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El dilema de Samuel Esparta
El convencimiento de todos los presentes en el entierro de que Balendin sería devuelto a la tumba de la que acababa de ser extraído, marcaría, y no para siempre, las fibras más profundas de Getxo; sólo meses después descubrirían la dura verdad, al publicarse la novela. Pues se trataba de eso, de la novela. ¿Qué hacíamos con ella, con el secreto que encerraba, la maldita resolución imprescindible de toda narración policiaca? ¿Acertamos Koldobike y yo al decidir su publicación? ¿Era lícito robar al sufriente Getxo de la guerra y la posguerra el recuerdo de aquel entierro con el sello inequívoco de la sublimación del amor, de aquella amistad tan especial, un amor tan a la altura del otro amor?
La familia de Alejandra la de Azkorri, enternecida, no puso reparo en postergar su entierro y ceder la tumba asignada por Gabino Perurena.
El estampido del disparo conmocionó al cementerio entero y hubieron de quedarse arriba de la fosa los más de los que se precipitaron a sacar el cuerpo de Balendin. Allí quedó, sobre la yerba, en espera del médico y ante una muchedumbre enmudecida. Fue en ese momento, al cruzar nuestras miradas Koldobike y yo, cuando iniciamos mudamente el debate acerca del gran secreto. El comisario quiso establecer que era una autoridad y se apostó a los pies del cadáver durante la hora escasa que tardó en llegar don Julio Inchauspe. «¡A casa, a casa!», se oyó repetir a Simona acudiendo a unos y a otros buscando apoyo en su desesperación por rescatar a su nieto de la vista de todos, ocultarlo cuanto antes, precipitar un velatorio provisional en su casa, en espera del entierro definitivo que lo clausuraría todo.
—Pues ella es una de las tres personas que lo saben —aseguré a Koldobike en el transcurso de aquella semana de grandes dudas.
—¿Cómo? Los únicos que lo sabemos somos tú y yo, y te juro que yo no…
—Él mismo se lo ha dicho. —Koldobike parpadeó, incrédula—. Jugaban al mismo juego. Manejaban la leyenda que les inspiró, primero, los enterramientos de Anari y Balendin en tumbas inmediatas cuando les llegara el día, y sólo el demonio sabe a qué soluciones recurrirían para conseguirlo. La fuga de Anari representó la primera gran prueba, y ya sabemos cómo la resolvió Balendin. Después, quizá hace sólo unas horas, se lo confesó a la abuela, sin duda orgulloso de su resolución, y ella, no tan loca como creíamos, se horrorizó. Sin embargo, la protección que después brindó al nieto parece indicar que se ha resignado a la barbaridad.
—Qué cosas… —se hundía Koldobike.
—Es nuestra gente, nuestra tierra.
—¡Pero los vascos no somos así!
—Nación y patria son términos hermanos, y muchos vascos se sienten nación, y este sentimiento ha crecido con esta guerra de exterminio de tantas cosas. Yo mismo creo haber sufrido cierta transformación. ¡Nos han quitado la libertad! En tiempos así es difícil no buscar refugio en una fe, en cualquier fe. ¡Y a mí me asustan las fes! Una fe puede derivar en delirio. En la guerra fuimos derrotados por un adversario delirante. El grito falangista de «España es una unidad de destino en lo universal» es puro delirio. Todos los pueblos tienen sus leyendas, y el vasco no es una excepción, que a veces degeneran en delirios. ¡Pero qué te voy a decir a la vista de lo que acabamos de ver!… Bien, vayamos a velar un rato ese cadáver, esa pobre víctima.
Hubo velatorio y hubo el enterramiento deseado por todo Getxo. También anduvo por allí Luis Federico Larrea haciendo de las suyas con la cuerda, esta vez con el cuerpo de Balendin de por medio. Pero aquello se había cerrado en falso.
Exhalo el humo del cigarrillo, el quinto de esta nueva etapa. De momento, no los voy a desterrar, aun sabiendo que será más difícil con el tiempo. Sí, me han ayudado en estos tensos y difíciles días, no sólo serenando mis nervios sino ofreciéndome un escudo. Hay situaciones embarazosas en que uno necesita pensar, pedir tiempo muerto, fingir serenidad de roca, mostrar hallarse en posesión de todos los resortes. Ellos lo sabían y fumaban como chimeneas. ¿Por qué el sombrero americano y no una cajetilla de Lucky Strike?
—Hablas sin abrir la boca —me espeta Koldobike.
—No he dicho nada —le envío desde la otra punta de la librería después de asegurarme de haber tenido la boca bien cerrada.
—No necesitas hablar, eres un libro abierto… Te ocurre algo.
—Acaso esta vez no sea un libro tan abierto.
—No consentiré que lo pague tu novela.
—Por si no lo sabes todo, te informaré de que existe algo denominado respeto que me impide su publicación.
—¿Por qué?
—Haría estallar una bomba en los sótanos de la plácida conciencia de Getxo. Nuestras gentes tienen derecho a disfrutar, de vez en cuando, de un buen recuerdo. Nuestra leyenda ha sido generosa con creces, les ha colmado, y me niego a amargarles la fiesta. Tienen derecho a ser un poco más felices con mi silencio.
—Con tu mentira.
—¿Qué más da? Hoy, son las verdades las que hacen daño.
—Quiero a tu novela tanto como tú mismo, y si la quemas será por encima de mi cadáver… Vamos a ver: has resuelto un segundo caso criminal y tus editores esperan tu segunda novela. ¡La esperan! Están al tanto por la prensa y te han escrito… ¿Sabes… lo… que… te… digo? —Esta frase personal, aunque no larga, la pronuncia esta vez con tanta lentitud que la prolonga hasta que la tengo frente a mi mesita—. Que no se merecen ni la mitad de este sacrificio. ¡Por encima de mi cadáver! —Retrocede hasta la Sección y levanta el brazo para hacer resbalar la mano por los lomos admirables—. ¿Qué harían Hammett y Chandler en tu caso? ¿Cómo tomarían tu cabezonada? Que yo recuerde, jamás se vieron en un brete semejante. Y te diré más: no fueron capaces ni de imaginarlo. En esta ocasión, la realidad ha superado su ficción, esa realidad de la que tanto sueles renegar… Y yo te diré lo que harían: ¡tirar p’alante! Ellos nunca se cortan ante la dura verdad. Se mueven en los peores barrios de cada ciudad, sus personajes son de la peor calaña y pueden ser tan violentos como ellos, golpean, disparan… ¡y todo lo escriben sin pelos en la pluma! Y el que venga atrás que arree.
—Pero son leales. Siempre lo son.
—Leales a la verdad. Y tú quieres silenciar una verdad para quitar hierro a una leyenda que no anda lejos de la fe y es heredera directa del delirio que tanto criticas. ¡Afróntalo, Samuel Esparta!
¿Tiene razón? Nuestra comunidad es fuerte, está sobreviviendo a realidades tan despiadadas que, a su lado, lo que revelaría mi novela es cosa muy menor, casi una fábula. Sin embargo…
—Hay algo más. Escucha: si yo perdiera con mi deslealtad sería un gratificante sacrificio… ¡pero resulta que gano! Es lo peor que le puede ocurrir a uno. ¡Gano una novela! Sólo de pensarlo la conciencia me golpea. No puedo hacerlo. Compréndelo.
Koldobike regresa casi de un salto ante mi mesa con el rostro encendido.
—¡Me pones de los nervios! Tengo para mí que un encantador envidioso de tus hazañas enturbia tus pensamientos con sus malas artes a fin de que el mundo no conozca tu segunda salida. Hammett y Chandler habrán tenido que encontrarse alguna vez en este o parecido trance y no han dudado en elegir el camino de la verdad; de lo contrario, habrían perdido algunas de sus hazañas, y nosotros con ellos. —Lanza un gran suspiro, alza los brazos y se aleja librería adelante, lamentándose: «¡No puedo hacer más!». De pronto se detiene, gira y regresa, y no anunciaría la resurrección de los muertos con más entusiasmo—: ¡Sí que puedo hacer más! Escucha, coitado: ahorcarían a un inocente. Te olvidaste de Pedro. Me has oído bien: ¡inocente!
—¡La hostia, el maketo! —exclamo sordamente.
Salvados de milagro Pedro y la novela. Mis manos olvidan su temblor minutos después de encender el Lucky.