10. La encerrona

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La encerrona

Me conduce por el pasillo hasta el acceso interior a la cuadra, una vez más se seca la frente con el pañuelo, mira a su alrededor y buscaría intrusos bajo la mesa si hubiera una. No encuentra postura. La atmósfera de la enorme y sombría cuadra comparte con nosotros su frescor húmedo y me cubro con el sombrero. Los números de reloj que ha de transmitirme Ignacio Artigas me hacen lamentar la falta de una libreta de apuntes, y un caserío no es el mejor lugar para pedir un papel.

—Parece establecido que la hora de la cita en Cuatro Caminos era las nueve y media de la noche. —Y añado, para exigir precisión—: Las nueve treinta. ¿Quién apareció en primer lugar en Cuatro Caminos?

—No me atosigues, esto no es un tercer grado —ronca, removiéndose inquieto. Es nuevo para él. La Iglesia proclamó Cruzada el levantamiento de los militares y Franco correspondió entregándole el control de las almas a golpes de hisopo—. Podemos seguir hablando mañana en mi casa.

—Sólo son unos números.

Al abrirse de brazos la sotana se infla.

—El asesino, el prisionero.

—Se llama Pedro.

—Pedro.

—¿Fue el primero?

—Sí.

—¿A qué hora?

—Poco después de las nueve y media.

—¿Tenía usted reloj? —Asiente con la cabeza—. Es importante la precisión, nos movemos en un breve lapso de tiempo… ¿Habló con él?

—Sólo le pregunté «¿y ella?», y me miró de tal modo que recé para perderlo de vista, y allá se fue. —Sus labios dibujan una sonrisa desagradable—. Eres ridículo. —Ha cambiado de registro, su mirada burlona es de otro—. Es humillante para un ministro de Dios sentirse mezclado en la histeria que te estás inventando.

Y se aleja un paso, pero lo fijo tirando de su sotana.

—Quieto, so pena de que le acaricie una parte querida de su imagen.

Para mi asombro, se apacigua al punto.

—Todavía no eran las diez.

—¡No eran las diez! —estallo—. ¿Acaso no puede precisar más? Disponía de reloj.

—Era noche oscura y mis nervios estaban de punta… Poco después llegó Anari con su hermano Santi.

Ambos: Santi Belarritabena no me mintió.

—¡Poco después!… ¡Quiero más precisión!

—Unos minutos después.

Le estoy obligando a mentir, es imposible que su memoria recuerde tanta exactitud, pero estoy consiguiendo horas más ajustadas.

—O sea, a las diez y cuatro minutos… ¿Permanecieron mucho tiempo?

—Poco. Les dije que se quedaran hasta que viniera el otro, o que sólo se quedara uno. Les dije que esta era la mejor solución: la una, quedándose para esperar a… Pedro, y el otro, buscándolo, bien en el propio camino, bien en el lugar de la primera cita.

—Detrás de la iglesia… ¿Y por qué no aceptaron esta solución? —Sé la razón—. Quizá porque en su propuesta no mencionó usted «uno» sino «una». —No baja la mirada, no se inmuta. Paso a otra cosa—: Bien, se despidieron…

—Se fueron sin despedirse. Fue la última vez que vi a Anari viva. Quince o veinte minutos después apareció Pedro por segunda vez…

—Nos ponemos en las diez y veinte.

—… porque no había encontrado a la muchacha detrás de la iglesia.

—Y no se fue inmediatamente.

—Lo hizo después de las diez y media.

—Y en esa espera, Anari ya no volvió.

—Así es.

—¡Anari se había marchado mucho antes, tiempo más que sobrado para ir y volver! Se habrían encontrado de haber procedido así. Las rutas más cortas para ir de Cuatro Caminos en Algorta a la iglesia de San Baskardo son dos: por el camino de la playa o por arriba, tomando el Paseo del Ángel, pues todo indica que en su mutua búsqueda nocturna saltando del punto de cita número uno al dos, por fuerza tenían que haberse encontrado en el camino… de haber elegido el mismo, pero eligieron distinto. Y cuando Pedro, con buen criterio, decide esperar, por no volver a cruzarse, ella no se presenta, no recorre ninguna de las dos rutas. ¿Qué la retuvo en el lugar de la cita número uno? ¿La muerte? Porque pudo haber regresado a Cuatro Caminos, digamos, hacia las diez y media, y si la muerte, según el médico, se produjo poco después de esa hora… ¡son treinta minutos de tiempo vacío! Pudo realizar otro viaje de ida y vuelta a Cuatro Caminos. Y si no la retuvo la muerte, ¿qué fue?

—En eso no te puedo ayudar. —Lo que Ignacio Artigas descubre en mi mirada despierta su alarma—. No me moví de Cuatro Caminos. La prueba es que pude ver a Pedro de nuevo.

—¿Regresó por tercera vez?

—Con el rostro desencajado. Desapareció enseguida al no encontrar a la chica. Y yo continué sin moverme de…

—Tenía usted el coche, en cinco minutos podía plantarse en San Baskardo. A nadie tenía ya que esperar.

—¡Pero no lo sabía entonces! Me había comprometido a esperarles y allí estuve hasta el amanecer. No pude matarla.

¿Cómo simula inocencia un culpable?, ¿cuál sería la expresión de su rostro? No sé leer en el de este cura, pero no me gusta nada. Sólo sé que no me gusta nada.

—En cualquier caso, se perdió el intento de linchamiento de Pedro. De no quedar sólo en intento, la noche podría haber sido redonda para usted: localizado y muerto el criminal, aunque no lo fuera, y eliminado el peligro de una denuncia sexual, justamente lo que pretendía usted conjurar enviándoles en su coche a las quimbambas.

—Lo he traído aquí para que se calmara —me explica Koldobike—. Soltó de repente el pincel y se echó a llorar ruidosamente. No era sitio. Le obligué a levantarse, lo saqué y lo traje.

Estamos en la salita de Belarritabena, al fondo del pasillo. Una mesa con un tapetito empuntillado y un florero encima, y cuatro sillas. En una de ellas, entre Koldobike y Simona, han sentado al pintor, que no cesa en su llanto.

—Vamos, vamos, un hombre no llora —le consuela Koldobike. Y añade, mirando a los demás—: Lleva demasiadas horas metido en ese cuarto de la muerte.

—El cuadro sin terminar y no hay tiempo que perder. —A la abuela Simona le come la zozobra—. Si no cumples tu palabra no ves un real… ¡y mañana entierran a tu modelo! —Se vuelve a nosotros y baja la voz—: Lo encontré en el Puerto Viejo pintando a una vieja y me lo traje. Me dijo que se llamaba Gumersindo. —Lo toma de los hombros con sus grandes manos (ella tiene todo grande) y lo sacude como a un muñeco—. ¡He confiado a un txotxolo el recuerdo de la difunta!

Gumersindo levanta la mano como pidiendo permiso para hablar.

—Lo acabaré, sí, lo acabaré… ¡pero mis pinceles no están a la altura! —solloza.

—¿A la altura de qué? —pregunta Koldobike.

—¡De tanta belleza! Me afano, me rompo la cabeza y me engaño pensando que lo conseguiré con la siguiente pincelada, pero me hundo en un fracaso tras otro. Gumersindo Artea no puede reproducir un rostro tan perfecto.

Su sincera confesión medio aplaca la indignación de Simona.

—Es tarde para buscar a otro —se lamenta—. Usted continuará hasta entregarnos un trabajo que no obligue a mi nieto a quemar la tela.

—¡Ni Da Vinci! —exclama Gumersindo—. Se atrevió con la Gioconda. Pero con Anari…

¿Por qué no iba a ser tan sinceramente loco? Su cabellera ceniza de rizos huracanados habla de un tipo inflamado. Hay reconciliación. Y allá se van Simona y él al cuarto de la vela a retomar el interrumpido retrato.

—Ven —me dice Koldobike, echando a andar—. Debes conocer a una chica tan tocada por Anari como los hombres.

A la altura del cuarto se sumerge en la semioscuridad y yo me arrimo a la pared del pasillo para no cortar la circulación, que no parece haber disminuido. Es un movimiento incesante en el que me parece ver cualquier manifestación popular de las que discurrían por las calles cuando había libertad. Toda esta gente dormirá mejor esta noche.

Regresa Koldobike con una pequeña muchacha de cabello rubio y recogido y nos empuja a los dos hacia fuera. Calculo que son las cinco y media de la tarde.

Ganorabakos —les envía a los irreverentes del portalón.

A cien metros del caserío hay una vieja cabaña de troncos y ramas, y a su sombra nos sentamos sobre el césped Koldobike y yo, no la muchacha, que se muestra nerviosa. Sus ojos, rojos de llorar, no la ayudan mucho para calmarse.

—Es Lucía Galarraga, muy amiga de la difunta —empieza Koldobike. La mira sonriendo—. Supongo que ya conoces a Samuel Esparta o has oído hablar de él. —Lucía no se siente impresionada. Como a una nueva invitación de Koldobike tampoco se sienta, mi secretaria la deja en paz—. No puedes interrogar a todas las quisquillas del pozo —me dice—, pescarlas una a una te llevaría un siglo. Pero sí a algunas. Después del entierro de mañana, desbandada general y échales un galgo. Lucía te servirá de relleno, pues la novela ha de tener doscientas cincuenta páginas, y es lo malo cuando el final está escrito prematuramente. —Se vuelve a su relleno—: Lucía, ¿quién crees que mató a Anari?

La muchacha no lo duda:

—El maketo.

Koldobike asiente dos veces con la cabeza y se cruza de brazos, como diciendo: «Ahí lo tienes».

—Os agarráis a lo más fácil, pero una investigación ha de profundizar más, buscar pruebas.

Mis palabras les resbalan. Sin embargo, Lucía ha pronunciado las dos suyas con cierta dulzura sin cicatrices. En cuanto a Koldobike, estoy seguro de que su pregunta no buscaba otra cosa que romper el hielo. Y, en efecto, Lucía Galarraga toma asiento y resulta que ardía en deseos de hablar:

—No se hizo la miel para la boca del asno. —A Koldobike se le ilumina la expresión y yo afino los sentidos—. Estábamos tan unidas que nos habíamos hecho la promesa de no casarnos nunca. Todo el tiempo juntas, escapando de los trabajos y de los chicos. —No habla para nosotros sino para sí misma, reviviendo el pasado—. A veces echábamos la siesta juntas, en su cama o en la mía…, aunque sólo una tarde vino Anari a la mía, y aquella noche dormí cuidando de no deshacer el hueco dejado por su cuerpo en el colchón. Pero siempre dormíamos la siesta en su cama. Un día le pregunté cuántos días duraba mi hueco en su colchón y no lo sabía, nunca pensó en mi hueco como yo en el suyo. No me quejo ahora ni me quejé entonces, porque era tan hermosa… Tenía que ocuparse de espantar a los moscones que ya habían empezado a perseguirla. Ellos no lo sabían…, ¡pero nunca tendrían a Anari como yo! Nos tocábamos, su piel era blanca como la leche y su carne suave como la seda. Nos besábamos como se besan en las películas…

—Por Dios, no tienes por qué contarnos tantos detalles —le ofrece Koldobike.

Lucía se acaricia suavemente las manos, aunque más es un frotar la una contra la otra, y no sólo con los dedos sino con cada centímetro de su superficie.

—Me gusta recordarla y así la recuerdo mejor —sonríe con sus bonitos ojos muy abiertos y fijos en un punto lejano—. Los chicos me envidiaban porque no había sitio para ellos. ¡Nunca me casaré, nunca habrá otra como Anari! No me importa que ella se dejara engañar por el maldito maketo y empezara a verse con él…

—¿Cómo se veían? —También quiero cortar con semejante aluvión de confesiones que nos convierten a Koldobike y a mí en incómodos fisgones.

—Los domingos, en el baile de la plaza de Algorta. Ella y yo nunca íbamos a bailes, pero aquel día nos arrastraron unas tontas, y por eso lo conoció. No volvió a ser la misma, sólo pensaba en que al domingo siguiente lo volvería a ver.

—¿Cuándo empezó la cosa? —pregunta Koldobike.

—Hace un año. Yo le decía a Anari que no estaba bien, ¡que era un maketo!, pero ella estaba atontada.

—Simplemente, se había enamorado —me atrevo a señalar. En mala hora.

—¡Estaba embrujada por las malas artes del maketo! Seguíamos viéndonos, pero no era la misma, estaba atontada, le hablaba y salía de su atontonamiento para preguntarme «¿qué, qué…?». Se lo conté a sus hermanos para que lo espantaran con alguna paliza, y si no era bastante…

—¿Matarle? —deslizo.

—¡Me la había robado!

—¿Y a ti no se te ocurrió matarle? —quiere saber, curiosamente, Koldobike.

Lucía Galarraga echa el freno. Abre la boca, pero no sale ningún sonido. En cualquier caso, el muerto no resultó ser él sino ella.

—Un domingo —prosigue la chica, y es difícil imaginar un rostro más grave—, cuando Anari me dice ahí está, la sigo y llegamos las dos ante el maketo. ¡Tenía cara de comadreja! ¡Era asqueroso! Me echó una mirada de fiera y me entró miedo. Escapé de allí y nunca más me acerqué a él. ¡Y Anari se encogió de hombros!

—Si estaban tan enamorados, ¿por qué la mató? —inquiero.

—¡Ella era la enamorada, no él! El maketo le había sorbido el seso. Yo era la única que la quería. La mató cuando Anari despertó y se negó a huir con él. ¡El mal bicho la estranguló de pura rabia!

—Si, gracias a ti, Palento, Santi y Montxo estaban en antecedentes, ¿por qué no pensar que fue alguno de ellos, o todos?

Mi pregunta es tanto para Lucía como para mi secretaria. Y es esta la que contesta:

—Ellos no fueron sorprendidos junto al cadáver —replica, y Lucía aprueba calurosamente con la cabeza.

—También lloraba y gemía —insisto.

—Lágrimas de cocodrilo. Comedia —dispara Lucía. Se pone en pie con una agilidad envidiable—. Debo volver a su lado. —Se queda mirando a un punto del paisaje—. Ese es otro que quería saber cosas.

Se refiere al comisario Cayo Fernández, que se acerca a nosotros caminando cansinamente.

—Te acompaño —dice Koldobike, levantándose también.

Les imito, con una idea que se me acaba de ocurrir.

—Espera un poco, me gustaría que le conocieras.

—¿Para qué?

—No sé —le confieso.

De modo que Lucía se marcha sola en busca de su amiga, a la que, al parecer, ha perdonado su traición.

—Sólo me quedo porque tengo una curiosidad de caballo —silba mi secretaria.

Es cuesta arriba y el comisario llega ocultando a duras penas su agónica respiración, pues estos falangistas se las dan de muy machos.

—Ni siquiera he comido —rompe a hablar con forzada naturalidad—, por no perder contacto ni un segundo con este pequeño mundo tan fascinante. ¡Me siento un personaje más de esta comedia humana!

Con este ajado clasicismo son ya demasiadas palabras para sus pulmones, aunque parece estar sinceramente atraído por lo que está recogiendo.

—Es Koldobike, mi secretaria.

—Sí, su secretaria…, ¡ejem!…, muy bien, su oficina en la librería… Nunca he entrado, sólo he visto su puerta con el simpático rótulo. —Koldobike no mueve un músculo cuando el comisario le tiende la mano, que ha de retirar sin rastro de rencor—. No cometeré la indiscreción de preguntarle por su trabajo, aunque sí le informo de las primeras impresiones que estoy recibiendo… ¡Es un caso impregnado de amor!

Koldobike, que ha mantenido sus labios apretados desde el principio, afloja su tensión para separarlos y pronunciar una palabra:

—¿Amor?

Está a punto de explotar, la conozco. Hay furia contenida, aunque haya empezado por la palabra amor.

—Sí, amor —repite el comisario con curiosa ingenuidad.

—En esa casa hay dos hermanos asesinados. ¿También a Toribio Belarritabena Urtunduaga le han matado por amor?

Es maravillosa, ¡claro que estoy con ella, incluso en las formas! Pero no es fácil vivir en dos realidades a un tiempo. Comprendo a Koldobike y me esfuerzo por comprender al comisario, su sorpresa por la dureza del ataque. Pero ni siquiera tarda un minuto en bajar de su nube, del trapecio en que se balancea su balbuciente evolución política.

—Son, ¡ejem!, dos casos muy diferenciados, señorita, tiene usted toda la razón —admite, quizá descubriendo por primera vez el pedregoso camino de su aventura—. Me refería al de Anari…, caso que investigo por orden superior. —Al punto comprende su error al mencionar a una autoridad, por traerla, precisamente, a un velatorio en que uno de los muertos es un asesinado por esa autoridad, tan alta que se puede oír el rasgueo de la pluma del Gran Genocida firmando a diario sentencias de muerte aún en el Año del Terror de 1947… Ahora, la mano del comisario aprieta su pañuelo blanco para secarse la boca—. Aunque deseo que dejen de pasar estas cosas.

—Estos crímenes —matiza Koldobike.

—Sí, crímenes, claro… Y aunque no los comparto…, ya no…

Koldobike no aguanta más y le deja con la palabra en la boca. Gira con brusquedad y se aleja, si bien a los tres pasos se vuelve hacia mí:

—Es tarde, regreso a la librería a hacer una llamada y vuelvo a despedirme de los muertos.

El comisario contempla un rato la espalda que se aleja.

—Una buena chica. A ella también le mueve el amor.

—Y el dolor.

—Y el dolor, claro. No puede ser de otro modo. —Me señala a los cuatro falangistas de allá abajo—. Hablé con ellos. ¿Sabe usted lo que pretendían? Pedir refuerzos y disolver a tiros este mitin. «¡Se burlan de nosotros ante nuestras propias narices!», me decían. Y yo me pregunto adónde podemos ir con semejantes reliquias…

—Aún no son reliquias.

—No, aún no son reliquias… Me decían que un funeral no dura tanto, que era una revuelta rojoseparatista.

—Los funerales en los pueblos pueden durar tres o cuatro días.

—Eso les dije. Vi reflejado en ellos al Cayo Fernández de otro tiempo. —¿Espera de mí algún comentario? Me mantengo al margen—. Sigo cobrando de Franco, hicimos la guerra para salvar a España de la revolución dirigida desde Moscú, pero… ¡ya basta, Dios, ya basta!… Sé que no soy bienvenido, que no les gusta verme hurgar en este caso que todos, menos usted, creen tener resuelto… Y ahora usted me preguntará, lo leo en sus ojos, por qué no doy el mismo trato a estos dos crímenes… Y yo le contestaré que si a uno se le puede aplicar la justicia, al otro no, todavía no… Confío en la llegada de esa frontera divisoria señalando el fin de la guerra y el comienzo de la paz. Aún no es el momento de pedir justicia por uno de esos dos crímenes. Lo siento.

Este curioso parlamento apoya mi apreciación de que es ingenuidad lo que leo en sus ojos. ¿De dónde ha salido este peculiar franquista?

—A lo mejor no es ninguna bicoca ganar una guerra. Ahora me alegro de haberla perdido —es lo único que se me ocurre decirle.

—Creo que es en las grandes tragedias donde surge lo mejor de nosotros. Ustedes se hallan sometidos a una durísima prueba, que en realidad no es una sino dos… Me admira lo que descubro a cada paso. Hablo con unos y otros y, dentro de sus reservas, me entregan valiosa información. Les hago preguntas, y si al principio muchos me sueltan: «¿Usted también, como el otro?», luego me abren sus corazones. —Seguro que no, se lo imagina: este hombre tendría que escribir novelas—. Dejando de lado el odio a Franco y al maketo, el resto es amor… Tenemos a ese tal Toribio Belari… como sea, irradiando una insufrible emoción política y humana, convirtiendo su vela en un grito silencioso de denuncia… y despertando el amor de todos sus convecinos. Pero quien sublima estos momentos es Anari Belari… como sea. Tuvo que amar mucho para despertar tanto amor a su alrededor. Me ha impresionado su belleza postrada. He conversado con hombres y mujeres y a todo el mundo hechizaba.

—Recibo de usted la impresión de que, en tan breve tiempo, ha interrogado a un gran número de personas. Y apenas le he visto moverse por aquí.

—Pues me he movido. Hay muchas formas de moverse. No hay que limitarse a preguntar y esperar respuestas. A veces se consigue más con la simple observación de gestos y movimientos, pescando palabras perdidas, sorprendiendo miradas que expresan mundos.

—¿Y ha llegado a algo? No tiene que contestarme.

Chispea la mirada del comisario, le divierte nuestra conversación.

—En un cuadro, su atmósfera suele ser más importante que los detalles. Y aquí hay atmósfera, espesa y rica atmósfera, y el amor es su más sobresaliente elemento. Algo que pasma y conmueve… —Calla, quizá buscando las palabras o un efecto teatral—. El encanto, también amoroso o fundamentalmente amoroso, que esconde esa hermosa leyenda de los cementerios que se vacían y prometen una eternidad en el mar. Es algo muy poético y que asombra a quienes suponen a los vascos algo toscos.

—No es el mar sino la mar. Y eso no sucede en todos los cementerios, sólo en los costeros.

Sonríe.

—Perdone a un profano en sus cosas.

—No son mis cosas.

—Cementerios costeros. Anari será enterrada en uno de ellos.

—Sí, en el de La Galea, a medio tiro de piedra del acantilado.

—Echando a volar la imaginación, uno se atrevería a decir que todos los varones de Getxo desearían ser enterrados con Anari, al menos en la tumba inmediata. Fijémonos en esos locos del portal contando a viva voz sus ensoñaciones con la difunta. Todo ello alimenta una atmósfera muy interesante. —Me hace una seña—. Aquí llega el pequeño de los Belari… como sea. He tenido ocasión de intercambiar con él unas palabras.

Es Montxo. Detenido a un metro de nosotros, me dice hoscamente:

—El hermano quiere hablar contigo. Te espera en la cuadra.

—Son los personajes los que buscan a Samuel Esparta —sonríe Cayo Fernández—, yo no tengo esa suerte. Ya he hablado con este muchacho. Y tuve que abordar a su hermano para sostener una charla difícil.

Tengo la desagradable impresión de que me lleva varias jornadas de ventaja. ¿Cómo lo hace? En fin, al menos no parece haber descubierto nada fundamental.

Mis primeros pasos hacia Belarriena son precedidos por el joven Montxo, quien se esfuma por un costado antes de alcanzar el portalón. Mi paso no interrumpe las «ensoñaciones con la difunta» de los varones del portalón, desnudándola con más calor a medida que se gasta el día y el vino. Nadie ataja semejante irreverencia. ¿Será cierta la teoría del comisario sobre el torrente de amor que se abate sobre Belarriena? Me incorporo a la corriente que entra y alcanzo el vacío tramo de pasillo que desemboca en la cuadra. No hay mucha luz, aunque sí la suficiente para descubrir a Palento y a Domenion esperándome de pie.

—¿Qué hay? —saludo, sin dar un paso más.

Palento salva los dos metros que le separan de mí y su bienvenida consiste en un tremendo puñetazo a mi estómago. Exhalo el consabido ¡augg!, y me doblo en cuatro. Con todo, lo que más me aturde es la sorpresa. Me incorporo a medias al acordarme de Sam Spade y Philip Marlowe, y cuando puedo mirar y miro sin un propósito especial el roquizo rostro sin afeitar de Palento, un compacto lingote de hierro, procedente de otra parte, acude a una cita con mi rostro. Sé qué es el caldo tibio que humedece mi mano cuando la llevo a mi nariz. Extraigo mi pañuelo para cerrar el agujero y veo el color rojo de los malos encuentros.

—¡Fuera de aquí echando leches, librero de los cojones! —me aconseja Domenion amablemente.

—Y que no se te vea el pelo hasta que colguemos al maketo.

La voz de Palento no es menos rabiosa, aunque sin despeñarse en el trueno de la otra. Hago un esfuerzo para subir aire a mi boca.

—Sólo busco pruebas que presentar a un juez.

—¡Ni pruebas ni jueces ni hostias! —ruge Domenion, aireando su convincente puño de hierro.

—No estáis seguros de que la matara el maketo, teméis que yo…

—¡Déjate de hostias! —insiste Domenion—. ¡Déjate de hostias y muérete!

—El maketo es un sospechoso más. No se puede matar a un hombre sólo porque…

—¡Le cazaron con sus manazas sobre Anari!

—Pudo encontrarla ya muerta. —Cada sílaba me cuesta un quejido de mi estómago—. Lo más grave es que deseáis que sea él.

Recibo la segunda puñada de Palento en el mismo sitio y esta vez me derrumbo sin siquiera el ¡augg!

—Cuando Anari le dijo que no, el maketo de los cojones le echó las manos al cuello —razona Domenion, y se lo agradezco, pues esperaba de él la repetición de su primer argumento.

—No des cuerda a este pico de oro —dice Palento contemplándome desde lo alto—. A estos, si entras en sus latines, te lían… ¿No tienes bastante?, ¿quieres más?

Cuando la figura de Palento se me emborrona dejo de sentir mi estómago. Estoy de rodillas, echado hacia delante y asombrado de que mi voz pueda emitir sonidos:

—Reventasteis la fuga de Anari con el maketo. Eran las nueve. La mandasteis de regreso a casa vigilada por Balendin. Echasteis de allí al maketo. Serían las nueve y cuarto. ¿Qué hicisteis después? Ya he hablado con otros y me gustaría hablar con vosotros.

Les dura poco el asombro. Domenion se agacha para tomarme de las solapas de la gabardina y de un tirón me pone en pie, ofreciéndome a su compañero:

—El puto librero quiere más… ¡Dale fuerte! —le invita a Palento.

Oigo a mi espalda un taconeo precipitado.

—¡Atrás! ¡Atrás! —irrumpe Koldobike blandiendo una escoba—. ¿No os da vergüenza? ¡En el velatorio de vuestros hermanos!… —Sus tacones pasan de las losas de piedra del pasillo a la tierra de la cuadra, donde quedan ahogados. Como se acerca por mi espalda, al llegar me obliga a dar la vuelta y descubre mi rostro—. ¿Más sangre? ¿Os parecen pocos dos muertos, desgraciados?

—¡Anda salvando al maketo! —exclama Palento.

Koldobike está secando mi nariz con mi propio pañuelo.

—¿Sabéis a quién habéis machacado? ¿Sabéis quién es Samuel Esparta? Es un escritor que mete en sus novelas cuanto ve, suena y ocurre, y os ha visto hacer esta barbaridad y ya estáis dentro y todo el mundo sabrá lo cobardes que sois.

Sus miradas turbias me indican que no han entendido nada. Como un solo cuerpo, ambos dan un paso hacia mí, pero Koldobike los hace retroceder a escobazos, y luego recoge mi sombrero del suelo, me toma de la mano y empezamos a caminar hacia la salida.

—Os vigilo con el rabillo del ojo —les advierte—, porque os creo capaces de atacarnos por la espalda. ¿Sabéis lo que os digo? Que el maketo es mejor que vosotros.

Un blando colchón de yerba me parece el mejor amigo para mi cuerpo maltrecho. La fuente de mi nariz ya está seca. Sentada junto a mí, Koldobike hace una bola con mi pañuelo enrojecido y lo envuelve en una gran hoja de calabaza recogida en el trayecto.

—Lo lavaré en casa —dice suavemente—. ¿Cómo te encuentras?

—Si me hubieran atizado entre seis estaría peor. Sólo fueron dos.

—Te cogieron por sorpresa —me justifica compasivamente.

—¿Cómo sabías lo que estaba pasando?

—Pregunté a Montxo por ti y me dijo que Palento y Domenion te habían llamado a la cuadra. Emboscada, pensé… Pero lo que realmente me pone frita es que te alegres de haber sido apaleado en–el–ejercicio–de–tu–profesión. Me das grima.

—No soy un justiciero, sólo rastreo realidades para engarzar una trama.

—Quieres arreglar el mundo y, como a todos los justicieros, los golpes que recibes te hacen muy feliz. Yo que tú me retiraría a casa por hoy. —Al encogerme de hombros mi cuerpo se resiente—. Bien, a ver si de esta puedo cerrar la librería —concluye Koldobike con su habitual brío.

—Gracias y tranquila. Quiero dar alguna puntada más. Luego podré caminar solo.

—Así lo espero.

—Esa pareja, Palento y Domenion, es una de las claves. Buscaré la ocasión de interrogarles.

—Pero no vayas solo.

Procuro no moverme, pues ella anda a la caza de cualquier gesto de dolor.

—No he sacado mucho jugo. Un abanico de sospechosos a mi disposición y yo dilapidando el tiempo liándome a mamporros con la gente.

—No se acaba el mundo con el entierro de mañana. Podrás seguir con tu investigación mientras Getxo vigila al otro… Te comprendo muy bien: debes llenar más de doscientas cincuenta páginas y la solución del maketo dejaría tu novela en un breve cuentecito… ¿Quieres un consejo, Samuel? Sáltate por una vez tus propias leyes y suprime la escena de lo que ha ocurrido en la cuadra.

—¿Estás loca? Acabas de reconocer que ocurrió, ya está en la novela.

—A tus fieles lectores no les gustará que a su héroe no le den ocasión de usar sus puños.

—Samuel Esparta no es un héroe, sólo un pobre amanuense.

—Demostró ser un ingenuo acudiendo a esa cita en la cuadra.

—No dependía de él ir o no. Mandaba la realidad.

—No te emperres. Si cuando Montxo te transmitió el recado, tú no vas, no habrías chocado con ese tren. Pero fuiste. Elegiste ir en vez de no ir. Elegiste. La novela está llena de elecciones tuyas. ¿Cómo te arreglas para engañarte creyendo que la novela baila sola? ¡Tú eres también la realidad!

Quizá es que no se lo he explicado con claridad. Soy el único personaje de la novela que se pregunta qué papel es el suyo, porque soy el único que sabe que tiene un papel. Los demás se mueven sin responsabilidades, entregados cómodamente a un sesteo vergonzante en brazos del destino. Yo, aunque sometido a la misma dictadura, estoy condenado a rendir cuentas a alguien… y resulta que ese alguien soy yo.

—El deber de la secretaria de un investigador privado —le digo— consiste en facilitar su trabajo y no en crearle problemas que él desea olvidar y no puede. A ver si de una vez, muñeca…

—Sí, jefe —parece prometer Koldobike, levantándose.

Al volverme para ver la cabellera de mi secretaria alejándose, a la profesional protesta de mi estómago se suma el estimulante rubio para situarme en el disparadero. Este reconfortante estado de ánimo me permite volver a una frase que imagino haber oído hace breves segundos flotando sobre los rizos de Koldobike: «Ni siquiera soy tu Dulcinea». ¿La ha pronunciado ella o se trata de un delirio mío? No sé por qué pierdo el tiempo, cuando hay tanto que hacer.

Aunque no las tengo todas conmigo, me pondré en pie para hacer de esto un simple percance del oficio… Ah, suena bien. Pero no me levanto solo, aquí tengo de regreso a Koldobike, que me ayuda.

—Anda, vamos, que aún no estás para trotes —la oigo.