15. Pedro reclama el retrato

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Pedro reclama el retrato

¿Acabo de perder un tiempo precioso en la investigación o, por el contrario, de esta excursión nocturna al cementerio cabe extraer algo nuevo? Todo ha girado alrededor de tumbas, de la tumba de Anari, ese ámbito tan nebuloso y obsesivo para muchos personajes de esta historia —incluido el propio Pedro en algún descuido—, pero al que resulta imposible no dedicarle atención. Y, por qué no confesarlo: seducido por el halo romántico que envuelve cuanto atañe a la bella Anari, con Pedro como su gran enamorado, a quien he de dedicar mi tiempo a partir de ahora, elemental tarea a pie de obra, tan distante de los inextricables delirios.

El comisario y yo apretamos el paso para alcanzar a la pareja que nos precede y marca el rumbo, que es el bueno. Pedro camina desentendido de su cuerpo, sin gracia, abierta la vulgar chaqueta gris y el pantalón oscuro caído de la cintura, ajeno a cuanto no sea su última y definitiva despedida.

—Tenemos que hacerte más preguntas —le anuncia el comisario. Y, ante su falta de respuesta, un gesto siquiera de alguna esquina de su cuerpo—: Fue nuestro pacto.

Tiene curiosidad por conocer mi línea de investigación. ¿Tengo una línea? Su codo golpea mi brazo.

—Es todo un carácter, ¿verdad?

Me dirijo a la espalda:

—Escucha: no tengo nada especial contra ti, contra nadie. Todos sois tan sospechosos como inocentes. —Silencio. Si el comisario se dirigiera a él es posible que Pedro se prestara al juego de preguntas y respuestas, aunque sólo fuera por cumplir la palabra dada a quien no pertenece a la tribu culpable—. Si tú no la mataste, has de pensar que el criminal es un vasco, y si esto es verdad te convendrá arremeter contra todos nosotros. ¿Cómo? Hablándome de tus pasos aquella noche, a quiénes viste en las proximidades del pequeño rincón detrás de la iglesia. Recuerda si había alguien por allí. Recuerda, recuerda. Guardas datos que tú mismo ignoras. Por muy insignificantes que te parezcan, dámelos. Vamos, habla.

El comisario asiente casi con entusiasmo moviendo la cabeza, y espera, como yo. El camino de tierra es ancho y ambos podríamos adelantarnos y formar línea con ellos. Que me sienta lo menos posible, pienso.

—Tiras piedras contra tu propio tejado, chico —dice el comisario en un derroche de originalidad—. Sacúdete las pulgas y suelta, que yo también estoy esperando.

—Recuerda que la culpa de que yo ande en esto es de tus pequeños amigos.

—¿Aún no les habéis cortado la cabeza por ser mis camaradas? —explota por fin Pedro.

—Si me contrataron es porque confían en mí. Estoy aquí por ellos.

—¡Y por tu maldita novela!

—Baja el pistón, chico —le ordena el comisario.

—No me gustan las novelas, todas mienten. Leí una hace años, la leí en el barracón de la mina: Las dos huerfanitas de París. Antes sólo había leído papeles socialistas. Con aquella novela se me encogía el estómago. Luego supe que todo lo había inventado alguien. ¿Tu novela también será una trampa para tontos? Pon que yo la ahogué con mis manos… ¡pero como toques a mis amigos…!

—¿Sabes lo que acabo de escribir? «¡Pero como toques a mis amigos…!». Soy un espejo, un copión. Si cuentas verdades, en mi novela saldrán verdades.

—Y si llamo puta a tu madre, ¿también lo pones?

—Acabo de ponerlo.

Bueno, y ahora Pedro se vuelve con brusquedad esperando descubrir en mis manos recado de escribir. Levanta sus ojos hasta los míos y cruzamos las miradas. Contengo el aliento esperando no sé qué.

—Te conviene creer a este vasco —dice el comisario con inusitada gravedad—. Se llama Samuel Esparta y tiene solucionado y escrito otro caso criminal como este. Si eres inocente, cuéntale cosas y sálvate.

Pedro retira sus ojos de los míos y prosigue su marcha, rocoso y sufriente a un tiempo, ajeno al peligro que corre en descampado, centrado en su última cita. ¿Cómo abordarían ellos a este personaje? Quizá le ofrecieran un Chester para que dejara de darles la espalda. Pero no fumo…, lo que acaso deba corregir algún día. O le arrojarían sin contemplaciones un seco: «No insistas en enamorarme con tu espalda». Optarían por un ataque verbal violento… y resulta que de este sí guardo uno en la recámara:

—¿Cómo sabes que la mataron ahogándola? Ni siquiera tuviste que pensar para decirlo. Demuestras estar muy seguro. Pero resulta que, excepto el criminal, nadie lo sabía hasta que lo dictaminó don Julio Inchauspe, el médico. Y para entonces ya no estabas allí.

De un salto me he puesto a su altura, avanzando con él; un movimiento impulsivo, lejos de perseguir un efecto. El comisario me ha imitado, con menos estilo, y tenemos a Pedro entre los dos. Sus pasos no se interrumpen un solo instante, sí su triste respiración.

—Eso, ¿cómo lo sabes? —repite el comisario vivamente interesado.

¿Se halla Pedro tan desarbolado como parece? Estoy seguro de que no disimula cuando se pone a recordar con frases entrecortadas:

—La tuve en mis manos…, su cuerpo…, su cabeza…, No vi sangre… ni heridas… ¡Y su cuello era tan delicado!… y estaba caliente…, por eso no podía creer que estaba muerta… Pero no me hablaba, no me hablaba, a pesar de sus ojos abiertos y mirándome… ¡Mirándome!… ¿Por qué me agarraron y me arrastraron lejos de ella?

Sí, es la primera vez que se muestra hundido, sin recursos. ¿O está representando su papel? La verdad, no resulta agradable acosar a un tipo tan indefenso. Pero el comisario se cuela por ese resquicio sin contemplaciones.

—No podías saberlo, chico, te hemos cazado.

Le propino un fuerte puntapié en la pantorrilla y se le escapa un gemido, más de asombro que de dolor.

—¿Es que no entiende usted nada? —le increpo.

Se refrena, más por mi actitud que por entrever el desplome interior de Pedro. El policía se rezaga con nosotros para conceder al preso la mayor soledad.

La proximidad de Belarriena ha pesado lo suyo. Me resulta imposible saborear el encanto de esta noche plácida y clara. El comisario se resarce ante mis ojos cuando le oigo murmurar:

—Es el amor quien dirige sus pasos.

De acuerdo, este caso rezuma amor. Pero no debo olvidar que también se mata por amor, que ese solitario que nos precede es un sospechoso, quizá el primero, y en buena lógica tendría que ser así. Todo encajaría si, en el último instante de la fuga, Anari se hubiera vuelto atrás. Entonces, y no sería la primera vez, la masa encolerizada podría tener razón.

El paso de Pedro no se precipita al acercarnos a su meta; se diría que le aterra iniciar una despedida que ha de tener un final definitivo.

—La noche se ha hecho para dormir —gruñe el policía—. No hay que tener tantas contemplaciones con los presos.

—¿Es que no entiendes nada, mostrenco? —exclama el comisario, y su mirada espera mi aprobación.

Emerge Belarriena de la oscuridad como si sólo lo hiciera para Pedro, como si la presencia de nosotros tres constituyera un error. Y debo sobreponerme a estas ideas cuando veo el ventanuco y a Pedro precipitándose a él y yo le sigo en busca de lo que aún me pueda decir el cuarto de la vela. Primero la de él y luego la mía, nuestras caras se aplastan contra el cristal. De los cirios encendidos que quedaban se ha apagado uno más, o consumido, por descuido o aburrimiento. La estancia ha perdido luz y asistentes. No hay ni rastro del pintor, tampoco de Balendin. Me asalta el recuerdo de su abuela en el cementerio luchando por su predominio sepulcral. De esa atmósfera interior sólo se desprende una niebla somnolienta, y siento como nunca que es propiedad exclusiva de Pedro. Sin embargo, al iniciar la retirada, observo el desplazamiento de una sombra: es Susana Treviño acercándose al cadáver de Anari; llega a él y se inclina para ejecutar una operación inesperada: aparecen en su mano unas tijeras y corta un trozo del rubio cabello y retrocede con su trofeo hasta el límite de las sombras, de las que de pronto sale y se deja ver un muchacho confuso de nombre, creo, Luis Urizabel. ¿Quién, si no, tratándose de una operación de Susana Treviño?

El comisario y el policía esperan a un par de metros y me uno a ellos.

—¿Todo bien? —pregunta el comisario.

—Demasiadas contemplaciones —murmura el policía.

—¿Quieres meterte la lengua por…?

El comisario se corta para observarme más de cerca, esperando alguna revelación de mi paso por el ventanuco, alguna iniciativa por mi parte… Bueno, ¿y qué pensar de esto último? ¿Ha sido quizá una explosión iracunda de Susana Treviño para enviar a Luis Urizabel algo así como: «Respeto tu enganche de los demonios con esta mujer, pero se acabó, está muerta y se acabó, así que aquí tienes unos matojos rubios para que elijas entre ellos y yo»? ¿O un gesto de buena voluntad conciliadora al ofrecerle un pasado a olvidar a cambio de un presente de amor vivo? Aquí también me topo con una mujer enamorada que pudo matar para salvar a un hombre de su pasión; o con un hombre que ensangrentó sus manos por despecho… Divagaciones, divagaciones…

—¡En marcha! —estallo.

No soy yo el menos asombrado, pero es que también el propio Pedro se ha despegado del ventanuco y el comisario se incorpora al cambio de plano con una orden inútil: «¡Eh, chico, en marcha, vamos!». Y reanudamos el viaje.

—Ya nos hablaste con cuentagotas de tus idas y venidas aquella noche —empiezo—, y ahora me gustaría saber…

—Quiero ese cuadro —dice Pedro con extraña calma.

—¿Eh? ¿Qué cuadro? —pregunta el comisario.

—El retrato —puntualizo.

El comisario repite su ¿eh?, al volverse a mí, interrogándome en silencio y enseguida resignándose a quedar al margen.

—Sí, el retrato que había antes —dice Pedro.

—Lo intentaré, aunque no sé cómo. El pintor trabajaba por encargo de la señora que acabamos de dejar en el cementerio, la que luchaba por una tumba para su nieto. ¿Viste su mirada?… No, no será fácil. Yo diría que imposible. Ella también necesitaba inmortalizar el rostro de Anari…, un detalle que comprenderás bien y quizá te acerque a ella. La mujer también necesitaba inmortalizar ese rostro… Lo intentaré. Quizá una copia. Te prometo que haré lo posible… Habremos de esperar el final de este caso, cuando todo se haya resuelto. Se llama Simona. En mis tanteos callaré que el retrato es para un…, un…

—Maketo —pronuncia Pedro sencillamente.

Camina de nuevo delante, con el policía. Su espalda parece crujir cuando me lanza:

—¿Crees que no me toca los cojones pedir ese favor a un vasco?

El comisario me coge del brazo:

—¿Cómo soporta usted a este tipo?

—En el campo de concentración de Miranda de Ebro lo pondrían como una seda —asegura el policía.

—¿Quién de los dos propuso la fuga? —prosigo con Pedro.

La espalda parece sufrir una descarga eléctrica.

—Ella. Me dijo: «Nunca se abrirán a ti. Nunca. Nunca. Getxo ya no es mi sitio».

—Y fijasteis la fecha, el 15 de mayo, fiesta de san Baskardo —apunto.

—Antes, ella se confesó con el párroco y le reveló sus problemas con el coadjutor.

—Su pecado de amor.

—El de la sotana nos había ofrecido su coche para llevarnos lejos.

—Sí, lo más lejos posible.

El silencio que sigue es sólo un tranquilizador entreacto, pues añade sin consideración a quien bebe sus palabras:

—Sé quién es la mujer que encargó el cuadro. La que un día le regaló un la…, labu

—¿Lauburu?

—Sí. Ella lo llevaba siempre colgado del cuello, pero le dije que en nuestro viaje no quería nada vasco. Se lo pasó al chico.

Claro, a Balendin. Recuerdo que Koldobike me contó algo sobre esto. Al advertir el comisario que no pregunto más, me propina uno de sus habituales codazos. Por suerte, no toma el relevo erigiéndose en inquisidor. No quiero abrumar a Pedro con mi fiebre por saber, he de cuidar su repentina buena disposición. Es difícil no centrar mi fervor en la espalda descuidando los ruidos de la noche, acaso pisadas de una troupe de vecinos alertados por alguien de nuestra correría. Sería esperanzador que fuera Pedro quien rompiera este silencio. Vana espera.

—La cita fue a las nueve, detrás de la iglesia. Acudiste puntual. No estaba ella…

Recoge el hilo en un tono impersonal:

—Estaban los otros, Palento y Domenion, con trancas. Ella no. —Un tono impersonal que no puede sostener—. ¡El chico de la vieja! —estalla—. ¡La traicionó, se fue de la lengua, no quería que se marchara! Ella confiaba en él y se lo había dicho.

—Al verlos, sacaste tu navaja. ¿Qué más? ¿Hubo lucha?

—No quise matar.

—Bien. Te retiraste y empezaron los viajes al otro punto de cita, el de repuesto. Mas no pudo ser… ¿Cómo te cayó ese cura Artigas?

—El cura del coche era un hijo de mala madre que metía mano a chicas, a niñas y a cuanto llevara bragas de potrillas. Pero Anari me dijo que nos fiáramos de él porque le tenía miedo…, ¡porque si ella hablaba…!

—No os encontrasteis a lo largo de dos horas largas. Mala suerte.

—Sí, mala suerte. Pero ella no dudaba, en ningún momento se enfriaron sus ganas de largarse conmigo.

Calla. ¿Piensa que me ha entregado demasiado?

—Regresabas de Cuatro Caminos —continúo en caliente— al punto a espaldas de la iglesia. Ni rastro de Anari. Tu inquietud por vuestra desconexión poco tenía que ver con el bullicio festivo que reinaba por allí, romeros que incluso visitaban el sitio para aliviar sus necesidades. Quizá había alguien con una obsesión muy metida en la cabeza. Una persona mezclada con las demás pero que no estaba allí para divertirse. Rondaste varias veces…, ¿cuántas?…, el lugar, verías rostros, un rostro en especial… Amigo Pedro: ignoras que escondes un tesoro en el desván de tu memoria. ¿No llamó tu atención alguna sombra, algún movimiento extraño? De acuerdo, era mejor no atender a nada, sólo a vuestra fuga, que era secreta. Sin embargo, por mucho que olvidaras todo lo demás, estuviste allí, pisaste el suelo donde pronto caería Anari.

No hay respuesta. La mano del comisario llama con varios toquecitos a la espalda.

—No te oímos. Lo prometiste. Aún no hemos acabado contigo.

Sin interrumpir su marcha, Pedro vuelve a medias la cabeza y sus ojos negros brillan y se clavan en los míos.

—¡Claro que vi la cara del criminal!… ¡Y era la mía, la del maketo! ¿Ya has metido esto en esa maldita novela que escribes con la sangre de otros?

Hay treinta y dos centímetros de tabla que cruje en el entarimado del pasillo, y que a diario evito con automatismo. Pero esta noche me sube el ¡ñuick!, pies arriba. Al pasar ante la puerta entreabierta del cuarto de mi hermana se enciende la luz.

—Qué tarde, estarás cansado —me envía suavemente desde su cama.

—Ya sabes, hermanita: nuestras noches son de claro en claro y nuestros días de turbio en turbio.