11
En el escenario del crimen
El escaparate de nuestra librería es apenas más ancho que la puerta; exactamente, veinte centímetros más. No hay que romperse la cabeza para llenarlo. O sí, habiendo vocación de librero. En mi caso, librera. Koldobike aporta su buen gusto, que luce especialmente en este escaparate. La base cuadrada del suelo, sobre un paño blanco, la cubren las novedades; como las editoriales no se prodigan, hay títulos que permanecen meses. En las cuatro baldas de la pared de la derecha, se expone material de papelería, gracias a lo que sobrevivimos; la de la izquierda es de libro vasco; la del fondo justifica el nombre Beltza del establecimiento con títulos máximos, buenos y menores de novela negra y policiaca; en su día, Koldobike y yo forcejeamos acerca de la exposición de mi novela y hubo de plegarse a mi «no».
Llegamos poco antes de las siete, todavía con luz. Ella me hace una seña en el instante en que los descubro. Esta vez no están sentados en el bordillo de la acera de enfrente sino en el escalón de nuestra propia puerta. Se levantan para que Koldobike, con un resoplido, pueda pasar esgrimiendo la llave.
—¿Y los deberes para mañana? —gruñe.
Con la puerta abierta y Koldobike dentro, dudo entre precederles o no. Son unos mocosos, pero no dejan de ser los clientes–patronos de Samuel Esparta. Les hago pasar y cierro la puerta a mi espalda. No se detienen hasta llegar al fondo, a mi oficina tras el biombo, y, muy quietos, me miran mientras ocupo mi sitio a la mesa…, se me ocurre que vigilando si mi comportamiento es el mismo que dedicaré a clientes adultos…, y ocupan los dos únicos asientos antes de que les invite a hacerlo.
—Bien, chavales, ¿qué tal por la escuela? —empiezo, con falsa campechanía.
Ellos pasan directamente al asunto:
—¿Sabes ya quién lo hizo?
La pregunta es de Eusebio, y la expresión de Faustino se une a la de su compañero exigiendo resultados.
—Si os preocupa mi primera jornada de trabajo a cincuenta pesetas por día más gastos, tranquilos, porque sólo os cobraría las cincuenta pesetas, y ello en el supuesto de que ayer cerrara algún trato con vosotros. ¿Acaso me oísteis decir que sí?
—Tampoco que no —recuerda tenuemente Faustino.
—Pero si nos estrechaste la mano… —dice Eusebio.
Cesa de raíz el pequeño alboroto de Koldobike trajinando a pocos metros, esperando mi respuesta. Sabe que, a estas alturas, ya no me negaré. De no haber sido contratado por esta pareja, yo no habría contactado con sospechosos que quizá salven al maketo. Y la idea nunca me ha disgustado.
—Sí —respondo.
Se reanuda el quehacer de Koldobike, acaso con algún retumbe más. No advierto en mis dos clientes una felicidad particular. Me miran por encima de sus atadijos de libros y cuadernos, que descansan sobre sus muslos, a la espera de mi respuesta a su primera pregunta.
—No, no lo sé… aún.
—Ya has perdido un día —dispara Eusebio.
—Estas cosas no son llegar y besar el santo. Comprended que… ¡Un momento, chavales! ¿Qué os habéis creído? Esto no es como vuestros juegos de guardias y ladrones, esto es muy serio, y además, no se escribe primero y se vive después…, que es la gran ventaja que tienen algunos. Yo nunca sé si el tipo que tengo delante es el asesino… ¡y hoy he estado mañana y tarde rodeado de asesinos!
—¿Quiénes son esos algunos? —pregunta Faustino.
—Ahora no importa… Bueno, son los padres de Sam Spade y Philip Marlowe, dos investigadores privados, dos caballeros de las malas calles, los buenos que en las películas salvan a las chicas buenas. —Sospecho que sus miradas no me incluyen en tan alta orden—. Dentro de tres o cuatro años, si seguís viniendo a leer tebeos, os haré leer a Hammett y a Chandler…
—¿Sabes ya quién lo hizo? —pregunta Eusebio por segunda vez.
—Estoy en ello.
—¿Has pisado siquiera el lugar del crimen? —me lanza Faustino.
—Lo haré pronto, quizá hoy mismo, luego…
—Lo primero que hace la policía es ir al lugar del crimen —me alecciona.
—Detrás de la iglesia encontrarás la prueba que buscamos los tres para que no ahorquen a Pedro —añade Eusebio.
—Justamente de Pedro os quería hablar, tramposos. Me contasteis que no se os separó aquella noche. Mentira: entre diez y once se largó. ¿Durante cuánto tiempo?
Les he pillado, cruzan sus miradas pero no se descomponen.
—No nos fiábamos de ti, pensarías que aprovechó para matarla —dice Eusebio.
—Pudo hacerlo.
—¡Pero no lo hizo! —salta Faustino con presteza.
—Aunque me habéis contratado para investigar a todos menos a vuestro amigo, la ética del gremio no me permite hacer excepciones, y menos ahora que descubro que dispuso de tiempo para…
—¡Es bueno, se arriesgó por nosotros, es el mejor amigo! —estalla Faustino, y sus libros ruedan por el suelo. Salta de la silla a recogerlos y regresa a su posición.
Debo descubrirles que las cosas no funcionan así, que la justicia, por no mencionar el sentido común y la fría razón, son los primeros en llorar por la inocencia perdida.
—Escuchadme: no se trata de nada personal… Pedro os encuentra pasadas las nueve y media, cuando tú, Eusebio, llevabas un rato en la trampa de aquella habitación del primer piso, y, más tarde, os deja por un tiempo y vuelve.
—¿Cómo lo sabes? —preguntan a una.
—Mi agudeza natural me llevó a cierta persona…, no importa su nombre…, que tenía reloj y que era la segunda vez aquella noche que veía a vuestro Pedro, que anduvo en danza toda la noche, y el reloj de esa persona revela que fue antes de la muerte de Anari… No quiero hacer cábalas, pero ahí están los hechos. Para vuestro consuelo, os diré que no es más sospechoso que los demás.
No muestran ninguna sorpresa porque, en realidad, nada de esto les ha de resultar nuevo.
—Tú no le conoces —dice Faustino.
—No, no le conozco.
—Ni has pisado el sitio ni le conoces. ¿Qué clase de investigador privado eres?
Se aproxima el nervioso taconeo de Koldobike. Su expresión de pocos amigos asoma tras el biombo.
—¡Chiquitos, si él no está harto de vosotros, yo sí! Este hombre al que faltáis al respeto no sabe aún que le pagaréis con güitos y billetes de tren viejos.
—Nosotros ya no jugamos a eso —protesta Faustino con un hilo de voz.
Hago una seña a Koldobike para que se retire, y lo hace refunfuñando. Aunque no advierto en ellos la menor señal de remordimiento, la verdad es que Koldobike los ha dejado bastante suaves.
—¿Cuántas salidas fueron?
Se miran.
—Una —dice Faustino. Y cuando le voy a preguntar las horas, añade—: Pasadas las diez, cuando salió de casa Fano.
Una respuesta un poco vaga, pero sí, coincide con su segunda presencia en Cuatro Caminos.
—Pero volvió.
—Sí, claro.
—Nada de claro, pues se marchó y volvió… ¿Os dijo adónde iba?
El no primero es el de Eusebio, el de Faustino el segundo.
—De modo —sigo— que desapareció largo rato. ¿No observasteis en él algo distinto cuando volvió?
—Si quieres saber si le vimos cara de criminal… —empieza Eusebio.
—… no se la vimos —remata Faustino.
—Sin embargo, se le notaría que lo estaba pasando muy mal, frustraban sus citas con la novia y no la encontraba por ninguna parte. Tanta inquietud se refleja en el rostro de cualquiera.
Tardan en responder. ¿No encuentran las palabras? Cuando se arranca Faustino descubro por qué:
—No quería preocuparnos. Y, con eso encima, nos ayudó.
Eusebio asiente con calor. Ambos componen una sola unidad. Estos chavales están viviendo una de esas experiencias que, cuando le rozan a uno a los doce años, jamás se olvidan.
No es habitual que a Koldobike y a mí se nos vea juntos fuera de la librería. Tan poco habitual como, que yo recuerde, además de esta tarde, sólo en dos ocasiones: al caerse de la escalera de mano cuando limpiaba el polvo de las estanterías altas y hube de llevarla a su casa sirviéndole de muleta; y cuando, hace dos años, nos dirigimos al caserío Zumalabena a resolver el caso de los gemelos Altube. En el momento de cerrar la librería (no hay persiana) le propongo un pequeño viaje nocturno.
—Quiero que me acompañes al lugar del drama.
—Así lo llaman tus mocosos: el sitio. ¿Tan comido te tienen que olvidas cómo se llama en las novelas?… Escenario, el escenario del crimen.
—Son buenos chicos, les querrás con el tiempo.
—¿No se te ocurre pensar que ellos puedan ser los asesinos? Los dos. Cuatro manos apretando el cuello. ¡Una bomba! Un fascinante juego que nunca crecerá porque no puedes meter baza en tu propia novela, jefe.
Una idea tan descabellada como las muy ridículas de mis novelas de juventud, pero que, al no ser mía, quizá resultara. ¿Ellos ahogando a Anari? ¡Qué locura! Miro a Koldobike esperando que no haya hablado en serio. Pero sí que lo ha hecho.
El último tramo de los veinte minutos a San Baskardo lo hacemos bajo la bóveda de los plátanos del Paseo del Ángel. Remontando la campa de las romerías hacia la iglesia, pienso que habría preferido más oscuridad que la reinante.
—Me gustaría echar ese vistazo a solas —digo, refiriéndome a la media docena de personas que también se dirige al lugar.
—Desde aquella noche hay una continua peregrinación —murmura Koldobike.
Al bordear la iglesia me topo con las varias docenas de viejos nombres grabados en el muro. Nunca los he contado, pero dicen que son cuarenta y ocho, los cuarenta y ocho troncos de la inmemorial leyenda fundacional en la que sólo creen algunos nacionalistas. A su lado, haciendo ángulo, está el sombrío recinto que buscamos, un cuadrado de césped de tres metros de lado, un rincón ideal para citas clandestinas de variada naturaleza. Lo hollamos al retirarse tres jovencitas que acaban de depositar unas flores. Me quito automáticamente el sombrero. Veo a Koldobike bajo una congoja no disimulada. Nuestro ánimo no es el más indicado para una fría inspección.
—Era de noche y el bruto ni siquiera podía ver bien la cara de la pobrecita —suena la voz ronca de Koldobike.
—Y, a un paso, el regocijo de la romería.
Tengo en el bolsillo de la gabardina la pequeña linterna que tuve la precaución de coger de un cajón de mi mesa.
—Si hablaran estas piedras… —suspira Koldobike.
Es la frase que va a otorgar temblor literario a esta escena.
—A ver qué tenemos por aquí —pronuncio profesionalmente para convencerme de que la luz de la linterna no es una profanación. Es la propia Koldobike la que me envía el permiso al agacharse para recoger algo del suelo. Mi chorro de luz busca su mano.
—Un botón de bragueta —anuncia, incorporándose.
—¿Por qué sabes que es de bragueta y no de chaqueta?
—Coinciden el tamaño y la simpleza de lo que irá tapado. ¿A quién se le cayó, a alguien que vino a mear o… al otro?
—Difícil respuesta. Este escenario estuvo esa noche muy concurrido. De algunos visitantes sabemos sus nombres: Palento, Domenion, Balendin, sin contar Anari y Pedro. Sin descartar a otros. Algunos rondaron por aquí, no una sino más veces a partir de las nueve, hora de la cita. Sobre este césped que pisamos palpitó otra romería con tintes más trágicos… y sin música.
Koldobike sopla sobre lo que tiene en la mano.
—Pienso, jefe, que este botón es la gran prueba contra el maketo. Bastará con pedirle sus pantalones.
—¿Por qué se pierde este botón?, ¿por micción, jugueteo sexual o cruda violación? No tiene sentido que Pedro violara a la mujer con la que huía. Tampoco que se revolcaran en el suelo, perdiendo un tiempo precioso. ¿Miccionó? Muy natural: a lo largo de aquella noche debió de regresar un par de veces a este sitio…, y bien pudo necesitar abrirse la bragueta. Por otro lado, ¿por qué ceñirnos a esa bragueta? Más hombres pasarían por aquí a vaciar su vejiga cargada de txakolí, cerveza y vino peleón.
—¡Chanfainas! Este botón es de un pantalón de trabajo de los que usan los mineros.
—Se fugaba con su novia, se pondría el pantalón de los domingos.
—Me hace daño oír que Anari se fugaba con un cerdo que ya se la habría… El destino no podía consentir tanta suciedad, la cosa tenía que reventar por algún lado. Me refiero a que ella, por fin, abrió los ojos, cambió de idea y él la mató. Así fue, jefe.
Mi linterna cumple su función de rastrear. No descubre más que yerba aplastada, yedra cubriendo parte de los dos muros en ángulo, un periódico deshojado, una alpargata y flores recientes componiendo una especie de túmulo.
—Lo han montado sus amigas —me informa Koldobike—. Es un altar.
Es pequeño, de menos de un metro de altura y una tabla vertical como soporte del conjunto y sobresaliendo por arriba. De lo alto de la madera cuelga, bien visible, un pequeño lauburu con su fina cadena quebrada. Koldobike apenas tiene que inclinarse para tocarlo.
—Lo llevaba Anari —dice—. Se lo regaló la abuela de Balendin…
—Claro, no podía ser de otra persona. Y a Anari se le rompió y cayó en el forcejeo con su asesino. ¿Te la imaginas forcejeando con Pedro? Yo, no. Ellos no podían forcejear.
—Todo cambió a última hora. Anari se negó a escapar y el otro se vengó sin contemplaciones. En ese momento Anari era todas nosotras.
—Muy poco antes de su fallecimiento, aún no rechazaba la fuga. ¿A qué esperaba?
—A encontrar al maketo para decírselo personalmente. La pobre era así de noble.
—No es esa la impresión que recibió de ella el coadjutor Artigas cuando la vio en Cuatro Caminos: Anari portaba su maletita, lista para el viaje. —La boca de Koldobike se ha torcido al oír mencionar al cura—. Y, a propósito, me gustaría echar un vistazo a ese enclave de la cita de repuesto… Vamos, te contaré una teoría que se me acaba de ocurrir. —Nos ponemos en marcha sin protestas. La noche se ha cerrado—. Artigas esperaba con su coche a la pareja para llevarla quién sabe dónde. Para cuando apareció Anari, pasadas las nueve y media, Pedro ya había estado allí. Según Artigas, Anari se presentó acompañada de su hermano Santi. Según Artigas, ambos se retiraron al ver que no estaba el maketo. Pero acaso no se retirara nadie, por haber llegado Anari sola y el cura no le diera ocasión de marcharse… —Koldobike abre mucho los ojos al adivinar lo que viene—: Porque la mató. Allí, en Cuatro Caminos.
—Parece que los que te pagan no son los mocosos sino el que yo me sé.
—Artigas necesitaba deportar de Getxo a la chica para que se olvidaran las murmuraciones…, ¿y perder de vista la tentación?…, y qué mejor destierro definitivo que la muerte.
Damos unos pasos antes de oír murmurar a Koldobike:
—¡Qué tontería!
En Cuatro Caminos no confluyen cuatro rutas sino cinco: la carretera descendente a la playa, la que empalma con la general a Bilbao, la Avenida de Larragoiti que cruza Algorta, la que empalma con el Paseo del Ángel y por la que hemos venido, y la que baja al Puerto Viejo. Cinco. ¿En qué tiempo se añadió otra a las cuatro estando ya bautizado el lugar?, o ¿por qué, habiendo cinco, se llamó Cuatro?
Rompe la oscuridad un insuficiente farol eléctrico atornillado a la altura del primer piso de la casa de la herrería. Quizá entendiendo que poco vamos a sacar de aquí, nos sentamos en el bordillo de la acera de Paco el de los ultramarinos.
—¿Qué hacemos aquí? —protesta suavemente Koldobike.
—Quizá sólo descansar. Porque este escenario, que pudo ser el del crimen, tampoco nos dirá gran cosa. Ni siquiera nos revelará en qué punto exacto aparcó el cura su automóvil. Es posible que ahí, en esas sombras de la bajada al Puerto. No importa, nada nuevo nos diría. Y nada especial vamos a encontrar sobre este suelo de asfalto, los cientos de pisadas destructoras de pruebas que han hollado este pavimento en los últimos días… Pero el cuerpo apareció en San Baskardo porque el cura disponía de automóvil para transportarlo en minutos.
—Entre esas pisadas están las mías. He de pasar por aquí para ir y venir de casa, y no bajo la vista al suelo buscando algo porque mi investigación está cerrada… El automóvil del cura sólo estaba para llevar a Anari al fin del mundo.
—No dispones más que de un dato difuso: se ha corrido que le sorprendieron sobre Anari tras lanzar un grito. Bueno. Puede que la abordara para matarla o que lo hiciera estando ya muerta… por otro. Agradezco tu entrega a este caso, muñeca, pero…
—¿No te bastan los cuatro ojos bien abiertos de los que acudieron al oír el grito?
—Lo que me cuentas es sólo una secuencia, ni siquiera la principal. Te diré algo importante: el sueño de todo investigador es conseguir la secuencia de un asesinato, los movimientos del culpable antes, durante el propio crimen y posteriores. Todo investigador daría su brazo derecho por hacerse con toda la película. Su búsqueda de datos, más o menos accesorios, tiene ese fin: reunir los eslabones de esa secuencia. Todos los eslabones, hasta componer un producto, digamos, cinematográfico. Tal es el sueño… Aunque, amiga mía, ni siquiera entonces se dispondría de las fundamentales acciones de nuestro hombre… o mujer. Sería una película, incluso con principio y fin, pero no la original, no la que él o ella crearon cuando se dirigían a sí mismos. La otra, la segunda copia, la han dirigido unos extraños con los ecos de un rastreado comportamiento anterior.
—No entiendo nada. ¿Necesitas inflar tu novela con tanta palabrería para llenar sus más de doscientas cincuenta páginas? —es la triste respuesta de Koldobike a mi esforzada teoría, que no es una lucubración traída por los pelos, no es un vano ejercicio lingüístico sobre lo policiaco en general, ni siquiera sobre Sam Spade y Philip Marlowe. Me temo que se trata de una consecuencia de los inquietantes titubeos que me asaltan cuando he de tomar decisiones, como optar por el camino de la derecha o de la izquierda. ¿Quién guía mis pasos, el destino o yo? Todo arranca de lo mismo, de mi falta de imaginación. En cambio, la del destino es ubérrima—. ¿Qué es esa tontería de que la historia del criminal es diferente de la que luego descubre el investigador? Si es la misma historia, será la misma siempre —me sorprende de pronto Koldobike.
—Mi ama te diría que ni siquiera en la misma vaina hay dos guisantes iguales. Te diría que si los echas a rodar por el suelo, cada uno irá por su lado. Sólo un guisante será el original, los otros serán copias… siendo todos guisantes. Te diré, para tu satisfacción, que las secuencias más contrastadas que poseo actualmente de este caso son las de Pedro, tanto junto a Anari como dándose paseos por la noche. Él ha creado su película, la original; ni completando la mía le llegaría a la suya a los talones. ¿Por qué? Pues porque cada uno de nosotros es único e inexpugnable. Podríamos decir que ni siquiera dirigió su película: simplemente, la película es él. Sólo dirigiendo las sombras que nos llegan hemos de contentarnos los investigadores.
—Pues a los de Getxo nos bastan esas sombras para ahorcarlo.
—Ni Hammett ni Chandler pudieron proporcionar a sus dos grandes caballeros…, los últimos, no lo olvides…, la secuencia original de sus asesinos, antes, en y después de su delito. Empero, muñeca, ellos, los muy ventajistas, garantizan a Spade y a Marlowe que llegarán vivos a la palabra FIN.
—No me digas.
—Sé que no debo quejarme, que nadie me presionó para que siguiera esta profesión. Pero al empezar un caso no sé cómo lo acabaré. Me refiero a que es posible que lo acabe fiambre. No importa que en los argumentos que ellos se inventan abunden los tiros, los golpes, la sangre: en la última página, los señoritos escenifican, con un cigarrillo medio caído en la boca, una figura amarga, digna, derrotada, pero, al mismo tiempo, irreductible, y todo esto conmueve… Aunque para ello hay que llegar vivo.
—No te conozco —dice Koldobike poniéndose en pie para, supongo, estudiarme mejor. Desde la turbia niebla que me envuelve la siento perpleja.
—Y, por si fuera poca fatalidad, yo nunca seré como ellos, héroes luchando a pecho descubierto por hacer justicia donde no la hay, salvar vírgenes, alimentar huérfanos, restituir honras, reducir gigantes…
—¡Para, para, jefe! —oigo a Koldobike y unas manos sacuden mis hombros.
Mi propia voz me suena muy lejana:
—Y todo, por invadir un mundo ajeno para escribir una triste novela.
—¡Tú también haces justicia! —exclama ella—. Señalas a alguien con el dedo y dices: ¡este es el malo!
—Eso está al alcance de cualquier agente municipal fuera de servicio. No te esfuerces, amiga mía, pues eres la primera en creer que en el caso que nos ocupa sobra hasta ese agente municipal. Soy una sanguijuela entrometida.
—Pincha los cuerpos de tus héroes… ¿y qué sale? ¡Tinta de imprenta! Y del tuyo, sangre roja de Getxo. Ellos son de papel, y en el papel caben todas las mentiras. Tú escribes la verdad, quien lea tu novela verá sobre el papel manchas rojas de tu propia sangre goteada de tu nariz… Por cierto, ¿cómo la tienes?
Me acaricio la olvidada zona.
—Ha dejado de quejarse.
Koldobike tira de mis dos manos con las suyas para ponerme en pie. Hago esfuerzos por corresponder con una sonrisa. Me siento ajeno al movimiento de mi propia cara acercándose a la que tengo enfrente. Aún estoy a tiempo de simular que ha sido un desequilibrio de mis piernas. Mi beso contra la mejilla es torpe y ruidoso. «¡Huy!», me llega el asombro de Koldobike, y también el temblor de su carne. Así que acabo de tocar esa piel, admito, sin una emoción especial.
—Voy a la cita con el comisario —susurro.
¿Me ha oído? Está apartándose de mí con una maniobra de retroceso.
—No dejes antes de pasar por casa —me recomienda al fin. No parece su voz.
—Supongo que no harás correr por el pueblo a quién voy a conocer esta noche —le recuerdo.
—Os matará a los dos y escapará —pronostica por segunda vez.
—No antes de ver a Anari.
Reconozco ese golpe de aire en la garganta, esa especie de tos ahogada intimidatoria que suele emitir en sus buenos momentos, cosa que en esta ocasión me tranquiliza. El pequeño trompetazo desemboca en esto:
—¿Sabes lo que te digo? Que ese comisario hará suyos tus descubrimientos y te robará la gloria de este caso.
—¿Gloria?
—Sí, Samuel Esparta, gloria.
Esta mujer no tiene precio.
—Recuérdame que localice a los muchachos que vieron los primeros al supuesto asesino junto a Anari… ¿Cómo se llaman?
—Jacinto y Seremundo. Uno tiene el pelo rojo y siempre van juntos.
—Debo obtener de ellos su primera y fundamental impresión. Y me quedan muchos más por interrogar. Nunca me rodeará tanto sospechoso.
—Hazte con una libretita.
—Ellos no llevan ninguna, les he visto funcionar.
—Les has leído. Sólo a ti se te ve.