12
«¿Recuerdas a Humphrey Bogart en…?»
La comunicación con mi hermana Elise siempre ha sido entera y profunda, pero cuando abro la puerta de casa y la veo caminar hacia mí por el pasillo, y sé, sin haberlo decidido aún, que jamás le mencionaré mi accidental beso a Koldobike, descubro al instante que ya no me acuerdo de él, que no ha existido.
—Estábamos preocupadas, todo el día sin saber de ti. Ama no quería acostarse. Entra a darle el beso, está despierta.
Me despojo del sombrero y la gabardina, entro y beso una frente habitualmente fría. Una madre tiene la imperiosa necesidad de preguntarme:
—¿Por dónde andas? Y no habrás comido caliente en todo el día.
La tranquilizo con un segundo beso.
Veo a mi hermana calentando algo en la chapa.
—¿Qué tal va la novela? —pregunta sin volverse. Es maravillosa: pregunta por la novela, no por mí.
—Por ahí anda un comisario fisgando como yo y esta noche hará un corto viaje con el sospechoso que tiene encerrado, y yo le he pedido acompañarle. Así está la novela.
—¿Un comisario de Franco?
—A veces hay que aliarse con el diablo.
Piensa unos segundos antes de comentar:
—Mientras sea para bien de la novela… Siéntate.
Me sirve el plato de vainas humeante que no comí a mediodía. Con el primer bocado descubro que lo necesitaba como el aire.
—Muy buenas. —Es un agradecimiento de todo mi organismo. Completan la cena un par de huevos fritos, café con leche y una manzana.
—¿Te preparo un bocadillo de queso para llevar?
—En esta escuela no hay recreo.
—Y, claro, no tienes ni idea de cuándo regresarás —dice en la puerta.
—Ya sabes cómo son estas cosas.
Se toma una pausa.
—¿Lo estoy haciendo bien, Sancho? No quisiera estropear nada.
Le beso la frente y le aseguro con mi acento más limpio:
—Como si llevaras ensayándolo toda la vida.
No recuerdo si la cita nocturna con el comisario tenía hora. Me esperará, me necesita como cordón umbilical con Getxo.
Son las once en esta suave noche de mayo increíblemente silenciosa. ¿Indiferencia de la naturaleza? Es la misma noche que seguía a la febril incorporación, en batzokis y casas del pueblo, a los batallones que compondrían el Ejército vasco. O a la continua pérdida de montes a lo largo de aquella guerra de tres meses y la casi diaria retirada, y las malas nuevas llegando a Getxo y sembrando el terror a unos moros que degollaban y violaban disciplinadamente y provocando la huida de familias enteras hacia Santander: días tormentosos precediendo a noches aparentemente indiferentes. Como esta de hoy, en que las estrellas del cielo están todas en su sitio y sólo se oye el inexistente rumor de la brisa y el sordo palpitar de los fulgores de Altos Hornos, al otro lado de la Ría: tan indiferente como las de los ocho años de posguerra y fusilamientos oficiales de presos en esta paz de los cementerios. Debo aceptar, pues, esta noche como una más de la interminable pesadilla, sin pretender diferenciarla porque un impresionable investigador privado deba enfrentarse a dos crímenes con sendos asesinos y sólo a uno podrá entregar a la justicia; es como si sobre Samuel Esparta hubiese caído la ineludible responsabilidad, adelantada en el tiempo, de llevar ante el Tribunal de la Historia al Gran Genocida.
Tampoco resultan agradables de ver las varias docenas de getxotarras apostados a cien metros del Ayuntamiento, junto al obelisco, en el jardincillo de San Ignacio. He tenido la suerte de verles antes de que ellos me vieran. ¡Qué barbaridades pensarían si me sorprendieran entrando en esa comisaría franquista!… ¿Tiene puerta trasera? Doy un rodeo, y sí tiene. Golpeo suavemente la madera con los nudillos y resulta que la puerta sólo estaba entornada y se abre sola; se sienten muy seguros en la tierra conquistada. Oigo voces al fondo de un corto pasillo y, de pronto, tengo delante a un falangista corpulento que frena mi avance con su manaza abierta sobre mi pecho y me interroga con la expresión, mientras con la otra mano se está cerrando la bragueta.
—Busco al comisario Cayo Fernández.
—¿Para qué?
—Asuntos.
Del cuarto del fondo me llega el arrastrar de una silla sobre el entarimado.
—Adelante, adelante… —Es él. Llega a mi lado y supongo que son sus dedos los que apenas tocan mi espalda, conduciéndome—. Estamos preparados y salimos enseguida.
La habitación es grande y hay bastante gente, unos sentados a una mesa jugando a las cartas, y otros, acaso media docena, repartidos entre un banco corrido contra la pared o como testigos de la partida. La atmósfera apesta a tabaco. Las voces tabernarias se callan como a una orden.
—Os presento a Samuel Esparta, investigador privado —anuncia el comisario escuetamente. Se vuelve a mí—. ¿Le importa que acabe esta mano? Es un momento.
Despierto la curiosidad general, áspera. Está sentada a la mesa una representación de los tres cuerpos presentes: falangistas, municipales y policías de paisano, este en la figura del comisario; el cuarto va por libre, se halla de espaldas y su pareja es, precisamente, el comisario. Hay dinero sobre la mesa. Nunca he asistido a un mus tan silencioso.
—¿Qué investigas, amigo? —Es el falangista corpulento, con la bragueta ya abrochada—. No me lo digas, que ya lo sé —y ríe con su bocaza de buzón.
El comisario me envía con el gesto un «dale carrete». Todos los falangistas llevan el detestable correaje negro sobre la camisa azul y la funda de un pistolón a la cintura. Uno de ellos se acerca a la mesa a recoger un paquete de Celtas y un encendedor, y prende su cigarrillo. Es un tipo que tiene algo extraño y no acierto a…
—¿Tú también crees que la mató? —me pregunta, soltando la primera bocanada.
¡Carece de orejas, eso es! Su cara pasa de largo por esas zonas.
—Estoy buscando pruebas —digo.
—Pues tu gente lo tiene muy claro, le harían puré si no estuviera con nosotros. ¿Así presumís los vascos de cristianos?
—Es su mitad comunista —ríe el corpulento.
—Sacan la mala leche que nosotros les hicimos tragar en la guerra —dice el de la mesa para acompañar a un órdago a la grande con el que termina la partida.
La mesa se levanta, excepto uno de los jugadores, y habré de esperar a ver el rostro de Pedro. El falangista a su lado le sopla al oído:
—¿No quieres conocer al único de ellos que te quiere bien?
La espalda no se mueve.
—Es un investigador privado que quiere hacer justicia. —Creo percibir mucho calado en las palabras del comisario y me pregunto si alguna vez le otorgaré autenticidad.
Creo que todos esperan, como yo, una reacción de la espalda. El comisario hace una seña y un obeso policía de paisano se acerca a Pedro y le ordena:
—En pie para ponerte las esposas. —Como parece que el preso tiene una losa sobre su cabeza, se vuelve al comisario—. No quiere moverse… ¡Cojonudo, fin del servicio por esta noche!
Entonces Pedro se pone en pie arrastrando la silla hacia atrás y ofrece sus manos juntas al policía, quien no disimula su contrariedad.
—Habrá paseo nocturno.
Y ahora Pedro se vuelve por primera vez y la mirada que me dirige es de las que no se olvidan.
—No le quiero a mi lado, no quiero nada de ninguno de ellos —dice a media voz.
No puedo apartar la mirada de ese rostro oscuro, flaco, fibroso y con barba de tres días —supongo que acudiría afeitado a la fuga nupcial— y apenas oigo la suave risa del comisario:
—Pues es tan de tu bando como yo mismo.
—¡Que se vaya a tomar por el culo! —exclama Pedro acompañándose de un furioso latigazo en el aire con sus manos ya esposadas. Es una reacción que no me desconcierta del todo, porque mi atención está en ese rostro—. ¡No quiero nada de ellos!
—Te equivocas, este no quiere lincharte —insiste el comisario.
—¡Está aquí para ponerme una trampa! ¡Todos son unos hijoputas! ¡Ellos la mataron!
Con las últimas palabras sus brazos se desploman frente a su cuerpo. Desprenden tanto dolor su postración y su silencio que hasta el divertido auditorio corta su vejatoria hilaridad.
Sí que Getxo se comporta como un pueblo incivil y no le justifica el que Pedro se echara novia a este lado de la Ría en ese juego temerario de machos de tribus rivales que degenera en palizas y navajazos y… ¡Ese rostro! ¡Dios! ¡Es el del maketo que marcó mi oreja con su navaja hace ya unos años!
El comisario le está diciendo:
—Ten la seguridad de que quiere ayudarte. Si olvidas el odio acabarás comprendiendo que…
—¡Que se vaya el hijoputa! —estalla de nuevo Pedro.
El comisario pierde los papeles por primera vez:
—Pero ¿qué coño te ha hecho?
—¡Huele mal! ¡Todos ellos huelen mal!
Al súbito silencio general sigue un estruendo de carcajadas, e incluso el falangista corpulento, haciéndose el gracioso, se me acerca para olisquear como un perro. Soy el único que conoce la secreta raíz del insulto: en su arrebato, Pedro no ha hecho más que devolver uno de los viejos escarnios que se endosa a los maketos.
—Ea, en marcha —ordena el comisario bajando el telón.
Es el primero en salir al exterior a comprobar si la noche está en paz. Rompe la marcha el policía, en una mano la delgada cadena cuyo extremo fijan las esposas. Caminando junto al comisario, no pienso en el desusado episodio que voy a vivir sino en el valioso personaje que acabo de diagnosticar como el menos sospechoso de la lista: un violento que se propone matar no utilizará sus manos si dispone de esa navaja con la que se enfrentó a Palento Belarritabena y a Domenion Manchobas: que la sabe usar lo acredita la persistencia de mi muesca en la oreja.
No sólo salimos por la puerta de atrás de la comisaría, también rodeamos el edificio del Ayuntamiento. Rebasamos Algorta y hemos de alcanzar el barrio fundacional de San Baskardo para oír al comisario:
—Te estoy dando la oportunidad de contarnos cuanto has callado hasta ahora, incluso tu confesión. Me consta el alivio que invade a quienes se vacían del todo. No se te ha tocado allí dentro porque yo lo impedí. El tuyo no es un crimen político y deseo que esta investigación sea diferente. Aún no has abierto la boca por más preguntas que te he hecho. Estoy teniendo contigo demasiada consideración. Jamás había pactado con un prisionero. Cumplo mi palabra trasladándote a ver a tu novia, cumple tú la tuya y abre el pico.
Las piernas de Pedro, bajo sus pantalones negros, las adivino engañosamente flacas, aunque se mueven con pesadez, pero su andar es rápido, quieren llegar pronto a su destino, la última contemplación de Anari.
—¿Qué quieres saber?, ¿si yo la maté? Si vuestra justicia ahorca a los criminales, que me ahorquen: yo la maté… La verdad es que no sé lo que hacía allí, quizá los que llegaron me vieran estrangularla. ¡No me acuerdo, no puedo pensar!… Pero ¿por qué iba yo a matar a Anari?
La excitación de su espalda es tan expresiva como un rostro y me hablan de un hombre muy herido.
Mis compañeros de viaje no saben el camino, así que les voy señalando «ahora a la izquierda», «ahora a la derecha», y es el policía de la cadena quien dirige a un lado y a otro a un Pedro que se deja llevar.
—Chico, mi olfato me dice que estás limpio. Si es así, ¿por qué te quedaste junto a ella? Claro, el dolor te dejó clavado. Pero vas a contarme tus pasos aquella noche.
—No me acuerdo de nada.
—¿Tampoco de que os ibais a fugar, como Romeo y Julieta?
¿Quién se lo ha dicho? Aunque, ¿por qué no iba a saber lo que corrió de boca en boca desde el primer momento? Él también ha hecho preguntas.
—Eso es verdad, es lo único que recuerdo.
—¿Qué pasó desde que te encontraste con su hermano y su camarada…, o ellos te encontraron a ti, hasta que viste a tu novia…, supongo que ya muerta?
—Mi cabeza, mi cabeza… —Pedro levanta sus manos siamesas y apoya en ellas su frente.
—No digas ahora que te va a estallar el coco, es lo que dicen todos.
—¿Quiénes lo dicen?, ¿acaso los torturados en sus comisarías? —apunto.
—Sí, recuerdo mi rabia por no haber llegado a tiempo. Sus manos aún estaban calientes… ¿Quién me robó esos segundos? ¡Maldito Dios!
—Calla, imbécil. ¿Quieres sacar a todo el pueblo de su cama y que te linche por fin?
—¡Me cago en la raza vasca! —revienta Pedro sin volverse, aunque imagino dos ojos cargados de odio en el cogote que me precede.
El comisario me mira y se encoge de hombros con resignación, acaso esperando que la comparta con él. ¿Desea también sorprender mi reacción de vasco ante el exabrupto de un maketo? Mis raíces son vascas, mi padre combatió en un batallón nacionalista, en mis territorios naturales, Algorta y San Baskardo, es difícil no impregnarse de lo vasco; así que he de pensar que yo he oído otros tambores, esos otros mundos descubiertos a través de mis lecturas. Claro que vibro al escuchar el txistu y el tamboril en una romería, y sabiendo que el párroco, don Pedro Sarria, lleva una ikurriña envolviendo su cuerpo bajo la sotana… Pero en mi caso no es dolor por la patria ensangrentada sino por una libertad perdida.
Viendo el comisario que no entro al trapo, dice:
—Modera tu lengua, chico, y empieza de una vez a contarme lo de ayer noche. —Quizá damos diez pasos sin que suene la otra voz—. ¡Alto! —exclama el comisario, deteniéndose: ha sido una orden militar. El policía queda firme, y sólo el tirón de la cadena detiene al preso—. ¡Media vuelta y a casa! Se acabó el paseo.
Yo puedo ilustrar algo de aquella noche y no veo razón para no entregárselo si, a cambio, mantiene la visita a Belarriena, tan prometedora.
—Este hombre viajó esa noche como un murciélago de un punto a otro e, incluso, hizo amigos.
—Me lleva usted mucha ventaja —sonríe el comisario—. Investigamos el mismo crimen, pero no somos del mismo… departamento. No tiene por qué confiarme sus hallazgos.
—Temiendo una frustración de su fuga, la pareja tenía un plan B, una segunda cita en Algorta, en Cuatro Caminos, más o menos media hora después, dependiendo de la libertad que a cada uno les concedieran los acontecimientos. Nunca se encontraron.
—¿Es cierto, muchacho? —pregunta el comisario.
—Bueno —admite suavemente Pedro.
El comisario toca con su mano la espalda del policía, este pone en movimiento a su preso y las dos parejas reanudamos la marcha.
—De modo que mucho viajecito y ningún encuentro. ¿Por qué? ¿Acaso ella no fue a Cuatro Caminos? Se arrepintió a última hora y entonces tú…
—¡No! —El grito de Pedro rompe la noche—. ¡En ella no cabía una traición así!
Las lágrimas impresionan más en un hombre. Pedro está llorando. Sigo sin ver su rostro, pero le delata un sollozo ahogado, sólo uno, y no hay duda de que sus manos emparejadas se levantan hasta sus ojos.
—Tuvieron mala suerte —comento suavemente—. Cuando uno pisaba Cuatro Caminos el otro llegaba al lugar de la primera cita, y ambos emprendían un nuevo viaje por distintos caminos, y no se encontraban. Es lo que he conseguido saber. Vivieron casi dos horas angustiosas.
—¿Dos horas? —se asombra el comisario.
Este hombre sabe menos de lo que parece, le viene muy ancha, digamos, esta investigación criminal ilustrada, habituado a las investigaciones franquistas, que condenan al reo sin pruebas en juicios de siete minutos. Cuesta creer que este personaje de aspecto inofensivo haya formado parte de tamaño engranaje.
—¿Me permites un consuelo, amigo? —Es su voz—. Existe una leyenda vasca que habla de muertos que pasan de sus tumbas al mar, en el que nadan o simplemente flotan hasta el fin de los tiempos. Así que tu novia seguirá viviendo en este océano. Es una hermosa leyenda en la que te conviene creer. A tu hora, podrás ir a su encuentro.
—No quiero nada que venga de los vascos —gruñe Pedro.
—Si no me crees —prosigue el comisario—, lo confirmará este vasco que nos acompaña. Es un sabueso que también escribe novelas.
—Soy un novelista que investiga —puntualizo.
—Pero ¿existe o no esa leyenda?
—Con una restricción: sólo es aplicable a los cementerios costeros.
—¡Mejor que mejor! Esta comunidad costera dispone de uno así, ¿no es cierto?
—Sí, en La Galea, justamente sobre el acantilado. Seguramente, no hay en el mundo un cementerio al que lleguen tantos aromas de salitre. Dicen que se vacía por el fondo, sin más detalles.
El comisario desliza una sonrisa silenciosa.
—Es una buena noticia que no necesita de más detalles, ¿verdad, Pedro? Ahora, confiemos en tu credulidad. Por tu salud.
—¿En mi qué? —gruñe Pedro.
—Es sólo una tonta leyenda —observo.
—Al principio, todo son leyendas, pero muchas se cumplen y pasan a ser historia. Debes creerla, Pedro…, aunque sospecho que tú no crees ni en la resurrección de la carne… Bien, ¿qué dices?
—Que tengo ganas de hacer de cuerpo. —Y Pedro se lleva las manos al vientre.
—¿Y qué puedo hacer yo? —exclama el comisario con un resoplido—. Se te ocurre en mal momento.
—Estas cosas no piden permiso —dice Pedro.
—Aguanta —pide el comisario.
—Ya viene —anuncia el policía tapándose las narices—. Me lo llevo tras esas zarzas, lo suelto y que vaya lejos.
—¡Nada de lejos! —grita el comisario—. Y tú, chico, me prometes que…
Y es Pedro quien tira del policía y lo arrastra y desaparecen los dos en la oscuridad.
—Como se trate de una artimaña, lo empaqueto… —El comisario se palpa el bulto de su pistola. Transcurren minutos y se vuelve a mí—. Ya le ha conocido. ¿Qué piensa de él?
—Es pronto. Aunque pienso lo que pensaba antes: que en mi agenda de sospechosos su nombre no figura con una cruz roja.
—Estaba arrodillado junto a la chica, parece que sobre ella: una prueba que convencería a cualquier juez justo.
Habla de jueces justos el que nunca los ha catado. Yo había resuelto mantener el pico cerrado sobre algunas averiguaciones personales, pero la especie de trampa en que ha caído el desvalido maketo me empuja a romper mi propósito.
—Una característica de la gente del otro lado de la Ría es que usa navajas. Eso no va con nosotros.
—¿Se refiere usted a los vascos?
—Sí, a los vascos.
A veces, hasta yo mismo he de sacar un poco de orgullo. Aunque pienso que es él quien me saca de mi sitio.
—¿Y qué relación tiene…? —pregunta.
—Pues que Anari murió estrangulada. Cuando Pedro fue sorprendido a su lado, habría una navaja en el bolsillo de su pantalón. Quizá apareció al ser registrado.
—Apareció.
—Habría sido lo más natural usarla.
—Es la primera vez que una navaja exime de culpa a su dueño.
—No le estoy eximiendo. Quién sabe si creyó que con las manos sería todo más limpio, que ella, al menos, se merecía eso.
El comisario rebobina para preguntarme:
—¿Con qué pelean, pues, los vascos?
—Digamos que con los puños.
—¿Siempre?
—Claro que no. Pero es una ley de las muchas no escritas que tenemos. Palento Belarritabena y Domenion Manchobas la cumplieron escrupulosamente conmigo no hace mucho.
El comisario sonríe.
—Podría ser una reliquia de tiempos antiquísimos, cuando todos nuestros antepasados no disponían siquiera de garrotes, por no hablar de navajas. El recurso a los puños entre ustedes nos hablaría de la singular antigüedad de la raza vasca. ¿No le parece?
—O de lo cortos de mollera que somos, porque en el 37 habríamos cambiado mil pares de puños por cada avión de combate.
Como no encuentra una respuesta, se concentra en su mirada penetrando la noche silenciosa y vacía.
—Con navaja o sin ella, este tío de los cojones nos la ha pegado —resopla.
—Ahí regresan —le anuncio.
Así es. Pero quien viene detrás no es el policía sino Pedro, además, empuñando su pistola y encañonándolo. El comisario hace ademán de sacar la suya.
—¡Quieto, amigo, o me cargo a los dos! —promete Pedro con una serenidad envidiable.
—¡Imbécil! —envía el comisario a su ayudante.
—Lo que hacía tenía que hacerlo a solas, y sin esposas… porque había que apartarse de lo otro.
—¿Qué es lo otro? —exclama el comisario.
El policía se cierra la nariz con los dedos.
—Y el prisionero había dado su palabra —recuerdo.
Pedro está muy tranquilo, como si la cosa no fuera con él. Sin embargo, acaba de tomar las armas contra una autoridad a la que ofrece en bandeja la ocasión de desatar su violencia natural y resolver este caso sin más sutilezas. Pedro agita expresivamente su arma ordenando nuestro agrupamiento.
—No sabes dónde te estás metiendo —musita el comisario con cara de malo de película.
—Sería una gran tontería verter sangre ahora si no mataste a la chica —aseguro, asombrándome mi seguridad de que no apretará el gatillo.
He llamado su atención o, al menos, aprovecha el ruido que procede de mí para encararse abiertamente.
—¿Quién te ha invitado a este rancho, vasco de los cojones?
El comisario se abalanza por esta puerta abierta:
—Es un investigador privado, busca al criminal. Te lo dije.
—¿Investigador privado? ¿Qué es eso? —pregunta Pedro despectivamente.
—¿Cine policiaco americano?, ¿Humphrey Bogart?, ¿no te suena? —dispara el comisario, y no hay duda de que reza para que este tipo vea películas.
Pedro me mira de arriba abajo, desde el sombrero a la punta de los zapatos, y mastica:
—¡Fantoche!
—Las estrellas del cielo me han dado buenas cartas —replico.
Pedro me selecciona con el cañón de la pistola y ahora soy yo el que reza para que no haya matado a Anari y frecuente cines.
—Te veo y se me revuelven las tripas —escupe.
—Cuando me miro al espejo por las mañanas a mí también me pasa.
Eleva más la pistola y el comisario se precipita a decir:
—No te cabrees, así son ellos, los investigadores privados, no lo pueden remediar… ¿Recuerdas a Humphrey Bogart en…?
—No me toques los huevos —recita Pedro con la lentitud que merecen las grandes frases.
El comisario tuerce el cuello para mirarme, temiendo mi próximo sarcasmo. Cuando empiezo a preguntarme si este toma y daca es producto del realismo que debe guiarme o se trata de cosecha personal…, con el peligro consiguiente…, siento que algo está creciendo dentro de mí, algo independiente, y le doy curso y espero el resultado con inusitada curiosidad.
—Todos los huevos se acaban rompiendo.
—¿Lo oyes? —exclama el comisario tragando saliva—. Y también acostumbra a tocarse la oreja, como Bogart. No tiene nada contra ti, es que ellos son especiales.
Bueno, ha sonado bastante bien. Podría arreglármelas solo, sin esperar a que el flujo de la realidad venga en mi ayuda.
—¿Quién te paga, investigador? —me lanza Pedro—. Los vascos no levantáis una piedra si no hay debajo un duro.
Ninguna ocasión mejor que esta para contárselo.
—Mencioné que hiciste amigos aquella noche. Dos mocitos. Eusebio y Faustino. Son los únicos en Getxo que creen en tu inocencia. Me contrataron para ayudarte.
Carraspea. ¿Se ha emocionado?
—¿Te ríes de mí? —arrastra—. Sólo son dos rapaces, no tienen un real. ¿Con qué te van a pagar, con chapas?
—Me contaron vuestro encuentro, cómo rescataste a Eusebio. Les asombraron tus brillantes recursos. Lástima que te separaras de ellos un buen rato. ¡Habrían sido los testigos salvadores que necesitas con urgencia! Pero esa escapada lo estropea todo. Tus amigos ni la mencionaron, lo que habla de su fidelidad.
—Este investigador está de tu lado, amigo. Consérvalo entero —le aconseja el comisario con algún tartamudeo. Y comenta—: Muy simpático lo de esos críos.
—Me cayeron bien y estaban en un apuro —se abre Pedro—. Aún no los ha maleado tu gente.
Cuando baja el brazo con la pistola no lo hace por cansancio, pues apenas mantiene la caída un momento, con la última inercia eleva el brazo unos palmos con desgana, ofreciendo el arma a su dueño, el policía, recordando con gravedad:
—Di mi palabra y Pedro González sólo tiene una. Ahora cumplid vosotros con la vuestra.
Es decir, llevarle a ver por última vez a la difunta. ¿Lo pediría de haberla matado? Es posible, aunque sólo fuera para rogar su perdón.
El comisario saca precipitadamente su pistola del bolsillo de la gabardina, se planta ante él y le cachetea una mejilla histéricamente.
—Querías burlarte de mí, ¿eh, maricón? Pero resulta que no conoces el camino para ir a verla, ¿eh, maketo?
Pedro lo aguanta todo sin moverse y mirándole a los ojos. Nunca sabré si el comisario ha elegido conscientemente esa palabra o sufrido un contagio ambiental. Hasta que, de pronto, corta su arrebato, retrocede y me mira y adivina mi recriminación.
—No soporto ciertos comportamientos —se excusa.
Parece avergonzado de sí mismo y he de ser yo quien reinicie la marcha. Pedro se ve libre de las esposas, se ha ganado el título de prisionero ejemplar.