13. Muertos con larga esperanza de vida

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Muertos con larga esperanza de vida

Como la noche es oscura, no vemos la mar, a un kilómetro a nuestra izquierda, ni la oímos, aunque la siento como se siente la sangre circular por nuestro cuerpo, sin verla.

Supongo que no es el peor momento para formular a Pedro esa pregunta que tengo pendiente. Sólo en una ocasión me he dirigido a él directamente, para hablarle de sus pequeños amigos, tema que pudo aplacar cualquier reacción contra mí. Ahora será diferente. La naturaleza de la pregunta impone un ¡ejem!, previo.

—¡Ejem! Me gustaría saber si a tu bragueta le falta un botón. Si no te importa.

Seguimos con el mismo orden en la marcha, el comisario y yo detrás.

—¿A la bragueta de quién? —pregunta el policía jocosamente.

El ruido de nuestros pasos es lo único que se oye en los segundos siguientes.

—¿Acaso te importa, Pedro? —pregunta el comisario—. Nuestro amigo quiere averiguar cierto detalle para su investigación. —Se vuelve hacia mí—. ¿Me equivoco?

—Si al dueño del pantalón no le importa.

—Seguro que no le importa. Sólo los culpables obstruyen la marcha de la justicia.

—¿Quién husmeará en sus bajos? —El policía lo está pasando muy bien.

—Habla, Pedro. A veces, las pruebas que buscan los investigadores privados son muy raras. Deja que Samuel Esparta eche un vistazo a tu bragueta. ¿Qué importa una triste bragueta en un caso criminal?

—A mi bragueta no le falta ningún jodido botón —se oye, por fin, a Pedro.

—No, no, no… —protesta el comisario—. Un sospechoso no decide sobre pruebas. Date la vuelta.

—Ese no ensuciará mi puta bragueta con sus manos.

Hay mucha carga en estas palabras. Se me ocurre que yo olvidaría la prueba del botón si él no llevase el mismo pantalón de aquella noche.

El comisario suspira.

—¡Alto todos! —ordena. El último que se detiene es Pedro. El comisario le tira de la chaqueta para darle la vuelta—. Escucha: no se trata de tocar sino de ver, de mirar. —Saca una linterna de un bolsillo de su gabardina y la pone en mis manos. La enciendo y la noche se parte por la mitad. Pedro retrocede un paso y el comisario resopla—. Bueno, ya está bien de melindres. —Recupera la linterna de mis manos y se la pasa al policía—. Mira tú esa bragueta de los cojones.

El hombre coge la linterna como si quemara.

—¿Yo? La verdad es que no sé cómo…

—¡Es una orden!

El policía da un paso para situarse frente a Pedro, al que desearía pedir que se subiera a una silla. Ha de agacharse y lo hace con la torpeza de su gran humanidad, hasta quedar de rodillas. ¿En qué piensa con su mirada fija en la bragueta? Pedro no le presta la menor atención. Por fin, la linterna se enciende y alumbra el objetivo.

—No veo ningún botón —informa el policía.

—No seas imbécil —dice el comisario—. Levanta el faldón de la camisa.

El policía manipula delicadamente con sus dedos libres.

—No falta ninguno —asegura.

Lo hace con tanta suavidad que Pedro no parece sentir nada, continúa ausente.

—No puedes saber si falta o no alguno —replica el comisario—. La medida te la darán los ojales. ¡Cuenta los ojales!

—Cuatro.

—¿Y botones?

—Cuatro.

—Lote completo —sentencia el comisario. Se vuelve a mí—. ¿Defraudado?

—No —digo—. Otros sí lo estarán.

—¿Otros? ¿Es pieza tan clave ese botón? —Sonríe—. No me haga caso, no pretendo invadir su terreno. Usted a lo suyo y yo a lo mío… ¡Eh!, ¿adónde va ese?

La espalda de Pedro está a no menos de veinte metros, alejándose. El comisario saca su pistola y apunta.

—¡Alto o disparo! —chilla.

Pedro sigue su marcha. De un salto me coloco ante el cañón del arma.

—¡Guarde esa pistola y no la saque más! —exclamo—. Ese hombre sólo tiene prisa por llegar.

Y, como si me hubiera oído (de no ser así, ni esto habríamos compartido), Pedro emite con dulce intensidad:

—Quiero despedirme de Anari.

Hemos accedido al costado de Belarriena correspondiente al ventanuco del cuarto de la vela. Hay otros dos, pero oscuros, a diferencia de este tercero, iluminados sus cuatro pequeños cristales con el débil fulgor de los cirios del interior.

Ni al propio Pedro se le ha ocurrido entrar temerariamente en el caserío cuando, guiando al grupo, he rodeado el portalón hacia nuestra atalaya. Se encuentra el ventanuco a una altura ideal para, de pie, echar un vistazo al interior. Nadie discute a Pedro su derecho a aplastar su nariz contra uno de los cristales. Lo hace casi con desesperación. Los tres guardamos silencio, esperando no sé qué.

—No está muerta —susurra Pedro tras un tiempo interminable y volviendo la cabeza hacia nosotros, esperando, supongo, una confirmación. Pero huye de nuestro silencio para sumergirse en la cruda realidad. Su siguiente juicio es una absoluta claudicación—. No parece muerta. ¡Qué bonita es! ¡Ni aunque viva mil años dejaré de quererla! ¿Quién te mató, amor mío?

Si es sincero, si no hace teatro, él ya tiene al culpable: un vasco, o todos los vascos delegando en uno. Sin embargo, no le advierto odio, aún le embarga la ternura.

El comisario se atreve a profanar el momento:

—No podemos quedarnos aquí toda la noche.

—Es la última vez que la verá, ¿no lo comprende? —protesto.

—Todo el mundo se muere alguna vez, no va a resucitarla mirándola.

Pedro es una figura de piedra pegada al cristal. Creo que ya nadie se atreverá a cortar su despedida, pero me aseguro colocándome a su espalda. Es más alto que yo y su cabeza cubre el centro de la ventana, impidiéndome ver. ¿Qué ocurre en ese interior? ¿Acaso tiene que ocurrir algo? Se trata sólo de la rutinaria vela de dos difuntos. ¿Nada más? Desde hace unas horas, y por poco tiempo, el interior de esa habitación viene siendo el horno emocional del caso, como si todas las respuestas hubieran de arrancar de ahí. ¿Es esta consideración algo más que una convencional frase novelesca?

De la espalda de Pedro me cambio a su costado y le empujo muellemente para ganar mi pequeño espacio de ventana. Me llega el fragor de unos pulmones bombeando con angustia y pregonando el dolor de una carne. Pedro no me siente a su lado y, rozando su oreja, descubro el rostro de Anari. El bello rostro de Anari. Enmarcado por sus rubios cabellos, no parece de este mundo. En realidad, ya no lo es.

Hay menos gente en la habitación, más espacio; es la tercera sesión de vela de dos cadáveres en la que, por muy especiales que sean, se impone el Getxo laboral. Habrá descendido dos palmos la cera de los cuatro cirios cercando la cama, y tiemblan otras llamitas en media docena de puntos estratégicos de la estancia; entre todas sólo consiguen una penumbra mortecina que llama al respetuoso silencio. Aunque no espero ninguna revelación, me agrada pensar que en este escenario de muerte pueda flotar alguna clave que me alumbre el camino.

Ahí veo al pintor, y es suerte que no se halle Simona a la vista. El pequeño caballete con el lienzo continúa en su sitio, pero él y su silla se han retirado dos pasos, y desde esta distancia contempla su obra. Imposible saber cuánto tiempo lleva así ni cuánto seguirá. Descubro también a Balendin —¿qué hace separado de su abuela?—, ya no arrodillado al pie del lecho, al pie de Anari, sino sentado en el suelo y dando la espalda al cadáver; simple cansancio y prolongación de la vieja confianza entre ambos. No acierto a distinguir si el retrato de Anari ha mejorado tras la filípica de Simona.

Ha mermado el grupo de mujeres del rosario; continúan con su rezo, sentadas la mayoría, de negro y más mustias, aunque supongo que habrán disfrutado de sustituciones. Una vez más, dirige el rezo don Pedro Sarria, ocupando una silla ante ellas e imbuido de cierta solemnidad.

En un largo banco contra una pared y semivacío, se sientan Palento y Santi, de cara a sus hermanos encamados, y Domenion, de espaldas, sin mirar al lecho mortuorio; ahora, Palento le hace una seña con la mano con la orden de que se vuelva hacia Anari, pero Domenion se limita a bajar la cabeza y moverla como un cabestro, negándose o simplemente desentendiéndose. La verdad, resulta sorprendente que quien acude a velar unos cadáveres les dé la espalda, como si nunca hubiera simpatizado con ellos o les temiera. ¿Temer a Anari?

De Pedro, a mi lado, sólo me llega su respiración pedregosa.

—Vamos, vamos… —apremia el comisario a media voz.

Don Pedro Sarria no deja de mirar hacia atrás, a la puerta de la habitación, hasta que se levanta de su asiento y, sin soltar el rosario de cuentas de su mano, sin abandonar la dirección del rezo, con su mano libre atrapa al cura Artigas en el pasillo y tira de su sotana hasta sentarlo en la silla y entregarle el rosario, y estoy seguro de que el salto de un misterio a otro, de una voz a otra, ha sido fluido y sin descomponer la sesión.

Siguen ocurriendo cosas muy curiosas… En este momento entran dos muchachos y se acercan a la cama. Uno de ellos cojea. Podrían ser Jacinto y Seremundo, los que primero vieron a Pedro inclinado sobre Anari. No más de unos segundos permanecen allí: uno de ellos acaricia la pelambrera del sentado Balendin y se retiran.

Ahora entra Susana Treviño con su pesado andar, atraviesa lentamente el cuarto y se detiene a la cabecera del lecho, extrae algo del bolsillo de su falda azul y se inclina sobre Anari. Dejo de respirar. La chica parece encontrar en el cuerpo de Balendin un estorbo para lo que pretende realizar y consigue más espacio empujándolo con la rodilla, aunque él no lo advierte, y entonces ella acomete sin más su propósito, que no es otro que el de peinar suavemente a la muerta. Se me ocurre mirar al banco, pero ni Palento ni Santi ni Domenion parecen incómodos con lo que yo entiendo sorprendente. Susana Treviño peinando con dulce dedicación la bella cascada rubia de su rival; es como si la compensara de su tormentosa enemistad.

No tarda el pintor en acercársele gesticulando, sin duda para pedirle no altere su modelo, pero ha de regresar, derrotado, a su asiento.

Aún aparecen, una segunda vez, los supuestos Jacinto y Seremundo; empiezan por cambiar unas palabras con media docena de jóvenes que parecen dormitar en el rincón más oscuro, y juraría que una de las delgadas voces pertenece a Montxo Belarritabena; a continuación la pareja se detiene ante la difunta, contempla el quehacer de la peinadora y se marcha.

También se retira la mitad de las mujeres del rosario, en un claro repudio de Ignacio Artigas.

No dejará de ser temerario sacar interpretaciones a todos estos comportamientos; lo haré, pero no en este momento. Necesito meditar en sosiego sobre ello. Imposible ahora, con un hombre sangrante a mi lado y otro apremiándonos, a mí también.

Cuando Pedro se retira del cristal no es por obedecer al comisario sino por una exigencia muy personal:

—Ahora quiero ir a ese cementerio de la costa —exige con la mayor naturalidad.

—¿Cómo? —exclama el comisario—. ¿Quieres repetírmelo?

—Ha dicho que… —empieza el policía.

—¡Ya sé lo que ha dicho! —grita el comisario—. ¡Pero a ver si se atreve a repetírmelo él!

Se lo repito yo:

—Parece que necesita ir a nuestro cementerio.

—¿Es usted su aliado? —El comisario se vuelve a Pedro, quien, ya de espaldas a la ventana, mira por encima de nuestras cabezas hacia la noche, como buscando el camino—. ¡El pacto era echar un vistazo a tu chica y volver!

—Mi palabra sigue entera —dice Pedro.

—¿Y para qué coño quieres…?

Me interpongo entre los dos y pregunto a Pedro:

—¿Qué te interesa de allí?

—Su tumba —contesta Pedro—. Ya la habrán abierto.

Incluso a mí me deja de un aire. Tanto que es el comisario el primero en reaccionar:

—Todas las tumbas son iguales. ¿Qué tiene esta de especial?

—El piso. Que no haya peña. A lo mejor hay que abrir otro agujero.

¡Se trata de la leyenda, de las tumbas que se vacían por el fondo! El dolor le ha desquiciado los sesos. De la misma opinión es el comisario, lo leo al intercambiar nuestras miradas, y el paralizante asombro lo calma y casi enternece:

—Pero ¿tú crees en esas cosas, ángel de Dios?

—Anari creía. Y es lo último que puedo hacer por ella.

—Tiene cojones —comenta el policía por lo bajo.

—¿Qué hacemos? —me pregunta el comisario. Y añade, ante mi silencio—: Claro, a usted no le importa seguirle la locura. ¡Estos vascos, que creen de noche en sus delirios y no los creen de día!

Este sujeto es inaguantable. Siento una oleada de indignación ascender desde mis tobillos.

—¡La quería, la ha perdido y se aferra desesperadamente a lo único que ya le unirá a ella! No importa que sea irreal. Todos vivimos ficciones a diario.

El comisario se encoge de hombros.

—Esta investigación es suya y usted marca tiempos y milagros. A fin de cuentas, estamos en su Getxo, entre sus gentes y enfangados en la cosa vasca. ¡Esperemos que este último movimiento nos descorra alguna cortina!

Es un bonito párrafo que, sin duda, incorporará al informe final sobre el caso que presentará a sus superiores…, ¿quizá a Franco?

—Por aquí —digo, echando a andar. Pero sólo doy un paso: Pedro regresa a la ventana y aplasta de nuevo su nariz contra el cristal. Regresa con la expresión prendida de un rostro inolvidable.

El cementerio actual de Getxo ocupa una amplia explanada de La Galea, a menos, como dije, de un tiro de piedra del borde del acantilado, distancia asequible para los muertos que decidan cambiar de lecho. Se inauguró en 1929 con sus primeros ocupantes, los huesos desenterrados del camposanto anterior, en pleno Algorta, alejado de la costa y hoy convertido en verde placita ahogada por las edificaciones. Parece que no se encontró una sola tumba vacía, prueba para unos de la falsedad de la leyenda, y para otros, de que a los difuntos no se les facilitó en su día el desplazamiento. Que se sepa, nadie se ha molestado en comprobar en los últimos dieciocho años si algún enterrado en la nueva residencia aprovechó la proximidad de la costa para cubrir el breve trayecto.

La luna blanquea la noche y el conmovedor deseo de Pedro, que, supongo, ha tocado también alguna fibra del comisario.

—Usted calificó a esa leyenda de romántica y aquí tiene el resultado —le recuerdo.

El comisario tarda en digerir aquel viraje.

—Pedro no es ningún adolescente lampiño y siempre se habrá reído de este cuento de hadas que ahora utiliza en su provecho. Tiene un plan oculto.

—Sólo utiliza la leyenda para sobrellevar su dolor. No necesita creer en ella.

—Es de los que aguantan cuanto les echen encima. ¿Qué trama? Huir, claro.

—Le dio su palabra. Y esa leyenda es lo único que ya puede compartir con ella.

—La chica está muerta y a lo mejor él quiere morir también… Algo propio de enamorados. ¡Sí, eso es! Intentará huir de manera torpe, obligándome a emplear el arma. Así, lo enterrarían a su lado. ¿Qué le parece mi teoría? ¡Un duro como él refugiándose en la leyenda en la que no cree!

—En cosas más infantiles creemos cuando nos muerde el miedo, tanto en la vida como en la muerte. Sobre todo en la muerte: el mejor amigo es el cura que se acerca a nuestro lecho recordándonos que hay cielo.

Pedro ya está andando, y lo ha hecho en la mejor dirección, hacia la costa. ¿Ha sabido olfatear en la tenue brisa de la mar? Pero la ruta no es recta, las estradas entre huertas y casitas solitarias se entrecruzan en el mapa de esta parte de Getxo: debo adelantarme para hacer de guía. El comisario y el policía nos siguen.

Es curioso que sea un maketo quien resucite el delirio que puso sobre la mesa la abuela Simona. Claro que ambos sucesos tienen una raíz común: Anari. Lo que parece demostrar que las más dislocadas creencias acudirán en nuestra ayuda si las reclamamos con la fuerza sobrenatural, por ejemplo, del amor.

—Si en Getxo se hacen las cosas como en todo el mundo —rompe la noche la voz del comisario—, las puertas de hierro del cementerio estarán cerradas.

—Saltaremos la tapia —dice Pedro.

—¿Y que nos tomen por profanadores de tumbas? ¡Sólo me faltaba eso! —El comisario se pone a mi altura—. ¿Son altas esas tapias?

—Cuatro metros —digo.

—Que estén abiertas las puertas.

Pasos después pregunta el policía:

—¿Cómo sabe que esas puertas son de hierro, jefe?

—He sido cadáver ahí dentro, idiota.

Al llegar a nuestra meta, el policía toca con sus dedos amorcillados los gruesos barrotes de una puerta doble y alta que constituye el centro, con otras dos más pequeñas a sus lados, de un frontis bastante aparatoso de piedra blanca. Lo primero que hace Pedro es comprobar si la puerta central está abierta, y lo está, y entonces descubrimos una luz al fondo del cementerio.

Las bisagras no chirrían cuando Pedro empuja una de las pesadas hojas entreabierta y emprende una semicarrera por la avenida central entre tumbas y panteones.

—¿Quién coño anda por ahí a las doce de la noche? —murmura el comisario.

Es lo que también me pregunto al precipitarme tras Pedro. A nadie seducen los cementerios, tampoco a mí, y menos de noche. Lápidas y monumentos funerarios, bajo una luz blanca, van quedando atrás como simples mojones.

La pequeña y furiosa llamita de un carburo en el suelo ilumina malamente a dos personas impropias del lugar a aquellas horas: la abuela Simona y Luis Federico Larrea, y a una tercera, que sí es parte del escenario: el sepulturero Gabino Perurena, «Perretxiko», que nos mira con ojos muy abiertos desde el fondo de la tumba que está excavando. Pedro aparta de un empujón a las dos figuras que estorban su paso y se asoma al hoyo.

—¿Tocas roca? —pregunta con ansiedad.

—¿Eh? —ronca Gabino.

—¡Peña, peña!… ¿Ha chocado tu pala con peña?

—Seas quien seas, no me toques los cojones, que ando atrasado y quiero coger la cama.

Las últimas palabras de Gabino se cruzan con las furibundas de Simona:

—¡Es el maketo, el que la mató! ¿Cómo anda libre? ¡El Señor nos lo ha traído para nuestra venganza!

Y su gran humanidad avanza contra Pedro con los brazos extendidos y poco falta para que unas manos abiertas apresen su cuello. No es un simple movimiento fútil de mujer histérica, sino consistente, de alguien capaz de consumar lo empezado.

El comisario se mueve para poner orden.

—Quieta, señora, que este hombre se halla sometido a la autoridad, que soy yo.

—¿Y quién es usted? —exige Simona.

—No me recuerda, pero ya hemos hablado. Soy el comisario de policía encargado de este caso.

—Pues no se queme tan cerca del asesino. Aunque, claro, tal para cual, ya puedo esperar sentada… ¡Uno y otro, enemigos del pueblo vasco!

Ignoro por qué me mira el comisario antes de encararse con Simona.

—¿Se puede saber, señora, qué hace usted de noche en un cementerio? Habrá leído en la puerta que las visitas son hasta las seis de la tarde. —Se vuelve hacia Luis Federico Larrea, que contempla todo con curiosa expectación—. Y mi pregunta va también para usted.

—¡Ejem! —tose el Larrea, conciliador. Saca del bolsillo interior de su americana la cartera de piel de cocodrilo… que ya conocemos Koldobike y yo…, extrae de ella una tarjeta y se la pasa a la autoridad.

—Luis Federico Larrea —lee el comisario doblando su cintura para acercarse a la luz del carburo—. Conde de… bla, bla, bla… de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País… bla, bla, bla… —Se incorpora con un punto de confusión—. Aunque no se me ocurre ningún cargo contra usted, y sólo por curiosidad: ¿qué motivo le ha traído aquí a estas horas acompañando a esta señora?

—Vine solo, por supuesto. La encontré aquí.

—¿Al pie de esta tumba?

Luis Federico Larrea tose y parece recobrar una seguridad que en ningún caso había perdido.

—Llevo años tratando de determinar la línea divisoria entre los cementerios costeros y los otros, los de tierra adentro, entre los que se vacían y los que no… Siempre según la leyenda, claro… Piezas fundamentales en esta investigación son los honrados sepultureros, que sin duda han de conocer las idas y venidas de sus huéspedes. En el caso, naturalmente, de que…

No hace mucho, este hombre se ocupaba en la elaboración de un plano del país con distancias medidas en pasos en vez de en kilómetros. ¿Lo habrá terminado? En el caso de los gemelos Altube, dos años atrás, me vinieron de perlas el número de pasos de la playa y de la subida a la herrería de los Zalla, que reconvertí en tiempos, en minutos, a fin de confrontarlos con el otro tiempo, el de la subida de la marea… Aún no me ha reconocido, estamos envueltos en tinieblas.

El comisario me mira otra vez antes de exclamar alzando los brazos:

—¡Es sorprendente el poder de convocatoria de esa tonta leyenda!

Así parece. ¿He de conceder especial importancia a la coincidencia de tres personas, tres personajes, en este cementerio en la misma noche y traídos por la estrafalaria creencia? Bien que la asuma Simona, la tremenda Amagoya. O que el rico y desocupado Luis Federico la quiera creer para entretenerse con su nuevo juguete. Veo saltar a Pedro al fondo de la fosa y agacharse para comprobar con sus manos si el piso es duro o blando. ¿Acabaremos todos locos? Gabino Perurena le empuja con su pala para intentar devolverle a la superficie.

Yo también me tendría que preguntar para qué estoy aquí y, sobre todo, si he movido los omnímodos hilos de autor para provocar esta escena taimadamente novelesca. Pero no, estoy seguro de que quienes lo han dispuesto así han sido los meros acontecimientos entrechocándose, es decir, la natural dinámica de las ciegas fuerzas que nos llevan y nos traen, el impredecible destino, nunca mi torpe imaginación. ¡El cielo me libre! Si bien he de admitir que, una vez aquí, se trata de una situación que puede estar señalándome una línea de investigación insospechada: la conjunción de tres intereses particulares en nuestro cementerio pueblerino y costero.

El comisario extiende la mano para ayudar a Pedro a salir de la sepultura, pero este se la rechaza. Entonces se dirige con mal ceño a Gabino Perurena:

—¿Se da usted cuenta de que es el centro de esta noche?

—¿Yo, centro? —repite el hombre tocándose la boina.

—¿Por qué no les cobra la entrada?

—¿Cobrarles? Je, me haría rico. Porque los que tenéis delante no son los únicos que andan por aquí.

—¿Quieres decir que hay otras personas en el cementerio? —pregunto—. ¿Quiénes?

—Moscones. Ellos me han retrasado el trabajo.

—¿Qué querían? —Mi interés es creciente.

—Lo mismo que todos: fisgar en mi trabajo.

—¿Los conoces?

—Sí y no. De noche, todos los gatos son pardos.

Ante respuesta tan ambigua, intento penetrar las tinieblas que nos rodean. Nada, ni formas ni ruidos.

—Quien me roba es el muy bribón quitándome la paciencia —sonríe el atildado Luis Federico Larrea—. Simplemente, le pido que me abra un par de tumbas para conocer si sus féretros siguen o no ocupados por sus correspondientes difuntos. Sólo le pido esta nimiedad. Y no hay manera.

—Eso es profanación y es delito, y usted, señor, tendría que saberlo —dice el comisario.

—Sin ánimo de polémica, le advertiré que mi ruego es parte de un trabajo científico, un estudio serio sobre una creencia que nadie se ha preocupado de comprobar; y, yo diría, atrevido. La ciencia siempre persigue respuestas. Y para que estas respuestas se ajusten a la verdad, ha de procederse con rigor científico. Llevo tiempo tras un ordenamiento de cementerios costeros y no costeros, los que se vacían y los que no. ¡Quiero trazar una línea fronteriza entre ellos y mi labor es obstruida!

—¡Sería una traición a nuestra leyenda, señor mío! —ruge Simona—. Los que no creen no se merecen que alguien les convenza.

—Si se demostrara, seguiría un éxodo masivo de vascos para vivir y morir en la costa y Franco tendría que intervenir para poner orden —advierte el comisario, y no suena del todo a broma.

—Me empadronaré en Getxo para que me entierren en este cementerio —murmura gravemente Pedro, ya salido a la superficie por su propio pie y sentado al borde de la tumba semiabierta—. Aquí.

No habla él, no habla el verdadero Pedro.

—¡Justamente, acabo de reclamar ese santo suelo para mi inconsolable nieto Balendin! —anuncia Simona llegando hasta Pedro y rozándole con las puntas de sus zapatones.

—No hay prisa —dice el comisario—. Esos dos muertos gozan aún de buena salud.

—Que lo echen a suertes —dice el policía.

—¿Tú también? —se asombra Gabino señalando desde su agujero a Pedro con la pala—. ¿Qué les pasa a los de Getxo? Por ahí tengo la tumba de una jovencita. Me pidieron lo mismo. Hace tres años y aún estoy esperando que me traigan al muerto que le hará compañía. Y ahora, lo mismo: que guarde un sitio junto a otra tumba. ¿Qué les pasa a los de Getxo?

—¿Quién te pidió? —pregunta Simona.

—Las de Jáuregui, madre e hija.

—¿Las dos?

—Las dos.

—¿De cuál de ellas era el hombre enterrado?

—No era un hombre, era una chica, ya lo dije: Alodi.

—¿He oído bien? ¡Qué vergüenza! —se lamenta Simona—. Cosas así nunca se habían visto entre vascas. ¿Cuál de ellas quería pasar la eternidad con la chica?

—Ninguna. La tumba era para Ismael Jáuregui, hijo de una y hermano de otra.

—¿Y dónde está Ismael?

—Era gudari y lo mataron en Peña Lemona en el 37. Llevo tres años guardándole el sitio.

La cosa despierta mi interés e intervengo:

—Serán diez años, estamos en el 47.

Gabino Perurena lanza un escupitajo dentro de la tumba.

—Es que las mujeres me lo pidieron en el 44, a la muerte de Alodi.

—¡Cojones! ¿Quién es Alodi? —pregunta esta vez Pedro, haciendo que todos nos volvamos hacia él.

—La chica que tengo por ahí enterrada —dice Gabino.

—¿De quién era? —pregunta Simona.

—De los Apraiz, de Félix.

—Sí, recuerdo, murió aplastada por una carreta.

—La carreta de Lecumberri —precisa Gabino.

—¿Y por qué no se enterró en su día a esa Alodi al lado de la tumba de Ismael? —pregunta Pedro.

—Porque nunca me trajeron el cuerpo de él. Quedó enterrado sin entierro en Peña Lemona, enterrado por las bombas de la Cóndor nadie sabe en qué agujero.

Una vieja historia no tan vieja. Un amor truncado, con la particularidad de que quien espera en su tumba es la fallecida en segundo lugar. Y la madre y la hermana de él viviendo en la esperanza de recuperar algún día el cuerpo perdido y conseguir, al fin, enterrarlo en la tumba que abra Gabino Perurena en el espacio reservado junto a la primera y para que los amantes puedan entonces cumplir con la leyenda. Siempre la leyenda.

Hay una concentración de miradas en el Pedro sentado, incluida la del enterrador.

—Este cementerio está lleno de amor por encima del tiempo —recita el comisario.

Es el estado de ánimo que, supongo, invade al grupo. La voz de la razón arrasa el romanticismo:

—Pero falta la prueba irrebatible —advierte Luis Federico. Da un paso hasta el borde de la fosa y apunta a Gabino con su bastón—. No sería suficiente ni aunque este hombre nos contara cuanto ha visto aquí. No obstante, estoy seguro de que se muerde la lengua. Y haces bien, amigo enterrador: te encerrarían por loco. Te atreverás a hablar cuando la ciencia lo haya demostrado. Mañana viviremos el gran momento, la intervención de la ciencia. Me he tomado la libertad de traer, una vez más, el apoyo de unos metros de cuerda, fina y fuerte, para realizar el experimento definitivo, cuyo final, obviamente, no veremos mañana. Todo depende de si este buen amigo…

Simona se acerca para desplazar al Larrea del borde de la tumba de un empujón.

—¡Yo he sido la primera en pedirte el sitio! —exclama con un vozarrón excesivo para su género—. Además, el maketo la mató y ahora nos quiere engañar.

—Echadlo a las cartas, el que saque la más alta —propone el policía, y en sus manos aparece una baraja.

El comisario levanta el brazo pidiendo silencio y anuncia:

—Este asunto, además de embrollado, no me atañe. —Se vuelve a mí—. No nos atañe… Señores, me retiro con mi preso. Buenas noches.

Me apresuro a tomarlo del brazo y nos apartamos.

—Estamos sobre un avispero, ¿no se da cuenta? Siento bajo mis pies un inminente terremoto. No hablo de una pista concreta sino de los ecos de que algo está en marcha y a punto de explotar. Me importa un bledo que usted se largue o no, pero necesito a Pedro: es uno de los vértices sobre el que sobrevuela algo. Además, aún no he tenido ocasión de interrogarle con calma.

Poco tiempo se toma el comisario para asentir con un «Bien», como yo esperaba, recordando sus opiniones sobre el amor como fuerza motriz de la leyenda y del crimen. Entonces, ¿por qué abandona el yacimiento? Está claro: no soporta la lenta investigación comparada con las fulminantes condenas franquistas.