana ya está con el delantal a la cintura y la interrumpida tortilla de patatas. Flota un aroma de aceite perdido con la guerra y poco ha recuperado.

—Aceite de oliva, ora pro nobis —dice ama al sentarnos a la mesa.

Disfruta por partida doble, masticando ella y viendo masticar a sus hijos.

—Quiero conservaros a los dos en esta casa —dice luego, sumergida en los vapores del café con leche—. Y vuestro padre también lo quería. Viviendo aquí con los nuevos hijos. Y los nietos que vengan. Rezo por las noches para que a la mañana encuentre un cuarto más. Pero, claro, las casas no son de goma.

Es un problema surgido a la aparición de Roberto Echaniz, que no sólo trajo bondades. Las chicas se quedan con los padres, pero, en nuestro caso, la única que ofrece visos de matrimonio es la chica. Además, Elise nos ha deslizado que su novio no podría habitar otra casa lejos de su comercio de ultramarinos, heredado de padres y abuelos, cuando la actual se encuentra, precisamente, encima. De modo que hoy, concluido el traslado de las labores de la casa de ama a Elise, no habría problemas si yo hubiera nacido niña.

Conozco los movimientos que discurrirán tozudamente ante mis ojos: Elise recogerá la mesa —platos, cubiertos y tazones—, luego pasará un trapo húmedo por las viejas tablas, se ceñirá el delantal y tomará posesión de la pila y el estropajo enjabonado con Chimbo, con ama contemplándola desde su sillón y pensando en lo buena hija que le ha salido gracias a sus oraciones. Es un mundo del que yo quedo fuera.

Ahora, ama enciende el aparatito de radio del armario para escuchar la Pirenaica con el volumen muy bajo. Lo hace en memoria del padre y a mí me conmueve. Lo malo es que las noticias siempre son adversas: la ruinosa situación de la lucha antifranquista, tanto en el interior como en el exterior; la patética supervivencia de los legítimos Gobiernos de la República y Vasco, abandonados por las democracias occidentales hasta culminar en su vergonzoso reconocimiento de la dictadura fascista de Franco… No sólo ama cumple con el rito, Elise y yo le arropamos.

Pero, hoy, Sancho Bordaberri Esnaola quiebra la marcha natural del universo: me levanto y, con la nebulosidad con que se desliza un sonámbulo, me adelanto a Elise a recoger el delantal que cuelga de la barra de la chapa y me lo ciño con la intrascendencia secular practicada por mis dos mujeres, y tapono el desagüe de la pila, abro el grifo al tiempo que enjabono el estropajo empapado. Oigo a mi espalda una voz agónica: «¿Qué haces, hijo? ¿Es que no ves a dos mujeres en esta cocina? Tu padre nunca tocó eso». Descubro una satisfacción reservada a ellas: la de toparme con la grasa de los platos y comprobar cómo el jabón la desprende. Me adentro en el placer desconocido de recuperar a diario objetos destinados a compartir nuestras vidas. Concluyo con todos los cacharros en el escurridor y el delantal en su barra. No sé por qué sigo dando la espalda al resto de la cocina. Noto calor en un punto de mi mejilla: es un beso silencioso de mi hermana.