17
Un asesino muy considerado
Antes de la guerra, un entierro era un compromiso incómodo incluso para los familiares del difunto. Lo que hoy está ocurriendo en Getxo es como una llamada a las armas. También entierros anteriores a este, tanto de la guerra como de la posguerra, eran diferentes, aunque en otro grado. El de hoy es un entierro con carga doble, y no sólo por ser dos los muertos. Vamos a enterrar a un nuevo preso fusilado por Franco… ¡y van ocho años del final de la guerra!… y a una joven vasca de sin igual hermosura, deslumbrantes cabellos rubios, heroína ideal de mil sueños, hermana del otro muerto, y doncella, supongo; asesinada, asesinada por un monstruo que arruinó todos esos fulgores. Getxo no habría pagado tan alto precio por una denuncia sorda tan masiva, pero la aprovechará.
A las seis y catorce minutos de la tarde, Koldobike y yo cerramos la librería. El entierro arrancará a las siete, naturalmente, de Belarriena. En la calle, la gente no se cruza con otra gente, todas van en la misma dirección.
Yo esperaba el entierro confiando en convertirlo en otro espacio de la investigación, observando expresiones y actitudes fuera de control en ocasión tan especial, incluso que se produjeran ante el féretro de Anari; reacciones inconscientes, reveladoras. «Es una ocasión única», me repito. Si, en principio, muchos de los habitantes de Getxo son sospechosos, los tendré a todos ellos reunidos como en una kermesse. Habré de cuidar que la investigación no se me vaya de las manos, a la vista de tanta extravagancia al acecho, sobre todo en el último tramo, en el cementerio de los delirios.
—¿Viene tu hermana? —oigo a Koldobike muy de lejos, aunque camina a mi lado.
—¿Mi hermana? Ah, no, la escoltará el de Berango.
Me lo comunicó en la cocina, comiendo con ama, quien me pidió:
—Abraza a la pobre Juana Urtunduaga de mi parte, pero no un abrazo como si quemara sino hasta que se te cansen los brazos. —Hecho el encargo, ama quedó tan feliz como si ella misma acabara de abrazarla. Y a ver si esta segunda vez lo llevo a cabo—. Y agárrate bien el sombrero en el cementerio, el sombrero americano de tu tío, que en La Galea anda siempre mucho viento.
Alerto a Koldobike:
—Ten los ojos bien abiertos, pueden ocurrir cosas.
—Nada ocurrirá, el chico malo de la película está en la perrera.
Dos detalles han cambiado para esta ocasión en su ajuar de secretaria de investigador: no lleva su falda por encima de las rodillas sino por debajo; y, aunque sigue intacta su esplendorosa cabellera rubia, cubre gran parte de ella con un pañuelo oscuro con las puntas anudadas bajo la barbilla. Sería de lamentar que Getxo nunca le agradeciera el hondo respeto que profesa a sus gentes y sus cosas.
Alcanzamos las inmediaciones de Belarriena —la multitud impide acercarnos más— en el momento en que emergen de su portalón hombres de negro portando los dos féretros, que instalan en sendos coches fúnebres tirados por caballos también negros. Hay una figura revoloteando alrededor de estos coches: Luis Federico Larrea, y sólo Koldobike y yo conocemos la razón: vigila los cabos de cuerda que sobresaldrán de alguna rendija entre las maderas de los féretros, y que la fijación de sus extremos con el adhesivo no falle.
—Dos hijos de una sola vez —oigo suspirar a Koldobike cuando aparece Juana Urtunduaga sostenida por Santi y Montxo, con Palento y Domenion pisándoles los talones, todos envarados en sus trajes de domingo. Docenas de sencillos ramos de flores parecen volar hasta cubrir los féretros. Resulta impresionante el silencio que puede desprenderse de una multitud—. Míralos, como cuervos —vuelvo a oír a Koldobike. Por encima de las cabezas descubro a guardias civiles y falangistas dejándose ver y, sin duda, de nuevo asombrados de que, por primera vez, una manifestación tan considerable no sea de su glorioso Movimiento Nacional. Temo que, en cualquier momento, nos dispersen a porrazos o con plomo. Considero de mal agüero la ausencia de ese comisario que lleva días pegado a mí…—. Mira quién se acerca al trotecillo.
Ahí lo tengo, abriéndose paso a codazos respetuosos e instalándose a mi izquierda.
—¡Uf! Hemos tenido seminario ideológico y creí que no llegaba. ¿Le molesta que le acompañe?
—¿Seminario ideológico?
—Un camisa vieja refresca nuestras ideas revolucionarias, actualiza conceptos y engrasa nuestro sindicalismo.
—El vertical.
—Sí, claro, el vertical.
—Por eso, en su edificio de Bilbao, los ascensores no paran subiendo y bajando trabajadores. Todo sea por la verticalidad. Jamás les atienden una queja ni les solucionan un problema, pero reciben impresos para que los rellenen en casa y regresen a mover los ascensores.
—No sea usted malo —sonríe sin ganas el comisario.
Llega don Pedro Sarria con capa negra y toma posición a la cabeza. Le acompaña un monaguillo sosteniendo en alto una cruz de largo mango.
—Nuestro párroco ha prohibido al cerdo de Ignacio Artigas acercarse por aquí —informa Koldobike.
—Buenas tardes —le saluda el comisario torciendo el cuello para salvar mi bulto y poder verla. Ella no se da por aludida.
—¿Cómo sigue Pedro? —pregunto.
—Ah, muy bien. Esta mañana lo hemos trasladado a Bilbao. Y también a su madre, que insistió en acompañarle. Los reglamentos no están reñidos con la compasión… No sé por qué he depositado tantas esperanzas en este entierro. Me refiero a nuestra investigación.
«Nuestra» investigación.
—¡Mira! —exclama de pronto Koldobike—. Ahí viene el llorón vestido con blusa de aldeano y…
Se corta tan bruscamente como había empezado. El comisario la mira, me mira a mí y dice:
—Comprendo. Soy ave de mal agüero para su simpática secretaria. Son cosas que pasan. Les dejo solos. Nada de rencores. Seguiré desde otro ángulo el desarrollo del entierro.
Gira y se abre paso hacia posiciones de atrás.
—¿Cómo lo aguantas? Me saca de quicio su babosa educación. Y además falsa, por supuesto. Sólo busca sacar tajada. No te habrás ido de la lengua contándole lo que sabes.
—¿Saber? Aún no tengo nada. He de ampliar mi campo de trabajo, hasta ahora limitado casi exclusivamente a Belarriena. ¡Con el poblado gallinero que nos rodea! ¡Y todos sospechosos!
—Te digo que, por una vez, los jueces falangistas ahorcarán a un culpable —sentencia Koldobike con determinación.
—Tu empecinamiento te ha metido bajo una concha privándome de tus frecuentes intuiciones. Y creo que la novela se resiente de ello.
—Gracias, jefe.
—¿A qué llorón te referías hace un momento?
—Es curioso: ahora no viene hacia el séquito sino hacia los coches.
Miro hacia donde ella mira y descubro a Balendin Lujanbio caminando como un sonámbulo, efectivamente, recto a los coches. Deja atrás al segundo y se detiene al costado del de cabeza, el de Anari.
—Ese jovencito cree que el entierro lo han montado para él solo —comenta Koldobike.
—Nos está demostrando lo que ya sabemos: que nadie quería a la muchacha como él. No ignorarás lo fuerte que les suele dar a los adolescentes. Es conmovedor.
—Pero las lágrimas de la emoción no me emborronan la vista y te digo que lleva al cuello el lauburu que falta en el improvisado altar detrás de la iglesia.
—Alguien lo robó… y ahí tenemos al ladrón.
—No nos debe extrañar que fuera él. Sin duda, es el que más derecho tenía a hacer esa chiquillada.
—Así es el amor.
Todo, pues, parece en regla para que se inicie la marcha. Nos llega un «¡vamos!» de don Pedro Sarria y el monaguillo da el primer paso sin la menor solemnidad. Los dos cocheros acarician los lomos de los caballos con sus látigos, las ruedas giran sin ruido y la primera fila del séquito…, la de Juana Urtunduaga y sus hijos, la nuestra debe de ser la veinte…, se despega de la segunda, en la que acabo de descubrir a Luis Federico Larrea, y esta de la tercera, y cuando le llega el turno a la nuestra los numerosos pasos que ya se arrastran suenan como el ronquido de una ola al retirarse sobre un lecho de piedras.
—Mírale ahora.
De un costado del coche, Balendin ha pasado al otro, y así, de posar la mano izquierda en el féretro, puede posar la derecha: un detalle de caballero. Al pobre todo le parece poco para honrarla.
Alguien abre un cauce por delante de nosotros y surge el rostro despavorido de Luis Federico Larrea. «¡Ese crío lo va a estropear todo!», nos envía en un susurro secreto y regresa a su puesto de vigilancia en la segunda fila incordiando al personal.
—Empieza por sospechar también de él —dice Koldobike—. A lo mejor, su oculta afición es la de viejo verde.
—¿Él?
—Necesitaba un cadáver especial para demostrar la leyenda, un cadáver esperando a otro cadáver también locamente enamorado… Estoy hablando del maketo cuando lo ahorquen un día de estos y el Larrea unte a quien haya que untar para que lo entierren cerca de ella. ¡Nunca tendrá dos muertos con más ganas de amontonarse!
Ni siquiera esboza una sonrisa.
—Sí, es lo que pidió Pedro ayer en el cementerio. Pero sólo le duró unos minutos.
—Pues ahora quizá lo consiga.
—¿Sabes cómo califico ya a esa leyenda? Leyenda maldita.
Aunque no puedo evitar preguntarme si Balendin descubrirá el cordel que debe de sobresalir del féretro. ¿Quién le ha vestido con ese blusón negro hasta media pierna de nuestros aldeanos? ¡Quién va a ser!
Y, de pronto, ella, Simona, aparece a mi lado. Mi capacidad de convocatoria me causa un suave escalofrío.
—Habrás visto a mi nieto.
No parece Simona la misma de siempre. Su expresión ha perdido el sempiterno aire de poderosa Amagoya. Se me antoja, incluso, reducida de volumen.
—Yo nunca había tenido miedo —manifiesta, extrayendo con dificultad aire de sus cavernas interiores—. ¿Por qué mi sangre vasca no me envía ahora el remedio que necesito? ¿Por qué se hunde todo a mi alrededor? ¡Tengo tanto miedo que quiero que se acabe el mundo!
Me cuesta aceptarla así, tan perdida y angustiada. No deja de hundirse algo en mi interior. Y no es el momento. ¿Por qué se muestra así justamente en este entierro? Prosigue con voz temblorosa:
—Ahí está, con algo terrible sobre él. ¿Habrá dejado de ser mi nieto? ¿Puede una sangre librarse de su sangre? ¡Señor, Señor, no me repitas tantas veces que yo se lo revelé desde la cuna!
—Se le pasará, la olvidará, es joven —trata de consolarla Koldobike.
—¿Desde dónde me hablas? —gruñe Simona.
—Desde la edad de ese chico. Él sufre, usted sufre viéndole sufrir, pero todo pasará. Es una ley de vida que nos cuesta entender. Todo pasará… ¿Quiere que le acompañe a su casa?
—¿Cómo se te ocurre proponerme tal cosa, jovencita? —se enfurece Simona—. ¿Cómo le voy a abandonar con lo que tiene encima? ¡Sigo siendo su abuela!
Dirige a la pobre Koldobike una mirada fulminante y huye hacia atrás abriéndose paso a empellones, hasta que encuentra a alguien con quien seguir desahogándose.
—Le ha dado más fuerte que a Balendin —dice Koldobike.
—Es una mujer con un carácter terrible, todo en ella es excesivo. Que la abuela recoja al nieto cuando esto acabe y se vayan los dos a casa a consolarse.
—Es curioso, ella y no él parece la enamorada de Anari.
—Tendré que repetirme: ¡maldita leyenda!
Al pasar del piso blando de tierra al asfalto de la carretera los cascos de los animales musican un toc–toc escandaloso y los humanos un oceánico arrastrar de suelas. Las grandes frases suelen pronunciarse con premeditada lentitud, pero en nuestro entierro lento no hay premeditaciones ni efectismos, es como si estuviéramos inventando la lentitud para honrar a dos víctimas tan diferentes y tan nuestras.
Esta calle Bostgarrena se abrió para ofrecer digno acceso al nuevo camposanto; rebasado este, concluye en la gran explanada verde que corona el acantilado de La Galea, cuya proximidad al cementerio se sospecha que puede actuar de estímulo a los que, de vez en cuando, se arrojan de cabeza a las peñas del fondo.
Estoy viviendo una situación que nada tiene que ver con la de anoche en este mismo sitio. Bajo la todavía fuerte luz de las siete de la tarde, ambos coches se detienen frente al frontis de piedra blanca, alto y con tres puertas enrejadas, sólo abierta la del centro, por la que entra el monaguillo seguido de don Pedro Sarria, y enfilan el corredor central con la seguridad de los que saben dónde han de detenerse, dónde están las tumbas de hoy, de cuyo emplazamiento sólo tengo una idea confusa aun habiendo estado anoche por aquí. La mano abierta de Balendin en ningún momento deja de apoyarse en la tapa del féretro, ni al ser retirada del coche por cuatro funcionarios que lo transportan calle arriba.
—Está estrenando una norma para entierros, un nuevo modelo a incluir en la lista de comportamientos dolorosos —comento.
—No lo tomes a broma, se me saltan las lágrimas —suspira Koldobike.
Y es verdad: al retirar su pañuelo de los ojos está húmedo.
—¿Cómo no le acompaña su incondicional abuela?
—Está con él. Simplemente, respeta su manera de hacer, como la hemos de respetar todos. Eso es amor, Samuel.
—En ocasiones, con la mano libre se acaricia el lauburu del pecho, ¿lo ves?
—Suyo ha de ser para siempre ese tesoro.
—Hasta que se cruce en su vida otra Anari.
Koldobike me lanza una mirada dolorosa.
—¿Cómo puedes estropear así un momento como este? Se diría que no crees en el amor. —Incrementa la carga de su mirada—. No crees en el amor —concluye, desolada y convencida.
Antes de que regresen los cuatro funerarios, Juana Urtunduaga sufre un desvanecimiento y hubiese caído al suelo de no seguir sostenida por dos de sus hijos, y cuando estos la quieren conducir a un asiento, quizá una lápida, surge del gentío Luis Federico Larrea con un manojo de finas varillas de metal que va desplegando mientras se acerca a ellos, y el invento resulta ser una silla inverosímil que, contra todo pronóstico, soporta el peso de Juana. También surge en la mano del Larrea un frasquito de sales, supongo, que aplica a la nariz de la postrada y la resucita.
Regresan los cuatro funerarios para cargar con el segundo féretro —Balendin no se ha movido de junto al primero—, y esta vez vamos todos tras ellos. Mientras el Larrea pliega su silla, vemos al comisario hablar con él. Luego se nos acerca.
—¿Me permite? Sólo será un momento… ¿Se han fijado en ese caballero? No es del pueblo, no es como ustedes. Su elegante vestimenta, sus maneras… y ese ingenio de alambres engañosamente frágil. Lo tiene patentado, me lo ha dicho. Y, ahora, esto: sus manos, que han levantado mis sospechas por ser fuertes y hábiles. En el jardín de su casa…
—En Neguri —señalo.
—… se ha hecho construir un pabellón–taller donde las ejercita construyendo trastos de esa especie —prosigue el comisario—. No es por señalar a nadie, pero las manos de ese caballero son extrañamente fuertes en alguien tan exquisito. De ahí mis sospechas.
—¡Qué tontería! —exclama Koldobike—. En este cementerio hay ahora cientos de manos callosas más sospechosas que las de ese ricachón.
Sin embargo, no olvido las recientes sospechas de mi secretaria acerca de la motivación que pudo tener el Larrea para hacerse con un cadáver perfectamente acomodado a su experimento; y, con suerte, dos cadáveres enamorados el uno del otro si el maketo fuera el criminal y lo enterraran en la fosa inmediata: ¡novia y novio desesperados por hacer buena la leyenda!
—¿Qué te pasa?
—¿Qué me pasa?
—Tu cara se ha puesto roja de pronto.
—Escucha: basta de cadáveres enamorados, de fosas juntas, de féretros con cuerdas colgando. Y basta de Luis Federico Larrea y sus demencias. Que termine pronto este entierro que nos está sacando de nuestras casillas. Ya es hora de regresar al reino de la razón.
El comisario respira unos segundos por la boca, mirándome, y anuncia tenuemente:
—Me retiro. Y perdonen.
—Cuanto está ocurriendo aquí es muy emocionante y el día de mañana desearé haberlo vivido —oigo a Koldobike al librarnos de él.
—Por ejemplo, ver a Balendin ayudando a bajar el féretro de Anari.
—Así es… ¿Acaso no se te encoge el corazón?
Más que ayudando a bajar la caja al fondo de la fosa, cuidando exquisitamente de evitar choques contra las paredes. Tira de una soga o de otra cuando falla el deslizamiento vertical y se producen roces. Dudo que Gabino Perurena y sus ayudantes hayan tenido alguna vez un colaborador tan entregado. Supongo que le aceptan por encubrir el privilegio que conceden al otro entrometido vigilante de mantener arriba el cabo de cuerda. Ninguno de los muchos presentes próximos a las fosas lo tendrán por una profanación.
Pero cuando los cuatro hombres recogen las sogas para emprenderla con el segundo féretro, el Larrea les acompaña, no sin antes fijar el cabo de su cordel a un palito hundido en la tierra. Ante el asombro de todos, incluido el mío, Balendin se sienta en el borde de la fosa vacía con las piernas colgando en el interior.
—¿Qué hace ese crío? —exclama Koldobike.
—Marca territorio. Sabe, sin duda, que su abuela fracasó ayer en su empeño por convencer a Gabino Perurena de que reservara esa tumba vecina para su nieto.
—¡Pero el chico no está muerto!
—Era un intento de reservarla para él cuantos años fueran precisos. Pero era un mal momento. Parece que Gabino tiene otro espacio comprometido para alguien y con un fin semejante. Es raro que tú, tú, no conozcas ese rumor.
—¡Claro que lo conozco! Pero Gabino es serio, no le creo capaz de…
—No te fíes, ayer mismo se le escapó una velada alusión al viejo asunto. Naturalmente, se trata de adultos. Incluso, con el tiempo, ancianos. Y en el caso de Balendin habría de esperar muchos años, quizá más de ochenta, dada la salud del jovencito.
—Mírale ahí sentado, tan fresco como una lechuga, como si estuviera solo.
—¡Es que se siente solo! Va a perder a su Anari para siempre y no sabe qué hacer. —El pañuelo de Koldobike se humedece un poco más—. Por el resto de su vida habrá de conformarse con el pequeño lauburu que cuelga de su cuello.
—Un robo para toda una vida.
—¿Robo? —exclamo. He caído de pronto en un borroso aturdimiento—. ¿Robo? Puede que Balendin no robara nada.
—A ver, si no, cómo llegó a sus manos… ¿En qué piensas?
—No sé en qué pienso. Bueno, sí sé… No es ladrón quien se roba a sí mismo.
—Regresa al entierro… Ya están bajando el segundo féretro. Y qué poco hemos mencionado a Toribio Belarritabena en este duelo. ¡Todo se lo ha llevado su hermana! No olvidemos que también fue asesinado.
Naturalmente que estoy pensando en algo. Y me arde la cabeza… No robó, se limitó a recuperarlo del pequeño altar tras la iglesia… Y en tal caso, ¿qué?, me pregunto.
—¿Dónde estás, Samuel? Mira dónde pisas.
—Escucha, amiga mía. —Sólo ahora me presta atención—. El lauburu era suyo, colgaba de su cuello en la noche fatal para Anari.
—¿Quién lo llevaba?
—Ese mosca muerta que tenemos ahí delante.
—Ya, supones que fue él quien lo encontró en el suelo y lo puso en el altar. ¿Por qué no? Nunca me contaron quién lo puso… Sin embargo, ¿por qué haría tal cosa si prefería conservarlo él, y de ahí el robo posterior?
—Antes, antes… Pero era el único con fuerza moral para cogerlo.
—¿Sabes lo que te digo, jefe?
—No me digas nada e intenta seguir mi exposición… Alguien perdió el lauburu en el escenario del crimen. Tenemos a dos personas forcejeando entre sí, una defendiendo su vida y la otra…
—Es cuando Anari pierde el lauburu. Está claro, no pudo ser de otra manera.
—Escucha: ¿y si ella, en ese momento, ya no lo tenía?
Koldobike no sabe qué hacer con su expresión.
—Pero el lauburu acabó en el suelo.
—Sí, reventó la cadenita y cayó.
—¿Por qué no sueltas de una vez lo que llevas dentro?
Ignora Koldobike que su exigencia me está facilitando el avance, arrumbando mi propio pavor.
—No lo llevaba ella —musito.
—¿Quién lo llevaba, pues?
—El criminal.
Le invade una mezcla de cabreo y desconcierto.
—¿Estás loco? Este caso te está aguando los sesos. El lauburu pertenecía a la pobre Anari y es impensable que no fuera con ella al viaje.
—Alguien le prohibió que lo llevara.
La frase choca contra un muro. El terremoto que azota mis tripas no me impide ver en este momento a Balendin sacar sus piernas de la fosa, ponerse en pie y desaparecer entre el gentío.
—¿Qué alguien le prohibió que lo llevara? No tiene sentido, ese alguien sólo está en tu…
—Alguien que no quiso emprender su viaje de amor bajo el signo de un fetiche vasco.
Koldobike parpadea y exclama:
—¡El maketo! —Pero aún es pronto para que se derrumbe. Sin darse cuenta, se impone a sí misma una pausa para no avanzar—. Te lo contó ayer, ¿verdad? En vuestro paseo fantasma. Te engañó como a un chino. ¡Te mintió! De un bicho como él se puede esperar cualquier trampa. ¡Cómo está jugando contigo!
—¿Qué ganaba con su mentira? —Yo también necesito tiempo para pensar. La niebla me envuelve—. Pidió ver a Anari por última vez. Lo tuve a mi lado cuando la miraba a través del cristal… Un hombre viviendo aquello no tiene humor para mentir. Simplemente, resultaba superior a sus fuerzas viajar en compañía de algo tan… Compréndelo: ¿no le acusas de odiar lo vasco? Claro que lo comprendes. También me dijo que Anari se lo había entregado a Balendin.
—No, no lo comprendo. Ante aquello, Anari lo habría guardado en casa, en el pequeño arcón de sus recuerdos más queridos.
—¿Acaso no era Balendin el recuerdo más querido que dejaba atrás? ¿Con quién mejor quedaría el lauburu? Te oí admitir, no sé cuándo, que su amigo de la infancia sería el mejor depositario.
Estupefacta, Koldobike clava en mí sus ojos sin un parpadeo. Tampoco se atreve a dar rienda suelta a su nuevo pensamiento. No es la mejor noticia. «No lo puedo creer, no lo puedo creer», repite. «La verdad es que no lo creo, nunca lo creeré».
—Soy yo de nuevo, don Samuel. —Es el comisario, surgido a centímetros de nosotros, con la expresión iluminada—. ¡En un momento tendremos al asesino! ¿No es estupendo? Me enorgullezco de aportar mi granito de arena. Aunque no lo parezca y habiendo ocurrido con precipitación, la falta de tiempo para tomar una acertada decisión la he neutralizado con la confianza que me merece un muchacho tan serio que está viviendo con tanta madurez la pérdida de un amor profundo y romántico en el marco de una leyenda verdaderamente increíble…
—¿De qué coño me está hablando? —Mi pregunta tapona su boca—. ¡Váyase de aquí, no estorbe! ¡Mi amiga y yo estamos trabajando!
Koldobike tira del borde de mi gabardina.
—¿No le has oído? Dice que vais a conocer quién es el asesino… El mensaje es para ti, claro.
Después de lo que le he dicho, ella ya no puede pensar así, es un lastre que arrastra de otro tiempo y del que no se puede desprender.
—Descargue contra mí cuanto quiera, pero luego. Ahora, cálmese. Un investigador debe tener más sujetos los nervios. Cuide su propia imagen en la novela… Le recomiendo unas caladitas. —Aparece en su mano una cajetilla de cigarrillos—. Fúmese uno, aunque le haga toser. Tranquiliza como una taza de tila, se lo aseguro. —Me ofrece un canuto emergiendo a medias de la cajetilla.
—No fumo —le recuerdo.
—Entonces el efecto se multiplicará. —No soy yo quien mete el cigarrillo entre mis labios y, ante mi asombro, se sostiene. Oigo un chasquido y la llamita de una cerilla surge en la otra punta del cigarrillo—. Aspire y no trague de momento.
Ignoro qué clase de mirada dirijo a Koldobike.
—Ellos también fuman —la oigo.
Aspiro y mi boca se llena de un sabor indescifrable. Un viento de humo sale de entre los labios del comisario y yo hago lo mismo.
—Un cigarrillo a tiempo es como la tabla para un náufrago —dice—. Mire: usted ya tiene ahora los nervios en su sitio. Dispóngase, pues, a conocer al criminal… No es mérito mío, sino de él, del muchacho.
—¿Qué muchacho? —tiene Koldobike el valor de preguntarle, sin apenas voz.
—El animoso Balendin. Todo un carácter: callado, sufriente, eficaz… Sobre todo, eficaz. Mientras los adultos dábamos palos de ciego, él nos resuelve el misterio. En unos instantes nos mostrará al criminal… Espero que este giro inesperado no dañe su novela.
Me cuesta conducir mis nervios a una vía muerta. Y es así como consigo emitir el nombre de Balendin sin que el sonido parezca un trueno. Es Koldobike la que pone en limpio mi deseo:
—Le pregunta qué pasa con Balendin.
—Acaba de venir a mí y, con sonrisa de angelote, me pregunta si me gustaría saber quién salvó el cuerpo de Anari de abandonar Getxo para siempre y de ser tocado por las manos sucias del maketo. «¿Te refieres a quién la mató?», le he preguntado. Él duda y dice: «Bueno, sí». E insiste: «¿Quiere o no?». Le he preguntado, sin creérmelo del todo: «¿Tú lo sabes? ¿Y por qué no lo denunciaste?». El chico en ningún momento se ha vanagloriado de saber lo que nadie sabía. Es una personalidad admirable, ya digo. Y me ha dicho: «Porque todo se iba a arreglar, pero se ha estropeado y no puedo esperar más, es mi última oportunidad de acompañarla». Yo sabía de quién me hablaba, era lo único que sabía… ¡y resultaba de lo más tierno que he oído! Aunque me ha dicho más cosas que eran para mí un jeroglífico…
—¡Cállese, imbécil! —Me tiemblan las piernas. Mi grito ha sido ahogado. ¿Por qué agarro su gabardina?
Las manos de Koldobike desprenden las mías de las solapas y me abraza haciendo que mi rostro se apoye en su hombro.
—Tranquilo, tranquilo —susurra—. Deja que hable este hombre, quizá nos salve con otro final. ¿Me escuchas?: con otro final.
—No se le cayó a ella… —emito sin voz.
—Que nos cuente y confiemos —la oigo.
Su blusa blanca huele a limpio y a planchado. Es un momento a mil nudos del «Gracias, muñeca», y jamás lo habría pronunciado con el matiz engallado que emplean ellos. Ha sido un derrumbamiento en toda regla.
Nuestra paralización anima a seguir al comisario:
—«Dame tu pistola y lo sabrás», me ha pedido. Le he preguntado si él iba a ser capaz de reducirlo, pues en ese caso yo intervendría. Me ha advertido que este asunto era muy diferente de todos los demás. Le he dicho que yo iría detrás de él. Él me ha asegurado que era cosa de uno solo. Y lo ha repetido: «Cosa de uno solo». Le he dicho que le dejaría llevar mi Astra únicamente descargada, y le he oído tartamudear que él sólo necesitaba una bala. He sacado mi arma, la he vaciado de toda la munición excepto de una y la he puesto en sus manos. Con una solitaria bala nadie emprendería una acción política de oposición revolucionaria al régimen, y menos en un cementerio. Le creo. Va contra una sola persona. Sabe quién es el asesino y nos lo va a traer. Un par de minutos más y caso cerrado.
Dos dedos de Koldobike recogen el cigarrillo de mis labios un momento antes de estallar:
—¡Maldito! ¿Y le ha entregado su arma? ¿Es que ustedes los franquistas todo lo arreglan a tiros?
Koldobike echa a correr, yo detrás, y el comisario nos sigue. Balendin ya está caminando cerca de las tumbas…, donde don Pedro Sarria concluye su responso…, hasta rebasarlas y llegar a la fosa vacía. De pie en su borde, de espaldas a nosotros, le vemos volver la cabeza para, no hay duda, contemplar el féretro de Anari, y a continuación agacharse para regresar a su postura anterior, sentado y con las piernas colgando.
—No es modo de atrapar a un criminal —se asombra el comisario con voz de rata, siguiéndonos.
Balendin levanta su brazo derecho y entonces vemos la pistola.
—¡Dios mío! —grita Koldobike.
Ignoro si Hammett o Chandler contaron alguna vez que el disparo contra el hueso de una sien suena a choque metálico. Nadie olvidará el escalofriante grito desgarrador que ennegreció la escena.
Noto algo entre los labios: es el maldito cigarrillo, que Koldobike me acaba de devolver.