14
Guerra de tumbas
—Cuando los proyectos científicos descienden a su fase de ejecución, suelen mostrarnos una simplicidad insospechada —está diciendo Luis Federico Larrea, de pie, sosteniendo en sus manos un pequeño rollo de cuerda y dirigiéndose a un auditorio con señales de cansancio o indiferencia, unos por exceso de fe y otros por escepticismo—. Pienso humildemente que en toda la historia de la humanidad a nadie se le había ocurrido una idea tan simple para averiguar si los cadáveres salen de sus tumbas. A nadie le preocupó si las historias de terror sobre muertos vivientes tenían algún fundamento. En el País Vasco, con la leyenda de los cementerios costeros que se vacían, el olvido ha sido mayor. Pues aquí siempre existieron cementerios costeros, por razones obvias, y en ellos siempre se enterró a gente vasca conocedora de la leyenda… Una cuerda, esta simple cuerda, nos dará la respuesta. Una cuerda no larga, más bien al contrario, de seis a doce metros, a tenor de las medidas de la tumba. Eso sí: fuerte y, sobre todo, fina, para facilitar su deslizamiento por el conducto que ella misma conforme en la tierra en el momento en que esta cubra el féretro. El extremo inferior de la cuerda rodeará la cintura del cadáver y se hará un nudo. La cuerda saldrá del féretro por una rendija y remontará a la superficie mientras el sepulturero vierte tierra a la fosa, tierra blanda que facilitará un conducto casi natural para la cuerda. Bastará tirar de esta, días o años después, para conocer si el cuerpo sigue en su sitio. La cuerda se cobrará suavemente y hasta su final si el cuerpo se esfumó. Mañana iré a Belarriena y ceñiré las cinturas de ambos cadáveres y depositaré con disimulo sobre ellos las cuerdas. Y espero también mañana de este hombre su imprescindible colaboración… —y mira a Gabino.
—Tonterías —gruñe Simona.
Me asombra que no haya interrumpido ni una sola vez la exposición.
—A mi Anari nadie le pondrá una cuerda —dice Pedro roncamente.
El policía ríe:
—Pues cuando te metan en el agujero no sabrás si ella te acompañará en el viaje.
Pedro se pone en pie con la agilidad de una pantera y tumba al gordo de un puñetazo. El comisario saca su pistola, pero la guarda al ver que su preso se reintegra al trozo de césped y a su postura.
—Más respeto en un camposanto —pide.
—¡Me ha jodido una muela! —anuncia el policía.
—Así comerás menos.
—¿Por qué no ha disparado?
—Por no dar más trabajo al enterrador.
El comisario tira de una mano del gordo para ponerle en pie. Simona se aleja unos pasos, se oye un chasquido en la oscuridad y regresa con una rama de arbusto, que parte en cuatro, y se agacha con esfuerzo para hundir los trozos en los cuatro imaginarios vértices de la futura tumba, que así no sólo queda dibujada sobre el césped sino registrada como propiedad particular.
—Que nadie se atreva a tocar estos mojones —advierte mirándonos uno a uno. Para ganar su predio se ha desplazado alrededor del sentado y ausente Pedro.
—Ya no hay que echarlo a las cartas —masculla el policía con dolor de boca y aires de revancha—. Las mujeres tienen sangre militar en las venas.
—¡Ejem! —carraspea nuestro científico—. ¿Puedo sugerirles algo? Se me ocurre que desplazando la segunda fosa, la del hermano, ganaríamos un hueco para intercalar otra sepultura, y tendríamos una a cada lado de la chica, que es de lo que se trata, según creo.
—¡Mecagüen Ros, mecagüen Ros! —Es un buen rugido rompiendo la noche. Ha sido el sepulturero, de pie en la fosa y lanzando al aire su pala, que vuela muy alto y cae contra la cabeza de Pedro con ruido de sartén—. ¡Mecagüen Ros! —Los de Getxo sabemos que Ros sustituye a Dios y el tremendismo llega intacto. Parece que Pedro no ha sentido el golpe ni se preocupa de la pala caída a su lado—. ¡Me vais a joder bien entre todos! ¡Tres años reservando el sitio para una tumba y el muerto que no llega! ¡El honrado Gabino Perurena trampeando! ¿Cómo? Yo os lo diré: abro tumbas a metro de distancia una de otra según me van trayendo los muertos. Es la ley. Y, de pronto, tac, que me lloran: «Deja un sitio entre dos para el muerto que te traeremos algún día». Soy blando y trampeo, en vez de un metro dejo metro y medio largo entre tumbas, y con el tiempo, en este metro y medio habrá una tumba flaca. Ahora me pedís una segunda tumba y una tercera sin muertos. Algún día el alcalde lo verá y me dirá que en Getxo también hay muertos gordos y me mandará a la calle, a tomar por el culo… ¡Mecagüen Ros!
—¡Qué lenguaje! ¡Estamos en tierra de Dios! —exclama Simona—. Gabino, no tengas miedo de este alcalde o del que venga, que tendrá que hablar conmigo… ¡Qué oportuno ese cura que se acerca! Ahora mismo te confiesas con él. Es don Ignacio.
¿Qué hace aquí el cura Artigas? Ha emergido de la oscuridad y se acerca pisando con cautela.
—A ver en qué iribios me mete este —gime Gabino.
—Santas noches —saluda tenuemente el visitante.
—No tan santas —replica Simona—. Hay un hombre que pide confesión.
El cura, sin detenerse y después de mirarnos a todos, alcanza el borde de la fosa.
—Todos conocemos la intención de la difunta de huir de su pueblo con el hombre que está ahí sentado, y debemos acatar su última voluntad. Él es quien la mató y debe morir y en este momento está marcando cuál debe ser su tumba, la inmediata a la de su amante. Dejemos que se cumpla su voluntad y se vayan con viento fresco para siempre.
—Pero usted, un religioso, no creerá en esas cosas, en esa leyenda —dice el comisario.
—Creo en otros misterios que tampoco he visto —dice el cura.
El comisario lo agarra de la sotana y se lo lleva aparte. Al principio no nos llegan sus voces, pero enseguida sí, frases sueltas del cura: «Usted es la autoridad… Sería hacer justicia… Un simple tiro… El miedo sigue atando las lenguas… ¿Dónde ha quedado su patriotismo del 36?». No tardamos en ver de nuevo a los dos, el comisario arrastrando al otro de la sotana y poniéndolo en el camino de salida del cementerio.
—Si en su lista de sospechosos está su nombre, bórrelo —me dice de regreso el comisario—. Y si nuestras voces han llegado hasta aquí, pelillos a la mar, son cenizas de otro tiempo.
—Como no tengo culpables, tampoco tengo inocentes —le aseguro.
Parece que Gabino Perurena se recompone y mira a su alrededor buscando su pala. Pedro se estira para recogerla del suelo y se la entrega con desgana.
Ahora exige Simona:
—¿Me jurarías ante un Cristo de los muchos que hay en este lugar que mi Balendin será enterrado en la tumba que he marcado?
—Tus marcas ahí estarán hasta que se pudran, pero ¿dónde estará Gabino Perurena cuando muera tu nieto dentro de ochenta años?
—Estará tu hijo, como estuviste tú cuando murió tu padre.
—Mi hijo quiere ser farero.
—Pues iré a verle un día de estos y me tendrá que oír.
El comisario me toca con el codo.
—Ya me estoy cansando de este jueguecito. Aquí no hacemos nada, me voy con mi preso. ¿Viene usted conmigo?
—No —contesto—. Creo que nunca hemos estado más cerca de la raíz de este asunto. —Me mira con la esperanza de que sea más explícito—. Hay demasiadas pasiones confluyendo en un mismo punto y liberando oleadas de luz difusa… Y por ahí llegan más pasiones.
Se vuelve y también descubre a las cuatro sombras que avanzan no precisamente a paso de carga pero sí con gran determinación. Pronto veo confirmada mi sospecha. Son los hermanos Belarritabena: Palento, Santi y Montxo, y el pretendiente Domenion. Es imposible adivinar a qué vienen, quizá ellos tampoco lo sepan. Al verme, se frenan y cambian susurros entre ellos. Y de pronto sé que su primera razón para presentarse pudo ser otra, pero que su razón actual, nacida al verme, será la de rematar la paliza comenzada en la cuadra.
En esta situación, ellos habrían encendido cigarrillos que colgarían displicentes de las comisuras de sus labios. Pero yo no soy ellos… ni fumo.
—Gabino, ¿es esa la tumba de…? —suena el vozarrón de Palento.
El enterrador sigue siendo el centro de la noche.
—Sí, y la estoy abriendo todo lo curiosita que puedo —asegura Gabino.
—Pues cuidado con los vecinos que le pones.
—¿Vecinos?
—A un lado, nuestro hermano Toribio, y al otro, esa vecina que acaba de morir.
—Sí, Alejandra, la de Azkorri —confirma Gabino—. Me avisaron tarde y aquí estoy con todo.
—Ni uno más. A alguien se le puede ocurrir meter al maketo cuando lo ahorquen.
El grupo está a cuatro metros de nosotros, en más sombras que luz, y Pedro ausente y sentado sobre la tierra que habrá que desalojar de la tumba que ha elegido para él. Envío una mirada de alerta al comisario, quien asiente.
—La tumba junto a Anari es para Balendin —sentencia rotundamente Simona—. Y no se hable más.
—Pero Balendin no ha muerto —exclama Palento—, y es muy joven.
—Ella lo esperará —proclama Simona.
—¿Esperarle?, ¿cuánto tiempo?, ¿y para qué?
—Para marchar al último viaje juntos.
—¡Queremos a nuestra hermana en Getxo para siempre! —vocifera Palento avanzando un paso.
—Tenemos Balendin para rato. Tranquilos. Noventa años por lo menos. Para cuando Anari diga adiós a Getxo, vosotros ya estaréis criando malvas.
—¡Ahí está el maketo! —grita una voz distinta, y ocurre al imitar el grupo el paso dado por Palento—. ¡Hijo puta de los cojones! —rezonga Domenion.
Hay una simultaneidad de movimientos entre el grupo avanzando hacia Pedro y este poniéndose en pie, no sólo para esperar con certeza acontecimientos sino para salir a su encuentro sin estridencias, con movimientos sonámbulos transmitiendo una especie de fe en la reconciliación universal. Rebasa la tumba a medio abrir, las suelas de sus zapatones deslizándose sobre la yerba, los brazos colgando muertos de sus hombros, y tanta quietud parece desconcertar al grupo, que se detiene y espera cediéndole la iniciativa, está claro que sin ser consciente de ello, del mismo modo que el pensamiento de Pedro se halla en otra parte. Desde el principio de su marcha está pisando tierra de nadie, y cuando la culmina y la agota y le detiene el mero bulto físico del grupo, me vacío de expectación y me llena otra cosa de nombre en este momento inencontrable. Pedro ha llegado al límite, al límite de él y del grupo, y mi cuita es que lo siguiente nunca tendrá el imán de lo anterior con su simpleza inexplicable, y el silencio de los que me rodean —Simona, Gabino, Luis Federico, el comisario y el policía— me indica que están viviendo lo mismo. No hay pausa en el impulso que mueve a Pedro, su brazo se levanta con la misma suave inercia que lo llevó hasta allí, e incluso el derrumbe de Domenion sobre la yerba tras el puñetazo en pleno rostro es un aterrizaje lleno de armonía. Pedro se vuelve e inicia el regreso con paso incierto: todo lo ha cumplido con el pensamiento en otra parte.
—Un golpe de película —creo incluso oír al comisario—. Parece un gran tipo este individuo.
Porque no dejo de mirar a Pedro, a su repentino cambio: sus pasos ahora resueltos se detienen sobre el césped de la tumba por abrir y, con destreza de futbolista, patea los fútiles mojones que la señalan y los hace saltar por el aire con gran escándalo de Simona:
—¿Qué haces, mamarracho? ¡Vete a tus minas a joder a tu gente! ¡Estás pisando tierra sagrada!
—¡Nada hay sagrado, la muerte es la muerte! —exclama un consistente Pedro—. Vuelva a casa, abuela, y no engañe a nadie con sus lamias.
E inicia una retirada hacia las sombras. El comisario se alarma y hace una rápida seña al policía, quien se precipita a cortar el paso al prisionero, pero sobra esa prisa: Pedro sólo pretende poner distancia entre él y el resto del mundo, rechaza los delirios a que le había arrastrado su pena de amor. Cuando busco su mirada la encuentro sobre mí, y no transparente, más bien incierta. El resto de su actitud expresa su necesidad de abandonar el lugar, el cementerio, su bache emocional. Está invitando al comisario a dejar atrás toda aquella locura.
Palento, Santi, Montxo y Domenion rodean la tumba en la que ya está sudando Gabino, tumba que no está claro para quién será.
—¿Te falta mucho? —pregunta Santi.
—¿Mucho?, ¿poco?, ¿no tienes ojos? —gruñe Sabino sin dejar de darle a la pala.
—Lo fundamental es que no haya vestigios de peña —expone Luis Federico observando atentamente el fondo de la fosa.
—Anari estaría contenta —asegura Simona plantando nuevos palos en los puntos barridos por Pedro.
Palento se planta ante ella de dos zancadas.
—Simona, métetelo en la cabeza —lanza con ahínco—: Ni en todas las vidas que le queden saldrá mi hermana de este cementerio.
La tosecilla de Luis Federico es como un acorde de violín en la noche.
—Nadie puede violentar a un muerto, su alma tarda mucho en abandonarle, de ahí las acciones maravillosas con las que aún pueden sorprendernos. Los vivos no debemos inmiscuirnos en sus vidas.
—Tira lejos esos palos, Simona, y vete a la cama —dice Domenion.
—No dejaremos que Gabino abra esa tumba para tu nieto —dice Montxo.
—Sería una fosa estrechita entre dos tumbas normales. —Es la primera vez que Simona emplea un tono próximo a la súplica—. Gabino Perurena me lo prometió y Gabino Perurena nunca se vuelve atrás.
—¿Prometer yo? —exclama Gabino.
—Antes, mientras marcabas esa tumba.
—Hablaría de la que tengo apalabrada desde hace tres años y ya me ha traído líos con el Ayuntamiento. ¡Y ya está bien con una!
—Sólo dejarla marcada, Gabino. Cuatro palitos y una pizca de buena voluntad. Sacarías la tierra a la muerte de mi nieto… Allí está, sin apartarse de su vera, llorando como un bendito. ¡Que alguien me enseñe otro amor como el suyo! ¡Vivirán juntos el amor más grande y más limpio!
Al comisario siempre ha parecido conmoverle tanta blancura.
—¿Quién les asegura a ustedes que Anari no emprenderá su viaje en solitario? —pregunta al grupo.
—Es una coitada —explica Santi suavemente—. No se moverá si alguien no le dice vamos. Ella es así.
—¡Pero una espera de tantos años!… —El comisario desvía hacia mí una mirada que pide comprensión.
—El peor es ese —exclama Palento, y su brazo tendido señala violentamente a Pedro—. Como le ahorcarán un día de estos, quiere un hueco junto a Anari. ¡Y esta fuga sería la buena!
Pedro levanta los brazos en un simulacro de paciente suspiro y abandona las sombras para acercarse a su carcelero.
—Sáqueme de aquí, no les aguanto, me revuelven las tripas. Son un pueblo de indios locos.
—Los pueblos primitivos y los niños inventan los mejores cuentos —sonríe Luis Federico—. Demostraré que la leyenda sobre estos cementerios costeros ha de tenerse muy en cuenta.
—Sé el camino a la casa de ella, os espero en la misma ventana —anuncia Pedro.
Quiere verla una vez más, la última. Si alguien necesita de la leyenda es él.
—¡Quieto! —ordena el comisario.
—Entréganos al maketo y se acabaron los problemas —dice Palento iniciando un paso adelante que no prospera por el rápido gesto del comisario de llevar su mano al bolsillo de su gabardina.
El pico y la pala vuelan por encima de la fosa y el enterrador se las arregla para salir de ella.
—Este hombre es el que más sabe de la muerte, ¿verdad, amigo? —oímos a Pedro—. Que nos diga si ha visto a los difuntos borrachos de la canción jugar al mus.
—Pues no sé qué decirte, hijo —vacila Gabino pasándose un gran pañuelo azul por cara y cuello—. Sólo sé que he visto más lágrimas falsas de las que quisiera y no quedaban mal en los entierros.
—He de regresar con mi hombre. ¿Nos acompaña? —me pregunta el comisario. Le señalo con la mano que espere algo más—. ¿Es importante?
—No sé —soplo entre labios.
Simona se desploma de rodillas pesadamente ante Gabino.
—¡Hazlo por mi niño! ¡Sólo una estrecha tumba en la que entraría apretado! ¡Una esperanza para él!
—Mujer, mujer, mujer… —Gabino ha de emplear toda su fuerza para levantar a la gran Simona—. No puedo hacer trampas en mi cementerio, no puedo decir «a este lo pongo aquí y al otro allá», las familias me pedirían un buen sitio a la sombra de cipreses. Si las tumbas no guardan las distancias, habría que hacer cementerios para varones y cementerios para hembras.
—¿Y la que tienes por ahí metida de contrabando?
—Es distinto, es un caso que viene de la guerra y quedará en agua de borrajas, yo ya me entiendo. Eran dos mujeres sufriendo mucho y me vinieron entonces, cuando todos estábamos más rotos. Con todo, a lo mejor te lo haría, Simona, pero estos no me dejan —y Gabino señala al grupo.
—Nuestra hermana no saldrá de este cementerio —sentencia Palento.
—¡Es asombroso! —exclama Luis Federico por lo bajo—. Esta gente va contra su propia leyenda. Será un despropósito causado por el mucho dolor. Mi cordel pondrá las cosas en su sitio.
Gabino Perurena se agacha para buscar algo bajo unas yerbas y saca una botella, de la que bebe a morro un buen trago y la devuelve al sitio. Eructa, coge la pala del suelo y da dos pasos cortos para medir la distancia a la siguiente tumba y con el canto de la pala golpea la tierra para marcarla y se ensaliva las manos.
Simona, que, junto a Gabino, ha repetido todos sus movimientos, añade un paso propio a los del sepulturero.
—¡Aquí, cava aquí, y habrá sitio para Balendin!
Gabino se vuelve hacia nosotros y se apoya un dedo en la frente al tiempo que mueve la cabeza expresivamente.
—Si nadie viene, me largo solo —dice Pedro con expresión aburrida.
El comisario se dirige a mí en tono confidencial:
—Ignoro lo que a usted le sugiere todo esto, a mí me conmueve tanto amor por encima de la muerte. Cosas así te devuelven la fe en…
—¿En qué? —le exijo abruptamente.
—No sé, en lo mejor de todos nosotros.
—Suponiendo que quede algo bueno en alguno.
—Desearía más comprensión por su parte, aunque lo comprendo. Le aseguro, amigo Esparta, que estoy descubriendo en ustedes una rara sensibilidad.
—Le agradecería que no nos analizara con mirada de entomólogo aficionado.
—Le comprendo, le comprendo… —suspira el comisario.
Pedro acaba de emprender la retirada con el policía detrás.
—El preso nos marca los tiempos —murmura el comisario—, y con razón, pues algunos de Getxo ya saben que anda libre y podrían avisar a todo el pueblo.
—Esta tumba es para nuestro Toribio y no está bien que entre hermano y hermana se meta a alguien que no es de la familia —está diciendo Gabino y su pico se hunde en su marca y no en la de Simona—. Mañana, después del entierro, abriré una tumba al otro lado de la chica para Alejandra la de Azkorri.
—¡Es la última ocasión de anchar un poco más el espacio para meter la de mi Balendin! —clama patéticamente Simona.
—Sería una chapuza, y cuando se abriera la tumba la chapuza sería mayor… Te digo, Simona, que estoy hasta los… por esa jodienda de muertos que entran y salen… ¡Ya está, ya lo he dicho!
—¡Judas! —grita la abuela con una furia que asusta, y poco falta para que sus manos aferren la garganta del sorprendido enterrador.
—¡Vaya señora! —oigo comentar al comisario—. Siempre me ha conmovido su fe en ese amor de ultratumba. Pero, claro, hay límites. ¿Locura? ¿Qué piensa usted?
Suenan las palabras fervorosas de Luis Federico:
—Cuando yo demuestre cuánta verdad o mentira hay en esta cuestión, no sucederán estas cosas.
—¡Sobre tu cabeza pecadora caerá la responsabilidad de lo que he de hacer! —ruge Simona, erguida como una diosa iracunda y apuntando a Gabino con su brazo tenso a modo de rayo flamígero—. ¡Que un vasco quiera torcer nuestra sagrada tradición…!
Gabino Perurena pone distancia desplazándose hasta la otra marca de la tumba.
—Vete a casa, mujer, vete a casa —le oímos.
Sin más, y con demasiadas incógnitas, allí dejamos a la desconcertante tropa.