16
Sólo tenemos esto
—¡El entierro! —me oigo exclamar al sentarme de golpe en el colchón por la mañana. ¿O es la tarde y de ahí mi espanto? Pero la sinfonía de los ruidos de mi hogar es la de todas las mañanas. Me sube del estómago una molesta pulsación eléctrica.
El único sitio del mundo donde no soy Samuel Esparta es aquí dentro. Salto de la cama en calzoncillos y en la cocina beso a ama en la cabeza.
—No creas que no te oí llegar —dice sin dejar de pelar patatas. Miente: presume de conocer hasta el más ínfimo suspiro de cuanto ocurre en sus dominios—. Ya no llegas a tiempo de abrir el chiringuito.
Sabe la hora que es y yo la sé al mirar el reloj de pared de la cocina: las doce menos cuarto. No me preocupo, todo parece dispuesto a que hoy sea un día de transición, sin tensiones ni sobresaltos, marcado por ese entierro de las siete de la tarde.
—Tengo hambre —anuncio a ama desde la ducha para hacerla feliz.
—No me extraña, cargando con esa gabardina a todas horas… ¿Qué quieres, desayunar o comer?
—Tú, tranquila, ama, que enseguida me pongo en hora: salgo un rato y vuelvo a las dos. A comer. Ahora me tuestas una plancha de pan.
—Con cafecoleche.
En el portal me esperan los dos chavales con sus libros de la escuela. Han salido a las doce, habrán pasado por la librería, y ahora tengo la impresión de que no me dejarán escapar.
—¿Qué hay?
—¿Qué hay?
—Por haber, no hay nada —confieso a mis patronos.
—¿Nada? —se derrumba Faustino.
—Pues ya te debemos día y medio y una noche, y tenías que haber sacado algo —me recuerda el otro.
—Así están las cosas —me encojo de hombros—. Hay crímenes que tardan años en resolverse. Los investigadores no somos la purga de Benito.
—El Agente X–9 no tarda tanto —dice Faustino.
—Si yo fuera de papel, tampoco.
Apenas han de alzar la cabeza para vigilar mi expresión. No me creen.
—Cuando en la escuela alguien hace una trastada y el maestro pregunta y todos callan y está al caer un castigo general —dice Eusebio—, este y yo nos movemos y no tardamos en sacar al conejo.
—Le ponemos contra la pared y lo suelta —concluye Faustino.
—Si sois tan listos, ¿por qué vinisteis a mí?
—Porque aún no sabemos todas las trampas de los mayores —confiesa Eusebio.
—No se trata de más trampas, sino de más gordas —les confieso—. En cualquier caso, esta tarde tendréis reunido en el entierro a todo el pueblo, es decir, a todos los sospechosos. Id con vuestros infalibles ojos y oídos bien abiertos.
—Él no irá —tartamudea Faustino.
—Ah, él… No, él no irá.
—El único inocente —rezonga Eusebio.
—No, habrá muchos inocentes, todos menos uno… Os adelanto que he podido hablar con él.
Las dos caritas se me acercan un poco más.
—¿Está bien?
—¿Qué le harán?
—Sí, está entero, es fuerte, lo aguanta todo. Os recuerda, se siente vuestro amigo. —Les cuesta esbozar una sonrisa—. Pronto lo trasladarán a Bilbao como medida de seguridad.
—¿Podríamos hablar con él?
—Nadie puede.
—Tú sí has podido.
—Aunque todavía no le llego a X–9 a la suela de los zapatos.
—Abre bien los ojos, en ese entierro pueden ocurrir cosas —me alerta Faustino misteriosamente.
—¿Qué puede ocurrir en un entierro? ¿Es que sabéis algo que yo no sé?
—No sabemos nada —contesta Eusebio—. Tú eres el que tiene que saber. Pero estamos cansados de ver el partido desde los bancos.
—Ignoro si el entierro pertenecerá al primero o al segundo tiempo. Quizá al descanso. Daos una vueltecita por allí con las antenas bien puestas.
Suena la campanilla sobre mi cabeza con el último ramalazo de la pulsación eléctrica de mi estómago.
—¿Qué hay?
Koldobike, ante su mesita, envuelve dos carpetas azules, dos cuadernos, dos lapiceros, dos gomas de borrar, dos sacapuntas y dos vidas del beato Valentín de Berriochoa a dos alumnas uniformadas de las Trinitarias, que vuelven hacia mí sus rostros pálidos del invierno. Koldobike levanta la vista para dirigirme una de sus implacables miradas escrutadoras. Cuelgo el sombrero y la gabardina en el perchero y tomo asiento en mi oficina coincidiendo con el tintineo del intercambio de monedas.
—Tienes mala cara. —Ahora tengo a Koldobike frente a mí, de pie, al otro lado de la mesa.
—Me ha faltado tiempo para maquillarme.
—Toda la noche en danza. ¿Me cuentas?
Así lo hago, al ver que trae una silla y se sienta con firmeza: el viaje de ida y vuelta de los cuatro, el espionaje del cuarto de la vela, los desvaríos en el cementerio…
—¿Llegasteis hasta el cementerio? —se asombra.
—Él quiso saber dónde… descansaría ella. Sufrió un bajón y quiso conocer qué tipo de suelo tenía la fosa… Ya sabes: la leyenda.
—¡Imposible! No me lo puedo creer.
—Pues créelo. Pero le duró poco. Pronto se recobró.
Me llevo las manos al estómago.
—¿Qué te pasa?
—Me criticó que yo escribiera mi novela con la sangre de otros. Y a lo mejor es verdad.
—¿Eso te dijo el muy…? Tú no matas a la gente para luego escribir sobre su muerte… Tú no eliges nada, te lo ponen delante con un lacito… ¡Él sí que inventa, sí que mata, lo ha hecho! ¿Qué tiene contra ti, contra nosotros?
—Supón que te acusan de un crimen que no has cometido. ¿Cómo te sentirías?… Pero dejemos la eterna canción y mira si guardas por ahí unas sales.
Cierra la boca con fuerza y se dirige al baño. La oigo revolver en el armarito, suena el agua del grifo y regresa con un blanco burbujeante dentro de un vaso.
—Hasta la última gota —me ordena.
Koldobike recoge el vaso vacío de mis manos y se sienta con él.
—Sí, quería ver la fosa que acogerá el féretro de Anari —le cuento—. Me conmoví. ¿Sabes lo que hizo nada más llegar? Saltó al hoyo para cerciorarse de que su fondo no era de peña. ¿Te das cuenta? ¡Se trataba de la leyenda! —Koldobike permanece impasible, se niega a aceptarlo—. ¿No te parece un detalle de romanticismo, de amor? Y en el fondo estaba la leyenda. Hasta ese comisario lo entendió así.
Reacciona tosiendo nerviosamente:
—Pura comedia —sentencia, inconmovible.
—No, no… Fue un auténtico desfallecimiento, un olvido de sí mismo y una entrega a Anari y a su mundo. Y te diré algo más: incluso señaló en el suelo dónde había que abrir su propia fosa en el futuro, inmediata a la de ella. Un comportamiento que le enfrentaba como nunca a los tres Belarritabena y al desairado prometido presentes, otros noctámbulos que tampoco aceptaban la segunda fuga de la pareja, esta vez a la eternidad. Ese muchacho no fingió, en su dolor no cabía el juego.
De pronto Koldobike se sorprende con el vaso en la mano y lo deposita sin ruido en la mesa, comentando:
—A mí no me la da.
—Escucha: lo más tramposo por su parte habría sido enrolarse en esa locura, porque allí teníamos también a la abuela Simona arremetiendo contra todos por hacerse con la hoya para su Balendin… ¡aún de quince años y rezumando salud! ¿Quién cree de verdad en la leyenda de esos cementerios costeros vacíos? Pocos, y a su cabeza, Simona. Y, puestos a divagar, surge la pregunta de si para creer en ella es preciso ser vasco y, de ser así, estos vascos no serían muy abundantes. Pero ¡ah!, ocurre que no hay un solo vasco que no desearía creer en ella, con lo que recuperamos todo el censo. Creer o desear creer viene a ser lo mismo, ambas fes se intercambian a lo largo de nuestras vidas. ¿Quién no ha creído alguna vez en los Reyes Magos y desearía seguir creyendo?
Segundos antes, Koldobike no pensaba levantarse, de modo que ahora ha de recuperar el vaso para dirigirse al baño.
—Pues para no creer en la leyenda, parece que estarías hablando de ella todo el día —dice sobre la marcha.
—Así es —admito—, pero no por gusto. Y si este no es el momento de mencionarla, ¡maldita sea!, no lo será nunca. Pues bien…, ¡maldita sea otra vez!… Lo aceptamos en Simona, incluso en los de Belarriena y tantos otros, pero ¿qué pensar de Pedro, del comisario, tan alejados?… Y no es para menos: promete la segunda vida… siempre que un enterrador comprensivo haga malabarismos con las tumbas.
Koldobike se encuentra en el umbral del baño colgando la toallita con la que se ha secado las manos. Me rebasa atusándose el cabello.
Acaba de entrar un cliente: traje planchado, corbata y zapatos lustrosos, de los que compran libros y sacan nuestro negocio de la tumba.
El hombre conversa con mi empleada. Habrá hecho sonar los dos campanillazos, al abrir la puerta y al cerrarla, que yo no he oído. En otras ocasiones, el largo de la librería no impide que me lleguen los ruidos de la otra punta. Eso no ocurre hoy. Me importa una higa la prescindible escena que se desarrolla en los dominios de Koldobike. Cuando la vuelvo a ver sola, tampoco me asombro de no haber oído los dos campanillazos de salida.
—Es el segundo en estos días que se lleva una novela con crimen, aunque no policiaca. Ni negra. Dos: Crimen y castigo, de Dostoievski, y Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos. Es curioso, ¿no te parece?
Recupero de pronto el ámbito de mi librería.
—Repítelo.
Tras unos instantes de escrutinio me lo repite.
—¿Cómo lo saben? —pregunto.
—¿Saber qué?
—¡Qué estoy metido en un género ambiguo de novela! Tú misma lo has dicho: han dejado de pedir estricta policiaca y negra.
—Simple casualidad, jefe. Quizá leyeron la primera y te ven más profundo que lo habitual en el género.
—¿Acaso hablas de tremebundas pasiones humanas propias de otras literaturas más escogidas? En el mejor de los casos, lo mío sería un batiburrillo de S. S. Van Dine, Hammett, Derr Biggers, Stout, Chandler, Williams y algún otro elegante plumífero en lo más alto de nuestro escalafón… Elemental, mi querida Koldobike.
—Nos vamos mucho por las ramas y no es bueno para tu investigación. Manda al cuerno a tanto famoso que no sabe ni que existes…
—¡Me niego a incluir esto!
—No puedes, ya está dicho.
—Lo pondré entre paréntesis, en letra tan pequeña que nadie la pueda leer… ¡Lo pondré en chino!
—Sé fiel a ti mismo, a tu novela, y no te hagas trampas.
Suspiro.
—El caso es que estoy en pleno trabajo y no he recibido ningún correo de mi intuición. Estoy en blanco.
—A lo mejor no es tan malo caer en la duda. Anoche le perdoné la vida —silabea Koldobike. De pie, inclinada sobre su mesita, hace alguna anotación y sospecho que prefiere no mostrarme su rostro—. Me costó lo mío, pero no me encuentro tan mal como esperaba.
—Sí, sabías lo de nuestro viaje nocturno. Estoy muy orgulloso de ti.
—Estuve un turno de un par de horas con los vecinos que vigilaban la comisaría. La habrían asaltado si algunas voces no los calman. Entre ellas, la mía.
Es admirable. En ningún momento he dudado de su lealtad.
—Actuaste bien. Gracias.
—Pedía en mi interior que no se os ocurriera salir por la Plaza de San Ignacio, donde estábamos.
—Pero, aunque estabas allí, tú ya no eras ellos, los estabas traicionando por el bien de la civilización.
Esta vez sí oigo la campanilla y veo a Luis Federico Larrea con la mano en el picaporte de la puerta abierta y a punto de entrar pero no entrando y permitiendo el paso de una mujer corpulenta, que es a la primera que atiende Koldobike. El Larrea sorprende mi maniobra de ocultarme tras el biombo de mi oficina, se le ilumina la expresión y cruza el local a pasos silenciosos pero con tanta firmeza como la que empleará en su consejo de accionistas.
—¡Cuánto me alegro de encontrarle, señor Esparta! —Rodea el biombo con movimientos controlados que contrastan con su evidente impaciencia—. ¿Puedo? —y su mano roza el respaldo de la silla al otro lado de mi mesa. Se sienta con la mayor naturalidad—. Necesito un adhesivo de garantía para fijar a la lápida el extremo del cordel que emerge de la tierra.
—¿Cordel?
Suena la voz de Koldobike:
—Los muertos que se largan por el fondo de las tumbas.
—Mil gracias, señorita —se desvive Luis Federico—. A última hora descubro con horror que mi trama estaba coja. ¿Dónde y cómo fijar y esconder esa cuerda? Resolví la parte más complicada de mi tinglado y descuidé la sencilla… ¿Dispone usted de ese adhesivo, señor Esparta?
Alzo un poco la voz para preguntar a Koldobike:
—¿Disponemos?
—Un momento.
Koldobike acaba de decir a la clienta gorda que no tenemos lo que ha pedido y la mujer ha tomado sin más la puerta… ¿Por qué este atildado ciudadano me enfanga otra vez en la maldita leyenda que está retrasando mi trabajo?… Koldobike se aproxima con algo en las manos.
—Sólo tenemos esto, no sé si le servirá.
Ignoro lo que recoge el Larrea, ni me importa.
—Supongo. Les tendré al corriente de la prueba.
Estos tipos de ambientes blandos nunca arriesgan un sí o un no tajante.
—¿No encuentra usted mejor diversión en esta vida que hacer mapas de pasos de Getxo o vigilar a los muertos que se entierran en nuestro cementerio?
—Discúlpele, está cansado —oigo a Koldobike.
—Le sugiero, señor Esparta, que no abomine de mí ni de mis artificios. Precisamente, le vendrá muy bien a su investigación cuando pueda descartar a los muertos que ya no pueden matar.
—¿Cómo? —exclama Koldobike acercándose.
—Escúchenme ustedes: si la leyenda es falsa y los muertos no salen de sus tumbas, mi experimento así lo demostrará y su lista de sospechosos, señor Esparta, sufrirá una notable merma. Por el contrario, ¡ah!, si regresan entre nosotros…
—¿Está usted loco? —estalla Koldobike—. ¿Sospechosos de qué, los muertos?
—De haber matado a esa muchacha, naturalmente. Por pura lógica, si conservan la suficiente vitalidad para volver a la vida, o la reciben de algún sitio…, yo creo ciegamente en Dios y en las almas…, recuperarán igualmente el odio y el amor y serán capaces, como los vivos, de lo más noble y de lo más bajo. Mi experimento dirá la última palabra.
Me levanto, bordeo la mesa, agarro un brazo del Larrea, lo levanto y lo arrastro hasta la puerta.
—¿Tiene ya lo que buscaba? Pues a la calle, que vamos a cerrar. Supongo.
—No he abonado el artículo.
—Noventa y cinco céntimos —dice Koldobike envolviéndole el pequeño rollo de cinta adhesiva—. A ver si la piedra no lo rechaza. —Y la muy curiosa espera algo más, demora innecesariamente la operación—. Aunque lo más peliagudo será atar en Belarriena la cuerda a los cuerpos delante de tanta gente.
Luis Federico Larrea agradece el respiro afilando su rostro.
—Sí, es la operación más delicada. La realizaré a media tarde y con el mayor disimulo cuando aparezcan los de la funeraria. Están advertidos. La propinilla, ¿sabe?
—¡Ultrajando cadáveres! —exclamo.
—No lo crea, estoy seguro de que los que ya no pueden opinar lo aceptarían… Al ser alzados para introducirlos en sus respectivos féretros, las diestras y respetuosas manos que lleven a cabo esta operación se encargarán también de la cuerda. Nadie observará nada.
—Noventa y cinco céntimos —exploto.
El Larrea entrega a Koldobike una peseta y mantiene la mano abierta para recoger el cambio.
—Tendré mucho gusto en verles en el entierro, supongo.
—Supongo —le despido. Cierro la puerta con llave y me vuelvo a Koldobike—. ¿Te das cuenta de la maniobra de este imbécil? ¡Va a impregnar el entierro del delirio de la leyenda! Como si no bastara el propio enterramiento de Anari con todo lo demás: la otra tumba por abrir, la de Alejandra la de Azkorri, y Simona y Balendin reclamándola, y los hermanos de Anari vigilando que nadie se la reserve al maketo, y todos los presentes en el, supongo, abarrotado cementerio, y todos ellos exigiendo a Gabino Perurena la conversión de su cementerio no en un formal alojamiento a medida que van llegando los difuntos, sino en un hotel para clientes exigiendo muy concretas habitaciones por razones de amistad, parentesco o amor. ¡Y todo Getxo esperando el imposible milagro de Anari sacralizando la locura!… Y de la investigación ¡nada!
Ahora es Koldobike la que me guía hasta mi despacho y me sienta. Un momento después tengo un vaso de agua en mis manos.
—Bebe, jefe.
Bebo.
—La investigación que tengo en marcha me exige interrogatorios imperiosamente. Limpios interrogatorios. Convencionales interrogatorios. Espero poder regresar a ellos algún día.
—Tranquilo, jefe. Vete preparando las preguntas.
—Y otra cosa: el Larrea sabe que mejor material adhesivo y más variado lo encontraría en ferreterías. ¿Por qué viene aquí a buscarlo? El caballero acaba de ganarse el título de sospechoso.
—¿Sabes lo que te digo, jefe? Que por mucho que te empeñes, esos molinos no son gigantes… Ah, se me olvidaba: han robado el lauburu del altar de flores de Anari.
—¿Quién? Bueno, no importa. Aunque no deja de ser curioso. Gracias, muñeca.