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Los pequeños amigos del sospechoso
Los dos se habían acercado a mi mesita hasta presionarla con sus estómagos. Hice con la mano un gesto a Koldobike para que se refrenara. Al menos, nuestros pequeños y falsos lectores ya nos habían facilitado un dato que desconocíamos: el nombre del sospechoso. Además, habían pronunciado la palabra amigo, se movían a impulsos de ella.
—Tenéis doce años.
—Sí —respondió el más alto.
—Y tenéis un amigo.
Silencio. Pisaban sobre cristales, desconfiaban del adulto que, de seguro, no les tomaría en serio.
—Te pagaremos.
Al parecer, sabían tanto de los adultos que invocaban el soborno.
—¿Quién os manda? —preguntó agriamente Koldobike.
—No nos manda nadie.
Sonó como un coro ensayado.
—Sois unos chiquillos y aquí no estamos para perder el tiempo con jueguecitos —añade ella—. Ese maketo ha matado a la pobre Anari y nadie puede cambiar eso.
—No fue él —le corta el más alto.
Tenía Koldobike tan profundamente asumido —y todo Getxo la secundaba— a quién había que ahorcar que temí que estuviera a punto de liquidar aquella escena, por ejemplo, cogiendo a los entrometidos de las orejas para ponerlos de patitas en la calle.
Me adelanto:
—Parecéis estar muy seguros.
—Le costó un buen rato sacar a Eusebio de casa de los Fano, donde había caído —dice el más menudo.
—¿Quién es Eusebio?
—Este.
—Y tú, ¿cómo te llamas?
—Faustino.
—Acabemos de una vez: ¿sois de quien nos habéis dicho que sois? —exige Koldobike.
Se lo repite Eusebio:
—Yo soy Larretxea y este es Garayalde.
—¿Saben vuestras familias que estáis aquí?
—No.
—¡Pues ya es hora de que lo sepan! —estalla Koldobike.
Inspira Faustino Garayalde esa suave piedad que no pueden evitar los chepositos. Siempre me parecieron criaturas diferentes, más recogidas y sabias por el torpor a que les condenan sus huesos. A casi un año de distancia del último verano, la tez de Faustino sigue siendo morena, característica de quienes han de pasar largas temporadas en el soleado sanatorio de la playa de Górliz de la especialidad. Un jersey de lana azul cubre su chepa, poco relevante y algo vencida de un lado. Su pantalón, corto y gris, deja al aire unas canillas angustiosas.
Koldobike, que se ha calmado al advertir la atención que les presto, pregunta ásperamente:
—¿Qué avería les hizo el maketo a los Fano?
—Ninguna, ninguna avería —asegura Eusebio Larretxea—. Ni se enteraron de que yo estuve metido en su casa. Bien los engañó Pedro.
—Me gustaría saber qué ganó el maketo engañando a los Fano.
—¡Yo gané, no él! —exclama Eusebio.
A su pelambrera encendida le van muy bien esos ojos vivos y unas manos inquietas. Es más alto que su compañero, su jersey es verde, su pantalón también corto, y las pantorrillas podrían llegar a ser, con el tiempo, las de un buen defensa central.
Al ponerme en pie, las miradas de los chicos también se levantan, para no perder mi rostro.
—¿Por qué no vais con vuestra historia a la policía? Están para eso.
—La madre me lee una hoja de tu libro cada noche —dice Faustino—. Aún no lo ha terminado.
Mi libro.
—¿Cómo no estáis en la escuela? —pregunta Koldobike por segunda vez.
—Don Manuel nos dejó salir —dice Eusebio con cara de palo.
—Mentira. ¡A la escuela echando virutas!
Koldobike se encuentra detrás de la pareja y parece dispuesta a sacarlos a la calle.
—Un momento —le pido. Y a Faustino—: ¿Por qué te lo lee?
—No sé. Dice que habla de cosas del pueblo.
Esta vez, miro a Koldobike convencido de que adivina mi tentación de preguntar al chico si a su madre no le quema el libro. Aunque si lo lee con tanta continuidad es que le gusta. No deja de ser una novedad. Pero ¿qué importa ya?
Sostengo la mirada inquisitiva de Koldobike.
—Me he retirado —envío a los chavales.
—¿Por qué?
—Te salió bien en el libro.
Han hablado al mismo tiempo, ha parecido una sola voz.
—Pone en el libro que Leonardo Altube engañaba a Getxo, y tú… —balbucea Faustino.
—Pero en la nueva novela nadie engaña a nadie, todos sabrían desde el principio quién es el malo —dice Koldobike, entrando en acción y empujándolos hacia la puerta.
—¡Te pagaremos! —exclama Eusebio mirando a Koldobike.
El soborno se lo ha ofrecido a ella. He dejado de ser la fortaleza por conquistar.
—¡Sabemos que un investigador privado cobra cincuenta pesetas al día más gastos! —gime Faustino.
Sí, conocen mi novela.
—En América cobran en dólares —dice tontamente Koldobike.
—¡Mi tío el marino puede traerme dólares! —asegura Faustino luchando por apartarse de los suaves empujones de Koldobike.
—¡Nadie puede estar en dos sitios a la vez! —exclama Eusebio negándose a retroceder un paso más.
—Ea, que en esta librería hay trabajo.
Koldobike ha rebajado su determinación.
Es injusto cerrar la boca a quienes piden, simplemente, contar una historia. El mundo sería mejor si cada ser vivo —incluidos los dinosaurios y los neandertales— hubiese tenido la oportunidad de contar su historia.
—¿Os bastarán quince minutos? —les propongo.
Koldobike suspira y rinde los brazos y los chavales regresan a mi mesa.
—Eusebio había quedado metido en la casa y la escalera que usó se había partido y yo no sabía qué hacer… —estalla Faustino tropezando con las palabras.
—Sentaos —digo, haciendo una seña a Koldobike para que traiga su silla, mientras me dispongo a acercar la banqueta del rincón. Pero su rápido movimiento sentándose ambos en el suelo con las piernas cruzadas suspende los nuestros. Me siento tras la mesa—. ¿De qué escalera partida me habláis?
—De la que Eusebio y yo cogimos de mi cuadra. «A lo mejor no llega», me decía Eusebio. Pero sí llegó.
—¿Adónde tenía que llegar?
—A la ventana de Cristina que da al callejón.
—¿Quién es Cristina?
Koldobike se acerca a nuestro grupo resoplando.
—La hija de los Fano. —Toca con la punta de sus zapatos los riñones de Faustino—. Yo sé para qué querían llegar a la ventana de Cristina. ¿No os da vergüenza espiar a las chicas?
Ni siquiera bajan la cabeza, sólo callan, esperando que se les permita continuar. Nos confesaban su secreto no por pavonearse como hombrecitos; el episodio nunca habría sido conocido por ningún adulto en tanto ambos fueran chicos, incluso jóvenes; más tarde sí que lo contarían en La Venta a sus iguales, siempre que no anduviera por allí algún Fano. De modo que estábamos asistiendo a una primicia.
—Sólo era mirar.
Ha sido Eusebio. Ambos me observan, supongo que buscando la comprensión de otro varón.
—Pedro subió al cuarto de Cristina —dice Faustino.
—¡Lo que me faltaba! —exclama Koldobike—. ¡Sólo un sátiro así pudo matar a la pobre Anari!
—Seguid —les animo.
La pareja no se mira para acordar quién toma la palabra, tampoco lo hicieron antes. El pequeño pecho de Faustino toma aire.
—Llegamos los dos con la escalera y la levantamos y la ponemos contra la pared, y cuando se encendió la luz se fue para arriba. Le dije que me contara y que luego subiría yo. Pero allí arriba estaba hinchándose de mirar y mudo. Yo movía un poco la escalera y Eusebio ni enterarse, hasta que hizo ¡crac!, y por la mitad y en el suelo en dos cachos y Eusebio colgado con las manos del borde de la ventana…
—Del alféizar.
—Alféizar… Cristina no se asomó, no oyó nada. Eusebio no se atrevía a soltarse, estaba muy alto. Y la ventana sin apagarse. Le dije que había una piedra saliente en la pared y él la buscó con el pie y la pisó, y no sabíamos que las chicas tardan tanto en cambiarse de ropa para ir a la romería… Se apaga la luz y Eusebio trepa hasta la ventana y entra, porque ya no aguantaba más en la pared. Él arriba y yo abajo, quietos los dos. Él asomaba la cabeza y yo qué quieres que te haga. Poca gente pasaba por el callejón y yo pegado a la pared. Y estaba muy oscuro…
Koldobike lanza un bufido:
—Los guardias tenían que haber aparecido.
—Uno me dijo que a ver si en este jodido pueblo entrábamos en las casas por las ventanas.
—… Era Pedro —dice el otro.
—Como no era del pueblo —prosigue Faustino—, le dije que había uno arriba. Pedro miró y allí estaba la cara de Eusebio. Le dije que la escalera estaba rota y que no podía salir por la casa. Se echó a reír y empezó a contar cuentos y no…
—¿Qué hora era? —pregunto.
—¿Cómo van a saber sin reloj? —exclama Koldobike.
—Se oían las campanadas de un reloj de la casa —dice Eusebio—, aún no habían dado las diez…
—Y el maketo tenía que marcharse para matar a Anari —apunta Koldobike.
—No se marchó, allí se quedó —continúa Eusebio—, se sentó en una piedra y se puso a hablar, a contar cuentos pegando manotazos a nuestra pelota. De vez en cuando miraba hacia arriba y me preguntaba si la chica era guapa y estaba buena, y se reía y seguía contando historias, y también de vez en cuando decía que había que inventar algo para sacarme de allí.
—Me dijo que fuera en busca de un cacho de cuerda que había visto detrás de la iglesia —coge el turno Faustino.
—O sea, que estuvo detrás de la iglesia —irrumpe Koldobike.
—Y yo fui y allí estaba la cuerda —continúa Faustino—. Era vieja, de las de atar vacas.
—¡Venía de allí, venía de matarla! —exclama Koldobike.
—Según el médico, a las diez aún estaba viva —señalo. Me dirijo a Eusebio—: ¿Qué hora era?
—No sé, bastante más de las diez, Pedro hablaba y hablaba…
—Preparaba su coartada con estos panolis —machaca Koldobike.
—Pedro se levantó, nos guiñó un ojo, cogió la pelota y dijo a Eusebio que se quitara de la ventana y tiró la pelota hacia arriba y la metió a la primera por la ventana. Se reía y dijo a Eusebio que la dejara allí quieta. Luego se arrolló la cuerda a la cintura por debajo de la chaqueta, y allá se fue.
—¿Adónde se fue? —pregunta Koldobike.
—A la casa, a la puerta.
—¿Eh? No te creo.
—Y llamó y abrieron y oí que hablaba con alguien y que entraba y se encendió la luz de la ventana…
—Y yo ya estaba bajo la cama… —dice Eusebio.
—La cama de Cristina —dice Koldobike.
—… y allí estaban los dos, Pedro y el hermano mayor de Cristina, y Pedro dijo «aquí está» y cogió la pelota y se puso a botarla en el suelo mientras decía al hermano de Cristina que había sido muy amable dejando entrar en su casa a un desconocido como él, y el hermano de Cristina no le decía nada, sólo miraba a Pedro por si se le ocurría hacer alguna jugada porque sabía que era un maketo, y en esto que la pelota pega a la bombilla y la rompe y nos quedamos a oscuras y Pedro dijo que había que traer una vela para ver dónde estaba la pelota y el hermano de Cristina dijo «hostias» y salió y ya no podía vigilar a Pedro, y Pedro me dijo «sal» y cogió la cuerda de su cintura y la ató a mi cintura y me empujó a la ventana y me sacó fuera diciéndome «valiente» y me descolgó como un saco y cuando bajé al suelo me cayó encima la cuerda y enseguida hubo luz de vela en la ventana para que Pedro pudiera coger la pelota…
—Y Eusebio ya estaba fuera de la casa —dice Faustino sonriendo por primera vez.
—Un maketo con muchas trampas —masculla Koldobike.
—¡Pero le había quitado a Eusebio una paliza! —exclama Faustino con calor.
—¿Oíste la hora antes de salir por la ventana? —pregunto.
—Creo que sonaron las campanadas de las once.
—Así que ya llevaría bastante rato echándoos una mano…
—Eso —dice Faustino.
—… y creo recordar que, según el médico, Anari murió hacia las once menos cuarto, ¿no es así? —pregunto a los chavales, que se encogen de hombros—. Manejamos tiempos muy breves y nada precisos.
—Si estaba con nosotros, no podía estar en… —dice Faustino—. Además, él nunca mataría a nadie. Es bueno. No nos conocía de nada y nos ayudó. Nadie de Getxo habría pedido a la familia de Cristina que le dejase entrar… Pero él llamó a la puerta y les habló y entró sabiendo que le pondrían mala cara.
—¡Ea! —Koldobike rompe con un txalo la calma de la librería y pone de pie a la pareja tirando de sus brazos—. Basta de rajar, que algunos tenemos trabajo y aún no hemos pegado un palo al agua.
Y los pone en la calle con la mayor delicadeza de que ella es capaz.