I
EL CABALLO DE TROYA

ARTURO y Crispín consiguieron escapar del castillo de Benicius sin un solo rasguño. Sin embargo, seguían haciéndose algunas preguntas que no tenían respuesta y que les inquietaban: ¿Qué había pasado con Arquimaes? ¿Por qué se había suspendido la ejecución? ¿Le habían matado? ¿Dónde estaba Alexia?

Esa misma noche, cuando estaban absolutamente agotados, decidieron tumbarse a los pies de un árbol. Mientras buscaban hojas y helechos con los que cubrirse y resguardarse del intenso frío, descubrieron una cabaña abandonada en el bosque. Ni siquiera había camas, y mucho menos mesas o sillas para acomodarse, así que se instalaron en ella como buenamente pudieron. Aquella choza era la representación de la pobreza más absoluta.

—Hemos escapado de milagro —dijo Crispín mientras asaba un conejo que había logrado cazar—. Nos ha faltado poco para morir en esa pelea sin sentido.

—No consigo entender qué ha podido pasarle a Arquimaes. Le iban a ejecutar; y, sinceramente, no creo que Benicius se arrepintiese en el último momento. Ha tenido que ser por un motivo poderoso —susurró Arturo—. Me temo lo peor. Sospecho que lo han matado… Seguramente, mientras lo torturaban para arrancarle información sobre ese condenado secreto.

—Todo el mundo quiere tener la fórmula de Arquimaes —argumentó Crispín—. ¿Tan importante es?

—Solo él lo sabe. No ha contado nada a nadie, pero supongo que si estaba decidido a poner su vida en peligro para protegerla será porque es muy valiosa. De todas formas, eso ya no importa.

Crispín cortó algunos trozos de carne ya dorados por el fuego y los colocó sobre una piedra.

—Toma, come, que con el estómago vacío no se piensa bien —dijo.

—Sin él, no podemos hacer nada —se lamentó Arturo—. Me resisto a creer que haya muerto.

—A ver, supongamos que ha conseguido escapar. ¿Adónde iría? —preguntó Crispín—. ¿Quién le ayudaría?

—No sé, imagino que la reina Émedi. Es la única persona que haría algo por él. Me lo dijo en varias ocasiones.

—Entonces ya sabemos dónde tenemos que ir. Vayamos a verla e intentemos continuar el trabajo de Arquimaes. Podemos entregarle los dibujos.

—No estamos seguros de que se haya escapado. A lo mejor…

—Vamos, hombre, tú no confías en él. Yo creo que está vivo —dijo Crispín con optimismo, dando un mordisco a la sabrosa pata del conejo que acababa de asar.

—En quien no confío es en Benicius. Incluso es posible que lo haya ejecutado para vengarse por nuestra fuga… O por lo que sea. Ese hombre es un reptil.

—Creo que estás equivocado. A Benicius tú y yo no le importamos nada y le da igual que nos hayamos escapado. De todas formas, no sería tan estúpido como para matar a un rehén tan importante como Arquimaes, un alquimista respetado por todos. Ya has visto que ni siquiera Demónicus se atrevió a matarle. No, me apuesto lo que quieras a que Arquimaes irá a ver a la reina Émedi en cuanto le sea posible.

Arturo saboreó la carne del conejo y, al cabo de un rato, dijo:

—Me asombras, Crispín, no sabes leer pero eres capaz de hacer deducciones inteligentes. Creo que eres más listo de lo que quieres aparentar.

—Mi padre me enseñó que para sobrevivir hay que parecer un poco bobo. La inteligencia no es algo que deba mostrarse a todo el mundo. Mi padre dice siempre que nuestra inteligencia es nuestro mejor tesoro. Y que solo hay que descubrirse del todo ante personas en las que confiamos mucho.

—Tu padre tiene razón. Has tenido un buen maestro. Me pregunto de qué serás capaz el día que aprendas a leer y a escribir.

—Seré un gran caballero. Y serviré a un gran rey.

—O reina…

—O a ti, cuando seas rey. Venga, vamos a dormir, que ya empiezas a decir tonterías.

Arturo se tumbó sobre el suelo de madera y cerró los ojos. Sin embargo, y a pesar de que no había hablado de ella con Crispín, no dejaba de pensar en Alexia.

¿Seguiría con vida? ¿Habría vuelto con su padre? ¿Volvería a verla?

* * *

Alexia y Arquimaes abrieron la puerta con precaución para hablar con el caballero Reynaldo, que había tomado el mando y quería hacer un trato.

—Las cosas se han complicado demasiado por tu culpa, alquimista —dijo el caballero—. He venido para ofrecerte la libertad. Te dejaré libre a condición de que salgas de este reino lo más pronto posible.

—¿Solo eso? —preguntó el sabio.

—Ahora que Benicius está incapacitado para gobernar, y como yo no tengo ningún interés en tu secreto, prefiero que te marches antes de que las cosas se compliquen. Ahora yo soy el rey.

—¿Y yo? —preguntó Alexia.

—Puedes marcharte con él. Tampoco tengo nada contra ti. Lo único que quiero es recuperar la paz y gobernar en seguida. Temo que la rebelión de los campesinos pueda extenderse. Vuestras vidas por la tranquilidad de mi reino —propuso Reynaldo.

—Me parece un buen trato —dijo Arquimaes—. Creo que lo aceptaremos.

—Sí, yo también aceptaré tu proposición —dijo Alexia—. Danos caballos y protección para que podamos marcharnos en paz. Debes impedir que me ocurra algo en tu nuevo reino. Si mi padre se entera de que he sufrido por tu culpa, te lo hará pagar caro.

—Os daré protección hasta la frontera…

—No. Nos darás protección hasta que lleguemos a nuestro destino —ordenó Arquimaes—. Debemos llegar sanos y salvos al castillo de Émedi.

—¿Vais a ir juntos? —preguntó el nuevo rey.

—Sí. ¿Qué ha sido de esos chicos que estaban con nosotros?

—Me han informado de que han encontrado tres cadáveres cerca de Drácamont. Vuestros amigos pueden haber caído en manos de alguna banda. Es posible que los hayan matado para vengarse.

—Lo dudo mucho —dijo Alexia—. Arturo no se dejará matar por unos pobres diablos… Pero eso es otra historia. ¿Nos ofreces escolta hasta el castillo de Émedi?

—Sí. A partir de ahí lo que hagáis es cosa vuestra. Pero quiero vuestra promesa de que no volveré a veros nunca más en mis tierras.

—La tienes —afirmó Arquimaes—. Te garantizo que jamás pondré los pies en tu reino.

Reynaldo dio un paso atrás y dio órdenes a sus hombres. Unos minutos más tarde, se acercó de nuevo hasta sus rehenes y dijo:

—¡Hasta nunca! ¡Espero que te lleves tu secreto a la tumba, mago! Esa fórmula tuya solo nos ha traído problemas.

Giró sobre sus talones, les dio la espalda y desapareció al final del pasillo, acompañado por su nueva guardia personal.

* * *

Los soldados habían aplastado la rebelión de los campesinos después de muchas horas de lucha. Pero en realidad solo habían logrado apagar las llamas, no las brasas, que trataban de reavivarse. Una vez que la gente se alza en armas, es difícil aplacarla.

Esa misma noche, unas horas después de que Arquimaes y Alexia pactaran su marcha con Reynaldo, los más resueltos a continuar la lucha se reunieron alrededor de una gran fogata en un campamento improvisado, al otro lado del río. Habían organizado turnos de vigilancia para evitar que los soldados pudieran sorprenderlos, y la luna, que brillaba intensamente, parecía animarlos a seguir la lucha.

Eran unos doscientos hombres, indignados, heridos y hambrientos. Muchos habían visto cómo sus compañeros, vecinos y familiares habían muerto bajo las armas o los cascos de los caballos de los soldados.

—¡Hay que seguir luchando! —sugirió Royman, un honrado campesino respetado por todos—. ¡Hay que poner fin a tanto abuso! ¡Hemos aguantado demasiado!

—Pero no tenemos armas. Somos pocos y no estamos preparados —respondió un tipo grande como un buey—. Solo soy un herrero, no un soldado.

—¿Qué podemos hacer? Ahora el rey querrá vengarse. Habrá represalias. Ahorcarán a muchos de nosotros y nuestras familias sufrirán las consecuencias —se lamentó un labrador, que tenía una herida en un brazo.

—Los reyes son los reyes. Ellos mandan y nosotros no podemos hacer nada —se lamentó una mujer que tenía los ojos enrojecidos—. Hoy han matado a mi hijo y no tengo a quién pedir explicaciones.

—¡Los reyes son más débiles de lo que parece! —exclamó un individuo, vestido con hábito de monje—. ¡Puedo deciros cómo se les quita el poder!

Todas las miradas se clavaron en él. Llevaba la capucha sobre la cabeza y su rostro quedaba oculto bajo una gran sombra.

—¿Quién eres tú? ¿De dónde sales? —preguntó Royman.

—¡Lo he visto todo! ¡He visto cómo esos soldados arrollaban a vuestra gente! ¡Yo puedo ayudaros a deshaceros de Benicius!

—¡Explícate de una vez!

—Es un borracho vagabundo —dijo un tipo delgado, con el pelo ensortijado—. Hace unos días se estaba emborrachando en la taberna de Julius.

—Está loco. ¡Echadle de aquí! —ordenó Royman—. ¡Márchate!

—¡No estoy loco! ¡Yo he sido caballero y conozco las debilidades de los reyes! —se rebeló el desconocido.

—¿Y qué haces aquí? ¿Cómo has pasado de ser un caballero a convertirte en un borracho?

—La desgracia me persigue. Lo he perdido todo por culpa de Benicius. Si me ayudáis a matarlo, os ayudaré a conquistar el castillo.

La mujer se acercó sigilosamente y, de un rápido movimiento, le quitó la capucha.

—¡Yo te conozco! —exclamó—. ¡Eres el conde Morfidio!

—¡Yo no soy ese que dices! —gritó, mientras intentaba taparse nuevamente—. ¡Déjame en paz! ¡Yo me llamo Frómodi!

—¿El conde Morfidio? —preguntó Royman—. Todo el mundo dice que ha muerto en un combate a espada con un muchacho.

—¡Morfidio ha muerto! ¡Os aseguro que yo me llamo Frómodi y no tengo nada que ver con él! —explicó el conde—. A Morfidio lo mató el ayudante de ese maldito hechicero llamado Arquimaes…

—¡Eres un farsante! —gritó un hombre—. ¿Qué buscas aquí?

—¡Yo puedo ayudaros a conquistar la fortaleza de Benicius! ¡Sé cómo hacerlo! ¡Quiero liberaros de este tirano!

De alguna forma, sus palabras despertaron el interés de los campesinos, que hicieron un breve silencio.

—¿Quieres un poco de vino? —le ofreció un rudo campesino, al cabo de un rato—. Toma, bebe.

Morfidio agarró la vasija, se la llevó a los labios en un rápido movimiento y bebió con ansia. El vino se derramó por su barbilla y cayó sobre el hábito.

—¿Lo veis? Es un borracho y un farsante. Ya no es el conde, ahora es una piltrafa humana.

—Sí, pero sabe cosas que nos interesan. Anda, Frómodi, o como te llames, siéntate y cuéntanos todo lo que sepas sobre estrategia militar. Y del castillo de Benicius… o de Reynaldo… Dadle más vino… ¡Más vino para este hombre!

—¿Habéis oído hablar del Caballo de Troya? —preguntó Morfidio—. Un caballo de madera cuyas tripas estaban llenas de soldados. Veréis…

Royman le observó con atención y llegó a la conclusión de que aquel hombre estaba loco. Pero la historia del caballo lleno de soldados le interesó.

* * *

Alexia se levantó sigilosamente antes del amanecer y se acercó a su caballo. Un centinela, que la vio, le cerró el paso.

—¿Adónde vas?

—No soy tu prisionera —dijo la princesa—. Solo eres un escolta y estás aquí para protegerme.

—Tenemos la misión de protegeros a ti y al alquimista —respondió el soldado—. No puedes salir sola.

—En lo que a mí atañe, quedas relevado de tu trabajo. Yo me voy y no puedes impedírmelo. Soy libre e iré donde quiera.

—¿No te vas a despedir de tu compañero? Ese erudito se ha preocupado mucho por ti.

—Cuando se despierte, dile que me he ido con mi padre. Que vuelvo a mi casa.

El soldado pensó que no había nada malo en dejarla partir, así que se apartó y le permitió coger un caballo. Al fin y al cabo, si se marchaba, había menos trabajo que hacer.

—Se lo diré —comentó mientras Alexia subía sobre su montura—. Que tengas buen viaje.

La princesa le hizo un saludo con la mano y se alejó lentamente del campamento. Después, cuando ya nadie podía escuchar los cascos de su caballo, lo espoleó y se perdió entre el paisaje.

II
UNA REVELACIÓN SORPRENDENTE

POR fin, después de varios días de pruebas, han dado el alta médica a papá. Hoy vuelve a la Fundación, a nuestro hogar. Mohamed ha venido con el coche a buscarle. Norma, Metáfora y yo vamos con él.

—Ya estaba deseando volver a mi trabajo —dice—. Me siento ansioso después de tantos días inactivo. Tengo un montón de ideas.

—Bueno, Arturo, es conveniente que te lo tomes con tranquilidad —advierte Norma—. Ahora tienes que pensar en recuperarte. Tu trabajo puede aguardar.

Yo no digo nada para evitar discusiones, pero creo que ella tiene razón. Es mejor esperar un poco a ver si todo sigue bien.

—Supongo que desde que tenemos un jefe de seguridad todo está más tranquilo —dice papá.

—No hemos vuelto a tener problemas. Nadie se ha acercado a la Fundación para robar. Es como si alguien los hubiera avisado de que Adela lo vigila todo.

—Bueno, entonces esperaremos algún tiempo antes de prescindir de sus servicios.

—¿Vas a despedirla? —pregunta Norma.

—¿No querrás que tengamos a estos vigilantes toda la vida rondando por la Fundación? Eso acabaría espantando a los clientes.

—O les daría más tranquilidad.

—Una biblioteca no debería tener necesidad de estar protegida —dice mi padre. Pero no sé por qué, tengo la sensación de que no lo dice del todo convencido.

—Te equivocas, cariño, una biblioteca como la vuestra necesita más protección de la que imaginas. Tenéis verdaderos tesoros ahí dentro. Y debéis protegerlos.

Llegamos a la Fundación y Mohamed aparca el coche en el jardín trasero. Entramos en el edificio, donde Sombra, Mahania y Adela nos están esperando junto a uno de los vigilantes armados.

—Bienvenido a casa, señor —dice Mahania—. Nos alegramos de verle de nuevo.

—Gracias, Mahania. Siempre da gusto volver al hogar.

Sombra se acerca en silencio y le alarga la mano. Durante un instante cruzan una mirada y noto que se alegran de verse. Siempre he pensado que papá y él son como hermanos, y ahora lo constato.

—Gracias, Sombra. Gracias por cuidar de la Fundación mientras he estado fuera.

—La Fundación es nuestro hogar —responde—. Siempre la cuidaré.

Estas sencillas palabras cobran, de repente, una enorme importancia. Ahora que lo dice, creo que Sombra jamás ha salido del recinto de la Fundación. Que yo recuerde, nunca le he visto salir al mundo exterior.

—Vaya, usted debe de ser Adela. Hemos hablado por teléfono, pero… Me alegro de conocerla.

—Sí, señor, Adragón, soy Adela Moreno, su jefe de seguridad.

—¿Cree que corremos peligro?

—Mientras mantengamos la guardia alta no ocurrirá nada. Pero si se descuidan, todos los buitres se les echarán encima. He revisado este edificio y he visto que tienen aquí una verdadera fortuna. Deben protegerla.

—¿Y qué propone? ¿Tiene usted algún plan?

—Pues, de momento, estoy haciendo un estudio de los puntos débiles. Y le aseguro que hay muchos. Tendremos que implantar algún sistema de control de acceso. Hay que controlar a las visitas y pedirles que se identifiquen…

—¡Un momento! ¿Quiere que controlemos a los que vienen a consultar libros? ¿Pretende imponer un sistema de vigilancia que implique que nuestros clientes se encuentran bajo sospecha?

—Yo solo propongo que hagamos lo necesario para ampliar la seguridad de la Fundación. Y para eso es necesario saber quién entra y quién sale. No todos los que vienen aquí traen buenas intenciones.

—¡No lo consentiré! La Fundación ha permitido siempre el acceso libre a todos los que…

—Si no me deja hacer mi trabajo a mi manera, será mejor que me marche —responde Adela—. Si no soy necesaria, prefiero irme a otro sitio donde se aprecie mejor mi labor. Aquí no pinto nada.

Papá está a punto de responder, pero Norma se interpone inmediatamente.

—Bueno, ya habrá tiempo de tratar este asunto en profundidad. Ahora, nos vamos a calmar y que cada uno se dedique a lo suyo.

Supongo que la costumbre de tener la última palabra en el instituto se repite en todas las situaciones. Todo el mundo guarda silencio y seguimos nuestro trayecto. El vigilante sigue de cerca a papá.

—No hace falta que me acompañe —dice mi padre.

—Este hombre será su sombra —responde Adela—. Tiene instrucciones de no perderle de vista. Y eso será así hasta que yo decida lo contrario.

Nada que objetar.

* * *

Mientras papá se instala y se habitúa a su nueva situación, Metáfora y yo subimos a mi habitación para hablar de algo que a ella le preocupa.

—Creo que ya tengo la respuesta a lo de tus sueños —dice apenas entramos—. Creo que he encontrado la solución.

—¿Qué respuesta? No entiendo a qué te refieres. Esto no es un acertijo. Tengo sueños y punto, igual que todo el mundo.

—No, de verdad, Arturo, lo tuyo es diferente.

—Me vas a volver loco. Por un lado me criticas y me dices que estoy medio loco y ahora me sales con que lo mío es diferente. No te entiendo.

—Claro que no me entiendes. Tú no entiendes a las chicas, eso es lo que pasa. Eres un solitario que no comprende lo que pasa a su alrededor.

—¿Qué es eso de que no entiendo a las chicas? ¿Tienes algún problema conmigo?

—El problema es que si sigues así no encontrarás una chica que te quiera. Me preocupo de ti y me vienes con que no me comprendes. ¿No te das cuenta de que todo esto lo hago porque me intereso por ti?

Mientras hablamos me voy quitando el chaquetón lentamente, para ganar tiempo. A ver si consigo entender a dónde quiere ir a parar. Tiene razón en eso de que no comprendo a las chicas, por eso es mejor ir despacio y dejar que descubra sus cartas.

—A ver, Arturo, siéntate a mi lado y préstame atención, que me estás poniendo nerviosa… Ahora escúchame bien. Debes aceptar que las chicas somos más detallistas que los chicos, que nos fijamos en las cosas pequeñas y que las palabras y los sentimientos tienen mucha importancia. Si no te das cuenta de estas cosas no podrás entender el mundo femenino.

—¿Qué tiene de especial el mundo de las chicas?

—Que es diferente. Las chicas pensamos y sentimos de manera distinta a los chicos.

—Vaya, yo creía que éramos iguales.

—Y lo somos, pero cada uno tiene su peculiaridad. Somos iguales, pero diferentes —insiste.

—Ya, como el día y la noche.

—Como el día y la noche… Por eso nos complementamos.

—Bueno, ahora que ya me has explicado tu teoría sobre la igualdad de los sexos, cuéntame ese descubrimiento tuyo sobre mi problema de los sueños.

Se levanta, da un par de vueltas por la habitación, se muerde las uñas y se prepara para hablar.

—Verás, he estado pensando a fondo sobre lo que te ocurre… Y creo que todo tiene algo en común, que todo está interrelacionado.

—¿Tiene relación con el hecho de que tú seas chica y yo chico?

—No digas tonterías y presta atención. La relación está entre tus sueños y las letras de tu cuerpo. Estoy casi segura de que lo uno tiene que ver con lo otro. O mejor dicho, lo uno es consecuencia de lo otro.

—Vaya, así que tengo sueños porque tengo el cuerpo lleno de letras.

—Las letras te hacen soñar. Son ellas las que te hacen soñar esas cosas tan extrañas. Ellas forman tus sueños como si fuesen escenas de una película. ¡Esas letras tienen un poder mágico! ¡Ellas te obligan a soñar!

Ahora necesito un vaso de agua.

—A ver, Metáfora, ¿has llegado a la conclusión de que son las letras las que me hacen soñar porque son mágicas?

—Exactamente.

—Pero una chica como tú, hija de una profesora de instituto, que lee y entiende las cosas de este mundo, no puede creer en la magia. Eso está bien para las novelas y todo eso, pero hoy sabemos que la magia no existe. Es buena para la imaginación y para desarrollar la fantasía, pero no existe. La magia no ha existido nunca.

—¡Ya sé que la magia no existe! ¡Lo sé perfectamente!

—Entonces, ¿por qué tratas de convencerme de que soy víctima de ella? ¿Por qué intentas convencerme de que vivo atrapado en un círculo mágico del que no podré desprenderme nunca? ¡Porque tienes que saber que jamás me desharé de esas letras!

Veo que mis palabras la han sorprendido. Se ha quedado muda, sin respuesta. Si es cierto eso de que las chicas son más sensibles que los chicos, lo próximo que hará será disculparse.

—Arturo, escucha, lo siento de verdad —dice—. No quería herirte y tampoco quitarte la esperanza de que algún día seas un chico normal… Quiero decir, un chico sin letras en el cuerpo ni dragones en la cabeza, pero quería decirte lo que pienso y ser sincera contigo. Perdóname si te he ofendido.

—No pasa nada. Es igual. A lo mejor tienes razón y estoy hechizado. Por eso es mejor que te busques otros amigos, no sea que te contagie.

Se acerca a mi lado, se pone de rodillas y me abre la camisa. Después, lentamente, acaricia las letras con su mano derecha.

—Ojalá pudiera contagiarme. Ojalá pudiera ser como tú. Ojalá me pudiera fundir contigo. Ojalá pudieses verme como a tu mejor amiga.

No sé si se contagiará, pero noto que mi corazón se ha acelerado. Ahora va a mil por hora. Ahora sí me ha demostrado que las chicas son más sensibles de lo que imaginaba.

III
EL CORAZÓN DE LA REINA

LA reina Émedi dejó que el aire acariciara su pelo rubio. Desde lo más alto de la torre de su fortaleza observó al grupo de jinetes que se acercaba hacia el puente levadizo. Su mirada estaba puesta sobre el hombre de larga cabellera, que llevaba una túnica de alquimista, similar al hábito de los monjes. La silueta de Arquimaes le recordó mejores tiempos.

Los vigías le habían avisado de su llegada y su corazón se llenó de ilusión. Había conocido al alquimista años atrás y ahora, después de mucho tiempo, tenía la ocasión de volver a verle… y de escuchar la voz que le había salvado la vida y que había entrado hasta el más íntimo rincón de su alma. Y Émedi, que había soñado con este reencuentro durante años, no lo había olvidado.

Notó que su corazón palpitaba más rápido mientras veía cabalgar al antiguo monje. Había deseado tantas veces vivir este momento que le pareció un milagro. Más de una vez había dudado si volvería a verle, pero ahora estaba cabalgando hacia ella, igual que un caballero andante.

Por su parte, Arquimaes, que había reconocido su frágil silueta dibujada sobre el cielo claro, había sentido una excitación similar. Él tampoco había olvidado su ojos transparentes y la dulzura de sus ademanes.

—Nosotros no podemos pasar de aquí —dijo el jefe de la patrulla que le escoltaba—. Hemos cumplido nuestra misión. Tenemos que volver para servir a Reynaldo, nuestro nuevo señor.

—Os doy las gracias por la protección que me habéis dado —dijo Arquimaes—. Os habéis portado dignamente conmigo y con Alexia. Os aseguro que no lo olvidaré.

Después de un fuerte apretón de manos, el oficial se retiró con sus hombres. En ese momento, un destacamento salía del castillo para recibir al recién llegado.

—Mi señora os da la bienvenida y os ofrece su hospitalidad —dijo el capitán Durel, cuando llegó hasta el sabio—. Os envía sus respetos y me ha pedido que os acompañe hasta vuestros aposentos.

Escoltado por los hombres de la reina, Arquimaes entró en el castillo y fue llevado a un magnífico dormitorio, desde cuya ventana se observaba un paisaje digno de ser pintado. Emedia era un bello país.

—Mi señora os invita a cenar —dijo un criado cuando empezaba a oscurecer—. Dentro de una hora os espera en el comedor principal.

—Dale las gracias y dile que iré encantado.

La reina Émedi estaba nerviosa por el próximo encuentro con el alquimista. Cuando llegó a su habitación, se sentó en la silla, frente al espejo, y pidió a su criada que la ayudara a vestirse para la cena.

—Esta noche quiero estar más guapa que nunca —dijo con voz emocionada—. Haz que mi cabello resplandezca como el sol.

* * *

Arturo y Crispín se detuvieron cuando llegaron a la orilla del río Monterio. El sol se estaba poniendo y los dos amigos se encontraban cansados. La oscuridad empezaba a extender su manto sobre el valle y ya no podían seguir el viaje. Había llegado la hora de descansar.

—Antes de comer me bañaré —dijo Arturo—. Estoy sucio y ya no aguanto mi propio olor. Después decidiremos qué camino tomamos.

—Estamos a la deriva. Así no podemos seguir —comentó Crispín.

—Sí, tendremos que tomar una decisión. Mañana elegiremos un camino. Quizá deberías bañarte, Crispín.

—Prepararé la cena, pero no me bañaré.

—Haces mal, amigo mío. Conviene lavar el cuerpo de vez en cuando.

Pero Crispín, habituado a la suciedad, no le hizo caso. Arturo se despojó de sus ropas para meterse en el agua. Su magnífico cuerpo adornado con las bellas letras de tinta despertó la envidia de Crispín, que no pudo evitar hacer un comentario.

—Tu cuerpo parece un libro de esos que tanto te gustan —dijo—. Es igual que los que había en Ambrosia.

—No digas tonterías. Es solo un adorno.

—Un adorno mágico. Un día me contarás cómo te lo hiciste o quién te lo hizo. Me gustaría parecerme a ti.

—No sé ni cómo aparecieron sobre mi cuerpo —reconoció Arturo—. Es un gran misterio.

—Es magia. Ya has visto lo que hacen esas letras. Te ayudan y te han salvado la vida varias veces. Gracias a ellas estamos vivos.

—Sí, pero, a cambio, debo ir con cuidado. A más de uno le gustaría arrancarme la piel a tiras. O encerrarme en una jaula y mostrarme en las ferias… o quemarme como a los brujos.

Arturo metió los pies en el agua, que estaba fría como la nieve. Dudó un instante y, aunque estuvo a punto de dar marcha atrás, al final decidió lanzarse de cabeza. Dio algunas brazadas y recuperó el vigor cuando empezó a notar que la sangre circulaba con fuerza por sus venas. Después, se acercó a la orilla y se frotó el cuerpo con un manojo de hierbas para eliminar la suciedad que había ido acumulando.

Crispín había encendido una pequeña fogata para asar unos peces que había conseguido pescar y Arturo se acercó al fuego para calentarse.

Entonces, se notó nervioso. El cuerpo le picaba.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su compañero—. Estás raro. Anda, come un poco, te sentará bien. Ya te dije que el agua no es buena. No deberías haberte bañado.

Pero Arturo no respondió. Se estaba poniendo lívido y su cuerpo estaba tenso.

—Eh, me estás asustando —dijo Crispín, un poco preocupado—. Es mejor que te muevas un poco para entrar en calor. Ese maldito río debía de estar helado.

Arturo cerró la boca, abrió los ojos y apretó los puños. De repente, las letras de su cuerpo empezaron a cobrar vida y empezaron a moverse igual que alacranes. Crispín, que no sabía qué tenía que hacer, se quedó embobado, observando atentamente.

Algunas letras se despegaron de su cuerpo y se colocaron ante los ojos de Arturo, a pocos centímetros y, después de bailar un poco, formaron una palabra: Onirax.

Al cabo de unos segundos, los signos volvieron a colocarse en su lugar original, sobre el pecho de Arturo. En ese momento despertó del trance en que había estado durante los últimos minutos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó cuando recuperó el sentido—. He notado que recibía un extraño mensaje.

—Sí, algunas letras se separaron de las otras y se pusieron ante tu rostro. Pero no sé lo que ponía, yo no sé leer.

—Ha sido como si mi mente se despegara de mi cuerpo. He visto impresa la palabra Onirax en mi cara… ¿Qué significa? ¿Es algún lugar, un pueblo, un valle?

—No lo sé. Nunca en mi vida he escuchado esta palabra. Onirax… Es muy rara.

—Creo que ahora lo mejor será que cenemos. Mañana buscaremos a alguien que nos indique dónde está ese sitio —propuso Arturo.

—Si es que existe. Yo no me fiaría de unas letras que flotan. A lo mejor no significa nada.

—Ya veremos. Ya veremos —dijo Arturo, clavando su daga en uno de los pescados—. Esto huele de maravilla.

Mientras degustaba el exquisito pescado, Arturo no dejó de preguntarse quién le había enviado aquel extraño mensaje. «Solo puede ser Arquimaes —pensó con cierta alegría—. Eso significa que está vivo».

* * *

Morfidio fue ganando prestigio entre los campesinos, que vieron en él a un buen estratega, cosa que no abundaba entre su gente. El pueblo estaba indignado con los soldados, que seguían con su política de represalias a pesar de que el propio Reynaldo había ordenado acabar con los enfrentamientos. Posiblemente a causa de su inexperiencia, los soldados no seguían sus órdenes al pie de la letra y seguían cometiendo abusos que enardecían los ánimos de los rebeldes. Por todo ello, los campesinos estaban cada día más decididos a no dejarse avasallar y a obtener justicia.

—Atacaremos el castillo cuando menos se lo esperen —propuso Morfidio en una reunión secreta que se había organizado en el pajar de Royman, el campesino más prestigioso de la comarca—. Destituiremos a Reynaldo y le haremos pagar con creces sus abusos.

—¿Y quién ocupará su lugar? —preguntó Royman—. Alguien tendrá que dirigir el reino de Benicius.

—Este reino ya no es de Benicius, ni de Reynaldo —explicó Morfidio—. Ahora es nuestro. Nosotros somos los amos. El castillo y los campos nos pertenecen.

—Pero hará falta un rey —insistieron algunos—. Un reino necesita un rey.

—Yo propongo que tú seas el rey, Royman —dijo Morfidio—. Eres el mejor de nosotros. Eres el más justo y el más sabio. Todo el mundo confía en ti.

—Pero yo no estoy preparado para reinar —advirtió Royman.

—Reynaldo tampoco. Y Benicius no lo estaba mucho más —insistió Morfidio—. Si tú reinas, estaremos mejor gobernados. Confiamos plenamente en ti. Yo te apoyaré. Seré tu capitán, si quieres.

Todos estuvieron de acuerdo en que Royman sería un buen rey. Ahora, animados por el nuevo horizonte de esperanza que se creaba ante ellos, los campesinos se sintieron más dispuestos a asaltar el castillo y a exponer su vida para lograr mayores cotas de justicia. Un rey noble y justo era la mayor ambición de las gentes humildes que, tradicionalmente, se habían encontrado con que los nuevos reyes siempre eran peores que los anteriores.

La noticia corrió durante días por varias comarcas y muchos vieron renacer la ilusión de crear un reino justo. Por ello, no dudaron en ofrecer su brazo para alzarse contra Reynaldo y sus soldados. Tener un rey como Royman colmaba sus esperanzas y estaban dispuestos a jugarse la vida para conseguirlo.

* * *

La reina Émedi se sintió turbada cuando Arquimaes se arrodilló ante ella.

Los antiguos recuerdos renacieron con tal fuerza en su alma que estuvo a punto de perder el sentido. El alquimista, por su parte, tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para que su voz no le traicionara.

—Majestad, vengo a ofreceros mis respetos y a ponerme a vuestro servicio —dijo, con la voz a punto de romperse—. Y también a pediros protección.

—Gracias, Arquimaes, sabio de sabios —respondió la reina—. Sabemos de vuestra valía y apreciamos vuestra nobleza. Podéis contar con nuestra tutela. Mientras estéis en nuestro reino, gozaréis de nuestra hospitalidad y os aseguro que nadie osará haceros daño alguno.

—Os agradezco vuestras palabras de amistad. Mientras permanezca aquí, pondré mis conocimientos a vuestro servicio.

—Eso está bien. Necesitamos personas ilustradas, capaces de trabajar por el bien de nuestras gentes. Contad con toda nuestra ayuda.

—Majestad, también he venido para proponeros un plan. Creo que ha llegado el momento de unir fuerzas con otros reyes para formar una alianza contra la hechicería. Una alianza contra la ignorancia.

—¿Suponéis acaso que otros gobernantes os darán su apoyo para luchar contra la Magia Oscura? —preguntó la reina.

—Debemos hacer lo posible para detener el avance de la hechicería maléfica. Debilita a los pueblos y los destruye.

—Sabemos que Demónicus se está preparando para ampliar su poder y dominar algunos reinos que luchan contra él. Tenemos noticias de que pretende conquistarnos, por eso nos estamos preparando para la batalla. Se avecina una gran guerra de poder. Es tiempo de lucha, no de alianzas.

—Permitidme que insista. Las alianzas son la mejor garantía de paz y ofrecen la posibilidad de ganar guerras.

—Nuestros vecinos son reyes ambiciosos a los que mantenemos en sus fronteras con mucho esfuerzo —aclaró la reina.

—Organizad una gran mesa de negociación. A ellos les interesa igualmente enfrentarse a Demónicus.

—Algunos se están aliando con él y no enviarán sus ejércitos para hacerle frente. En todo caso, pueden interpretar mi deseo de negociar como una debilidad y podrían caer en la tentación de invadir mi reino. Las negociaciones en estos tiempos son peligrosas.

—Entonces, majestad, ¿no habrá negociación?

—Me temo que no.

—Lamento oír eso. No obstante, os aseguro que estaré siempre a vuestro lado. No os abandonaré.

Émedi se dejó seducir por la palabras de Arquimaes, igual que lo había hecho años antes, cuando le propuso una estrategia que la convertiría en reina a la muerte de su padre. Arquimaes le había salvado la vida al descubrir una conspiración encabezada por su propio esposo, que había decidido envenenarla y apropiarse de su reino. El alquimista estaba inevitablemente unido a Émedi.

IV
EL SEGUNDO SÓTANO

ADELA nos acompaña hasta la entrada del segundo sótano junto a uno de los vigilantes armados. Está empeñada en mantener la entrada bajo vigilancia mientras lo visitamos.

—Nunca se sabe lo que puede suceder —dice—. Nadie debe tener acceso a los departamentos de la Fundación. Este vigilante se quedará en la puerta mientras recorréis el interior. Permanecerá aquí hasta que salgáis. Ah, y nadie sacará nada, ni siquiera una mota de polvo. Si es necesario, os registraremos.

Sombra está más enfadado que la vez anterior. Va a cumplir las órdenes de mi padre con desgana y, posiblemente, con rabia, cosa nada habitual en él.

—General, le ruego que me explique con toda precisión qué busca en este sótano —dice mientras enarbola la gran llave—. Lo digo para que no perdamos tiempo.

—Te lo voy a explicar una sola vez, fraile. Busco todo lo que me ayude a encontrar pistas sobre ese Ejército Negro del que ya te he hablado —responde Battaglia en tono autoritario—. Eso significa que lo quiero ver todo y que no permitiré que me pongas trabas. ¿Entendido?

Metáfora y yo notamos que el enfado de Sombra es como un barril de pólvora a punto de estallar. Cualquier chispa le hará saltar.

—Necesito ayuda para abrir esta puerta —dice, después de girar la llave—. Está un poco atascada. Hace mucho tiempo que no se abre.

Los tres le ayudamos a empujar la gran puerta de madera. Es gruesa, pesa mucho y se resiste a moverse, y cuando lo hace, lanza chirridos que hacen daño a nuestros oídos.

—Es la puerta más difícil de abrir que he visto en mi vida —se queja el general—. Espero que el esfuerzo valga la pena.

Sombra no responde y enciende la luz. El vigilante se queda fuera, listo para impedir que salga o entre nada ni nadie sin su autorización.

La estancia es más grande y bastante más profunda que la del primer sótano. Del techo cuelgan estandartes y las paredes están llenas de objetos. Estatuas, lanzas, restos de armaduras, espadas… Hay algunas estanterías repletas de pergaminos, libros y legajos. Varias zonas están cubiertas con telas y sábanas, pero se adivina que aquí hay gran cantidad de documentos a los que nadie ha tenido acceso. Ni siquiera los del banco han llegado a este sótano para hacer el famoso inventario. Espero que no entren nunca, ya que esto es un verdadero tesoro.

—¡Santo cielo! —exclama el general, llevándose las manos a la cabeza—. Esto contiene más historia que cualquier otro museo que yo haya visto. Seguro que aquí podré encontrar lo que busco. ¡Es asombroso!

Metáfora está deslumbrada y Cristóbal no encuentra palabras para expresar su admiración. Yo tengo la sensación de que acabamos de penetrar en un mundo con el que, de alguna manera, tengo mucha relación. Mi olfato me dice que algunos de estos objetos han pasado por mis manos o han estado cerca de mí en algún momento. Pero lo más curioso es que empiezo a sentir un picor en el pecho, el típico picor que noto cuando las letras cobran vida. Tan solo espero no tener ahora uno de mis sueños.

—He ampliado la memoria fotográfica de mi móvil —me susurra Cristóbal—. Y no sé si tendré bastante para fotografiar todo lo que hay aquí.

—Yo también he traído el mío —añade Metáfora—. Espero que encontremos cosas que nos sirvan para…

La miro y espero a que concluya su frase.

—… para demostrar que mi teoría es cierta.

El general Battaglia no pierde el tiempo y lo remueve todo, ante la mirada enfurecida de Sombra, que ni siquiera se molesta en protestar. Es evidente que mi padre le ha dado instrucciones claras.

—¡Ni en mis mejores sueños hubiera imaginado que debajo de estas paredes podría ocultarse un tesoro tan grande! —exclama, mientras acaricia las tapas de un libro encuadernado con cuerdas—. Aunque viviera cien años, no tendría tiempo de leer todo lo que hay aquí. ¡Lo que daría por poder estudiarlos todos!

—¿Qué es esto? —pregunta Metáfora—. Es la espada más extraña que he visto en mi vida.

Me acerco para ver de cerca su descubrimiento y me encuentro con algo sorprendente: una espada medieval con inscripciones dibujadas con tinta en la hoja.

—Es extraño —dice el general, que también se ha interesado por el descubrimiento de Metáfora—. ¡Jamás había visto nada semejante! Sé que hay algunas espadas con grabaciones y relieves, pero nunca he encontrado un arma en la que alguien se hubiera molestado en escribir. La han utilizado como si se tratase de las páginas de un libro.

Se pone las gafas y la observa con más atención.

—Pero lo más curioso es que estas letras están muy bien escritas. Parecen hechas por uno de aquellos calígrafos medievales. ¡Deben de estar hechas por un monje experto! ¡Un copista!

Veo que Sombra se estremece cuando el general hace esta afirmación.

—¿Para qué iba a escribir un monje sobre una espada? —pregunta Metáfora.

—Puede que lo hiciera para dedicar una poesía a su propietario… O para hacer un regalo —añade Cristóbal—. A veces la gente hace cosas así de raras.

—También puede tratarse de una bendición, o de un hechizo… Cualquiera sabe. Voy a fotografiar el texto e intentaré descifrarlo, es la única manera de saber para qué grabaron esas letras —explica el general.

Mientras hace algunas fotografías, yo me acerco a las estanterías e intento encontrar algo que me interese.

Levanto algunos documentos y remuevo varios legajos hasta que, quizá por casualidad, encuentro un dibujo medieval con una extraña escena. En él se ve a un hombre trabajando en un escritorio. Por la vestimenta, se trata sin duda de un alquimista. Sobre la mesa hay un tintero y, sentado delante, a pocos metros, un hombre deja que el alquimista escriba sobre su rostro. Aunque el dibujo no se ve con claridad, es evidente que ocupa todo el rostro del modelo.

Sin que nadie me vea, saco mi propio móvil y hago una fotografía del dibujo, que me interesa mucho. Es posible que contenga información interesante para mí.

Después de dos horas, Sombra anuncia que la visita ha terminado. Dice que tiene órdenes tajantes de mi padre y que no es sano permanecer tanto tiempo en un lugar como éste, lleno de polvo y con el aire enrarecido.

—La visita ha terminado —advierte—. Si quiere volver, tendrá que hablar con el señor Adragón. Yo he cumplido con mi misión.

Pocos minutos después salimos del sótano bajo la estricta mirada del vigilante, que intenta descubrir si alguien ha cogido algún objeto. Pero no sabe que lo más importante está en nuestras cámaras, en nuestra mente y en nuestra retina.

* * *

Papá ha decidido que esta noche quiere cenar en familia para celebrar su vuelta a casa. Por eso ha invitado a Norma y a Metáfora. Aunque en un principio pensó en llamar a Stromber, a Sombra, a Battaglia y a Adela, al final ha decidido que organizará una cena con todos ellos el próximo fin de semana. Hoy quiere algo íntimo.

—Es agradable estar en casa, con tu familia, con la gente que quieres —dice apenas nos sentamos a la mesa—. Después de estos días en el hospital, estaba deseando volver al hogar.

—Metáfora y yo nos sentimos muy honradas de que nos consideres como de tu familia —comenta Norma—. Y te lo agradecemos.

—Tenía que hacer algo para demostraros que os estoy muy agradecido. Durante mi estancia en el hospital me habéis cuidado como a alguien de vuestra familia y quiero corresponderos.

No sé por qué, pero me parece que la cosa se está poniendo un poco romántica. Empiezo a sospechar que esta cena no tiene nada que ver con la vuelta a casa.

—Ahora que me encuentro bien, creo que ha llegado el momento de deciros que… Bueno, que estoy muy contento de haberos conocido —añade papá—. Y creo que Arturo también lo está, ¿verdad, Arturo?

—Claro que sí. He tenido suerte por partida doble. He ganado una buena profesora y una amiga.

—Nosotras también estamos muy satisfechas —dice Norma—. Hemos encontrado buenos amigos y compañía agradable. Y eso es muy placentero, sobre todo cuando llegas a una ciudad desconocida y empiezas un nuevo trabajo. Gracias por vuestra amistad.

Mahania lleva un rato sirviendo la comida y veo que, aunque no lo parece, presta atención a lo que decimos. Yo sé que no es una cotilla entrometida, pero sospecho que tiene la misma sensación que yo.

—El caso es que… quería deciros algo —dice papá, después de tomar un trago de vino—. Bueno, Norma y yo queríamos deciros una cosa… Una cosa que nos afecta a todos…

Intento disimular mi impaciencia tomando un poco de zumo y poniéndome la servilleta. Después de hacer una pequeña pausa, papá vuelve al ataque.

—Como todo el mundo sabe, cuando las personas se hacen amigas y se van conociendo, resulta que puede nacer entre ellas un sentimiento más fuerte que la amistad… ¿No? Bueno, pues Norma y yo nos hemos ido conociendo y hemos descubierto que… Bueno, pues que…

—¿Necesitas que te ayude? —pregunta Norma, viendo que papá se ha quedado sin fuerzas para hablar.

—¿No te importa?

—Pues resulta que Arturo y yo nos hemos enamorado —dice la madre de Metáfora, que también es mi profesora y que ahora parece que va a ser algo más—. Y aunque todavía es pronto para hacer planes de futuro, queremos que sepáis que es posible que acabemos casándonos…

—Sí, eso es lo que quería decir —añade papá, que ha empezado a sudar—. Espero que os parezca bien a los dos. ¿Qué opinas, Arturo?

—Que es una sorpresa. Nunca lo hubiera imaginado —digo, mintiendo como un bellaco—. ¡Jamás lo hubiera pensado!

—Bueno, ya sabemos que la vida es una caja de sorpresas. Hay que estar abiertos a lo que pueda pasar —añade papá—. Yo tampoco había imaginado que esto pudiera ocurrirme.

—A mí me parece muy bien lo vuestro —dice Metáfora, levantándose y dando un abrazo a su madre—. Espero que tengáis suerte.

Supongo que la sensibilidad femenina, de la que tanto me ha hablado Metáfora, consiste en darse besos y abrazos cuando hay una buena noticia. Por eso me levanto y doy un apretón de manos a papá y un beso en la mejilla a Norma.

—Felicidades a los dos —les deseo.

—Bueno, tampoco hay que adelantar acontecimientos —dice papá—. Estamos en el principio de la relación.

Mahania no ha abierto la boca. No se permitiría entrometerse en los asuntos de la familia Adragón ante otras personas. Supongo que felicitará a papá cuando esté a solas con él.

Cenamos tranquilamente, haciendo bromas sobre cómo será nuestra vida cuando papá y Norma se casen. Sin embargo, en un momento determinado veo que a Metáfora le cuesta contener las lágrimas, así que intento cambiar de tema.

—Por cierto, papá, aunque ya sé que no es el mejor momento para hablar de estas cosas, quería decirte que quizá tengamos la oportunidad de adquirir derechos de conservación y exhibición de algunas piezas medievales que han encontrado en el patio de mi instituto. Las he visto y parecen valiosas.

—Vaya, eso está bien. Me gusta que te intereses por esas cosas. Iremos a verlas cuando quieras. Pero este asunto es más complicado de lo que parece. Ya sabes que el Departamento de Cultura tendrá que autorizar esta operación. Nadie puede quedarse con restos que tengan valor histórico. Cultura debe aprobar el derecho de exhibición y conservación de esas piezas. Es cuestión de pujar para conseguir los derechos. En cualquier caso, sí me gustaría ver esos objetos. Imagínate que podemos conseguir el permiso de explotación… ¡Podríamos organizar una exposición!

—Eso significa ganancias —digo.

—Exactamente. Una buena exposición suele ser rentable. Nos ayudaría a rebajar esa deuda con el banco.

—Tendrá que ser pronto. No sea que venga alguien y se nos adelante. Estoy seguro de que son importantes.

—Bien, pues lo intentaremos… Cuenta con ello.

* * *

Mientras papá y Norma disfrutan de un rato de intimidad en el comedor, Metáfora y yo hemos subido al mirador del tejado para hablar un poco. En realidad, he sido yo el que le ha pedido que subiera.

—Antes he visto que tenías lágrimas en los ojos —digo—. ¿Quieres contarme lo que te ha pasado?

Se lo piensa un poco. Estoy a punto de decirle que lo dejemos cuando empieza a hablar.

—Me he acordado de mi padre. No he podido evitarlo. Yo le quería mucho…

—Si quieres que cambiemos de tema…

—No, es igual. Alguna vez tendré que hablar de ello. Ya te conté que se marchó sin decir nada, pero no te expliqué el verdadero motivo de su partida.

—¿Estás segura de que quieres hablar de ello?

—Sí, necesito hacerlo. Verás, yo estaba muy enferma y me faltó poco para morir. Mi padre no tuvo valor para afrontar lo que se avecinaba y se marchó. Es un cobarde. Le quiero, pero es un cobarde que me abandonó. Por eso he llorado, porque me he acordado de él.

—Lo siento. Si lo llego a saber no te hubiera preguntado.

—Espero que tu padre sea más valiente. Si abandona a mi madre o le hace daño, soy capaz de matarle. Ella sufrió mucho cuando él nos abandonó. Tuvo una depresión terrible y la superó por mí, para no dejarme sola.

—¿Sabe tu padre que te curaste? ¿Le has vuelto a ver?

—Debe de creer que estoy muerta. Y no le he vuelto a ver. Ni quiero. Nunca le perdonaré habernos abandonado de esa manera. Era mi padre y tenía que haberse quedado conmigo hasta el final. Un padre no puede abandonar a su hija cuando se está muriendo. ¡El hombre que hace eso es un canalla! Espero que tú no seas así.

—Si alguna vez tengo un hijo, no le abandonaré jamás. Aunque me partiera el corazón verle en ese estado.

Veo de reojo sus lágrimas. Estoy a punto de decir algo para consolarla, pero me doy cuenta de que es mejor estar callado. Por eso le paso el brazo sobre el hombro y la abrazo mientras llora desconsoladamente.

Me parece que ahora empiezo a comprender esa actitud fría y casi autoritaria que ha mantenido conmigo hasta ahora. Ojalá sepa comprender que puede contar conmigo para lo que quiera y que jamás le fallaré.

Me voy a esforzar para que se sienta segura, para que se convenza de que, si las cosas alguna vez van mal, no la abandonaré.

V
SALVANDO A UNA BRUJA

DESPUÉS de caminar durante un par de días sin rumbo fijo, dejándose llevar por la intuición, Arturo y Crispín salieron de la densa cortina de niebla que los había acompañado durante las últimas horas y se encontraron ante un gran burgo. Mientras paseaban por sus calles, se dieron cuenta de que las personas con las que se cruzaban estaban contentas e iban vestidas con sus mejores galas.

—Me parece que hemos llegado en un día de fiesta —dijo Crispín—. Mejor para nosotros. Aquí repondremos fuerzas. Seguro que encontraremos a alguien dispuesto a ayudar a dos viajeros cansados.

—Espero que alguien pueda darnos alguna pista sobre Onirax.

—No te obsesiones. A lo mejor solo es un mensaje sin sentido.

—No es posible, esas letras siempre actúan por algún motivo. Debo encontrar ese lugar.

—O a esa persona…

—O lo que sea…

Según iban adentrándose en el burgo, el bullicio era mayor. Varias personas venían riendo y bailando, y todas parecían ir a algún lugar alegre.

—Buena mujer, ¿puedes decirnos adónde se dirige toda esta gente? —pregunto Crispín a una señora que llevaba un niño en brazos.

—A la plaza. Hoy tenemos espectáculo.

—Es día de feria y seguro que los comediantes entretendrán a la gente. Nos vendrá bien divertirnos un poco —alegó Crispín.

Por algún motivo, Arturo no compartió su alegría. Dedujo que tanta alegría no tenía mucho que ver con la presencia de unos cómicos. Tenía que tratarse de algo más especial.

Inmersos en la riada humana llegaron a la plaza mayor, que estaba repleta de gente. Arturo tenía un extraño presentimiento del que no podía desprenderse. Preguntó algunas veces por ese lugar llamado Onirax, pero nadie supo darle una respuesta concreta.

De repente, las trompetas sonaron y todo el mundo guardó silencio. Las miradas se dirigieron al centro de la plaza, donde se alzaba un patíbulo.

—Van a quemar a una bruja —les explicó un anciano—. La han descubierto haciendo hechizos. ¡Dicen que ha convertido al alcalde en una gallina!

—¿Una bruja? ¿Van a quemarla viva? —peguntó Arturo, apretándose el pecho con la mano, sintiendo una ligera opresión—. ¿Seguro que es una hechicera?

—Claro. La han encarcelado y ahora van a hacerle pagar todas su brujerías —añadió el hombre—. Dicen que ha hecho cosas horribles.

—¿Quién lo ha visto? —preguntó Crispín—. ¿Quién ha visto esos hechizos?

—¿Acaso hacen falta testigos para reconocer a una bruja? ¿Eres amigo de esa mujer?

—¿Yo?… No, no… Nosotros acabamos de llegar y no conocemos a nadie… —negó el joven proscrito para eludir el peligro.

El anciano, un poco receloso, se alejó en dirección al patíbulo. Arturo y Crispín se fundieron en la multitud, intentando alejarse de la mirada de aquel hombre. Sabían que cuando los ánimos estaban exaltados, podía suceder cualquier cosa.

Los gritos de los soldados que abrían paso a un carro tirado por bueyes se impusieron sobre el gentío. Éstos se iban apartando para dejarles el camino libre. La multitud empezó a proferir insultos contra la bruja que iba encerrada en una jaula de hierro. Le tiraban frutas, huevos y otros objetos que, la mayoría de las veces, se estrellaban contra los barrotes.

—No me gusta nada eso de que quemen a una mujer —reconoció Arturo, un poco inquieto—. Aunque sea una bruja.

—¿Qué dices? Ya sabes que a las brujas hay que purificarlas —respondió Crispín—. Deben morir entre llamas. Son malvadas y deben desaparecer. Es la costumbre.

—Nunca he asistido a un acto tan bárbaro y no sé si podré soportarlo.

—Pues te aconsejo que te aguantes. Nadie permitirá que alguien la defienda. A veces me sorprendes. Parece que no conoces las costumbres del pueblo.

Arturo no respondió. Sintió un poderoso pinchazo en el pecho que le impidió articular palabra. Las letras se habían alborotado y revoloteaban a su antojo sobre su piel, advirtiéndole de que algo estaba a punto de pasar.

Los guardianes sacaron a la mujer de la jaula, la subieron al patíbulo y la ataron a un enorme mástil de madera que había sido colocado para la ejecución. Debajo de la plataforma de madera habían amontonado ramas y troncos de árbol. Un verdugo se acercó a ella con una antorcha en la mano y esperó a que el alguacil leyera la sentencia en voz alta antes de prender fuego.

—¡Esta mujer ha sido hallada culpable de practicar la brujería! —exclamó el alguacil, a pleno pulmón, elevando una gallina entre sus manos—. ¡Aquí está la prueba de su maldad!

Entonces, y mientras la gente rugía, la vista de Arturo se posó sobre la condenada y, a pesar de la distancia, la reconoció en seguida.

—¡Es Alexia! —exclamó—. ¡Es la princesa Alexia!

Crispín, que no salía de su asombro, y sabedor de que los amigos de las brujas también son sospechosos, intentó tranquilizar a su compañero.

—Vamos, hombre. Nosotros no la conocemos. Es una bruja y nosotros no conocemos brujas.

—¡Es Alexia y la van a quemar! —insistió Arturo—. ¡Hay que impedirlo!

—¿Qué dice este chico? —preguntó un hombre fornido, que había escuchado sus palabras—. ¿Quiere salvar a esa hechicera?

—¡No! —exclamó Crispín—. Es que ha bebido y no sabe lo que dice. Anda, amigo, vámonos de aquí.

Agarró a Arturo del brazo y lo arrastró lo más lejos que pudo.

—¡Has sido condenada por practicar la hechicería oscura y debes morir entre las llamas de la Justicia! —dijo el alguacil, sujetando con fuerza a la asustada gallina—. ¡Y vamos a ejecutar la sentencia!

Crispín consiguió llevar a Arturo hasta una callejuela solitaria. Disimuló cuando una patrulla de soldados pasó a su lado.

—Está un poco mareado —les dijo—. Siempre le pasa lo mismo. Por su culpa me pierdo las ejecuciones.

Los soldados se rieron y siguieron su ronda para asegurarse de que todo estaba en orden y que ningún hechicero intentaría salvar a la condenada.

—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Arturo, cuando se quedaron solos—. No podemos dejar que la maten.

—Oye, escucha. Tú y yo sabemos que es la hija de Demónicus, el mago más perverso de todos. No nos conviene inmiscuirnos. Además, se merece lo que le va a ocurrir. ¡Es una bruja de verdad!

—¡Nadie merece morir de esa manera! ¡Y ella menos!

—¡Por orden del Tribunal de la ciudad, vas a morir! —gritó el alguacil.

Desesperado, Arturo se quitó la camisa antes de que Crispín pudiera impedírselo. Invocó el poder de las letras, sin estar seguro de conseguirlo. En pocos segundos salieron de su cuerpo y formaron una barrera en el aire, delante de él.

—¡Os necesito! ¡Quiero que me llevéis a la plaza y me ayudéis a salvar a Alexia! —ordenó el joven—. ¡Ahora!

Las letras se sometieron dócilmente y se colocaron tras él, sobre su espalda, desplegadas como las alas de un pájaro. Arturo les dio una orden:

—¡Volad hacia la plaza!

Crispín sintió un miedo imposible de descifrar. Si alguien descubría que era amigo de ese individuo que volaba en ayuda de la hechicera, su vida no valdría nada.

Cuando la muchedumbre vio que un enorme pájaro entraba volando en la plaza, empezó a gritar asustada. ¡Una bestia medio humana venía volando para salvar a la hechicera! ¡Era como uno de esos animales que salían por la noche para atacar y devorar campesinos!

—¡La hechicera le ha llamado! —gritó una mujer horrorizada—. ¡Que alguien nos libre de esa fiera!

—¡Matadlo! —ordenó el alguacil a sus soldados—. ¡Matad a ese animal!

—¡Es un dragón humano! —exclamaron algunos, aterrorizados—. ¡Nos va a matar!

El pánico cundió con rapidez. Varias personas se arrodillaron y empezaron a rezar; otras insultaban y amenazaban al monstruo volador que agitaba esas enormes alas negras que ni siquiera tenían plumas. Algunos soldados, más audaces, dispararon sus arcos contra Arturo, pero éste estaba protegido por las letras, que detenían el vuelo de las flechas.

El verdugo, que comprendió en seguida la intención de Arturo, arrojó la antorcha sobre el montón de pequeñas ramas, que prendieron inmediatamente. En pocos segundos, Alexia estaba envuelta en llamas y el humo la rodeaba, poniendo en peligro su vida. La joven podía morir asfixiada.

Arturo se situó sobre la columna de humo negro y se acercó a la princesa, que ya empezaba a sentir los primeros síntomas de ahogo. Mientras se mantenía en el aire, algunas letras rompieron las cadenas que sujetaban a la princesa, justo cuando sus ropas empezaban a arder. Las llamas producían un intenso calor, pero Arturo se esforzó por elevarse sobre el patíbulo. La abrazó por la cintura para elevar el vuelo y se alzó hasta una gran altitud, dejando a todos los presentes con la boca abierta y con la frustración de no haber podido ver morir a una persona abrasada.

Crispín, temeroso de que alguien le asociara con Arturo, había robado un caballo. Aprovechando la gran confusión que reinaba en las calles, cabalgó lo más rápido posible hacia las afueras para dejar atrás aquella maldita ciudad cuyos habitantes le habrían linchado si le hubieran puesto las manos encima. Solo la suerte le libró de las flechas de los arqueros, que le persiguieron durante un largo trecho.

Más arriba, casi entre las nubes, volando sobre su cabeza, Alexia se abrazaba a Arturo, el cual la apretaba contra su cuerpo con todas las fuerzas de las que era capaz.

—Creía que no ibas a venir —susurró la muchacha.

—¿Me esperabas?

—Te envié un mensaje. Las letras tenían que indicarte que estaba en peligro en esta ciudad.

—¿Bromeas? Yo solo he recibido un mensaje que decía Onirax y lo debió de enviar Arquimaes.

—No, te lo envié yo.

—Pero, esta ciudad se llama Raniox, no Onirax —explicó Arturo.

—Recibiste el mensaje con las letras cambiadas. Yo pensé en Raniox y tú recibiste Onirax. Las mismas letras dispuestas de manera distinta.

—Eso significa que tienes que perfeccionar tu magia transmisora.

Alexia no dijo nada. A pesar de que no había sido perfecto, el mensaje le había llegado, y eso, para ella, era muy importante.

* * *

La estrategia de Morfidio comenzaba a dar buenos resultados y los campesinos rebeldes estaban contentos. Ahora veían posibilidades de éxito.

Reynaldo había decidido hacer algunas obras para mejorar la seguridad del castillo y había contratado muchos obreros, ahora que la rebelión había remitido y apenas se producían enfrentamientos. El nuevo señor se había convencido a sí mismo de que el levantamiento estaba llegando a su fin y de que los campesinos se habían dado cuenta de que no tenían nada que ganar con esa situación de violencia.

Por eso, los soldados habían bajado la guardia y se limitaban a comprobar los nombres de los obreros que entraban cada día en el castillo. Parecían estar tan agotados que ni siquiera los registraban.

Morfidio había logrado introducir más de un centenar de hombres, que pasaban cada día el puente levadizo sin despertar sospechas. Estos campesinos habían acumulado armas, las habían depositado entre las herramientas de trabajo y solo esperaban el momento de atacar por sorpresa a los guardianes del castillo.

Y ese día había llegado.

A media mañana, aprovechando un descanso, los hombres de Morfidio cogieron disimuladamente las armas y se lanzaron inesperadamente sobre los guardias, que nunca hubieran imaginado que la rebelión pudiera venir desde dentro del castillo.

Cuando una flecha encendida disparada desde el bosque surcó el cielo, todos actuaron como un solo hombre.

El primer ataque fue tan veloz que los soldados apenas tuvieron tiempo de dar la alarma. Cuando quisieron darse cuenta, los rebeldes que esperaban desde el exterior habían entrado en la fortaleza y aniquilado prácticamente toda la resistencia, incluyendo al sustituto de Benicius.

Reynaldo nunca supo que los atacantes se habían disfrazado de mujeres ni que se habían ocultado en los puestos del mercado. O que algunos, sencillamente, se habían hecho pasar por campesinos inofensivos o por tullidos, mientras merodeaban cerca de la puerta principal, esperando la orden de ataque.

Dos horas después, el castillo que había pertenecido a Benicius y a Reynaldo pasaba a ser propiedad de Morfidio. Una flecha perdida se había clavado en el corazón de Royman. Un terrible y desgraciado accidente.

Cuando la fortaleza cayó en manos de los rebeldes y los cuerpos de Reynaldo y sus oficiales colgaban de las almenas, Morfidio hizo una aparición triunfal, rodeado de algunos hombres que, de repente, se presentaron como sus más fieles caballeros. Subido a la almena más elevada del castillo y con la espada en la mano, el antiguo noble aseguró que no quería el poder.

—Seré regente de este castillo hasta que decidáis quién es el sustituto del desafortunado Royman —explicó—. Cuando llegue el momento, le entregaré el poder.

Nadie opuso resistencia. Todos los hombres que se acababan de jugar la vida por la libertad, convencidos de que Royman sería el nuevo rey, tuvieron una cierta sensación de haber sido engañados. No hubo una sola queja… aunque tampoco hubo gritos ni vítores.

VI
EL REINO DEL MENDIGO

PATACOJA me ha llamado y hemos organizado un encuentro secreto. Para que nadie pueda vernos juntos, hemos quedado en el sitio en el que vive, un solar abandonado no muy lejos de la Fundación.

Su campamento está rodeado de basura y porquería. Hay ratas y cucarachas por todas partes y huele muy mal. Es un agujero abandonado en el que no entra nadie. La suciedad se acumula sola, viene de todas partes, empujada por el viento, producida por los gatos que le hacen compañía y le protegen del ataque de las ratas…

Metáfora y yo entramos por una abertura de la valla metálica que Patacoja ha abierto y que apenas se nota. De no ser por su ayuda, jamás habríamos podido acceder al interior.

—Pasad con cuidado, no vayáis a tropezar. Hay mucha porquería por aquí y no conviene hacerse heridas.

—Gracias, amigo —digo—. Gracias por tu ayuda.

—Venid aquí, donde nadie pueda veros. Sentaos tras esas cajas.

—Supongo que tienes información importante —dice Metáfora—. No nos habrás hecho venir para nada, ¿verdad?

—He descubierto cosas muy interesantes. Hay una empresa que quiere quedarse con la Fundación. Es una empresa de excavaciones arqueológicas que se dedica a la compraventa de objetos medievales. Son especialistas y tienen mucho poder.

—¿Tiene Stromber algo que ver con ellos?

—No, al contrario, está compitiendo con esa empresa. Stromber está asociado con Del Hierro. También quieren quedarse con vuestro edificio.

—¿Tanto dinero vale la Fundación? —pregunto.

—A la empresa le interesa el dinero, pero a Stromber le interesa otra cosa. ¡Quiere ser el propietario de la Fundación al precio que sea! ¡Quiere quedarse hasta con vuestro apellido!

—¿Qué dices? ¿Cómo va a quedarse con el apellido Adragón? Eso es imposible.

—No creas. Hay maneras legales de robar un apellido. De hecho, el tráfico de apellidos ilustres es mayor de lo que imaginas.

—Pero ¿qué quiere exactamente? ¿Para qué quiere quedarse con la Fundación? ¿Para qué quiere nuestro apellido? ¿Qué locura es ésa?

—No me atrevo a decirte lo que pienso —comenta—. La gente tiene ideas muy raras.

—Venga, no me vengas ahora con bobadas. Dime lo que sepas.

—Sí, tienes que decirnos lo que estás pensando, por muy descabellado que sea —le incita Metáfora, que también está picada por la curiosidad.

Patacoja titubea un poco. Es evidente que lo que nos va a decir le parece muy grave. Casi no se atreve a hablar. Creo que sabe que me va a hacer daño.

—Por favor, amigo, dímelo —le apremio.

—Pues creo… creo que… ¡Ese hombre quiere sustituirte!

—¿Estás loco? ¿Para qué va a querer hacer eso un anticuario que tiene tantas posesiones que casi no las recuerda?

—No sé qué motivos tiene, pero te aseguro que sé lo que digo. Ese hombre está obsesionado contigo. ¡Quiere ser tú!

—¡Pero eso es imposible! ¡Nadie puede sustituir a otra persona! ¡Puede robarle el dinero, sus posesiones, lo que sea, pero jamás podrá ser esa otra persona! —digo, intentando convencerme de mis palabras—. ¡Tienes que estar equivocado!

—Arturo, la gente tiene ideas muy complicadas y se empeña en llevarlas a cabo. Te digo que a ese hombre se le ha metido en la cabeza la idea de ser tú. ¡Quiere ocupar tu lugar! ¡Quiere ser Arturo Adragón! ¡Te lo aseguro!

Estoy atónito. Jamás hubiera pensado que alguien tuviera unos objetivos tan extraños. Tenía la sospecha de que quería quedarse con la Fundación, de que le gustaría ser propietario de nuestra biblioteca, pero jamás hubiera pensado en semejante locura.

Patacoja nos invita a tomar un zumo de naranja de un brick, del que él mismo ha bebido.

—Ya veis que estoy cumpliendo mi palabra. No he vuelto a tomar una gota de vino desde que hicimos nuestro trato. Este zumo está buenísimo.

Tomamos un sorbo e intentamos recuperar la conversación. Todavía estoy asombrado.

—¿Qué me recomiendas? ¿Qué puedo hacer ante semejante locura? ¿Lo podemos denunciar a la policía?

—No. Yo creo que deberíais averiguar por qué quiere ocupar tu lugar. Podéis aprovechar que lo tenéis cerca para interrogarle. Pero os aseguro que lo que os cuento es verdad.

—¿Cómo has descubierto sus intenciones? No me digas que anda por ahí diciendo que quiere ser yo.

—Ya te he dicho que tengo muchos contactos. Los arqueólogos somos expertos en sacar a la luz cosas que están enterradas y bien ocultas. Y los deseos de Stromber, a pesar de estar escondidos, son muy claros. Para mí son tan transparentes que no tengo ninguna duda.

Hay tanto ardor en sus palabras que empiezo a creer en ellas. Patacoja, al que siempre he visto como un mendigo desahuciado, se está revelando como un gran conocedor de las personas. Me parece que sabe más de lo que parece.

—Os aseguro que hay algo maléfico en Stromber. Lo sé porque le he seguido y he visto con quién trata. Tiene socios peligrosos. Además, estoy seguro de que tiene relación con esos tipos que atacaron a tu padre.

De repente, varios gatos salen corriendo detrás de dos grandes ratas que se han acercado demasiado. Revuelven en la basura y se meten entre algunas bolsas armando mucho revuelo. Poco después, vuelven un poco más tranquilos. Patacoja les acaricia el lomo y deja que se acurruquen a su lado.

—Sin ellos las ratas ya me habrían devorado —explica—. Me protegen y me cuidan. A cambio, les doy cariño y mimos. ¿Sabéis que los gatos son igual que las personas y que no pueden vivir sin cariño?

—Parece que sabes mucho de animales —dice Metáfora.

—Siempre he estado rodeado de gatos. Desde pequeño me he entendido bien con ellos. Ya ves, ahora son mis únicos amigos… Aparte de vosotros, claro. Con lo que yo he sido… Todo el mundo quería estar conmigo. La gente me respetaba y me apreciaba…

Sus recuerdos le inundan y empieza a hablar de cuando era un gran profesional, de su infancia, de sus deseos. Poco a poco, empieza a desvelar su vida y, durante un rato, me parece que estamos en el palacio donde Sherezade contaba cuentos al sultán, en aquella increíble historia de Las mil y una noches. Por lo que cuenta, Patacoja, Juan Vatman ha vivido una vida apasionante.

—¿Por qué te hiciste arqueólogo? —pregunta Metáfora.

Patacoja sonríe con nostalgia mientras coordina sus recuerdos. La pregunta le ha pillado por sorpresa y necesita reordenar sus pensamientos.

—Por culpa de Troya —responde al cabo de unos segundos—. Aquella ciudad de leyenda que fue arrasada.

—¿Te refieres a la ciudad que fue destruida por culpa de Helena?

—Exactamente, me refiero a la mítica ciudad de Troya. Veréis, de pequeño leí la historia de un hombre llamado Schliemann. Su padre, cuando tenía ocho años, le enseñó un dibujo de Troya ardiendo. Ese dibujo le impresionó tanto que decidió dedicar su vida a buscar las ruinas de Troya. Su padre intentó hacerle desistir diciéndole que solo se trataba de un dibujo, producto de la imaginación de un artista, y que esa ciudad nunca había existido. Pero el chico se empeñó en encontrar las ruinas. El caso es que ese dibujo encendió los sueños de Schliemann de tal modo que, después de ganar mucho dinero, dedicó su vida a su gran pasión. Y, a pesar de que todo el mundo intentaba hacerle desistir, encontró la ciudad. ¡Schliemann hizo su sueño realidad cuando encontró las verdaderas ruinas de Troya! Y todo porque había visto un dibujo que provocó en él una ilusión. ¿No os parece increíble?

—Desde luego, lo es —reconozco—. Me gustaría encontrar algo en la vida que me permitiera tener un sueño como el de Schliemann.

—Los sueños se transmiten y se contagian. Ese hombre me convenció de que si tienes un sueño, una meta, eres una persona feliz. Y me hice arqueólogo para descubrir ciudades perdidas, tesoros ocultos, mundos secretos… La historia de Schliemann me hizo comprender que el mundo está lleno de cosas maravillosas y que si tienes un sueño, puedes hacerlo realidad. Por eso me convertí en arqueólogo, porque quería vivir un sueño, quería vivir con ilusión.

Metáfora y yo nos miramos con asombro. La historia que nos cuenta Patacoja nos ha deslumbrado.

—Pero las cosas se torcieron. Cuando empecé a triunfar, el alcohol se cruzó en mi camino y truncó todos mis sueños. Ya no soy aquel muchacho que soñaba con descubrir la Antártida, Eldorado y otras ciudades perdidas. Estoy vacío y he caído en este lugar.

—Bueno, siempre cabe la posibilidad de que un día aparezca una nueva ilusión —digo—. Si pudieras volver a tener un sueño, ¿cuál sería?

—Si fuese posible, me gustaría reencontrarme a mí mismo. Daría cualquier cosa por volver a ser el joven Juan Vatman, que tenía un sueño. Daría cualquier cosa por soñar de nuevo con ilusión. Pero eso es imposible, la vida no da segundas oportunidades.

—Nunca se sabe —digo—. Es posible que necesitemos tu ayuda. Quizás tengas que recuperar tus habilidades profesionales.

—No me hagas eso, Arturo, no me crees ilusiones que a lo mejor no se realizan. Podría costarme caro. Si volviera a fallar, creo que nunca me recuperaría.

Hay tanta dulzura en su voz que los gatos se acercan para que los acaricie. Los cuida como si fuesen sus hijos. Esta noche he aprendido que todo el mundo tiene sueños ocultos y que hay que cuidarlos para que no desaparezcan por el camino. Una persona que no tiene ilusión está perdida.

* * *

Metáfora me acompaña hasta la puerta de la Fundación. Creo que me ha visto un poco melancólico. La conversación con nuestro amigo Patacoja me ha dejado con los ánimos por los suelos.

—Tenemos que hacer algo para ayudarle —digo—. Aunque le dé miedo fallar de nuevo, daría cualquier cosa por volver a trabajar en lo suyo.

—Sí, tienes razón. Dicen que lo último que las personas pierden es la esperanza. Y creo que a él todavía le queda algo.

—Esta noche he sentido tanta pena que he estado a punto de llorar.

—¿Ves cómo eres un chico sensible?

—¿Sensible como una chica?

—Sensible como un ser humano. Los que no son capaces de comprender el dolor ajeno han perdido algo de esa humanidad. Por eso estoy orgullosa de ti.

Se acerca y me da un beso en la mejilla. Después, sin decir nada, se da la vuelta y se marcha.

Antes de entrar en mi habitación, subo a la buhardilla para hablar un poco con mamá. Necesito decirle algo antes de que se me olvide.

—Hola, mamá. Aquí estoy otra vez. Esta noche me han contado una de las historias más impresionantes que he oído en mi vida. Es de mi amigo Patacoja, el mendigo, el arqueólogo cojo. Es un hombre destrozado pero, en el fondo de su corazón, guarda un sueño. Le gustaría encontrar todas las ciudades que se han perdido en este mundo, que deben de ser muchas. Dice que vivimos en un planeta lleno de secretos. Dice que el mundo tiene varias capas y que, en cada una, puede haber una ciudad, un país o una civilización enterrada. Y piensa que los humanos somos igual. Llenos de secretos. Su conversación me ha emocionado tanto que me ha hecho pensar en ti. Me ha hecho preguntarme si tú estás dentro de mí y si algún día seré capaz de descubrirte. No sabes cómo me gustaría conocerte, saber quién eras de verdad. Me gustaría saber qué hay detrás de esa maravillosa imagen de reina que tienes en este retrato.

Noto cómo una lágrima se desliza sobre mi mejilla. Metáfora tiene razón: llorar nos hace más humanos.

—Y también me he preguntado si fue casualidad que murieras en el desierto, aquella noche en que envolvisteis mi cuerpo en el pergamino… Me he preguntado si no habrá sido el destino. Incluso he llegado a pensar que fuiste tú la que llevó a papá al desierto para que las cosas ocurrieran de esta manera. ¿Tienes algo que ver con lo que provoca esos sueños casi reales que me están ayudando a ver la vida de una manera tan especial…? Ya sé que es una locura pensar así, pero esta noche, mientras escuchaba a Patacoja, mi imaginación se ha desbordado… Y me he preguntado cuál es mi verdadero sueño. Si tuviera que responder ahora, diría que mi gran sueño es el de poder hablar contigo, darte un beso y decirte cuánto te quiero.

VII
LA FLECHA ENVENENADA

ARTURO y Alexia aterrizaron lejos de cualquier aldea. El sol estaba en lo más alto e iluminaba con fuerza el paraje rocoso que los acogió.

Alexia se acercó al riachuelo que caía en cascada entre las rocas blancas y se mojó la cara con agua fresca. Después del susto, la joven estaba bastante nerviosa y le costaba trabajo respirar.

Un poco después, ya recuperada, se acercó al grupo de árboles que sombreaba la orilla y se sentó al lado de Arturo, que estaba medio adormilado, con la espalda apoyada contra un viejo chopo.

—Has sido muy valiente. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí —dijo, mientras cogía una brizna de hierba—. Mi padre te recompensará generosamente.

Arturo no respondió. Parecía que no la había oído. Alexia pensó que estaba cansado y esperó un poco. Sabía que cada vez que usaba el poder de las letras se quedaba agotado. Sin embargo, unos minutos después, empezó a preocuparse.

—Arturo, ¿te encuentras bien? —preguntó.

—No, no estoy bien… —susurró el muchacho.

Alexia se dio cuenta de que estaba pálido y de que sudaba bastante. Se levantó de un salto y pudo ver que, a su lado, sobre la hierba, había un charco de sangre.

—¡Por todos los rayos! —exclamó, mientras se lanzaba en su ayuda—. ¿Qué te ha pasado?

No hizo falta que Arturo le respondiera. Cuando lo inclinó hacia delante, vio que tenía una flecha clavada en la espalda, a la altura del hombro y cerca del omoplato.

Sin perder tiempo le tumbó boca abajo y, con ayuda de una daga, le rasgó la camisa y dejó la herida al descubierto. La flecha estaba bien clavada y la herida era profunda. Ahora tenía que decidir si la extraía o la empujaba para hacerla salir por el pecho.

—No te muevas de aquí —dijo—. Voy a buscar algunas cosas.

A pesar de que en aquel paraje había poca vegetación, Alexia revisó cada tallo y cada rama en busca de cualquier planta que tuviera poderes curativos que pudieran ayudar a cicatrizar y desinfectar la herida de Arturo.

Finalmente, cuando encontró lo que buscaba, optó por empujar el tallo de la flecha y atravesar la carne, ya que para extraerla habría tenido que provocar una verdadera carnicería. Limpió cuidadosamente la herida y procuró que no quedara en ella ni un leve resto de madera o del hierro de la punta. Después, aplicó toda la mezcla de hierbas que había preparado.

Pero la herida era más grave de lo que parecía. Ni siquiera las cataplasmas sirvieron para detener la furiosa infección que invadía el cuerpo de Arturo. La fiebre alcanzó pronto niveles muy altos.

Por algún motivo, las cosas se habían complicado. Cuando examinó la flecha, comprendió que la habían empapado con algún veneno especial que extendía la infección de manera brutal. El veneno era mortal; sin sus ungüentos, le habría matado en pocas horas.

* * *

Algunas noches después, cuando ya no le quedaban más recursos, Alexia decidió hacer una invocación a sus dioses para pedir ayuda. Como necesitaba que Arturo estuviera despejado para que el hechizo surtiera efecto, le preparó un brebaje fuerte que le mantuvo con los ojos abiertos durante algunas horas.

—Intenta mantenerte despierto. Si los dioses vienen en tu ayuda deben ver que aún estás vivo —le explicó Alexia.

—¿Vivo? ¿Quién está vivo? ¿Te quemaron viva?

—Sigue hablando. Da igual lo que digas, pero sigue hablando… ¿Me has entendido?

Arturo tenía los ojos entreabiertos, pero no veía nada de lo que había ante él. Divagaba igual que si estuviera borracho.

—Me gusta tu pelo rubio —dijo—. Me gusta tu voz, y tu nombre me encanta…

—¿Mi nombre? —preguntó antes de empezar la invocación—. No sabía que te gustara.

—¡Metáfora! ¡Es un nombre precioso!

Alexia se quedó de piedra.

—¿Quién es Metáfora?

—Metáfora es de otro mundo… Es una amiga… Es un sueño…

—¿Sueñas con una chica que se llama Metáfora? Nunca me habías hablado de ella.

Arturo sonrió. Levantó la mano derecha e intentó atrapar algo en el aire, sin conseguirlo.

—¡Iré a buscarla! ¡Es mi chica! ¡Es mi gran amiga!

Alexia le dio un bofetón en la cara y le obligó a cerrar la boca.

—¡Debería dejarte morir aquí! ¡Así te irías al otro mundo, a visitar a tu amiga!

Pero Arturo, cuya mente era un caos, ya había perdido el hilo de sus pensamientos y entró en otra dimensión.

—¡El polvo negro que viene con el agua! ¡El polvo negro es mágico! —susurró—. ¡Las letras de Arquimaes!

Alexia volvió a prestar atención a sus palabras y trató de hacerle hablar. Aquello tenía un interés inesperado.

—¿Dónde está el polvo negro mágico?

—No sé… No sé… Está en una cueva…

La princesa intentó hacerle hablar, pero Arturo entró en un profundo desconcierto y no volvió a decir nada coherente.

—Tinta… Castillo… Ambrosia… Humo…

Entonces, Alexia comprendió que ya no conseguiría nada de Arturo y decidió actuar. Dibujó un círculo en el suelo y entró en él con los puños llenos de tierra. Abrió los brazos y mirando a la luna blanca que iluminaba el cielo, elevó unos cánticos misteriosos.

—¡Dioses! ¡Necesito vuestra ayuda…!

Después de varias horas de cantos mágicos e invocaciones, en las que lanzó sobre el cuerpo del herido tierra, agua y algunas gotas de su propia sangre, se tumbó al lado de Arturo para esperar los resultados.

Pero, antes de cerrar los ojos, no pudo resistir la tentación de echar una ojeada al contenido de la bolsa de cuero que Arturo llevaba colgada.

* * *

Arquimaes y la reina Émedi paseaban tranquilamente por el jardín del castillo, disfrutando del sol y del buen tiempo. El alquimista se detuvo cerca del pequeño lago e invitó a su acompañante a sentarse.

Estaban juntos todas las horas que podían y cada vez que se encontraban no dejaban de hablar. Sin embargo, sabían perfectamente que la situación era peligrosa y que debían enfrentarse a ella.

—¿Crees que la reunión de reyes servirá para algo? —preguntó Émedi.

—Pediré una alianza, que también les beneficiará.

—Ellos se sienten seguros en sus reinos. Tienen ejércitos que les defienden y nunca se pondrán a las órdenes de un jefe superior para luchar contra Demónicus, al que temen y odian por igual. No servirá de nada.

—Tengo la esperanza de que querrán formar parte de tu gran ejército —insistió Arquimaes—. Ya verás como consigo esa alianza.

—Creo que me ocultas algo —dijo la reina—. Es como si poseyeras algún secreto que no me quieres contar.

Arquimaes guardó silencio. Observó los pájaros que sobrevolaban el agua y volvió su mirada hacia Émedi.

—No puedo responderte. Prefiero guardar silencio. No te mentiré.

Émedi bajó la vista y, al cabo de unos segundos, dijo:

—Está bien así. Confiaré en ti.

—Te aseguro que no te defraudaré.

VIII
NEGOCIANDO EL FUTURO

ME LLAMO ARTURO ADRAGÓN, VIVO EN LA CIUDAD DE FÉRENIX, EN LA FUNDACIÓN, EN EL SIGLO VEINTIUNO, Y HE VUELTO A SOÑAR CON ARQUIMAES Y CON ÉMEDI.

SALGO de la cama a toda velocidad para meterme en la ducha. Necesito esforzarme para salir del mundo de fantasía y entrar en el real, o me volveré loco. Esta noche me ha parecido que soñaba con mi madre, cuando en realidad se trataba de la reina Émedi. Tendré que volver a visitar al padre de Cristóbal para que me ayude a comprender este galimatías que me está desconcertando. Llegará un momento en que no seré capaz de saber en qué lado me encuentro.

Debo darme prisa porque hoy mi padre me va a acompañar al instituto para entrevistarse con el director a propósito de los objetos encontrados allí.

Me visto deprisa, bajo las escaleras y me encuentro con que me está esperando en el portal, con el coche preparado, al lado de Mohamed, que nos va a llevar.

—¿Qué te ha pasado, hijo?

—Lo siento, papá, me he quedado dormido.

—Venga, sube, que vamos un poco retrasados.

Adela se acerca con uno de sus guardias armados, el mismo que nos vigiló cuando bajamos el otro día al segundo sótano.

—Buenos días, señor Adragón. Armando los va a acompañar. Se sentará al lado de Mohamed.

—¿Es necesario? —pregunta papá—. Solo vamos al instituto.

—Hasta que esté segura de que no hay peligro —responde Adela— será mejor así. Buen viaje.

Armando entra en el coche y abandonamos el aparcamiento de la Fundación casi sin decir una palabra. Es la primera vez que papá sale del edificio desde que le atacaron.

Veo que Patacoja sigue en su sitio de siempre, pidiendo limosna y vigilando todos los movimientos sospechosos. Me ha contado que se suele hacer el dormido para que nadie sospeche, pero que, en realidad, no pierde detalle de todas las personas que pasan cerca de la Fundación. Me da confianza saber que observa y vigila todos los movimientos de extraños. En cualquier caso, desde la conversación que tuvimos la otra noche, le veo de manera distinta; para mí no es un mendigo cualquiera.

—¿Crees que el director aceptará nuestra propuesta? —me pregunta papá, sacándome de mis pensamientos.

—Es un hombre razonable y creo que atenderá tu demanda.

—Espero que sea así. Ya sabes que no tenemos mucho dinero. Las cosas siguen complicadas y estamos bajo control económico. Ya he hablado con Del Hierro y me ha autorizado a negociar, pero tendré que conseguir su permiso para adquirir los derechos de exhibición.

Llegamos al instituto y deseo que Horacio no nos vea llegar en coche, acompañados de un vigilante armado y con chofer. Estoy seguro de que sería una excusa perfecta para burlarse de nosotros, igual que hizo aquella vez que papá vino en bicicleta.

Mercurio, que está informado de nuestra visita, nos ve llegar y abre la puerta para que podamos entrar.

—El parking está ahí, al fondo, detrás del edificio —explica a Mohamed.

Seguimos sus instrucciones y llegamos al lugar indicado. Armando baja el primero y abre la puerta de papá. Después entramos en el edificio y Norma, que nos está esperando junto a Metáfora, nos acompaña hasta el despacho del director.

—Buenos días, señor Adragón. Gracias por venir —nos recibe el director—. Veo que ya se encuentra bien de ese asalto que sufrió hace unos días.

—Estoy completamente recuperado. Solo tengo algunos dolores de cabeza de vez en cuando, que me recuerdan que hay personas de las que conviene cuidarse. Pero hoy he venido para otro asunto.

—Pase a mi despacho y podrá ver los objetos.

—Lo estoy deseando —dice papá—. Si nos ponemos de acuerdo adquiriré los derechos de exhibición. La Fundación Adragón está dispuesta a…

—Debo advertirle que hemos recibido otra oferta. Ayer, un pujador anónimo me mostró su deseo de tutelar todos los objetos que Mercurio encontró en nuestro jardín. Por tanto, hoy solo le mostraré las piezas. Comprenda que debo exponer las ofertas al Consejo y a la comisión de Cultura para que puedan decidir. Yo solo soy el director y no puedo tomar una decisión de esta envergadura.

—Vaya, es un contratiempo con el que no contaba. ¿Y dice usted que se trata de un exhibidor anónimo?

—Exactamente. Solo tengo el nombre del despacho de abogados que actúa en su nombre. Y no estoy autorizado a dárselo.

—Bien, de todas formas me gustaría ver esos objetos medievales —añade papá—. Me muero por tocarlos.

Norma levanta la mano para llamar la atención.

—Director, si no nos necesita, nosotros nos vamos a clase.

—Claro, claro. Haga su trabajo. Supongo que el señor Adragón no tiene inconveniente.

—No hay problema. Usted y yo nos bastamos para revisar estos objetos. Arturo, hijo, nos vemos esta tarde en casa. ¿De acuerdo?

Metáfora, Norma y yo nos vamos a clase y los dejamos solos, en compañía de Armando, que se sitúa ante la puerta. Resulta sospechoso que en el último momento haya aparecido un comprador, teniendo en cuenta que muy poca gente sabe de la existencia de esos objetos. Casi puedo imaginar que Del Hierro ha informado a Stromber y le ha puesto sobre la pista.

Antes de entrar a clase, Cristóbal se me acerca y me dice que ha hablado con su padre.

—Me ha dicho que conviene que vayas a verle para hacer un seguimiento. Dice que hagas el favor de llevarle todo lo que has escrito sobre tus sueños, como te pidió… Ah, y tengo fotos increíbles de la visita del otro día. A ver si vamos a tu casa y te las doy. Ya verás lo que he encontrado.

Horacio me observa desde su sitio, con una sonrisa irritante en los labios. Estoy seguro de que se está burlando de nosotros con sus amigotes.

* * *

Metáfora y yo hemos venido a la Fundación para analizar los últimos acontecimientos. En el instituto todo el mundo comenta que Mercurio ha entregado las piezas antiguas que ha descubierto en la caseta del jardinero y que mi padre las quiere custodiar. Me impresiona ver que las noticias corren como el viento… Cuando quieren.

Horacio se ha estado jactando de que me ha derrotado y cuenta que soy un demonio, poseído por el dragón que adorna mi frente. No sé qué pretende con esas idioteces, pero ya empiezo a pensar que planea algo.

—Tengo la impresión de que aquel día pasó algo que no me has contado —dice Metáfora, señalando mi dibujo—. Él asegura que ese dragón cobró vida. Dice exactamente lo mismo que Jazmín, el tatuador.

—Ya te he dicho mil veces que son fantasías. Un dibujo no es un ser vivo. Eso sería brujería.

—O magia. Igual que las letras de tu cuerpo, que aparecen y desaparecen cuando quieren. Dime la verdad, que no se lo contaré a nadie. Sabes que puedes confiar en mí.

—Para ser sincero, te diré que no he visto nada de lo que cuentan. Ellos aseguran que mi dragón cobró vida, pero yo no lo puedo confirmar, tenía los ojos cerrados.

—¿Puedes jurarme que no ocurrió?

No puedo sostener su mirada e inclino la cabeza. No tengo fuerzas para negarle lo que vengo sospechando desde hace días. Es posible que el dibujo haya cobrado vida durante unos instantes… Y es posible que durante ese tiempo, se convirtiera en algo peligroso, muy peligroso.

—Oí un rugido. Solo te puedo decir eso. Pero no he visto nada.

—Tienes que contárselo a alguien. Si es cierto que esa cosa está viva, puede ser muy peligroso. Imagínate que ocurre de noche, mientras duermes… O cuando alguien te vuelva a atacar. Piensa en lo que puede ocurrir.

—¿A quién se lo cuento? ¿En quién puedo confiar? ¿Quién escuchará esta fantasía sin pensar que estoy loco?

—Habla con el padre de Cristóbal. Es el único que puede dar una explicación razonable. Escríbelo para que lo lea…

—Quiero enseñarte una cosa —digo, acercándome al ordenador—. Es una fotografía que hice de un dibujo que había en el segundo sótano. La hice sin que nadie me viera… Mira…

Amplío la imagen del escribiente que dibuja sobre la cara de un muchacho, en un pequeño cuarto iluminado por una vela. Le muestro los detalles de la cara del chico que, aunque no se aprecia demasiado bien, parece que tiene un dibujo similar al mío. Sobre la mesa, un tintero, y en la mano del escribiente, una plumilla de acero.

—Este dibujo no representa nada. Es solo un grabado medieval que puede…

—¿Y si fuese como el dibujo que Schliemann vio de pequeño? Un dibujo que no es producto de la fantasía de un ilustrador, sino la representación de algo que ocurrió en realidad… Igual que el dibujo de Troya…

—¿Y eso qué tiene que ver contigo? —pregunta.

—No estoy seguro, pero tengo la sensación de que yo soy ese chico que está ahí sentado.

—Vamos, vamos, Arturo… No te dejes llevar por el pánico. ¿Has soñado alguna vez una escena como ésta?

—Nunca.

—Entonces no te sigas torturando. Y olvídalo. Tú no eres ese chico —dice para animarme—. Es solo un dibujo.

El teléfono interior suena y mi padre me pide que baje a su despacho para hablar con él. Le digo que Metáfora está conmigo y quiere que venga también, ya que Norma está con él.

—Vamos al despacho de papá. Nos contará qué ha pasado con esos objetos medievales.

Entramos en el despacho y nos sentamos en el sofá. Papá y Norma se colocan frente a nosotros, dispuestos a informarnos de las negociaciones.

—Después de examinarlos, puedo afirmar que son auténticos, del siglo X, aproximadamente.

—Pero el director insiste en que tiene otra oferta —añade Norma—. Y eso lo complica todo.

—Él dice que no sabe de quién se trata, pero creo que miente. El caso es que tenemos alguna pista sobre de su identidad…

—Stromber, ¿verdad? —dice Metáfora.

—Yo creo lo mismo —digo.

Papá y Norma se miran con complicidad.

—Os equivocáis —dice papá—. Norma ha averiguado su verdadero nombre. ¡Es el padre de Horacio!

—¿Qué? Pero ¿qué interés tiene en este asunto? Él se dedica a otras cosas. No tiene ningún museo.

—Parece que Horacio se lo ha pedido.

—Quiere hacerse con los derechos de custodia de esas piezas para traspasárselas a un tercer museo y que la Fundación nunca pueda tener acceso a su exhibición pública. Así nos quitarían cientos de visitas y de solicitudes de investigadores. Y eso, a la larga, supone perder mucho dinero en concepto de entradas, copias, investigaciones para tesis doctorales. Eso demostraría que tiene más poder que tú. Horacio quiere vengarse de ti.

—¡Yo nunca he dicho que tenga ningún poder! —exclamo.

—Pero le has ganado en esa pelea del jardín. Y no te lo perdona.

No digo nada, pero creo que Horacio tiene otro motivo para quedarse con esos objetos medievales. Sé que el dragón de mi frente le dio un susto del que no se recuperará jamás. Y, por algún motivo, habrá llegado a la conclusión de que, de esta manera, estará a salvo.

IX
LA BRUJA Y EL CABALLERO

CUANDO Alexia se despertó por la mañana, descubrió en seguida que la infección de Arturo había empezado a remitir. A pesar de que estaba pálido y desmejorado, tenía los ojos abiertos y miraba al cielo, esperando a que alguien le moviera. Tenía el aspecto de un recién nacido.

—Veo que te encuentras bien —dijo la princesa—. Eres fuerte como un roble y ninguna flecha envenenada puede contigo.

—Te debo la vida —reconoció Arturo, haciendo un tremendo esfuerzo—. Sé que me has cuidado y gracias a ti estoy vivo.

—Estamos en paz. Tú me salvaste de la hoguera y yo te he curado de la infección. Los dos nos hemos librado de la muerte.

—Entonces, estamos en deuda el uno con el otro.

—Si prefieres verlo así. Dentro de poco podrás volver junto esa tal Metáfora.

—¿Metáfora? No conozco a nadie que se llame así —negó Arturo.

—Durante tus pesadillas la nombrabas sin cesar. Debe de ser muy importante para ti. Decías que era muy guapa.

—Te aseguro que ese nombre no me suena de nada.

—¿Ah, no? ¿Y el polvo negro, tampoco te suena de nada?

Arturo dio un brinco, como si le hubieran sorprendido en una mentira. El polvo negro sí pertenecía a su mundo, mientras que esa tal Metáfora provenía, seguramente, del mundo oscuro que de vez en cuando le asaltaba. Pero no se sentía con fuerzas para hablar de ello.

—No me hagas hablar… Es un secreto… pero te aseguro que no conozco a Metáfora. Y si la conozco, no la recuerdo.

—No hace falta que me mientas. Yo no soy nada para ti. Hoy partiremos hacia el reino de mi padre. Allí terminarás de curarte.

Arturo se encontraba muy confuso. Por un lado, quería decir que no tenía intención de volver al reino de Demónicus, pero, por otro, no tenía fuerzas para negarse. Parecía condenado a obedecer a la princesa Alexia. Durante unos segundos sintió que era su esclavo.

—Tu amigo Arquimaes está en el castillo de la reina Émedi —explicó Alexia—. Ha ido a pedir su ayuda para luchar contra mi padre. Tú y yo debemos ser amigos y luchar contra los que quieren aniquilarnos.

La mente de Arturo se había convertido en un complicado laberinto en el que las ideas vagaban sin control. ¿Desde cuándo era aliado de Demónicus y por qué tenía que defenderle de Arquimaes, al que siempre había considerado un buen amigo?

Arturo sintió una palpitación en el pecho y, entre tinieblas, se acordó de que había algo a lo que podía recurrir si le hacía falta; pero era incapaz de coordinar sus pensamientos y no sabía de qué se trataba.

—¿Soy aliado de tu padre? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Soy de los vuestros? ¿Arquimaes es mi enemigo?

Ella le miró fijamente, levantó la mano derecha y le mostró la palma; en ella había unos signos que él identificó como letras.

—Cuando estabas en peligro en la choza de Górgula, puse mi mano sobre tu cuerpo y rocé los signos mágicos —explicó, mostrándole la inscripción que tenía en el pecho—. Hace algunos días, estos signos empezaron a hacerse visibles. Cuando me condenaron a muerte, les pedí que te avisaran de que estaba en peligro… Y viniste a salvarme… Entre nosotros hay magia.

—Entonces… Entonces, estamos unidos por esos signos —dijo Arturo, casi mareado—. Unidos por la magia.

—Lo estamos. Ahora somos dos en uno. Dos magos que reinarán en este continente. Seremos reyes absolutos y nadie se opondrá a nuestros deseos. Por eso eres amigo de Demónicus, mi padre, y él aprobará nuestra unión. Cuando llegue el momento, nos casaremos.

—¿Casarnos?

—Convenceré a mi padre para que deshaga el contrato de matrimonio que hizo para mí con el príncipe Ratala y seré tu esposa.

A pesar de que las palabras de Alexia eran amistosas, en el fondo de su corazón, Arturo intuía que había algo que no era de su agrado; pero, por algún motivo, se veía incapaz de rebatir los argumentos de su salvadora. El agradecimiento que sentía porque le había salvado la vida era tan grande que incluso se preguntó si no era exagerado. Pero, al final, después de tomar el brebaje que ella le dio y que, según Alexia, servía para recuperar fuerzas y acabar con la infección, estuvo totalmente de acuerdo en que era su amiga, su salvadora, y que nada en el mundo lo separaría de ella.

—Ha llegado la hora de partir —ordenó Alexia—. Levántate, que yo te ayudaré a caminar. Ya verás que juntos llegaremos lejos.

Arturo se sintió seguro a su lado. Se apoyó sobre ella y comenzó a caminar, sin hacerse más preguntas. Ahora lo veía todo más claro: Alexia era su compañera, Demónicus su amigo y protector, y Arquimaes era un traidor.

* * *

Crispín había logrado escapar de la ciudad de Raniox con apenas algunos rasguños; a pesar de que los soldados estuvieron a punto de alcanzarle. Gracias a su astucia había conseguido salir ileso y los había perdido de vista. Saber cabalgar a toda velocidad entre árboles le había dado una gran ventaja.

Después de vagar durante algún tiempo en busca de su amigo Arturo, acabó perdido en una taberna, entre bandoleros y borrachos. Desesperado y casi sin recursos, tuvo que vender su caballo para poder comer y alojarse, hasta que llegó a un acuerdo con el dueño de la taberna.

—Estoy dispuesto a trabajar a cambio de alojamiento y comida —le propuso—. Estoy acostumbrado a trabajar duro.

—Nos vendría bien un criado y alguien que ayudara en los establos. Atenderás a los clientes y a los caballos.

—Puedo hacerlo perfectamente.

—A cambio te daré alojamiento y comida —dijo Mancuso—. Es todo lo que puedo ofrecerte.

—Te agradezco la oferta —respondió Crispín—. La aceptaré, pero debo advertirte que debo encontrarme con unos amigos y no sé cuánto tiempo podré trabajar para ti.

De esta manera, Crispín entró al servicio de Mancuso. Por la mañana se ocupaba del establo y por la tarde trabajaba en la taberna.

Casualmente, tres noches más tarde, mientras servía a dos caballeros, Crispín escuchó una conversación que le interesó.

—La reina Émedi ha dado alojamiento y protección a un sabio alquimista —dijo uno—. Es una locura que le costará caro.

—En estos tiempos, el que se compromete a ayudar a los alquimistas se mete en un lío. Son todos unos farsantes. Te embrujan y te quitan hasta el alma.

—Dicen que está locamente enamorada de ese individuo. Habría que matarlo antes de que la embruje y le haga perder la razón.

—Seguro que le ha dado algún brebaje misterioso y la ha vuelto loca.

—¡Maldito sea! —profirió el caballero de larga barba—. ¡Es un embaucador!

Crispín, que no había perdido palabra, esperó el momento oportuno para abordarlos.

—Caballeros, tenemos el honor de invitaros a una jarra de buen vino —dijo—. ¡Por la reina Émedi!

—¡Por la reina!

—¡Por la reina y su sensatez!

—¿Sabéis por ventura cómo se llama ese alquimista que ha embrujado su corazón? —preguntó Crispín, mientras llenaba las copas—. Me gustaría saberlo para huir de él cuando le vea. Seguro que es peligroso.

—Se llama Artames o algo así.

—No, se llama Arquimatares… —le corrigió el otro.

Crispín esperó pacientemente a que se pusieran de acuerdo. Lo que había escuchado hasta ahora le pareció suficiente. Seguro que se trataba de Arquimaes.

¡El sabio estaba vivo y se alojaba en el castillo de una reina y, además, la había enamorado! Ya se lo había advertido a Arturo.

—¿No necesitaréis, por ventura, un criado o un escudero? —les preguntó—. Estoy dispuesto a ofrecerme a cambio de comida y el derecho a subir a uno de vuestros carros.

—Siempre hay sitio para un criado —respondió uno de los caballeros—. Partimos mañana temprano. Si estás dispuesto, te dejaremos un sitio… Pero tendrás que trabajar duro, chico.

Crispín entró en la cocina y se acercó al posadero:

—Mancuso, te has portado bien conmigo, pero tengo que partir. Mañana me marcho temprano con esa caravana.

El sol aún no había salido cuando el grupo salía del recinto de la posada. Crispín, que iba sentado en el pescante de un carro, sintió una cierta alegría al saber que iba a encontrase de nuevo con ese alquimista que tan bien le había tratado y que tantas cosas le había enseñado. Solo tenía un problema: ¿cómo explicarle que Arturo había desaparecido volando por el cielo, como un gran pájaro, para salvar a la hija de Demónicus?

* * *

El jefe de uno de los grupos que Demónicus había enviado en busca de su hija observó desde lejos a las dos figuras que caminaban lentamente por el sendero, al otro lado del río, como dos sombras perdidas que no sabían a dónde iban.

—Quizá puedan informarnos —dijo—. Es posible que nos ayuden a encontrar a la princesa Alexia.

Escorpio, que iba con ellos, asintió. Las últimas noticias que le habían llegado eran inquietantes. Ahora ya no estaba tan seguro de que Alexia siguiera en el castillo de Benicius, que había sido derrocado y cuyo trono había sido ocupado por un grupo de rebeldes dirigidos por un truhán asesino y medio loco al que todos llamaban Frómodi. Después de lo que había contado a Demónicus, le convenía obtener información fiable.

Los jinetes cruzaron el río y tardaron poco en alcanzar a los dos caminantes. Uno de ellos iba herido y le costaba andar, mientras que el otro, una chica, se detuvo en cuanto reconoció sus estandartes.

—Hola, Germano —dijo ella en cuanto le reconoció—. ¿Me estás buscando?

Germano se quedó de piedra cuando la reconoció.

—¡Princesa Alexia! —exclamó—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué haces aquí?

—Voy a ver a mi padre. ¿Tendrías problemas en acompañarme?

Germano se apeó de su montura y se acercó a Arturo.

—¿Es éste el chico que te ha secuestrado? ¿Quieres que le matemos aquí mismo?

—No, quiero que le cuidéis. Debe llegar vivo al castillo. Preparad una camilla para transportarle —ordenó la joven—. Llevadle con cuidado, tiene mucho valor para mí.

—Princesa, permíteme que me presente. Me llamo Escorpio y estoy al servicio de tu padre. ¿Qué ocurrió en el castillo de Benicius? ¿Dónde está Arquimaes?

—Preguntas demasiado —respondió la altiva princesa, subiendo a un caballo—. No tengo que darte ninguna explicación. Solo rendiré cuentas a mi padre.

—A tu padre no le gustaría saber que salvaste la vida de Arquimaes —dijo con sutileza el espía.

—Es posible que tampoco le guste saber que alguien recomendó a Benicius que me encerrara, ¿verdad? Ya lo aclararemos todo en cuanto lleguemos al castillo.

Escorpio torció el gesto. No sabía que Alexia estaba enterada de que la habían encerrado en el pozo por recomendación suya. Ahora tenía un problema y le podía costar la vida. Inmediatamente pensó en la manera de reconciliarse con ella.

Minutos después, la patrulla se puso en marcha en dirección al castillo de Demónicus.

X
LA CENA DEL COMPROMISO

ESTA noche papá ha organizado una cena extraordinaria con muchos invitados. Quiere dar a todos la noticia de que él y Norma han formado pareja.

Llevan días preparando la sala de recepciones, que hace tiempo que no se usa. Han contratado los servicios de una empresa de catering con camareros incluidos, para asegurarse el éxito del acto. Han limpiado los muebles y Norma se ha ocupado de realzar la decoración. Por eso ha sacado algunas estatuas, estandartes, escudos y armas, y crear así un ambiente medieval. De hecho, el menú estará compuesto por platos típicos de la Edad Media.

Todo indica que va a ser una noche especial. Metáfora se ha comprado un vestido y yo he buscado un esmoquin, para no desentonar. La verdad es que estoy un poco nervioso, pero tengo que estar a la altura de las circunstancias; no quiero hacer el ridículo. Ah, y por primera vez he usado la navaja de afeitar que me regalaron en mi cumpleaños… Ha sido una experiencia curiosa.

Los invitados han empezado a llegar hace un rato. El general Battaglia ha sido de los primeros en aparecer, vestido con uniforme militar, y acompañado de Leblanc, el escritor que le gusta tanto a Metáfora. Después, han entrado algunos profesores del instituto invitados por Norma; Del Hierro, y varios más. En total, se supone que habrá unas cincuenta personas.

Los camareros se esmeran en servir copas para que el cóctel previo a la cena resulte lucido. Adela está presente en la sala, mientras dirige a dos vigilantes que controlan la entrada de invitados.

La gente hace corrillos y charla al ritmo de las copas y los canapés, que se reparten incesantemente. Como siempre, Norma ha acertado al elegir el servicio de catering.

—¿Estás nervioso? —pregunta Metáfora, que está preciosa con su nuevo vestido—. Parece que la cosa va en serio.

—Ya, aunque solo se comprometen, lo de la boda vendrá más tarde. No hay nada seguro todavía.

—No me has dicho qué opinas sobre eso. ¿Te parecería bien que se casaran?

—Bueno, yo creo que se entienden bien. Y eso es muy importante.

—Pero ¿te gustará tener una madrastra?

—Si no es como la del cuento de Cenicienta, me parece bien. Fuera de bromas, me alegro de que papá haya encontrado una mujer que le quiera y le comprenda. Estoy seguro de que Norma será buena para él.

—Yo también creo que harán buena pareja. ¿Te has dado cuenta de que eso nos convertirá en hermanastros?

—¿Y eso es malo?

—No, pero imagina que quisiéramos casarnos… Fíjate qué dilema.

—¿Casarnos? Pero…

—¡Arturo! ¡Hola!

Es Cristóbal, que viene acompañado de sus padres.

—Hola, Arturo, ¿te acuerdas de mí? —pregunta su padre.

—Doctor Vistalegre. Buenas noches.

—Me debes una visita. Tienes que hablar conmigo, recuerda que tienes que enseñarme lo que has escrito sobre tus sueños.

—Claro, claro… Iré un día de éstos… Pero casi no he escrito nada.

—Bueno, Arturo, no quiero insistir, pero sería bueno que, cuando lo hagas, apuntes algunas cosas de tu infancia. Esas cosas son muy útiles.

El cóctel toca a su fin y nos sentamos en la gran mesa en forma de «U» que han preparado especialmente para esta noche. Nosotros nos colocamos en la cabecera presidencial, al lado de papá y de Norma.

Los camareros empiezan a servir los platos y la gente da buena cuenta de ellos. El ambiente está muy animado y todo el mundo parece sentirse a gusto. La comida es francamente buena y el acto transcurre en armonía.

Finalmente, llegan los postres, el café y el champán. Entonces, papá se levanta con una copa en la mano y se dispone a dirigirnos unas palabras:

—¡Queridos amigos y amigas! Antes de nada, quiero agradeceros vuestra presencia aquí, en esta noche tan especial para nosotros… Nos hemos reunido para anunciaros que Norma y yo hemos dejado de ser únicamente amigos para ser algo más. Queremos anunciaros que estamos enamorados y que, posiblemente, si las cosas salen como esperamos, algún día, nos casaremos.

Todo el mundo aplaude.

—Por tanto, brindo por nuestra felicidad y por la vuestra. Estáis aquí porque os apreciamos y queremos compartir este momento con vosotros —añade.

Más aplausos.

—Y, si todo va bien, volveremos a reunimos para celebrar nuestra boda. ¡Saludos!

Más aplausos.

El general Battaglia se levanta con su copa en la mano y pide la palabra:

—¡Quiero ser el primero en felicitar a esta pareja! ¡Les doy mi más cordial enhorabuena y les deseo lo mejor de este mundo! ¡Les deseo un gran futuro!

—Gracias, general —dicen a la vez papá y Norma.

—¡Yo también quiero sumarme a esa felicitación! —exclama Stromber, que se ha puesto en pie—. ¡Mis mejores deseos de futuro! ¡Espero que vuestro sueño se materialice!

Varias personas los felicitan y les desean lo mejor de lo mejor. Durante casi media hora, uno tras otro, todos los invitados han manifestado sus deseos de felicidad para la nueva pareja. Solo Sombra se mantiene en silencio. Le noto preocupado y me prometo que luego hablaré con él. Me temo que la visita del general Battaglia al segundo sótano le ha disgustado en exceso y no lo está superando bien. Sin embargo, si es verdad que ese Ejército Negro no existió, no entiendo qué puede temer de las averiguaciones del general. Si nunca existió, no pueden encontrarse pruebas de su existencia.

Los convidados se levantan y hacen corrillos mientras los camareros sirven copas; es el momento en el que el alcohol desata las lenguas. Me acerco al general Battaglia para agradecerle sus palabras.

—Muchas gracias por su brindis, general. Me ha gustado mucho.

—Pues te gustará más saber que he encontrado pruebas de que el Ejército Negro existió —dice, eufórico—. Puedo confirmar que luchó con fiereza y creo que dentro de poco encontraré el nombre de su comandante en jefe.

—Pero, general, eso es una gran noticia —dice Metáfora, que se acaba de unir a nosotros—. Eso significa que su teoría era cierta.

—Por fin dispongo de indicios de que ese Ejército Negro existió. Tengo pruebas fehacientes. Y todo gracias a la colaboración de la Fundación Adragón y de su director y propietario, don Arturo Adragón. Estoy muy contento.

—¿Qué pruebas ha encontrado usted, general? —pregunto.

—Las presentaré dentro de poco. Expondré públicamente todos los indicios que he encontrado, que son muchos. Demostraré que existió un ejército poderoso que hizo cosas extraordinarias, entre las que se encuentra la hazaña de haber creado un reino.

—Será al contrario, general: un reino habrá creado un ejército.

—No, jovencita. Lo he dicho bien: ¡el Ejército Negro creó un reino!

—Pero eso es imposible. Eso no ha ocurrido nunca en la historia.

—Ya lo veremos, ya lo veremos —dice, retirándose.

Veo que papá está hablando con Stromber y con Del Hierro, y no parece contento.

—Metáfora, veamos de qué hablan papá y Stromber.

Nos acercamos disimuladamente y, antes de que se den cuenta de nuestra presencia…

—Entonces, ¿es irreversible? —dice papá.

—Lo siento, señor Adragón, pero las cosas se han complicado demasiado. Usted ha intentado hacerse con los derechos de custodia de nuevas piezas de museo, y eso cuesta dinero. Además, no ha sido capaz de cancelar la deuda y ésta ha crecido. No nos queda más remedio que actuar —explica Del Hierro con todo detalle.

—¿Qué puedo hacer?

—Nada. Tendrá que negociar conmigo si no quiere que ejecutemos el embargo.

Metáfora y yo nos retiramos. Ya sabemos bastante. La situación se ha agravado, parece que no tiene remedio.

—Oye, Arturo, vamos a saludar al señor Leblanc, que quiero preguntarle si está escribiendo algún libro —me pide Metáfora—. Me interesa mucho.

—Sí, de acuerdo, vamos a verle.

* * *

Estoy a punto de dormirme cuando alguien llama a mi puerta. Inmediatamente me levanto para ver quién quiere verme a las cuatro de la madrugada.

Sombra, ¿qué haces aquí a estas horas?

—¿Puedo hablar contigo?

—Claro, pasa, pasa… Te veo muy nervioso.

Se sienta en el borde de mi cama y se retuerce las manos. Ni siquiera me mira a los ojos, como suele hacer siempre. Debe de tratarse de algo muy importante.

—Verás, quiero pedirte ayuda. Hay un grave problema que yo no puedo solucionar.

—Dime de qué se trata. Ya sabes que puedes contar conmigo.

—Las cosas se me han escapado de las manos. Ya no controlo la situación. Lo siento.

—¿A qué situación te refieres?

—Al general. Ese hombre nos va a complicar la vida. La Fundación corre peligro. Si habla y cuenta lo que sabe, la Fundación puede desaparecer.

Sus palabras me sorprenden. No sé cómo puede el general hacer desaparecer la Fundación.

Sombra, creo que estás yendo demasiado lejos. Eso no puede ocurrir. La Fundación jamás desaparecerá.

—¡Ese hombre dice que ha encontrado pruebas de que el Ejército Negro existió! ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Pues, no. Tú siempre has dicho que ese ejército es producto de la fantasía de dibujantes y escritores, que jamás ha existido.

—Claro, claro… Pero ahora llega ese soldado y afirma lo contrario. Es posible que pueda demostrar que… que yo estoy equivocado.

—Pero ¿qué ocurre si estás equivocado? ¿En qué nos afecta a nosotros que ese ejército haya existido alguna vez? ¿Qué nos importa a nosotros?

—Mucho, Arturo. ¿Es que no te das cuenta? Si esa noticia sale a la luz, todo el mundo vendrá aquí a investigar. Todo el mundo querrá saber qué hay de verdad en todo eso. Se llenará de periodistas, de investigadores, de historiadores…

Sombra, amigo, eso ya ocurre. Aquí viene mucha gente para buscar información. Además, eso significa dinero, mucho dinero, pues se va a cobrar una tasa de entrada y otra de derechos de investigación. Así podremos pagar la deuda de la Fundación.

—Pero no buscan nada concreto. Investigan sobre la forma de vida en la Edad Media, sobre su historia, sus reyes… No hacen ningún daño…

—No lo entiendo. No sé a qué te refieres. ¿Qué tiene de peligroso que el general diga que existió un ejército medieval del que nadie ha oído hablar nunca y cuya existencia todo el mundo niega? ¿Qué pueden encontrar los periodistas que nosotros no sepamos?

—Arturo, escucha… Si esto se llena de gente que quiere saber cosas, las acabarán encontrando. Revisarán todos los libros, entrarán en la biblioteca, bajarán a los sótanos, tocarán todo lo que está ordenado, saquearán la información que tenemos… Y es posible que encuentren cosas peligrosas.

—No te entiendo. ¿Qué tenemos que ocultar? ¿Qué hay en la Fundación que no deba ser conocido?

—¡Nadie debe penetrar en las profundidades de la Fundación! ¡Hay que impedirlo como sea!

—¿Impedir qué?

—¡Impedir que el general informe de lo que sabe! ¡Impedir que el general explique lo que ha encontrado! ¡Impedir que salte la noticia de que el Ejército Negro existió!

—Entonces, ¿existió?

—Eso no importa. Lo que me preocupa es que mucha gente lo crea. ¡Hay que silenciar al general! ¡Tienes que ayudarme!

—¿Has hablado con mi padre? ¿Le has contado todo esto?

—Tu padre no me hará caso. Él no tiene nada que ver con esta historia.

—¿Y yo sí?

Tarda un poco en responder.

—Arturo, tú sí tienes mucho que ver con el Ejército Negro.

Ahora sí que me he quedado atónito.

XI
UN HIJO PARA EL MAGO TENEBROSO

ARTURO llegó inconsciente al castillo de Demónicus. El viaje fue durísimo y las pocas fuerzas que le quedaban desaparecieron en el trayecto. Por eso, al cabo de varios días de recorrer caminos, valles y senderos tortuosos, entró en un estado de agotamiento que le mantuvo adormilado, al borde del desfallecimiento.

En ese estado no pudo ver el abrazo entre padre e hija. Demónicus, que era un ser diabólico, se estremeció entre los brazos de su hija, a la que, en algunos momentos, había dado por perdida.

—Hija mía, por fin vuelvo a ver el color de tus ojos —dijo—. ¡Los dioses han sido generosos conmigo!

—Padre, te he echado de menos.

—Ahora ha llegado el momento de la venganza. Creo que ese chico que viene contigo es el que te secuestró aquí mismo, hace algunas semanas.

—Es él, padre. Lo he traído para que veas con tus propios ojos lo que es capaz de hacer. ¡Es extraordinario!

—Lo único extraordinario que le espera es la muerte. ¡Debe pagar caro lo que nos ha hecho! ¡Lamentará haberte separado de mi lado!

—Antes de tomar una decisión debes escuchar lo que tengo que contarte. Ese chico tiene poderes inimaginables. Te asombrará. Y querrás que forme parte de nuestra familia. Es mejor tenerle a nuestro lado que…

—¿No estarás enamorada, verdad?

—Padre, ¿qué dices?…

—Respóndeme… ¿Estás enamorada de él?

Alexia bajó los ojos y tardó unos segundos en responder.

—No lo sé. Estoy muy unida a él por varios motivos. Debes saber que me ha salvado la vida…

—No debes enamorarte de cada hombre que te salve la vida —le reprochó su padre—. Tienes que ser más dura.

—Arturo es especial. Te gustará cuando le conozcas. Te aseguro que tiene poderes mágicos increíbles.

Pero el corazón de Demónicus era demasiado duro para ablandarse con las palabras de su hija. El mago prefirió dejar de lado la discusión para no disgustar a Alexia. La abrazó y le contó las cosas que habían ocurrido desde que ella saliera del castillo.

—Estamos siendo atacados por los reyes y caballeros que odian la magia y prefieren la alquimia —le explicó—. Dentro de poco habrá guerra. Debemos imponer nuestro reino o nos esclavizarán.

—He estado a punto de morir en la hoguera por practicar la hechicería. Sé que tienes razón. Debemos prepararnos para lo que se avecina.

—Me ha llegado información de que la reina Émedi quiere encabezar una lucha contra nosotros. Dicen que se va a reunir con otros reyes para formar un poderoso ejército.

—Creo, padre, que Arturo puede sernos muy útil en esta batalla. Si logramos convencerle de que se ponga de nuestro lado, seremos invencibles.

—¿No exageras? ¿No estarás cegada por esa fiebre que te domina?

—No, padre. Yo misma vi cómo aniquilaba al dragón que enviaste para salvarme.

—¿Ese chico eliminó mi dragón?

—¡Él solo, padre! ¡Lo hizo él solo!

Las palabras de Alexia hicieron dudar a Demónicus. ¿Y si su hija tenía razón y ese extraño muchacho tenía poderes invencibles?

—Cuéntame todo lo que sepas sobre ese mago. Quiero saber todos los detalles.

—Sé muy poco de él, pero he visto mucho. Nadie sabe de dónde procede y él apenas cuenta cosas. Es como si viniera de un mundo lejano que ni él mismo conoce. Es algo especial. Espera a conocerle y tú mismo te convencerás.

Demónicus prestó mucha atención a las palabras de su hija, ya que en ellas podía haber pistas sobre el origen de ese increíble guerrero, matador de dragones.

* * *

Morfidio había organizado la ceremonia de su coronación a toda velocidad, antes de que las voces que se oponían a su reinado se unieran y le resultase imposible acallarlas.

El día había amanecido soleado, como hecho a propósito para un acontecimiento de esta naturaleza. Sus más fieles caballeros, seleccionados entre antiguos oficiales de Benicius y posteriormente de Reynaldo, a los que había corrompido convenientemente con promesas de fortuna y poder, lo habían organizado todo con firmeza y habilidad.

Incluso habían conseguido que un obispo oficiara la ceremonia. Fue una pena que los reyes y nobles vecinos declinaran la invitación, en la que, además, habría torneos, fiestas y opíparas cenas. A cambio, contrató cómicos, bailarines y músicos para alegrar y dar brillo a la fiesta.

Pero había algo con lo que no había contado.

—Señor, un grupo de campesinos quiere veros —le advirtió uno de sus caballeros—. Desean hablar con vos antes de que la ceremonia se celebre.

—¿No pueden esperar a mañana?

—Aseguran que no. Insisten en que necesitan entrevistarse con vos, señor.

—Está bien. Los atenderé en el salón de armas. Que la guardia esté preparada.

El caballero entendió perfectamente el mensaje y se retiró empuñando su espada, para hacer saber a Frómodi, su nuevo amo, que podía contar con él.

Unos minutos después Morfidio entraba acompañado de seis de sus mejores caballeros en la sala de armas, donde una veintena de campesinos le aguardaba.

—Aquí me tenéis, amigos míos. Supongo que venís a felicitarme por mi nombramiento.

Los hombres inclinaron la cabeza en señal de respeto hacia el que pretendía ser su rey. Después, uno de ellos dio un paso adelante y dijo:

—Señor, me han nombrado portavoz de la delegación de campesinos de este reino. Tengo el encargo de entregaros un mensaje que hemos elaborado entre todos.

Alargó la mano y mostró un pliego enrollado, del que colgaban varios sellos lacrados con los símbolos de diversos pueblos y ciudades.

—Prefiero que me lo leas. Hoy es un día especial para mí y no deseo esforzarme en la lectura de un pergamino escrito por mis súbditos.

El hombre sintió un escalofrío. No pensó nunca en la posibilidad de tener que leer en voz alta las peticiones de sus compañeros y se puso muy nervioso.

—Vamos, no me hagas perder el tiempo —le apremió Morfidio—. ¡Lee!

—Perdón, señor… —se disculpó mientras desenrollaba el pergamino—. Veamos… Dice así: «Con todo respeto, caballero Frómodi, en nombre de todos los que luchamos para derrocar a Reynaldo, queremos recordaros que la corona pertenece al pueblo y que el nuevo rey debe ser elegido entre los hombres de la comarca, por lo que os pedimos que renunciéis a la Corona hasta que las comunidades decidan quién ha de ser el nuevo soberano»… En fin, esto es lo que hemos…

—Vaya, ¿así me agradecéis lo que he hecho por vosotros? ¿Es que habéis olvidado que yo fui el que preparó toda la estrategia militar para acabar con ese condenado rey Reynaldo que quería aplastaros bajo su bota?

—Os estamos agradecidos por vuestra ayuda y estamos dispuestos a recompensaros…

—¿Recompensarme? ¿Acaso me habéis confundido con un mercenario? —gruñó Morfidio expresando una gran rabia y acercándose al portavoz—. ¿Por quién me habéis tomado?

El hombre se dio cuenta de que tenía que pensar muy bien sus próximas palabras. Pero no tuvo tiempo, ya que Morfidio le clavó una daga en la garganta.

—¡Matadlos a todos! —ordenó a sus caballeros—. ¡Que no quede ni uno vivo! ¡Estos desagradecidos no merecen vivir!

Los caballeros, que ya estaban preparados, desenvainaron sus espadas y se lanzaron sobre los indefensos campesinos. Éstos trataron de huir pero se encontraron la puerta cerrada bajo llave. Los soldados que la vigilaban desde fuera escucharon estremecidos los horribles gritos de los campesinos.

Pocos minutos después, la puerta se abrió y Morfidio, acompañado de sus caballeros, salió empapado en sangre, con la espada aún sucia y con restos de ropa colgando de su afilada hoja.

—¡Limpiad esta sala en seguida! —ordenó—. ¡Quemad los cadáveres! La ceremonia empezará en cuanto me cambie de ropa.

Se dirigió a su aposento y se desprendió de sus ricos y bellos hábitos que, ahora, estaban ensangrentados. Los arrojó a la chimenea y se vistió de nuevo. Cuando estaba a punto de calzarse, observó la mancha negra que tenía en sus pies, hasta la altura de los tobillos. Se frotó intentando quitarla, pero fue inútil. Se sirvió una generosa copa de vino y se la bebió casi de un trago.

Estaba furioso. Cada día que pasaba se notaba más sediento de sangre, más violento y ambicioso. Incluso se sintió preocupado por esos inesperados ataques de locura que, de vez en cuando, le dominaban. Y todo desde que metió los pies en aquel riachuelo subterráneo, mientras luchaba contra Arturo, ese pequeño salvaje que le había humillado.

—¡Te mataré! ¡Te juro que te mataré, maldito! —murmuró mientras se ponía las botas.

Después, según estaba previsto, la ceremonia de coronación se celebró en el más absoluto silencio. Nadie preguntó por los campesinos que habían ido a hablar con el nuevo rey, Frómodi, pero la gran chimenea dejaba salir una intensa columna de humo que despedía un olor delator.

XII
EL CERCO SE ESTRECHA

EL padre de Horacio ha vuelto a subir su oferta para hacerse con la custodia y conservación de los objetos que Mercurio encontró en el jardín del instituto. Y mi padre ha hecho lo mismo. Ahora las cosas se han complicado porque el precio, al ser más elevado, dificulta las relaciones con el banco, que no está dispuesto a permitir despilfarros.

Por otro lado, Horacio ha ido diciendo por todas partes que la familia Adragón es una familia de aprovechados que quiere acaparar todos los objetos medievales que se encuentran en nuestra ciudad. Y eso me ha puesto bastante nervioso. Le veo cruzar el patio y me pregunto si debo enfrentarme con él y exigirle que retire sus acusaciones. Si lo hago, sé que mi padre se llevará un disgusto; y ahora que está tan contento con lo de su compromiso con Norma, no me parece bien estropearle la fiesta.

Metáfora se acerca acompañada de Cristóbal, que se ha convertido en nuestra sombra. A veces me preocupa tanta cercanía, ya que está conociendo cosas muy personales que pertenecen a mi ámbito privado. Sin embargo, no sé por qué, pero me fío de él. Me ha demostrado que puedo hacerlo, ya que, después de la entrevista con su padre, no ha dicho una palabra a nadie. Y podía haber contado muchas cosas. Supongo que es bueno poder fiarse de alguien, sobre todo cuando estás rodeado de espías.

—Arturo, tienes cita con mi padre dentro de dos días —me recuerda Cristóbal—. Dice que no conviene retrasar el seguimiento de tu enfermedad…

—Yo no estoy enfermo.

—Bueno, de lo que sea. Piensa que es peligroso dejarlo crecer sin saber de qué se trata. Así que, por favor, debes visitarle.

Estoy a punto de responderle que sí, que iré, cuando mi móvil me avisa de que he recibido un mensaje:

Peligro.

Es de Patacoja. Cualquiera sabe qué quiere decir con eso de peligro. Si puedo, luego iré a verle y le preguntaré. No quiero llamarle por si está con alguien. Parece que últimamente se mueve mucho y tiene un montón de contactos.

Horacio se acerca directamente hacia mí. Viene en plan agresivo y me preparo para pelear, por si acaso.

Caradragón, vengo a decirte que avises a tu padre que no siga con la idea de comprar esos derechos de custodia. Son míos y los conseguiré. Y no te valdrán de nada esos trucos del dibujito. Si vuelves a usarlo, te partiré la cara. ¡Estás advertido!

—Escucha, no permitiré que me amenaces. Ya has abusado de tu fuerza todo lo que te ha dado la gana, pero se acabó —le respondo.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Sacarás a tu dragón a pasear? —dice Horacio en plan burlón—. ¡No creas que me da miedo! A mí tus trucos de feria no me asustan.

Doy un paso adelante, dispuesto a solucionar el problema de una vez, pero Metáfora me sujeta del brazo.

—Ven, vamos a clase. No le sigas el juego —dice.

Veo que Norma nos ha estado observando desde lejos, pero ha preferido no intervenir. Creo que eso que Metáfora llama sensibilidad femenina consiste también en no dejarse llevar por la pasión en ciertos momentos.

Horacio, que ve que su provocación no ha surtido efecto, se retira acompañado de sus amigos.

Mercurio viene a saludarme. Hace días que no hablo con él.

—Ya has visto que te he hecho caso —dice—. Entregué todos los objetos al director. Absolutamente todos.

—Te felicito, Mercurio. Has tomado la decisión adecuada.

—¿Te has enterado de que van a venir a excavar en el jardín?

—¿Para qué?

—Para buscar más objetos —afirma—. Alguien le ha comentado al Consejo que puede haber un yacimiento de objetos medievales ahí debajo.

—¿Cuándo va a ocurrir eso?

—Dentro de unos días verás las excavadoras. El Consejo, como es su obligación, lo ha puesto en conocimiento de las autoridades. Han enviado a un arqueólogo público para la elaboración de la correspondiente Carta Arqueológica. No sé cómo terminará todo esto.

No digo nada. No estoy seguro de que sea una buena noticia. No es que esté en contra de que encuentren objetos antiguos, pero tampoco estoy a favor de que esto se convierta en un circo.

* * *

Sorprendentemente, Patacoja no está en su sitio habitual. Le llamo al móvil, pero lo ha desconectado. Espero que no pase nada grave.

—No te preocupes —dice Metáfora—. Estará ocupado. Ya verás como pronto aparece.

—No es normal. Él siempre está localizable. Me inquieta, sobre todo después del mensaje que me ha enviado esta mañana.

—Venga, vamos a entrar. Quiero que hablemos un momento con el general, que todavía está trabajando.

Le hago caso y trato de olvidar durante un rato a mi amigo Patacoja, el arqueólogo secreto. Nos encontramos con Adela, que está revisando el libro de entradas y de salidas, con cara de preocupación.

—¿Pasa algo? —le pregunto.

—Espero que no. Según el libro de registro de entradas de hoy, falta una persona por salir. Vamos a registrar todo para estar seguros de que no hay problemas.

—¿Para qué querría quedarse alguien dentro de la Fundación? —pregunto ingenuamente—. ¿Qué puede hacer?

—Es mejor descubrirlo y echarlo. Si está, lo encontraremos.

—¿Crees que puede ser un ladrón?

—Es posible. A veces se quedan dentro de los museos para robar durante la noche, y luego salen al día siguiente, mezclados entre las visitas, tan tranquilos. Pero esta vez le vamos pillar. Es una pena que aún no hayamos instalado el sistema de videovigilancia.

—No me digas que vais a colocar cámaras de vídeo por toda la Fundación —digo un poco sorprendido.

—Es lo que se hace ahora. Tendremos un puesto de control para que nada pase desapercibido. Todo quedará grabado.

—¿La tercera planta también?

—Claro. Ya te digo que no quedará un centímetro de este edificio sin controlar.

Me despido y subo a mi habitación con la sensación de que pronto mil ojos me estarán observando. Supongo que esas cámaras aumentarán la seguridad, pero no dejo de tener un extraño y profundo sentimiento de encarcelamiento.

Esta noche espero disfrutar de un rato de intimidad; necesito poner mis ideas en orden. Tengo muchas cosas en las que pensar y quiero revisar esas fotografías que he hecho en el segundo sótano.

Enciendo el ordenador y entro en el archivo de fotos. Las empiezo a abrir cuando, casi por casualidad, encuentro el escaneado de la moneda pulida que Cristóbal me regaló. Intuitivamente decido abrirla para echarle una ojeada, aunque temiendo que no servirá de nada.

Vuelvo a revisarla. No sé explicarlo, pero hay algo que me llama la atención, aunque no soy capaz de determinar qué es exactamente. Supongo que esa imagen del reverso, que prácticamente no se ve, me sigue llamando la atención. Como dice Sombra, las cosas que no se ven son las más interesantes.

La amplío y vuelvo a observarla, buscando pistas que me lleven a alguna conclusión. Como no hay nada llamativo, empiezo a imaginar formas que puedan caber entre los puntos en relieve que aún se ven. Utilizo un programa de diseño y hago algunas pruebas; dibujo líneas desde los puntos de relieve e intento formar piezas concretas. Finalmente, encuentro una figura geométrica que me llama la atención por su sencillez: un triángulo. No es perfecto, pero parece que el dibujo invisible cabe en un triángulo… Intento con otras figuras, pero nada: siempre llego a lo mismo. Bueno, no es mucho pero es una pista. Ahora sé que el símbolo original de esa moneda tenía forma triangular.

Lo dejo de lado para ocuparme de las otras fotografías. Amplío la que me tiene obsesionado, la de ese chico al que un hombre le dibuja algo en el rostro. La observo con atención, me fijo en los detalles e intento descubrir qué le están dibujando en el rostro… Es evidente que hay algo en la frente, y que una de las mejillas también ha sido pintada, lo que me hace suponer que la otra también… Si imagino una línea que empieza en la frente, va a una mejilla, sigue hasta la otra y vuelve a la frente, ¡obtengo también un triángulo!

Vuelvo a abrir la fotografía de la moneda y comparo las dos imágenes. Una forma geométrica simple que se ve en muchos sitios…

Y sin embargo, cada vez soy más consciente de que todo esto tiene que ver con otra vida… Otra vida que tengo o que he tenido. ¿Quizá alguien, como en el dibujo, me pintó la cara con esa «A» con cabeza de dragón y patas con garras? ¿Y hubo una moneda de un antiguo reino medieval que llevó el mismo símbolo?

Pero la pregunta es ¿por qué? ¿Quién me hizo ese dibujo? ¿Para qué lo hizo? ¿Con qué intención? Y más preguntas. ¿Tiene esto algo que ver con el Ejército Negro del que habla el general? Y las excavaciones del instituto, ¿son casualidad?

De repente se me ocurre que hay algo que puede tener la respuesta a todas mis preguntas: el pergamino que usaron para envolverme cuando nací.

¡Ahí tiene que estar la clave de todo este puzzle!

Pero ¿dónde estará? ¿Lo conservarán en algún templo egipcio? ¿Quién puede saber algo sobre ese misterioso pergamino medieval que apareció a orillas del río Nilo?

XIII
EL ESCLAVO DE LA HECHICERA

DOS semanas después, Arturo se empezaba a sentir bien y, por primera vez, se levantó. El primer día, consiguió dar un paseo hasta el jardín y disfrutó de una mañana maravillosa en la que brillaba una intensa luz que le alegró el corazón.

A pesar de que sus pensamientos eran confusos, cada vez que veía a Alexia sentía una enorme alegría. Ella le había visitado todos los días y su amable conversación le había ayudado a recuperarse. Se había convencido de que Alexia era la dueña de su alma y de su corazón. O lo que es lo mismo, de que él era su esclavo.

Después de intentar recuperar la memoria, que creía haber perdido y que por algún motivo no lograba reactivar, se dio por vencido. Aceptó que no había conocido otra vida más que la que estaba viviendo, en un extraordinario castillo en el que hasta sus más mínimos deseos eran atendidos con rapidez. Una pequeña legión de criados y esclavos se ocupaba de él las veinticuatro horas y le bastaba con mover un dedo para ser complacido.

Cuando aquella mañana Alexia se encontró con él en el jardín, sintió, como siempre, un gran regocijo.

—¿Dónde has estado, princesa? —preguntó, saliendo a su encuentro—. Te he echado de menos.

—He tenido que resolver unos asuntos que nos beneficiarán. He ordenado que preparen un laboratorio para que podamos trabajar juntos. Un laboratorio completo, en el que haremos hechizos maravillosos que nos darán mucho poder cuando seamos marido y mujer.

—Pero, yo no soy hechicero, ni mago, ni nada parecido —replicó Arturo—. Yo soy… Soy…

—¡Un caballero! ¡Eres el caballero Arturo Adragón, matador de dragones y futuro esposo de la princesa Alexia!

Arturo trató de digerir las palabras de Alexia, cuyo alcance no acababa de comprender del todo.

—Así que soy un caballero.

—El más valiente, el más atrevido y el más feroz. Nadie puede ganarte en combate. Y llegará el día en que se lo puedas demostrar a todos. Pero ahora, lo importante es que trabajemos juntos en nuestro laboratorio… Verás, lo primero que vamos a hacer es descifrar unos grabados dibujados por un desconocido… Espero que seas capaz de comprender su significado…

—¿Descifrar grabados es un trabajo de caballero?

—Claro que sí. Los caballeros pueden hacer cosas sorprendentes. Y tú demostrarás que eres capaz de comprender lo que otros son incapaces de desentrañar… Ahora, vamos a ver a mi padre, que está deseando conocerte mejor. Le he hablado mucho de ti y tiene muchas esperanzas en nuestra unión.

Cuando subían la escalera principal que llevaba a los aposentos de Demónicus, un criado se acercó a Arturo y le entregó una copa.

—Aquí tienes tu medicina, amo.

—Me parece que ya no me hace falta —dijo Arturo—. Ya me encuentro bien. Estoy curado.

—Es necesario que la sigas tomando —insistió Alexia, acercándole el brebaje—. No conocemos el alcance del veneno de la flecha que casi te atravesó el corazón. Es mejor prevenir.

Arturo no opuso resistencia y tomó el contenido de la copa sin rechistar. De alguna manera había asimilado que tenía que obedecer todas las órdenes de Alexia… Y lo hacía con placer.

—Recuerda que debes tomarlo una vez al día —decretó Alexia—. No quiero ver como recaes. ¿De acuerdo?

—Claro, haré lo que dices.

Mientras caminaban sobre las lujosas y mullidas alfombras que adornaban el suelo del fortín de la cúpula ardiente, el cuerpo de Arturo fue asimilando la medicina que acababa de tomar. A cada paso que daba, su voluntad se ablandaba, pero le pareció natural. Le habían advertido que ése era el efecto que le protegía del veneno que los soldados de la ciudad de Raniox le habían metido en el cuerpo y que no existía otra forma de anularlo.

Los soldados que vigilaban la estancia de Demónicus se apartaron para dejarles paso. Ellos eran los únicos que podían entrar sin ser previamente anunciados. En ese momento, el Gran Mago Tenebroso estaba despachando con su consejeros sobre asuntos de guerra y todos se inclinaban alrededor de una gigantesca maqueta que representaba un extenso territorio en el que se distinguían varios castillos, ciudades, pueblos, ríos, lagos y valles.

—Alexia, aprovechando que estás aquí, dinos cómo conquistarías el castillo de la reina Émedi, que parece que se ha convertido en nuestra principal enemiga —pidió Demónicus—. Quizá Arturo quiera dar su opinión.

La princesa se acercó a la maqueta y la observó atentamente. Pero, justo cuando estaba a punto de dar su opinión, la puerta se abrió con violencia. Todas las miradas se dirigieron hacia ella, para ver quién era el intruso que se atrevía a interrumpir la reunión.

—¿Dónde está el que pretende sustituirme? —gritó un muchacho de gran fortaleza física—. ¿Quién es el insensato que quiere casarse con mi prometida?

Alexia se situó delante de Arturo para protegerle de la furia del recién llegado.

—¡Ratala! ¿Cómo te atreves a entrar de esta manera? —le increpó Demónicus—. ¿Has olvidado acaso que me debes el máximo respeto?

—¿Y tú, has olvidado el trato de matrimonio que hiciste hace años con mi padre? —respondió el osado muchacho—. ¿Con qué derecho deshaces esa alianza?

—Tengo poder para hacer y deshacer lo que se me antoje —respondió Demónicus—. Pagaré a tu padre una compensación que le hará feliz. No te preocupes.

—¡Yo no quiero dinero! ¡Quiero a Alexia!

—¡Pero yo no te quiero! ¡No me casaré contigo, Ratala! —exclamó Alexia—. ¡Tendrás que aceptarlo! Además, te recuerdo que cuando me secuestraron no moviste un solo dedo para rescatarme.

Pero Ratala no estaba dispuesto a perder su presa. Ya había hecho demasiados planes de futuro como para dejar que, ahora, por culpa de un desconocido, todo se esfumara. Se acercó a Arturo y, después de mirarlo despectivamente, se enfrentó con Alexia:

—¿Piensas casarte con este idiota? ¿Crees que lo voy a permitir?

—Te aseguro que no lo podrás impedir —afirmó ella.

—Eso ya lo veremos… De momento, he venido a pedir mi derecho a luchar con el pretendiente de mi futura esposa. La ley me permite retar al que quiera ocupar mi lugar.

Demónicus comprendió en seguida que Ratala tenía razón. Cuando un hombre era desafiado, tenía que aceptar el reto.

—¡Eres un miserable, Ratala! —gritó Alexia—. ¡Sabes perfectamente que Arturo está convaleciente de una terrible herida y no puede luchar contigo!

—Esperaré lo que haga falta. Pero, si quiere casarse contigo, tendrá que luchar antes conmigo. ¡Es la ley!

—Yo no quiero luchar contigo —admitió Arturo, que no entendía nada de lo que estaba sucediendo—. No hay motivo para…

—¡Es un cobarde! —exclamó Ratala—. Ni siquiera está dispuesto a pelear por ti. Le mataré al primer golpe.

—¡No permitiré que le hagas daño! —gritó Alexia.

—Escucha, Demónicus. Según la ley puedo elegir la forma de combate, y quiero que sea un torneo con dragones —advirtió Ratala.

Alexia contuvo la respiración. Ratala era experto en luchar con dragones. Había pasado su infancia entre ellos y los dominaba a la perfección, mientras que Arturo jamás había montado sobre el lomo de un dragón y apenas había tenido contacto con ellos. Aunque ella sabía que Arturo contaba con otras armas secretas muy valiosas.

Demónicus sabía que no le quedaba más remedio que dar la razón a Ratala. Por eso, y a pesar de que no quería, tomó una dura decisión.

—¡Que sea lucha con dragones! Ratala tiene razón.

—El torneo tendrá lugar dentro de dos semanas —advirtió Ratala—. Veremos entonces quién merece casarse con la gran princesa Alexia.

Cuando pasó ante Arturo, escupió despectivamente en el suelo y siguió su camino con arrogancia.

Demónicus y Alexia se miraron durante un instante, pero ella no encontró en la mirada de su padre el consuelo que esperaba.

* * *

Tránsito, que había observado la escena desde una ventana, oculto tras un estandarte, sintió que sus deseos de venganza estaban a punto de cumplirse. Ahora que Arturo estaba cerca, podía utilizarlo para vengarse de las horribles cosas que su hermano Arquimaes le había hecho. Le habían contado que el joven se había refugiado en el castillo de la reina Émedi, y el chico podía ser la llave que le pusiera al alcance de la mano al hermano traidor.

XIV
EL LECTOR DE SUEÑOS

LA enfermera nos ha reconocido apenas hemos entrado en la consulta.

—Buenos días. El doctor os atenderá en seguida —dice.

—Gracias —responde Metáfora.

Nos sentamos en la sala de espera y Metáfora trata de hacerme conversar. Pero mis nervios no me lo permiten, así que me mantengo en silencio. Prefiero pensar en Patacoja, con el que he hablado. Me ha explicado que ha estado escondido durante un par de días y que ha preferido no dejarse ver. Me ha tranquilizado mucho saber que está bien, ya que llegué a temer que le hubiera pasado algo. «Estad atentos», me ha advertido. «Van a por vosotros».

—No hace falta que te comportes como si fueses al dentista —bromea Metáfora—. Solo vienes a hablar, no pienses que te van a abrir el cerebro para ver lo que tienes dentro.

—No gastes bromas. No tengo humor para soportar bobadas. Creo que mi problema se ha agravado y…

—Venga, no seas exagerado. Ya verás como todo va bien.

—Ya podéis pasar —anuncia la joven enfermera—. El doctor Vistalegre os espera.

Entramos en el despacho e, igual que la otra vez, el médico pelirrojo nos recibe con una amplia sonrisa.

—Me alegra veros de nuevo. Ahora sois casi hermanos, ¿no?

—Bueno, algo así —responde Metáfora—. Es posible que lo lleguemos a ser, si nuestros padres se deciden.

—Bien, ahora hablemos de Arturo… de tus sueños, Arturo. ¿Cómo va la cosa?

—Cada vez más grave. Las cosas han empeorado y ahora empiezo a creer que no sueño, sino que me transporto a la Edad Media.

—No le haga caso, es un cuentista. Tiene fijación con eso de la Edad Media, pero yo creo que es sugestión o narcolepsia o lo que sea, pero nada de lo que él piensa.

—¿Y tú qué sabes? ¿Acaso has entrado en mi cerebro para saber lo que me pasa? —me desboco—. ¿Eh, sabihonda?

—Bueno, Arturo, no hace falta que te enfades. Controla tus nervios, que Metáfora no es tu enemiga… Venga, cuéntame con detalle en qué momento te encuentras.

—Perdón, perdón… Es que estoy un poco nervioso. Estoy pasando un momento de crisis… tanto en mi vida real como en la otra, la de los sueños.

—Vaya, eso no me lo habías dicho. No me digas que has vuelto a soñar con la bruja ésa… Alexia —dice Metáfora.

—Bueno, vamos a tranquilizarnos —pide el doctor—. ¿Has escrito los sueños, según te pedí?

—La verdad es que no. Empecé, pero luego me pareció una pérdida de tiempo, creo que me acuerdo de todo… Cada día me acuerdo mejor de lo que pasa. Podría darle todos los detalles, caras, nombres, lugares…

—Bueno, eso es un avance, aunque me habría gustado más que lo hubieras escrito. Ya sabes que los textos se pueden analizar mejor… Ahora intenta ser más concreto y cuéntame en qué fase te encuentras.

—Verá, doctor, vivo los sueños como si fuesen reales, como si formasen parte de mi vida. Sufro todo lo que me pasa en la otra vida exactamente igual que si ocurriese en ésta.

—¿Siempre en la Edad Media?

—Siempre. Pero lo más raro es que en esta vida real, he encontrado objetos que aparecen en mis sueños. Tengo la impresión de que mis sueños son recuerdos de algo que he vivido de verdad… Estoy asustado. Son muchas casualidades.

—¿Qué casualidades?

—No sé… El símbolo del mutante con llamas. Lo he visto mil veces en sueños. Esos estandartes, las monedas, el yelmo… Le aseguro que ese yelmo que hemos encontrado en el instituto lo he usado en mis aventuras medievales. Yo he sido caballero y he llevado ese yelmo, se lo aseguro… O lo voy a llevar…

Veo que apunta algunas de las cosas que le explico. Presta mucha atención a mis palabras, pero no estoy seguro de que pueda darme una respuesta clara.

—Doctor, ¿es posible que haya vivido mis sueños? ¿Es posible que en una vida anterior haya sido ese caballero que mata dragones y que ahora eso se refleje en mis sueños? Dígame algo…

—En principio, todo es posible. En este mundo ocurren muchas cosas que no tienen explicación. Hay personas convencidas de que anteriormente fueron animales, frutas o cualquier otra cosa… Dicen que los sueños son como ríos subterráneos que emergen de vez en cuando y nos muestran lo que hay dentro de nosotros. Digamos que suelen enseñar lo que no somos capaces de ver cuando estamos despiertos. Para eso existen, para que veamos lo que amamos, lo que deseamos, lo que creemos que somos, lo que no somos… Algunos dicen que nos muestran lo mejor que hay en nosotros: los seres humanos creemos que dentro de nosotros hay un alguien mejor, alguien que nos gustaría ser. En tu caso, podríamos pensar que, dentro de ti, hay alguien que cree en la justicia, en el honor, en el amor… Y también alguien que tiene una carencia de amor. Es como si buscaras el gran amor de tu vida.

—¿Por eso sueña con Alexia? —suelta Metáfora, en un ataque de celos.

—Creo que hablamos de algo más general. Cuando una persona ha perdido a un ser querido…

—Mi madre —digo sin poder contenerme.

—Exactamente. Lo acabas de decir. Es posible que sueñes con un mundo en el que puedes reencontrarte con ella… Lo que perdemos en este mundo, lo encontramos en el otro, en el de los sueños. El reino de los sueños nos compensa de lo que sufrimos en la vida real.

En el fondo, sus palabras me alivian. Si todo se reduce a eso, supongo que el tiempo me curará, pero si se trata de otra cosa… Si mis temores se confirmasen, no sé qué haría.

—Pero, doctor, eso no explica las cosas que están ocurriendo. El yelmo…

—No te obsesiones. Pueden ser simples casualidades que ajustas a tu ansia. Si estás deseando creer que en otra vida fuiste un caballero, todo te encajará. Digamos que te estás empeñando en que tus sueños tengan un reflejo en la realidad.

—Entonces, ¿qué hago? ¿Sigo así, como si no pasara nada? ¡Ya no sé qué hacer!

—Te voy a decir lo que tienes que hacer. Convivir con ello y entender que es una suerte poder soñar con aventuras maravillosas. ¿Sabes que hay personas que no sueñan? ¿Sabes que eso les da una infelicidad tremenda?

—O sea, que todo está bien. Vamos, que soy un afortunado.

—La gente no se muere por soñar demasiado, pero sí se puede volver loca por creer en cosas que no existen. Tienes que ordenar tus ideas y aceptar que son solo sueños. No debes obsesionarte con las casualidades, que van a seguir existiendo. Es más, cuanto más creas en ellas, más similitudes encontrarás. Por eso, lo mejor que te puedo aconsejar es que trates el tema como si fuese una cosa normal a la que no debes dar demasiada importancia. Y si además escribes todo lo que te ocurre, tú mismo te darás cuenta de que es producto de tu fantasía.

—Eso es lo que yo le digo, pero no me hace caso —añade Metáfora—. Si usara esa imaginación que tiene para escribir libros de fantasía o guiones de películas, le iría mejor. ¿Por qué no escribes un guión para un cómic de fantasía?

Entre los dos me han convencido de que nadie creerá jamás que he sido un caballero valiente, que he matado dragones, que he salvado la vida a un alquimista, que he luchado con bolas de fuego, que he luchado a muerte con un conde y que he… que he encontrado una gruta profunda en la que había tierra negra capaz de resucitar a los muertos.

* * *

—Mamá, ahora sé que eres la única que me comprende. Nadie en este mundo, ni siquiera papá, entiende lo que me pasa, salvo tú. Y me siento más solo que nunca. Yo había puesto muchas esperanzas en Metáfora, pero me ha decepcionado. Es posible que seamos hermanos, pero es imposible que pueda compartir con ella mi gran secreto.

El móvil me interrumpe para avisarme de que alguien me ha enviado un mensaje. Ya lo miraré luego.

—Están ocurriendo cosas que me tienen asombrado. Sombra me desconcierta. Dice que es mejor que nadie conozca las profundidades de la Fundación. Y eso me asusta. ¿Es que hay algo que ocultar en este edificio? ¿Qué secretos hay aquí? ¿Es que estoy sobre un mundo tan difícil de comprender?

Después de recubrir el retrato con la gran tela que lo protege, salgo de la buhardilla y vuelvo a mi habitación. Entonces hago caso a mi móvil, que vuelve a avisarme de que tengo un mensaje.

Que sepas que estoy contigo.

A lo mejor no te comprendo,

pero te quiero. Metáfora.

Me parece que esta noche voy a soñar. Noto que las letras de mi cuerpo están moviéndose. Efectivamente, tengo la piel recubierta de esos signos de escritura… Quizá se los enseñe un día al doctor Vistalegre, a ver si opina entonces que todo es producto de mi fantasía…

XV
DESCIFRANDO DIBUJOS

ARTURO se encontraba mejor cada día. Los cuidados de Alexia y las pócimas que seguía tomando con frecuencia le proporcionaban un gran bienestar. No obstante, no acababa de recuperarse del todo. Se sentía débil y mareado.

Curiosamente, esto no parecía preocupar demasiado a Alexia, que respondía con los mismos argumentos cada vez que hablaban del tema.

—No debes inquietarte. El veneno debió de entrar en tu sangre y ahora costará sacarlo, pero te aseguro que estás cada día mejor. Ya verás como volverás a ser el de antes.

Arturo la escuchaba con atención y, aparentemente, la creía. Pero en algún lugar de su mente, la respuesta no era tan clara. Sufría una cierta debilidad mental que le impedía tomar decisiones, afrontar la vida como solía hacerlo anteriormente, con valentía y decisión. Parecía haber perdido todo su empuje.

Un día le llevaron a un laboratorio en el que habían colocado cortinas transparentes sobre las ventanas para suavizar la luz del día. El ambiente era muy íntimo y algunas antorchas reforzaban la iluminación de la estancia.

Demónicus y Alexia le situaron frente a un gran tablero en el que habían colocado los veinticinco dibujos de la bolsa de cuero que la princesa había rescatado, cuando Arturo la salvó de morir en la hoguera.

—Arturo, ¿comprendes el significado de estos dibujos? —preguntó amablemente Alexia—. ¿Puedes explicarnos qué significan?

Arturo dudaba. No estaba seguro de conocer la respuesta, pero le atormentaba aún más no estar convencido de que fuese una buena idea explicar el contenido de esos dibujos. Tenía un millón de preguntas sin respuesta que revoloteaban en su cerebro. Y eso le confundía enormemente.

—No lo sé. Creo haberlos visto antes, pero no soy capaz de interpretarlos —respondió—. Es muy difícil.

—Haz un esfuerzo. Estoy segura de que si te concentras podrás decirnos cuál es su verdadero significado. Además, me haría muy feliz ver que haces algo por mí. Recuerda que he renunciado a casarme con Ratala para unirme a ti de por vida. Por eso te pido que hagas un esfuerzo.

—Sí, muchacho. A mí también me gustaría conocer lo que contienen estos grabados —añadió Demónicus—. Sería un signo de amistad por tu parte. Al fin y al cabo, vamos a ser familia y no hay nada malo en ayudar a los que te quieren.

Arturo comprendió que no le quedaba otra alternativa que complacer a las dos personas que se preocupaban por él. La figura de un hombre sabio, de mirada profunda y voz agradable cobraba forma de vez en cuando, pero se esfumaba con rapidez. Miró a Alexia y se convenció de que debía traducir el contenido de aquellos inofensivos grabados. Al fin y al cabo, solo eran dibujos sobre un pergamino y no podían representar peligro para nadie.

—Creo que significan sueños. Representan a alguien que tiene horribles pesadillas y que también tiene sueños preciosos y muy optimistas.

—¿Tienen esos sueños algo que ver con las letras de tu cuerpo? —preguntó Alexia, ofreciéndole un sorbo de su medicina diaria—. Una vez me hablaste de una tinta mágica. Y de unos polvos negros… ¿Recuerdas?

—No estoy seguro. Creo que los sueños optimistas son mágicos, irreales. O sea, que el que los imagina quizá los desea. Pero no sé si tienen relación con los signos de mi cuerpo.

—¿Y si los dibujos estuvieran hechos con la misma tinta que las letras de tu cuerpo? —preguntó Demónicus, que empezaba a unir cabos—. ¿Es posible?

—Sí, es posible, pero no seguro. Estos dibujos son… grabados de fantasía… Para que el que los vea disfrute con ellos. Creo que son decorativos. A lo mejor sirven para ilustrar un libro.

—¿Es posible que la mano que hizo los dibujos escribiera las letras sobre tu piel? —preguntó Alexia, acariciando la mano de Arturo—. ¿Qué opinas?

Arturo se sintió confundido. Aquellas preguntas removían tantos recuerdos y vivencias que estuvo a punto de perder el sentido. Por eso no respondió.

—Arturo, ¿has soñado alguna vez con las escenas de estos dibujos? —inquirió Demónicus—. ¿Has tenidos sueños parecidos?

—Creo… creo que sí… He soñado muchas veces con personas que son felices, que disfrutan con su familia, con la buena comida, que viven en un mundo justo… Pero no sé cuándo ha ocurrido. Es todo muy confuso.

Alexia, después de ofrecerle otro sorbo, se preparó para continuar el interrogatorio. En ese momento, su padre la detuvo con un gesto e hizo una pregunta inesperada.

—¿Dónde has nacido, muchacho? Cuéntanos todo lo que sabes sobre ti. ¿Cuál es tu verdadero apellido?

—No consigo recordar dónde y cuándo nací —empezó a decir Arturo—. Mi memoria es muy débil últimamente. Apenas recuerdo nada de mis amigos o de mi familia. A veces creo que no existo.

—Pero te acuerdas de una tal Metáfora, ¿verdad? —soltó Alexia.

—¿Metáfora? Ah, sí, esa chica rubia. Pero no soy capaz de recordar a qué época de mi vida pertenece. Solo sé que la asocio con el sol… Es alguien que brilla en la oscuridad y que me ha ayudado. He estado solo durante mucho tiempo. He estado solo casi toda mi vida, encerrado en algún sitio… Pero no recuerdo nada más… Mi apellido siempre ha sido Adragón. No recuerdo otro.

—Ese apellido te lo hemos puesto nosotros hace poco tiempo —le recordó Alexia—. Lo inventamos el día que mataste al dragón.

—¿He matado un dragón? ¿Yo?

Demónicus empezó a perder la paciencia. Se levantó, hizo una señal a su hija y los dos se apartaron de Arturo.

—Este chico está drogado y no sabe lo que dice. No conseguiremos nada de él. Estamos perdiendo el tiempo.

—Estoy convencida de que sabe más de lo que parece. Déjame que prosiga con el interrogatorio. Estoy segura de que me contará todo lo que yo quiera.

—Espero que lo consigas. Y que sirva para algo.

—Padre, te aseguro que tiene poderes mágicos.

—Te creo, y sé que nos será muy útil. Pero hay que avanzar más. Yo también creo que posee un extraordinario secreto, pero te va a costar mucho arrancárselo.

—Haré lo que pueda.

—Si pudieras averiguar algo antes de que empiece la guerra contra la reina Émedi, sería de gran utilidad.

Demónicus lanzó una mirada a Arturo, que parecía un niño desorientado observando los dibujos con los ojos vacíos, mirando sin ver. Luego salió de la estancia.

Alexia se sentó nuevamente a su lado y le acarició la mano.

—Querido Arturo, dice mi padre que confía en ti y que está seguro de que ganarás el torneo de dragones con Ratala —comentó con voz melodiosa—. Y yo también lo creo.

—¿Un torneo con dragones?

Alexia comprendió que tenía que elaborar una nueva fórmula que le devolviera las fuerzas. A lo mejor su padre tenía razón y se estaba pasando con esa pócima de la docilidad que le estaba suministrando.

—Veo que estás mejor, dejarás de tomar esa medicina. A partir de ahora solo beberás zumos de fruta; te gustarán más… Ahora, volvamos a los dibujos… ¿Alguno de estos personajes es Metáfora? ¿Alguno de estos dibujos te representa? ¿Qué dibujo esconde el secreto de tus letras?

—Metáfora es la chica que está bailando en esa fiesta —dijo Arturo—. La que sonríe.

Alexia dio un brinco y se acercó al dibujo. Si esa chica era Metáfora y estaba en un grabado hecho hacía varios años, ¿por qué le había dicho que solo la conocía en sus sueños?

XVI
EL SECRETO DE LOS ALQUIMISTAS

POR fin ha llegado el día en que papá va a dar su gran conferencia sobre el tema del que más entiende en el mundo: la piedra filosofal y la alquimia.

Va a venir gente muy importante y Adela, que ha extremado las precauciones, ha contratado a otros tres vigilantes más. Ella siempre teme que nos puedan atacar. Supongo que es su obligación pensar de esa manera, pero, la verdad, a mí me resulta un poco agobiante.

—Imagine que se produce un incidente cuando el salón de actos esté lleno de personalidades. ¿Qué cree que puede suceder? Yo se lo diré. Si pasa algo grave, la policía revisará este edificio durante días y se verá usted obligado a cerrar la Fundación. Además, no hace falta que le diga la mala publicidad que eso supondría. La prensa no dejaría de roer este hueso hasta que encuentre algo publicable. Podría ser el fin de la Fundación. Por eso, es mejor ser precavidos antes que lamentarse por no haberlo sido —le explicó a papá hace unos días—. Recuerde que un individuo se coló entre las visitas y no pudimos encontrarlo. Suponemos que solo quería espiar… Pero no hemos descubierto por dónde se escapó.

Naturalmente, ante este panorama, él accedió a que Adela tomara todas las medidas necesarias. Y ahora estamos todos bajo vigilancia.

Los invitados van llegando y todo indica que tendremos lleno absoluto. Se ve que el tema de la piedra filosofal despierta mucho interés. En el fondo, todo el mundo desea descubrir el mayor secreto que los alquimistas intentaron encontrar. Unos dicen que con éxito, otros aseguran que fracasaron; ya veremos qué es lo que mi padre nos desvela hoy.

Metáfora lleva conmigo toda la tarde y hemos ayudado a organizar la mesa de papá. Hemos hecho pruebas de sonido para asegurarnos de que el micrófono funciona a la perfección. Norma, siempre atenta a los detalles, se ha ocupado de que en la mesa haya vasos, una jarra de agua fresca y varios ramos de flores. Los focos están bien dirigidos y parece que ahora todo está preparado.

—Ahora solo queda que tu padre no se ponga nervioso, que sea capaz de hablar con tranquilidad y que pueda exponer bien su tesis.

—Estoy seguro de que lo hará bien. Tiene experiencia en estas cosas. Está habituado a hablar ante grandes grupos.

—Sí, claro, pero los nervios pueden traicionar —admite Metáfora.

—Anda, no seas agorera, vamos a sentarnos. Todo va a salir a pedir de boca.

El salón está lleno. Más de doscientas personas ansían escuchar el discurso de papá. Periodistas, historiadores, científicos… Un público excepcional.

Metáfora y yo nos hemos sentado en la quinta fila, que está reservada para los más cercanos. Junto a nosotros están Norma, el general Battaglia, Leblanc, Stromber y Sombra, que excepcionalmente ha accedido a presenciar la conferencia. Solo falta Patacoja.

Las luces de la sala se apagan y las del escenario se encienden e iluminan una mesa vacía. Apenas unos instantes después, papá sale de entre bastidores y se dirige hacia ella entre aplausos, cosa que me emociona.

Después de dejarse fotografiar por los periodistas, y de saludar al público, papá se sienta y en la sala se hace un extraordinario silencio que me sobrecoge.

—Antes de nada, quiero agradecerles su presencia en este acto —dice para empezar—. Quiero que sepan que estoy muy emocionado y que lo que les voy a exponer aquí hoy es el fruto de varios años de investigación sobre la llamada «piedra filosofal», a cuya búsqueda muchos alquimistas dedicaron gran parte de su vida.

Un leve murmullo recorre la sala. Pero dura poco y el silencio se vuelve a imponer.

—Para empezar, permítanme aclarar que el sentido que los alquimistas daban a la piedra filosofal no es el que todo el mundo imagina. Mi tesis es que la mejor arma de los alquimistas no eran las probetas, los calderos u otras herramientas, como el mercurio, el hierro o el aceite… ¡Su mejor arma era la escritura!

Sorpresa. Se nota que la interpretación de papá no es la habitual. Creo que nadie esperaba una declaración de este tipo.

—Para ellos, la escritura era el principio y el fin de todo, y si creían en alguna magia era precisamente en la fuerza de la palabra escrita. Sabían perfectamente que la memoria es frágil y pronto comprendieron que, lo que no se escribe, se pierde en la noche de los tiempos. Por eso para ser alquimista era necesario saber leer y escribir… Y, en algunos casos, dibujar. Eran verdaderos artistas del texto escrito. Sus fórmulas quedaban protegidas entre misteriosas líneas de textos que solo ellos mismos y algunas personas cercanas a sus estudios podían descifrar. La escritura protegía sus descubrimientos.

Ahora, el silencio es sobrecogedor.

—La fuerza y el poder de los alquimistas no estaba solo en sus descubrimientos científicos, estaba sobre todo en su capacidad para escribir. Para ellos, la verdadera piedra filosofal no estaba en el poder de convertir el plomo en oro o en encontrar la fórmula de la eterna juventud, estaba en las letras que dibujaban minuciosamente sobre la superficie de los pergaminos.

Metáfora me mira, sorprendida.

—¡Qué bonito! —susurra—. Tu padre sabe llegar al corazón de las cosas.

—Por tanto, si alguien quiere descubrir sus fórmulas y comprenderlas, debe empezar por estudiar su caligrafía. Además de volcar sus palabras sobre las hojas de papel, daban a cada letra unos rasgos especiales que las convertían en únicas. De esta manera, cada signo tenía, además de su significado habitual, trazos que le daban un sentido añadido. Por ello cada letra podía significar cosas diferentes.

Vaya, mi móvil está vibrando.

—Muchas letras tenían colas de dragón, orejas de ratón, patas de gallo… Otras parecían soles, lunas, nubes, agua, fuego… Cada alquimista otorgaba un valor añadido a estos signos enriqueciendo con ello su explicación y su contenido. Estos símbolos gráficos, casi ocultos, permanecieron escondidos durante muchos siglos.

Es un mensaje, pero no sé si mirarlo, no me quiero distraer.

—Mis investigaciones me han llevado a la conclusión de que el lenguaje de los alquimistas era tan secreto como sus formulas. Puedo afirmar que las letras y la escritura en general eran sus mejores ingredientes para conseguir el fin que perseguían: su propia inmortalidad.

El mensaje es de Patacoja:

Las ratas están en el edificio.

—La «piedra filosofal», lo que les ha otorgado la vida eterna, la fuente de la eterna juventud… es lo que escribieron, más allá de lo que inventaron.

—¿Adónde vas? —pregunta Metáfora.

—Las fórmulas y los descubrimientos desaparecen con el tiempo, pero, lo que se escribe, permanece. La escritura es más sólida que la roca y más valiosa que la piedra filosofal… La escritura es inmortal.

—Al baño. Ahora vuelvo.

Salgo de la sala con la mayor discreción posible, aunque no lo consigo ya que soy el único que se mueve.

—Dominaban el arte de la escritura…

He salido del salón y me dirijo rápidamente a mi habitación. Marco el número de Patacoja.

—¿Qué significa ese mensaje? —le pregunto inmediatamente.

—¡Están dentro! ¡Están robando!

—¿Ahora?

—¡En este instante!

—Pero, eso no puede ser… ¡Mi padre está dando una conferencia!

—Para ellos es el mejor momento… ¡Haz lo que puedas!

Ha colgado. ¿Qué hago? ¿Aviso a Adela? ¿Llamo a la policía? ¿Qué hago?… Lo primero es tranquilizarme. A ver, creo que lo mejor que puedo hacer es comprobarlo por mí mismo. Eso es, voy a observar como si no pasara nada.

Doy una vuelta por la planta baja y veo que Adela está con sus hombres, verificando los pases de entrada.

—Adela, ¿puedo hablar contigo un momento?

—Arturo, ¿qué haces aquí? —me pregunta.

—Necesito contarte algo…

—Ahora no es el momento. Luego hablaremos. Estoy muy ocupada.

—Es que…

—Por favor, no insistas…

Veo que es inútil presionarla, así que, teniendo en cuenta que tampoco estoy muy seguro de lo que tengo que explicarle, decido echar un vistazo por mi cuenta. Mientras camino, no dejo de pensar dónde podrían estar esos tipos. Ni siquiera sé cuántos serán. Ni cómo habrán entrado. Patacoja me ha dicho que habían aprovechado la mejor oportunidad, así que supongo que estaban informados de que hoy se iba a dar la conferencia… Habrán tenido que camuflarse… Me extrañaría que estuviesen entre los invitados porque Adela los habría detectado. Así que tienen que haberse ocultado entre… ¡La furgoneta del catering! El chofer no es el mismo que la otra vez… ¡Eso es, esos tipos han suplantado al verdadero conductor…! Y es muy probable que los camareros estén suplantando a los verdaderos. O sea, que cuando la conferencia termine dentro de una hora, esas ratas habrán salido de aquí con su botín.

Si no me estoy equivocando, deberían de estar en la cocina, preparando el cóctel. Así que me voy a acercar por allí a ver si todo está en orden. Entro de nuevo en el edificio y veo que Adela está absorta en sus controles internos, debatiendo con los vigilantes. No sé por qué, pero decido no comentarle nada de momento. Justo cuando me estoy preguntando si hago bien, algo me llama la atención: la puerta que da paso a la escalera que lleva a los sótanos está entreabierta. ¡Seguro que están ahí!

No tengo tiempo de plantearme si pido ayuda a Adela o bajo yo solo, cuando quiero darme cuenta ya estoy junto a la puerta. Me digo a mí mismo que solo me asomaré y, si veo algo sospechoso, vendré corriendo en busca de ayuda.

Empujo la puerta y veo que la luz de la escalera está encendida. Bajo lentamente, sin hacer ruido… Me escondo en un hueco oscuro, detrás de una columna, y espero un poco.

XVII
EL MUNDO DE DEMÓNICUS

ALEXIA esperó a que Arturo terminase de beber la nueva pócima que le estaba administrando.

—¿Te gusta? —preguntó—. Ya verás como a partir de ahora te vas a sentir mejor, con más fuerzas y con más ganas de vivir.

—Está bueno. Me gusta —reconoció Arturo—. Sabe mejor que la otra medicina.

—Luego elegiremos un dragón para el torneo. Te enseñaré los mejores y daremos un paseo por el castillo. Quiero que conozcas el lugar en el que vivo, y que será tu hogar. Piensa que algún día serás mi rey, el rey de la tierra de los Magos Tenebrosos. Pero antes saldremos a dar una vuelta a caballo.

—Pero yo no soy mago. Solo soy…

—¡Lo serás! ¡Serás el rey de los Magos Tenebrosos! ¡Tendremos hijos que gobernarán el mundo!

Arturo no discutió. Las palabras de Alexia le intimidaron. Cada vez que ella decía algo, él sentía la imperiosa necesidad de obedecer.

Llegaron a las caballerizas y los criados les abrieron las puertas de los establos. Así podrían escoger las monturas que más les gustaran. Alexia le enseñó los mejores caballos y se permitió hacerle algunas recomendaciones, a pesar de que Arturo mostraba poco interés por el tema. Estaba tan sedado que lo que menos le preocupaba era la elección de un caballo o un dragón.

—Te sugiero que montes éste, es el más fuerte y el más veloz —propuso Alexia—. Ya verás cómo te llevas bien con él. Es una de las mejores obras de mi padre.

—¿Es que tu padre cría caballos?

—Mi padre crea caballos, igual que hace con los dragones. Ya te he explicado que es el Mejor Mago Tenebroso de la historia. Es capaz de crear un dragón, un ser humano o cualquier animal que desee.

—¿Puede crear personas? —preguntó Arturo, sorprendido por la afirmación de Alexia—. Eso no es posible.

—Después te lo mostraré. Mi padre puede hacer lo que quiera con los seres vivos… O muertos. Su magia es ilimitada, como la tuya.

—Pero… yo no tengo magia. No tengo poderes… No puedo crear personas ni animales…

—Estoy segura de que puedes hacer cosas que ni siquiera imaginas. Pronto descubrirás al gran hechicero que hay dentro de ti —afirmó la muchacha—. Y ahora, vamos a galopar. Un paseo al aire libre te sentará bien.

Salieron a campo abierto, bajo la protección de una patrulla que los seguía a distancia, y cabalgaron en línea recta, hacia la zona rocosa que marcaba el comienzo de la ciénaga, frente al castillo de Demónicus. Allí, se detuvieron para contemplar la llanura pantanosa que se extendía a lo largo de muchos kilómetros, hasta que la vista se perdía en el horizonte.

—Algún día nuestro reino se extenderá hasta el fin del mundo. Seremos los reyes más grandes de la historia —dijo Alexia, mientras alargaba el brazo para señalar el horizonte—. Pero tendrás que hacer un esfuerzo. Deberás luchar con Ratala y matarlo. Ten cuidado con él; es muy peligroso.

—No tengo intención de pelear con él —respondió Arturo, con la mirada vacía—. No lo haré.

—¡Te tacharán de cobarde! ¡Tienes que pelear y matarlo! Es la única forma de que podamos casarnos. La ley dice que cuando hay un compromiso matrimonial, el nuevo pretendiente debe luchar a muerte.

—No pelearé con Ratala.

Alexia se acercó y le dio una tremenda bofetada.

—¡Te enfrentarás a él y le vencerás! —ordenó—. ¡Te casarás conmigo, cueste lo que cueste! ¿Lo has entendido?

La debilidad mental de Arturo le impidió seguir discutiendo, pero la voz que protestaba desde su interior no dejaba de poner en duda todo lo que estaba sucediendo. ¿Por qué tenía que batirse con alguien al que solo había visto una vez en su vida? ¿Por qué tenía que casarse con Alexia?

—Haré lo que quieras —dijo dócilmente—. No deseo verte enfadada.

—Quiero que mates a Ratala y que me cuentes todo lo que sabes sobre esos dibujos y esos signos que llevas en el pecho. Quiero que me reveles todos los secretos que conoces sobre Arquimaes. Quiero que te conviertas en un esposo obediente. Eso es lo que quiero.

—Sí, princesa. Haré lo que me pides.

—Arturo, si te casas conmigo tendrás poderes inimaginables. Quiero que comprendas que hay muchos hombres dispuestos a jugarse la vida para ocupar tu lugar. Yo te quiero a ti, pero tienes que colaborar. ¿Entiendes?

Arturo inclinó la cabeza y respondió con un tímido sí.

—Bien, pues prepárate para ver cosas increíbles, mi rey. Volvamos al castillo.

—¡Mira! —exclamó ingenuamente Arturo, mirando al cielo—. ¡Qué bonito! ¡Son dragones!

—Sí, son los de mi padre. Hacen vigilancia. Vienen de lo alto de la torre que vamos a visitar. En el tejado siempre hay un par de ellos, listos para hacer una ronda.

* * *

Apenas entraron en la fortaleza, Arturo y Alexia se dirigieron hacia una extraña torre cuyas puertas estaban cerradas y vigiladas por soldados vestidos con cota de malla, grandes escudos rojos y toda clase de armas.

—Son los pretorianos —explicó Alexia—. Están especialmente entrenados para vigilar la torre. Aquí es donde mi padre y yo practicamos los hechizos y llevamos a cabo nuestras mejores obras. Ahora vas a ver de lo que somos capaces. También podrás participar, si quieres.

El oficial de guardia se acercó a los visitantes y se cuadró ante Alexia:

—Princesa, vuestro padre está dentro —le informó—. Le acompaña el monje.

—Gracias, Quinto. ¿Dónde están?

—En el sótano.

—Bien, nosotros vamos a hacer una visita. Que nos acompañen dos de tus hombres… O mejor, ven tú también.

—Sí, princesa.

Quinto se retiró, dio algunas instrucciones y volvió acompañado de dos pretorianos.

—¿Es necesario que vengan con nosotros? —preguntó Arturo.

—Es por seguridad. Nunca se sabe lo que puede pasar.

—¿Tan peligroso es este sitio? ¿Alguien puede atacarnos?

Alexia sonrió, le agarró del brazo y empezó a caminar. La gran puerta chirrió mientras se abría. La cruzaron bajo la atenta mirada de los soldados.

Arturo no pudo evitar un estremecimiento cuando puso los pies en el interior del recinto. Estaba lleno de soldados fornidos y bien armados. Tuvo la impresión de que estaban guardando un gran tesoro. Pero cuando se dio cuenta de que todas las ventanas tenían gruesas rejas de hierro forjado, se preguntó qué podía haber allí dentro que precisara tantas medidas de seguridad.

—Primero iremos al piso de arriba. Allí verás algo sorprendente… ¡Quinto, que abran las puertas!

El oficial dio varias consignas a uno de sus pretorianos, y éste salió corriendo hasta la puerta enrejada que tenían de frente.

Cuando llegaron ya estaba abierta, así que pudieron entrar sin detenerse. Alexia señaló con la mano el lugar al que quería ir e, inmediatamente, un hombre con la cara tapada con capucha de verdugo, cogió una antorcha y les iluminó el camino.

Subieron unas escaleras que estaban estrechamente vigiladas y llegaron al primer piso. Allí, Quinto se acercó a una puerta de madera y dio un par de golpes. Una mirilla se abrió y la cara de un hombre con el rostro medio descarnado les preguntó sus nombres y la contraseña.

—Es la princesa Alexia y su futuro marido —respondió Quinto—. Ábreles la puerta.

El tuerto cerró la mirilla y, pocos segundos después, abría la poderosa puerta con la ayuda de otros dos individuos.

—¿Queréis ver el nido, mi princesa? —preguntó el hombre, inclinándose.

—Sí, llévanos allí ahora mismo.

Lanzó un gruñido que sus ayudantes entendieron muy bien, por lo que empujaron una parte del muro y éste empezó a moverse. Ante los asombrados ojos de Arturo, varias piedras unidas entre sí se desplazaron y descubrieron ante ellos una abertura que permitía el paso. Quinto desenvainó su espada y se dispuso a seguir a la princesa muy de cerca.

—Vosotros protegedle a él —ordenó a sus dos pretorianos.

Arturo sintió el aliento de los soldados en la nuca y comprendió que tras ese muro debía de haber algo extremadamente peligroso.

—Entremos —ordenó Alexia, dando un paso.

El tuerto entró delante y los demás le siguieron.

Arturo sintió arcadas a causa del aire pútrido que inundó sus pulmones.

—Te acostumbrarás —le consoló Alexia—. Te acabará gustando. Forma parte de nuestro trabajo.

Arturo no respondió e hizo un gran esfuerzo para no vomitar. Se dio cuenta de que unos lejanos gruñidos llamaban su atención. El estrecho pasillo desembocó en una espaciosa habitación iluminada apenas por la tenue luz que entraba a través de una claraboya de doble enrejado, matizada por unos delicados velos transparentes. Arturo descubrió que los velos eran membranas de algún animal, quizá un dragón.

—Ahora solo tenemos tres —advirtió Morlacus—. Pero dentro de poco habrá otros dos.

Alexia dirigió la mirada hacia el centro de la estancia.

—Mira, Arturo, mira qué maravilla.

Tres pequeños dragones se agitaban dentro de un nido hecho especialmente para ellos. Rugían mientras peleaban e intentaban morderse mutuamente.

—Pobrecillos, tienen hambre. Traedles la comida —ordenó el tuerto a sus ayudantes—. ¡En seguida!

Mientras los hombres salían, Arturo dio un paso adelante para ver más de cerca a los tres dragoncitos, pero los dos pretorianos le impidieron seguir adelante.

—¡No os acerquéis, señor! —dijo Quinto—. ¡Es peligroso!

Antes de que Arturo pudiera preguntar cómo era posible que unos seres tan pequeños fueran peligrosos, los ayudantes del carcelero entraron trayendo consigo a un prisionero al que hicieron profundos cortes de los que salieron chorretones de sangre. Los gritos del hombre parecieron despertar el apetito de los tres pequeños dragones, que enseñaron sus largos y afilados dientes.

—¿Nos da su permiso, princesa? —preguntó el hombre de un solo ojo.

—Claro, haced vuestro trabajo.

A pesar de que el horrorizado hombre pedía clemencia, los ayudantes lo acercaron peligrosamente al nido y lo arrojaron dentro. Entonces, atraídos por la sangre y los gritos, los tres animales empezaron a darle tremendos mordiscos, con los que le arrancaban grandes pedazos de su cuerpo. La carne humana parecía gustarles.

—No sabía que comieran seres humanos —dijo Arturo.

—Les enseñamos desde pequeños. No comen otra cosa. Así se fortalecen y se hacen más salvajes. Serán excepcionales máquinas de guerra cuando llegue el momento.

—Entonces, ¡las historias que se cuentan sobre ellos son ciertas! ¡Es verdad que hay dragones que salen de noche y se comen a los campesinos!

—Son nuestros dragones. ¿Recuerdas al que mataste cuando me secuestraste? Pues si no lo hubieras matado, habrías muerto despedazado y devorado entre sus fauces.

—¿Su madre también es…?

—¿Madre? No, estos dragones no tienen madre. Estos dragones han nacido gracias a los hechizos de mi padre. Dentro de poco yo también sabré crearlos.

Cuando terminaron de comerse al prisionero, los dragones se tranquilizaron y se tumbaron sobre el fondo del nido. Algunos huesos quedaron esparcidos entre charcos de sangre y restos de carne.

—Serán grandes dragones —aseguró Alexia—. Ahora, salgamos de aquí y dejemos que descansen.

Ella parecía satisfecha, pero Arturo notó que algo se removía en su interior. Arturo se acordó de los grabados que le habían enseñado y comprendió que, si alguien hubiera ilustrado la escena del hombre devorado por los dragones, estaría entre los dibujos de pesadillas, entre las escenas de horror.

* * *

Alexia siguió guiando a Arturo por el castillo. Cuando el muchacho vio a cincuenta desgraciados prisioneros hacinados en el fondo del pozo, desnudos, sucios y heridos, sintió punzadas en el estómago.

—Mi padre los usa para sus experimentos —explicó Alexia—. No te puedes ni imaginar los éxitos que ha obtenido. Cuanto más hambrientos, maltratados y emponzoñados, mejor. Se parecen mucho a las bestias y son mejores para hacer grandes hechizos, porque han perdido parte de su condición humana.

—¿Qué clase de experimentos? ¿Qué hace con ellos? Están medio muertos.

—Quinto, haz que abran una jaula —ordenó Alexia—. Elige tú mismo al que mejor te parezca.

El oficial inclinó la cabeza y salió de la habitación.

—Ahora verás lo que mi padre es capaz de hacer con ellos.

—Ya hemos sacado a uno, princesa —dijo Quinto—. Puedes verlo cuando quieras.

—Ven, Arturo. Ahora vas a disfrutar de algo extraordinario.

Entraron en una gran cámara de piedra iluminada por varias antorchas. Los pretorianos volvieron a desenfundar sus espadas. El propio Quinto empuñó su arma y se colocó varios metros por delante de la princesa. Arturo comprendió que algo importante estaba a punto de suceder. Escuchó un latigazo en la cámara contigua y una sombra empezó a reptar por el suelo. Una figura humana se deslizó sobre la piedra, arrastrando algunos restos de paja y tela rota. Estaba medio desnudo, abrió la boca y enseñó unos dientes extraordinariamente desarrollados. Arturo se horrorizó cuando descubrió que algunas extremidades del hombre pertenecían a un animal, quizá a un lobo o a un perro.

—Dentro de algún tiempo será un animal completo. Mi padre está perfeccionando un hechizo nuevo y conseguirá lo que se propone. Convertirá seres humanos en animales feroces, muy útiles en caso de guerra. Hemos dejado escapar algunos, para comprobar su eficacia, y te aseguro que los resultados son extraordinarios. Aquellos que los han visto de cerca han empezado a pagar los tributos sin protestar y son ahora más serviles que nunca.

El mutante lanzó un ladrido y se acercó peligrosamente a Arturo, pero no tuvo tiempo de hacer nada. Los pretorianos, que estaban alerta, se lanzaron sobre él y le mataron antes de que pudiera revolverse y tocarlos.

—Si te muerden, estás perdido —explicó Alexia—. Te contagian y te conviertes en una bestia. Si te topas con alguno, no dudes en matarle.

—Lo siento, princesa —dijo el verdugo de la barriga grande—. Estos animales son incontrolables…

—No te preocupes, estás haciendo un buen trabajo. No pasa nada.

—Pero ha puesto a mis hombres en peligro —intervino Quinto—. Tiene que ser castigado.

—Que ellos mismos lo hagan —sugirió la princesa—. Que entren en la celda y le castiguen.

Los dos pretorianos se miraron y sonrieron. Agarraron al verdugo por los brazos y lo llevaron a una celda contigua.

—No tardéis demasiado —pidió la princesa—. Tenemos prisa.

—Os aseguro que serán rápidos —aseguró Quinto—. Saben lo que tienen que hacer.

Los gritos se escucharon hasta en el patio de la fortaleza. Los dos pretorianos salieron un poco después y, tras enfundar sus espadas, hicieron un gesto de aprobación.

—¿Qué le han hecho a ese hombre? —preguntó Arturo, que poco a poco iba tomando interés por lo que pasaba a su alrededor.

—Le han cortado los brazos. Esta noche servirán de alimento a los dragones pequeños —explicó Quinto—. Es importante imponer una gran disciplina en este lugar. Nuestros pretorianos son demasiado valiosos.

Alexia no se dio cuenta de que los puños de Arturo se cerraron de rabia. Estaba tan indignado por todo lo que veía que su mente empezó a reaccionar y a rechazar todo aquello que a ella le resultaba tan normal.

Durante el resto del recorrido, Alexia mostró los grandes logros de su padre y de otros magos. Arturo sintió retortijones resistiéndose a aceptar como bueno que seres humanos fuesen convertidos en bestias o que sirvieran de comida a los dragones antropófagos.

Durante horas, Arturo tuvo que ver cosas horrendas que ningún ser humano podía imaginar. Cuerpos retorcidos por hechizos malignos, personas incrustadas dentro de otras, seres con dos cabezas, sin piernas y con brazos en la espalda, y otras mil locuras que solo mentes enfermas eran capaces de crear. Toda una galería de horrores que ningún ser humano de corazón noble podía soportar.

—Cuando seas rey y Gran Mago podrás hacer los hechizos que te apetezcan —dijo Alexia, provocando la indignación de Arturo, que, a pesar de los efectos de la pócima de docilidad, se encontraba al borde de la rebelión—. Serás un gran hechicero, cariño.

XVIII
RATAS DE BIBLIOTECA

HE escuchado algunos ruidos ahí abajo. Estoy casi seguro de que hay alguien en el primer sótano. Si compruebo que es así, subiré corriendo a buscar a Adela y a sus hombres.

Bajo unos peldaños deslizándome contra la pared con mucho sigilo. Veo que hay movimiento y varias cajas en el pasillo. Son cajas del catering. Veo a un hombre vestido de camarero que está sacando los objetos que vimos durante nuestra visita: espadas, escudos, estandartes… y ¡los mete en la caja! Ahora sale otro tipo, también vestido de camarero… No sé cuántos más habrá ahí dentro, pero está claro que ha llegado el momento de avisar a Adela.

—¿Qué haces aquí, chico? —pregunta uno de los hombres desde arriba, bloqueando la escalera—. ¿Qué buscas?

—Yo, nada, nada… Es que me he perdido.

—¿Perdido? Ven conmigo, que te voy a enseñar la salida. Baja y no digas nada, ¿entendido?

—Sí, señor… No diré nada.

Le hago caso y desciendo por la escalera. Me parece que he caído en mi propia trampa. Cuando los otros dos me ven llegar me miran con asombro. Seguro que no esperaban visita.

—¿Quién es? —pregunta uno de ellos, alto y fuerte como un roble.

—No lo sé. Lo acabo de encontrar en la escalera. Estaba espiando.

El tercer hombre sale y me observa con atención.

—¡Es el hijo de Adragón! ¡Es el amigo del cojo! —dice—. ¿Para qué le has traído?

—Yo no le he traído, le he encontrado en la escalera —explica el que está detrás de mí—. ¿Qué querías que hiciera?

—No lo sé, pero esto complica las cosas. ¿Qué hacemos con él?

—Le ataremos, le amordazaremos y le encerraremos ahí dentro —dice el fortachón—. Es lo mejor para todos.

—Pero, nos ha visto la cara. ¡Puede identificarnos!

—¿Le matamos entonces?

—Yo les prometo que no diré nada —digo, intentando convencerlos de que no seré un problema.

—Ya, claro, eso lo dices ahora, pero no me fío. Vamos, entra aquí, que te voy a espabilar —ordena, cogiéndome del brazo.

Me dejo hacer sin oponer resistencia, pero mi mente piensa a toda velocidad la manera de liberarme de esos tipos, aunque lo veo muy difícil.

—Siéntate aquí y no te muevas. Si haces el más mínimo ruido, te mato, ¿entendido?

—Sí, señor.

Se reúnen para deliberar sobre mi futuro. Les he estropeado los planes y ahora tienen que tomar una decisión muy importante: qué hacer conmigo. Noto que mi móvil, al que quité el sonido, está vibrando. Debe de ser Metáfora, que estará preocupada.

Terminan de llenar las cajas de objetos y las cierran. El fortachón se acerca a mí con cara de pocos amigos.

—Escucha, chico, nos has complicado la vida y tenemos que resolver este problema. Quiero saber por qué has venido al sótano. Tú tenías que estar en el salón de actos, escuchando la conferencia de tu padre. ¿Acaso alguien te ha avisado de que estábamos aquí?

—No, no señor. Es que me aburría y he salido a dar una vuelta. He visto que la puerta estaba entornada y me he asomado para ver qué pasaba. Eso es todo.

—No te creo —dice, agarrándome de los hombros—. A mí no me tomas el pelo. ¡Dime quién te ha avisado!

—Nadie… —respondo antes de recibir una bofetada que me corta la respiración.

—¡Dime la verdad! —insiste, mientras me da otros golpes en el cuerpo—. ¡Sé que nos estás engañando!

—¡Le juro que no le miento!

Recibo otras dos bofetadas. El camarero de pelo engominado se acerca, dispuesto a solucionar el asunto.

—Matarlo sería lo mejor —dice, apuntándome con su mano, como si fuese una pistola—. Así no habrá pruebas.

—No nos interesa matar a nadie. Nosotros nos dedicamos a otra cosa —se opone el fortachón.

—¿Quieres ir a la cárcel por culpa de un entrometido?

—No, pero tampoco estoy dispuesto a matarle.

—Pues sal de aquí, que yo me ocupo… Vamos, empieza a subir cajas…

Los otros dos se retiran ante la insistencia de su patrón. Estoy asustado. Creo que mi vida corre serio peligro. Durante un momento contemplo la posibilidad de meter la mano en el bolsillo y llamar a Metáfora, pero desisto, no parece una buena idea.

—Chico, te doy una última oportunidad de salvarte. Dime quién te ha avisado de que estábamos aquí… ¿Ha sido el cojo? ¿Ha sido él?

—No, no, de verdad que no…

Coge una espada y me amenaza con ella.

—Aquí hay armas suficientes como para que parezca que has tenido un accidente… —dice mientras la levanta como si fuera a partirme por la mitad—. No te lo volveré a preguntar. ¡Habla!

Doy por finalizada mi triste vida. El hombre echa hacia atrás el arma y coge impulso… Cierro los ojos para no ver como la vieja espada cae sobre mí.

—¡Ahhhhhhhh! ¡Socorro! ¡Quitadme esto de encima!

Abro los ojos y veo algo aterrador: el dragón de mi frente ha cobrado vida y le ha clavado los dientes en el cuello. Aprieta con tanta fuerza que el pobre hombre ha dejado caer la espada para intentar liberarse con las manos. Pero no lo consigue… El dragón está ahora suelto, ha aumentado de tamaño y ataca con fuerza. Observo la escena con estupefacción. Ahora comprendo que Jazmín y Horacio tenían razón. ¡El dragón puede cobrar vida!

—¿Qué pasa, Yuste? —pregunta el fortachón, que se acerca al oír los gritos.

—¡Socorro!

—¡Madre mía! ¿Qué es esto? —exclama cuando ve lo que está ocurriendo—. ¿Qué monstruo es ése?

Como no puede ayudar a su amigo solo con las manos, coge una espada y se acerca con la evidente intención de matar al dragón, que sigue aferrado a su presa. Mi atacante no tiene fuerzas para seguir en pie y se encuentra arrodillado, a punto de ser vencido completamente por mi peligrosa mascota.

Decido que debo hacer algo… Cojo una espada y me pongo frente a su cómplice, dispuesto a luchar si es necesario.

—¿Qué haces, chico? ¿Quieres pelear conmigo? —dice sorprendido—. ¡Te voy a partir por la mitad al primer mandoble!

—¡Inténtalo! —le desafío.

Un poco desconcertado, da un paso adelante, dispuesto a acabar conmigo. Entonces, sin saber por qué, ya que no tengo experiencia en el manejo de armas, levanto la espada con las dos manos y doy un paso adelante. Los aceros se cruzan y se golpean con fuerza, haciendo saltar alguna chispa. De reojo, veo que el que ha intentado matarme se revuelca en su propia sangre y se defiende inútilmente del feroz ataque del dragón, al que sujeta con las dos manos.

Mi adversario, que tampoco es experto en la lucha a espada, lanza mandobles incontrolados contra mí y me obliga recular. Sus golpes son tan fuertes que lo único que puedo hacer es eludirle, pero soy incapaz de atacar. Mi situación es desesperada. No aguantaré mucho tiempo.

—¡Dile a esa bestia que suelte a nuestro amigo o morirás! —amenaza.

—¡No puedo! ¡No me obedece!

—Las mascotas obedecen siempre a sus amos. ¡Retírala!

En ese momento, el tercer ladrón, que había ido a subir una de las cajas, entra en la estancia y se frota los ojos para asegurarse de que no está soñando.

—¡Por todos los diablos! ¿Qué pasa aquí? ¿De dónde ha salido esa bestia? ¿Qué hacéis con esas espadas?

—¡Quítamelo de encima! ¡Ayúdame!

Consigo coger un escudo para protegerme. Cada golpe produce un ruido que a mí me parece ensordecedor y una pequeña nube de polvo se desprende de la vieja chapa. Doy un giro para evitar un golpe mortal y veo que el recién llegado ha sacado una pistola.

—¡Ya vale, chico! ¡Deja esa espada o mato a tu mascota!

Ha cometido el error de mirarme mientras me amenazaba y no ha visto que el dragón vuela ahora hacia él. Cuando quiere darse cuenta de lo que le viene encima, es demasiado tarde. Los dientes de mi protector se han clavado con tanta fuerza en la mano que sujeta la pistola que casi se la desgarra.

—¡AAAHHHHH! —aulla, dejando caer el arma—. ¡Maldito bicho!

Mi adversario mira con sorpresa a su compañero y se distrae un segundo. Yo aprovecho la ocasión para asestarle un golpe con la hoja plana sobre la cabeza. Atónito y mareado, se tambalea y cae de rodillas. El dragón ha soltado a su presa y lo acorrala contra la pared, esperando a que haga algún movimiento peligroso; si ese hombre comete el error de hacer una insensatez, le costará caro.

Creo que lo mejor que puedo hacer es salir corriendo, así que tiro mi espada al suelo y sin dudarlo me dirijo hacia la puerta.

—Vamos, Adragón, ven conmigo —ordeno.

El dragón vuela hacia mí y se vuelve a colocar sobre mi frente, dejando ver, como casi siempre, la cabeza y algunas manchas repartidas sobre mi rostro.

Subo la escalera a toda velocidad y llego arriba. Empujo la puerta y me detengo.

—¡Socorro! ¡Socorro! —grito a pleno pulmón—. ¡Están robando! ¡Aquí abajo! ¡Socorro!

Adela, que estaba hablando por teléfono, corta la comunicación y me mira atónita, mientras dos vigilantes armados se dirigen hacia mí.

XIX
LA AMENAZA DE ARTURO

ARTURO aún sentía repugnancia por todo lo que había visto durante el recorrido por las celdas y cámaras de la fortaleza de Demónicus. Estaba a punto de pedir a Alexia que volvieran a sus aposentos, ya que se encontraba mal. En ese momento un pretoriano entró corriendo, se acercó a Quinto y pidió permiso para hablar.

—¿Qué quieres? —preguntó el oficial.

—Princesa, vuestro padre se ha enterado de que estáis aquí y os invita a visitarle —informó—. Os quiere mostrar lo que está haciendo.

—Seguro que será algo interesante —dijo Alexia—. Arturo, ahora verás cómo trabaja mi padre, seguro que aprenderemos algo.

Arturo no respondió, pero sintió una punzada en el estómago, como un aviso de que no era una buena idea visitar a Demónicus.

Bajaron las escaleras y llegaron al sótano. Allí caminaron por un largo pasillo en el que, de nuevo, Arturo tuvo la oportunidad de ver más horrores. Personas encadenadas y animales que se devoraban unos a otros o a sí mismos; personas que lamían las heridas de los animales y que después eran destrozadas por las dentelladas de éstos… Sangre, cadáveres, esqueletos, moribundos, horribles mutantes. Toda una gama de horrores inimaginables.

Cuando entraron en el laboratorio de Demónicus, Arturo se sentía enfermo y estaba a punto de estallar.

—¡Por fin! —dijo el Gran Mago Tenebroso, cuando vio que su hija se acercaba sonriente para darle un beso—. Bienvenido a mi laboratorio, Arturo. Aquí es donde desarrollo toda mi obra.

—Padre, nos han dicho que estabas haciendo algo extraordinario —dijo Alexia—. Espero que puedas sorprender a Arturo.

—Claro que sí. Venid aquí. Os voy a enseñar mi último logro. El fuego de la venganza…

Entraron en una cámara de piedra rojiza, de cuyas paredes colgaban cadenas y otros elementos para torturar a los prisioneros. Tres verdugos, con la cara cubierta con una gran máscara negra, pinchaban a un hombre que estaba colgado por las muñecas con unas grandes cadenas.

—Es Herejio, el mago que me traicionó —explicó Demónicus—. Después de buscarle mucho le hemos atrapado. Gracias a la astucia de ese repugnante Escorpio.

—¡Le reconozco! —exclamó Arturo—. Ese hombre lanzó bolas de fuego contra el castillo de Benicius. ¡Estuvo a punto de matarnos a todos!

—¡Es un traidor! —escupió Demónicus—. Me robó el hechizo del fuego y se puso al servicio del rey Benicius. Ha intentado enriquecerse a mi costa. Y ahora, lo va a pagar caro.

Arturo observó detenidamente el cuerpo de Herejio y se dio cuenta de que no había un solo centímetro de su cuerpo que no hubiera padecido tortura.

—Mis verdugos le han molido los huesos —explicó Demónicus—. Está preparado para sufrir mi venganza. Me ha robado el secreto del fuego y le voy a pagar con la misma moneda. Ahora lamentará haberme traicionado.

—Piedad, gran Demónicus —logró susurrar el pobre Herejio—. Ten piedad de mí.

—¿Ahora pides clemencia? —se burló el Gran Mago—. ¿Bromeas? Debiste pensarlo antes. Confié en ti y te enseñé muchas cosas. Si ahora me apiado de ti, todos pensarán que pueden abusar de mi confianza y ya no podré fiarme siquiera de mis pretorianos, ni de mi propia hija, ni de su futuro marido… Ahora verás cuál es el precio de la traición.

Demónicus dio un paso adelante y se situó frente a su prisionero. Extendió los brazos hacia él y alargó los dedos hasta que parecieron dagas. Pronunció una fórmula mágica y de sus uñas afiladas salieron rayos que se dirigieron directamente al estómago de Herejio. Su vientre se hinchó como una pelota y empezó a ponerse rojo. Entonces, ante los ojos atónitos de todos los presentes, del estómago de Herejio empezaron a salir unas pequeñas llamas que, poco a poco, fueron creciendo hasta convertirse en un extraordinario fuego.

Cuando Herejio se dio cuenta de que el fuego procedía de sus propias entrañas, empezó a gritar y a implorar perdón. El dolor era tan grande que sus palabras resultaban ininteligibles.

—Como podéis ver, he conseguido que un cuerpo humano arda solamente en la zona que yo deseo. Me ha costado mucho trabajo lograrlo, pero por fin lo he conseguido —expresó Demónicus con orgullo.

—¡Oh, padre, eres maravilloso! —dijo Alexia, dándole un beso y abrazándole—. Esto es un gran avance.

Arturo observaba cómo el vientre de Herejio ardía igual que un tronco de madera y se sintió enfurecido. Los gritos del traidor entraban en sus oídos y en su mente como cuchillas de acero que penetraban hasta su alma, hasta su parte más noble y más humana, y ya no pudo resistir más. La pócima de la docilidad dejó de hacer efecto. Arturo abrió la boca y emitió una sola palabra:

—¡Salvajes!

Todas las miradas se dirigieron hacia él y le observaron con asombro.

—¿Qué has dicho, Arturo? —preguntó Alexia al cabo de unos segundos.

—¡Que sois unos salvajes! —exclamó—. ¡No sois humanos!

—¡Este chico está embrujado! —exclamó Demónicus—. ¡Ha sido ese maldito Herejio! ¡Mátalo, Quinto! ¡Mata a ese maldito hechicero!

Pero Quinto no fue lo bastante rápido. A pesar de tener los reflejos adormecidos, Arturo se interpuso en su camino y le lanzó un puñetazo en pleno rostro. Sin embargo, Quinto apenas acusó el golpe y le apartó de un empujón mientras desenvainaba su espada. Herejio sintió cómo la hoja de acero penetraba en su corazón, que dejó de latir inmediatamente.

—Vámonos de aquí —dijo Alexia, acercándose a Arturo—. Ven conmigo, te daré tu medicina y te sentirás mejor.

—¡Suéltame, arpía! ¡Eres una bruja sangrienta y no quiero saber nada de ti! ¡Tú y tu padre sois peores que las bestias!

—¡Ya está bien, Arturo! —ordenó Demónicus—. ¡Deja de decir tonterías! Tienes suerte de estar protegido por Alexia, porque si no…

—¿Qué pasaría? ¿Me echarías a los dragones? ¿Me convertirías en una bestia mutante?

—Si sigues hablando así a nuestro Gran Mago, tendré que matarte —dijo Quinto, que se dio cuenta de que la rebelión de Arturo no estaba causada por influencia de Herejio—. ¡Háblale con respeto!

—¡Seguiré diciendo lo que me parezca bien! ¡Y tú, Gran Mago, eres una bestia sedienta de sangre! ¡No eres humano!

Alexia le dio un bofetón.

—¡No vuelvas a hablar así a mi padre!

—¡Eres igual que él! ¡Bestias sedientas de sangre!

—¡Arturo, contén esa lengua! —ordenó la princesa.

—¡No contendré ni mi lengua ni mi rabia! ¡Mantengo lo que he dicho y te anuncio que no me casaré contigo ni por todo el oro del mundo! ¡Y haré todo lo posible para destruir este antro de crueldad! ¡Formaré un ejército y os aniquilaré!

Demónicus hizo una señal a Quinto y éste se lanzó sobre Arturo. Pero el muchacho se dio cuenta de sus intenciones y se situó al lado de uno de los pretorianos, al que empujó mientras sacaba su espada de la funda. El arma de Quinto, que se dirigía directamente hacia su cuello, encontró en el último momento el obstáculo del acero que Arturo colocó en su trayectoria. Quinto, colérico, se dispuso a luchar contra Arturo, que se preparó para defenderse. Los dos pretorianos se colocaron delante de Demónicus y de Alexia para protegerlos, mientras el oficial se enfrentaba directamente con Arturo.

Quinto dibujó un arco con su espada con la esperanza de confundir y distraer a Arturo y clavarle la daga en el costado. Pero le salió mal. Arturo esquivó hábilmente la pequeña arma y aprovechó el desconcierto de su atacante para ensartarle con la espada, justo en el pecho, encima de la armadura.

Un pretoriano corrió al encuentro de Arturo, pero apenas tuvo tiempo de hacer ningún movimiento. El joven fue muy rápido y pudo cortarle el cuello de un solo tajo. Un verdugo cogió un hierro candente e intentó neutralizarle, pero tampoco lo consiguió, ya que Arturo detuvo su carrera cuando, al lanzar su espada, ésta se clavó en su voluminoso vientre.

Alexia empezó a gritar pidiendo ayuda. El pretoriano, que se había quedado sin espada, estaba desconcertado y solo podía proteger a Demónicus con su propio cuerpo. Pero el Mago no estaba dispuesto a quedarse quieto viendo cómo un estúpido muchacho de la misma edad que su hija deshacía todo el trabajo de su vida. Así que se agachó, cogió la espada de Quinto e intentó atacar a Arturo. Una vez más, Arturo se dio cuenta de la maniobra y se adelantó clavando una daga en el brazo de Demónicus.

—¿Qué has hecho? —exclamó, aterrorizada, Alexia—. ¡Le has herido! ¡Has herido a mi padre!

Pero Arturo apenas pudo prestar atención a sus palabras, ya que se estaba deshaciendo del segundo pretoriano.

—¡Él se lo ha buscado! —respondió—. ¡Que use sus hechizos para curarse!

—¡Maldito seas! ¡Que su sangre caiga sobre tu cabeza! —exclamó Alexia, arrodillándose para ayudar a su padre, que se desangraba.

Arturo escuchó ruidos y comprendió que eran soldados que venían en ayuda de Demónicus. Estaba acorralado y tenía que tomar una decisión rápida si quería sobrevivir.

—¡Ahora lo vas a pagar caro! —le advirtió Alexia—. ¡Vas a pagar tu traición!

—¡No encontrarás un lugar en este mundo para esconderte! —amenazó Demónicus—. ¡Mi venganza será terrible! ¡Desearás no haber nacido, muchacho!

Arturo se volvió hacia el Gran Mago, dispuesto a hacerle callar, pero Alexia se interpuso.

—¡Déjale en paz! ¡Es mi padre! ¡Ya nos has hecho bastante daño! ¡Respeta su vida!

—¡Recuerda que le debes la vida a tu hija! —dijo Arturo, empujando al Mago y haciéndole caer al suelo.

Arturo se disponía a subir por la escalera para huir de allí, cuando Demónicus le apuntó con sus afilados y peligrosos dedos. Sin perder tiempo, el muchacho dio una patada a un caldero de hierro que contenía brasas y lo lanzó contra el mago justo a tiempo de impedir que este terminase de lanzar un poderoso maleficio. Los ardientes trozos de carbón que cayeron sobre el cuerpo de Demónicus traspasaron sus ricos ropajes y abrasaron sin piedad su carne.

Alexia vio horrorizada cómo el cuerpo de su padre era víctima del mismo tormento que había infligido a tantos otros. El rostro del mago se había convertido en una brasa, en la que docenas de enrojecidas ascuas quemaban su piel y entraban por todos los orificios que encontraban a su paso. Por suerte para él, se protegió con las manos y logró impedir que su ojo derecho ardiera, pero no pudo librar de ese castigo al izquierdo, que quedó carbonizado.

—¡Padre! ¡Padre! —gritaba Alexia, intentando apagar y alejar las bolas de fuego que se cebaban con el Gran Mago Tenebroso—. ¡Padre!

Desesperada, desenvainó su daga para clavarla en el cuello de Arturo, que había empezado a subir las escaleras. Intentó alcanzarle, pero supo que no lo conseguiría.

Aferrada a los barrotes de un pequeño ventanuco, vio unos segundos después cómo Arturo, montado sobre un dragón, se elevaba sobre la fortaleza, acompañado de una lluvia de mortíferas flechas que intentaban inútilmente impedir su ascenso. Sobrevoló la cúpula de fuego y, después de dar un par de vueltas alrededor de las peligrosas llamas, se dirigió hacia el norte. Alexia, con los ojos nublados por culpa de las lágrimas, le vio alejarse hasta que se convirtió en un punto invisible que se perdió entre las nubes.

XX
BAJO SOSPECHA

ESTOY en el despacho de Adela, sentado en una silla y acompañado por un vigilante armado y un inspector de policía. Me he limpiado la sangre de la ropa y me acaban de dar un refresco.

—Escucha, Arturo, lo que ha ocurrido es muy grave. Tienes que explicarnos con todo detalle lo que ha pasado. Esos tipos nos han contado una historia demasiado increíble para ser cierta; y lo han hecho para confundirnos. Creo que tú eres el único que puede revelarnos la verdad.

—No sé si podré. Ya te he dicho que me dieron un golpe y perdí el conocimiento. Cuando me desperté vi a esos dos tipos sangrando y al otro en el suelo, con la espada en la mano. Entonces subí corriendo.

—El más grandote dice que peleaste a espada con él… Y los otros hablan de un dragón que los atacaba. ¿Qué hay de verdad en lo que dicen?

—Yo creo que ellos pelearon entre sí. Uno decía que había que matarme y los otros no estaban de acuerdo. Discutieron, me golpearon y no sé nada más.

El inspector, que hasta ahora ha estado callado, acerca un poco su silla y me mira fijamente:

—Arturo, ¿puedes explicarnos por qué tenías sangre en los pantalones y en la mano?

—Ya le he dicho que me pegaron, mire cómo tengo la mejilla… Y el labio… Después, se enzarzaron a golpes.

—Claro, pero no encontramos explicación a esas mordeduras del cuello y de la mano de esos hombres. ¿Con qué crees que se las hicieron?

—No tengo ni idea. Ya le digo que yo estaba inconsciente… Cuando me desperté estaban en el suelo y subí corriendo a dar la voz de alarma. No sé nada más.

—Dicen que ese dibujo que tienes en la frente cobró vida y los atacó —añade Adela.

—¡Eso es absurdo! ¿Quién se creería algo así? Son capaces de inventar cualquier cosa para librarse de lo que se les viene encima. Lo único cierto es que habían venido para robar. Las cajas estaban llenas de…

—Sí, pero ¿por qué iban a inventarse una historia tan increíble como la del dragón? Podrían buscarse otra excusa más lógica. Además, cuando los encontramos, estaban aterrorizados.

—Bueno, si han intentado matarse unos a otros, es normal que estén así de nerviosos, ¿no? —explico.

Adela y el inspector se miran. Creo que se han dado cuenta de que no me van a sacar nada más, pero tampoco les han convencido mis explicaciones.

—Está bien, de momento puedes irte, pero es posible que tengas que volver a declarar —me informa el policía—. Vete al médico, por si tienes alguna herida.

—Sí, señor, gracias.

Me levanto y, cuando estoy a punto de salir, el agente me hace una nueva pregunta:

—¿Por qué has bajado al sótano? ¿Alguien te dijo que ahí pasaba algo o fue intuición?

—No, señor. Iba al cuarto de baño y vi que la puerta estaba entreabierta. Así que bajé a ver… Esa puerta está siempre cerrada.

—Ya, bueno, gracias…

Salgo y me encuentro con Metáfora, Norma y mi padre. Me abrazan calurosamente.

—Papá, siento que al final se te haya estropeado la conferencia —me disculpo.

—No te preocupes. Pude terminarla. La pena es que no haya habido cóctel, pero ya lo haremos en otra ocasión. Ahora, lo importante es que te encuentres bien.

—¿Qué tal con la policía? —pregunta Norma—. ¿Has podido aclararles algo? Adela estaba muy preocupada. Se siente culpable por no haberte hecho caso.

—Ella no tiene la culpa. Yo no debería haber bajado solo. Y de todos modos, esos tipos lo habían planificado todo muy bien.

Metáfora me coge de la mano y me limpia un poco de sangre que me quedaba en la comisura de los labios.

—Lo mejor es que descanses un poco —propone—. Te acompañaré a tu habitación para que te acuestes. Mañana hablaremos de todo esto.

—Es una buena idea —dice Norma—. Después de lo que has pasado es mejor que descanses un poco.

—Yo voy contigo —dice mi amiga—. Y si quieres, te puedo preparar una infusión o algo.

—No, no hace falta, de verdad… Creo que necesito dormir.

—Bueno, hijo, hasta mañana. Y no te preocupes de nada, yo me ocupo de los papeleos con la policía y todo lo demás.

—Gracias, papá. Hasta mañana.

Subimos andando hasta el tercer piso. Cuando llegamos a la puerta de mi habitación, nos encontramos con Sombra, que me estaba esperando. Se acerca y me da un abrazo de los suyos.

—Arturo, mi niño, cuánto me alegro de ver que estás bien. Esos salvajes nos han dado un susto de muerte —dice con cariño.

—Gracias, Sombra, no debes preocuparte. Todo ha pasado —le aseguro.

—Yo creo que esto es el principio. Ya ha empezado a correr la voz de que la Fundación está llena de valiosos tesoros y volverán a intentarlo. Los saqueadores no tienen prisa, saben que tarde o temprano obtendrán lo que buscan.

—Bueno, ahora tenemos vigilancia…

—Ya ves de qué ha servido. Si no llega a ser por tu intervención, se lo habrían llevado todo —se lamenta.

—Pero no lo han conseguido. Ahora pasarán mucho tiempo en prisión.

—Arturo se ha portado como un valiente. Ha impedido que esos tipos saquearan el primer sótano… —dice Metáfora.

—Y volverán para saquear el segundo, el tercero… y todo lo que puedan —afirma Sombra.

Sombra, ahora necesito descansar —digo—. Hablaremos mañana, si quieres.

Me coge la cabeza con las dos manos y me da un beso en la frente, sobre las cejas, en el lugar exacto en que se encuentra la cabeza del dragón.

—Gracias por tu ayuda —añade—. Eres un gran vigilante.

Vemos cómo se retira escaleras abajo y nosotros entramos en mi habitación. Me acerco al espejo del baño y me lavo los últimos restos de sangre que aún quedan sobre mi rostro. Me peino y me siento frente a Metáfora, que se ha acomodado sobre el borde de mi cama.

—Uf, estoy agotado. Creo que voy a dormir durante dos días seguidos.

—¿Has visto lo que ha hecho Sombra?

—Sí, me ha dado un beso en la frente. A veces lo hace…

—Te ha dado un beso sobre el dibujo del dragón y le ha dicho que es un buen vigilante.

—Oye, no digas tonterías. No se lo ha dicho a él, me lo ha dicho a mí. Es su forma de darme las gracias por defender los bienes de la Fundación. Todo lo que hay en los sótanos le pertenece.

—Te digo que se lo ha dado al dragón y ha hablado con él.

—Bueno, no vamos a discutir por un malentendido…

—Ahora no podrás negar que el dragón ha cobrado vida y ha hecho de las suyas. Esto no es como lo de Jazmín y lo de Horacio.

—Por favor, Metáfora, no insistas… Esos tipos se han inventado todo esto para intentar escapar de la policía. Ya ves que no recuerdan nada de lo que pasó salvo que un dragón los atacó… ¡Qué casualidad!, no se acuerdan de lo que no les conviene.

—Claro, igual que tú. Parece que tampoco recuerdas lo que ocurrió.

—Es que yo perdí el sentido.

—Claro, y yo me chupo el dedo.

A veces se pone un poco pesada, por eso le hago notar que no voy a contestar a sus extrañas preguntas. Es lo mejor para todos.

—Yo no salgo de aquí hasta que me cuentes lo que sucede con ese dragón —insiste—. Lo digo en serio.

—Mira que eres cabezota.

—Lo que no soy es idiota. Cuéntame lo que pasa con ese dibujo.

—¡Y yo qué sé! Estoy empezando a pensar que esa tinta tiene algunas propiedades alucinógenas que hacen ver visiones a los que lo miran fijamente. Por eso creen que cobra vida, cuando en realidad es un efecto visual… Nada más.

—Eso está bien para contarlo en un programa de televisión, pero conmigo no cuela —dice un poco enfadada.

—¿Ah, no? Anda, ven, acércate y míralo fijamente, ya verás como dentro de un rato tendrás la impresión de que está vivo y de que te va a devorar.

—¡Eres insoportable! ¡Me preocupo por ti y solo se te ocurre burlarte!

—Lo siento, Metáfora, de verdad, pero es que te pones muy pesada con esa historia. Te aseguro que no hay nada. Es solo un dibujo inofensivo que me amarga la vida y del que todo el mundo se burla.

—Ojalá pudiera creerte, pero he visto el estado de esos dos hombres que aseguran que les ha atacado un bicho que salió de tu frente.

—Pues créeme a mí mejor que a ellos. Recuerda que son ladrones… Y ahora, de verdad, déjame dormir, que se me están cerrando los párpados.

—Bien, hasta mañana, pero no creas que me has convencido. Sé que me ocultas algo —asegura—. Y averiguaré qué es.

Cuando sale de mi habitación, me pongo el pijama y me tumbo sobre la cama, absolutamente agotado. Me paso la mano sobre la frente y acaricio el dibujo. Noto que el cuerpo me pica pero no quiero ver cómo las letras emergen sobre mi piel. Creo que esta noche voy a tener sueños muy intensos.

XXI
ARQUIMAES, ÉMEDI Y ARTURO

ARTURO, que estaba recuperando la memoria, recordó claramente que Alexia le había dicho que Arquimaes se había refugiado en el castillo de la reina Émedi, pero no podía estar seguro de que aún permaneciera allí. Solo había una forma de comprobarlo.

Dirigió el vuelo del dragón hacia el norte con la intención de reunirse con su amigo Arquimaes. «Si está allí, le encontraré», pensó.

El dragón siguió las órdenes de Arturo, que supo manejarlo con firmeza a pesar de no haber montado jamás sobre uno de estos espectaculares animales. Cruzaron algunas nubes bajas que amenazaban tormenta y remontaron el vuelo para huir de unos extraños pájaros de afilado pico, posiblemente enviados por Demónicus, que salieron a su encuentro justo antes de entrar en las montañas nevadas, y que les persiguieron durante un buen trecho hasta que se agotaron y se perdieron.

Atravesaron el desfiladero que los llevaba a las llanuras emedianas mientras una terrible tormenta eléctrica descargaba sobre ellos. Soportaron el intenso calor de los bosques incendiados, que despedían un poderoso fuego, pero consiguieron alcanzar su objetivo.

Arturo no conocía con exactitud el emplazamiento del castillo de Émedi, solo sabía que estaba al norte, muy al norte. El dragón perdió las pocas fuerzas que le quedaban cuando Arturo distinguió a lo lejos la silueta del castillo y cayó al suelo casi de golpe. Arturo rodó por el polvo y estuvo a punto de partirse la cabeza con una gran piedra que se interpuso en su camino, pero se libró milagrosamente. La suerte estaba de su lado… O quizá las letras de su pecho tuvieran algo que ver. Lo cierto es que ni siquiera tuvo tiempo de confirmarlo, pero sí sintió una fuerza que le apartaba de su trayectoria.

El dragón de Demónicus estaba exhausto. Era un buen dragón que le había rendido un gran servicio. Le acarició dulcemente la cabeza y le acompañó en sus últimas exhalaciones. Arturo sintió una enorme furia al recordar los horrores que había visto en aquel castillo. El odio hacia Demónicus creció en su interior como la lava de un volcán. Aun así, no dejaba de sentir un gran atracción por Alexia, a pesar de sus crímenes.

—¡Maldito hechicero! —exclamó, apretando el puño—. ¡Yo te detendré! ¡Impediré que sigas torturando a la gente! ¡Impediré que sigas convirtiendo a los seres humanos en bestias!

El dragón cerró los ojos, inspiró por última vez y murió entre convulsiones.

Arturo se dirigió hacia el castillo que se dibujaba en el horizonte, sobre el cielo grisáceo y luminoso, como una señal esperanzadora que le proporcionaba seguridad. La fortaleza tenía una gran torre que sobresalía sobre la sólida muralla y estaba acompañada de otras cinco torres circulares de menor tamaño, pero más robustas. Sobre todas ellas flotaban estandartes blancos que se dejaban mecer por el ligero viento.

Apenas había caminado un par de kilómetros, cuando una patrulla de seis hombres se cruzó en su camino, cortándole el paso.

—¿Adónde vas, muchacho? —preguntó el oficial—. Estás en las tierras de la reina Émedi y queremos saber qué buscas aquí.

—Soy amigo de Arquimaes, el alquimista. Me han dicho que se encuentra en compañía de vuestra señora. Voy a su encuentro. Tengo que hablar con él.

—¿Cómo sabemos que de verdad es amigo tuyo?

—Arquimaes es mi maestro. Tiene una barba no demasiado larga, la nariz aguileña y los ojos negros y profundos… Y una voz serena y tranquilizadora.

—Te escoltaremos hasta el castillo. Espero que no nos hayas engañado —advirtió el oficial—. Lo pagarías caro.

Arturo se encaramó a la grupa del caballo de uno de los hombres que le tendió el brazo y le ayudó a montar. En pocos segundos, cabalgaba hacia el castillo con los soldados.

* * *

Morfidio entró en su habitación con la espada ensangrentada. Acababa de matar a uno de los caballeros que se había atrevido a tocar su corona. Le había enfurecido tanto que le había clavado la espada hasta la empuñadura. Ahora era rey y quería demostrar a todos que tenía poder absoluto.

—¡Maldito traidor! —exclamó, rojo de ira—. ¡Quería ocupar mi lugar!

Se sentó ante el gran espejo que había mandado colocar en su habitación y se quedó observando su imagen, quieto como una estatua, mientras sujetaba una copa de vino.

Con la mano aún temblando, suspendida en el aire, su penetrante mirada observó atentamente a su doble en el cristal. Durante unos instantes pareció que iba a enzarzarse con él, pero no ocurrió nada. Desde hacía algún tiempo se había vuelto muy desconfiado. Tenía accesos de ira que no podía controlar y solo le calmaba la sangre. Por eso, cada día necesitaba matar a alguien. Sus hombres de confianza no se atrevían a decirle que la gente le temía y que todos los que podían evitarle lo hacían.

—Mataré a todo aquel que intente quitarme mi corona —murmuró, mirándose fijamente en el espejo—. ¡No tendré piedad con los traidores! ¡Sé muy bien que quieren ganarse mi confianza para clavarme un puñal mientras duermo!

Tomó un trago de vino y, durante un instante, pareció que la lucidez había vuelto a su mente. Recordó que antes no pensaba de esta manera. Y llegó a creer que algo o alguien le había embrujado.

—¡Arquimaes! —exclamó de repente—. ¡Ha sido él! ¡Quiere volverme loco! ¡Ahora lo comprendo todo! ¡Estoy embrujado!

Sujetó la espada con fuerza y lanzó la hoja de doble filo contra el espejo, haciéndolo añicos.

—¡Te mataré, maldito brujo! ¡Quieres volverme loco, pero te mataré antes de lo que imaginas! ¡Maldito alquimista! ¡Ahora comprendo que ese descubrimiento secreto era una brujería para matarme!

Con los cientos de trozos de cristal esparcidos a sus pies y sin nadie para enfrentarse, su mente volvió a caer en el pozo de locura que últimamente le atenazaba. Morfidio se estaba volviendo loco y no podía hacer nada para impedirlo.

—Y a ti, Arturo… ¡A ti, que me humillaste, también te mataré!

* * *

Arturo se lanzó a los brazos de Arquimaes, que le recibió con una inmensa alegría. Los dos se quedaron entrelazados durante unos instantes, sin decir una sola palabra. La respiración agitada del alquimista y los fuertes apretones de Arturo les hizo saber que lo que sentían el uno por el otro era algo más que un mutuo afecto. La reina Émedi, que no perdió detalle desde la distancia, comprendió que Arturo y Arquimaes eran uno solo.

—Creía que no volvería a verte —dijo Arquimaes, emocionado—. Crispín me dijo que habías decidido irte con Alexia y temí que te hubieras pasado al bando de Demónicus… Junto a su hija…

—Estuve a punto —reconoció Arturo—. Durante un tiempo me convencieron de que ese mundo era el mío. Pero la razón volvió a mi alma y he escapado. Mi sitio está aquí, con mi maestro.

—Ahora estamos bajo la protección de la reina Émedi —confesó Arquimaes—. Nos dará todo lo que necesitemos para llevar a cabo nuestro proyecto.

—He visto los dibujos. He comprendido muchas cosas —reconoció Arturo.

—Ya hablaremos de eso, ahora quiero que conozcas a la reina, mi salvadora, mi protectora…

Arturo se acercó a Émedi y se arrodilló. Pero ella, con un gesto de la mano derecha, le invitó a levantarse.

—En mi reino nadie se arrodilla —dijo dulcemente—. Y menos un amigo de Arquimaes.

—Soy vuestro servidor —dijo Arturo.

—Soy reina, pero no tengo esclavos.

—Queremos hacer un país de hombres libres —dijo Arquimaes—. Este reino será un reino de justicia.

—Os dejaré que habléis a solas —dijo la reina, dirigiéndose hacia la puerta—. Esta noche cenaremos juntos y podremos compartir nuestros sentimientos.

Arquimaes puso las manos sobre los hombros de Arturo y le dirigió una sonrisa amistosa.

—Salgamos al jardín y hablemos. Estoy deseando saber qué te ha ocurrido desde que nos separamos.

—Me temo que traigo malas noticias —dijo Arturo—. Creo que Demónicus nos atacará con todas sus fuerzas… por mi culpa.

—Hace tiempo que quiere apropiarse de este reino. Quiere implantar un mundo de magia oscura para apoderarse de todo el continente. No es culpa tuya —le tranquilizó Arquimaes.

—Es que… le he herido. Ha jurado venganza y vendrá a buscarme. Debo esconderme, solo he venido a despedirme.

—¿Crees que te voy a dejar solo? Ni lo sueñes, amigo. Te quedarás aquí y le haremos frente. Ya es hora de oponerse a ese bárbaro. La hechicería ha dañado al mundo de forma terrible. Ha llegado el momento de acabar con esta situación.

—¿Cómo lo haremos? Posee muchos hombres armados y bien entrenados, dragones asesinos y bestias horribles…

—¡Formaremos un ejército! ¡Un ejército de valientes caballeros y poderosos soldados! ¡Lucharemos hasta la muerte y venceremos! ¡Ya lo verás!

—¿De dónde sacaremos a esos caballeros? La reina Émedi apenas tiene soldados para defender su castillo. Y nadie vendrá en nuestra ayuda.

—La reina Émedi y yo queremos formar un reino justo. La voz está corriendo y pronto vendrá gente en nuestro apoyo. Son muchos los que desean apoyar la justicia y la ciencia y acabar con la tiranía y la hechicería. El pueblo está harto de brujería. Encontraremos lo que necesitamos, ya lo verás.

Arturo se disponía a responder cuando una voz conocida le interrumpió.

—¡Arturo! ¡Arturo, soy yo!

—¡Crispín! ¡Crispín, amigo mío!

Los dos muchachos se abrazaron con tal fuerza que estuvieron a punto de caer al suelo. Arquimaes los observó con serenidad y sintió que el calor de la amistad podía ayudar mucho a Arturo.

—¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí? —preguntó Arturo—. ¿Cómo lograste salir de aquella ciudad infernal?

—Escapé de casualidad. Me uní a unos mercaderes que me trajeron hasta aquí. La verdad es que creía que habías muerto. Vi cómo los soldados te tiraban flechas y me pareció que una te alcanzaba. Te perdí de vista entre el humo.

—Conseguimos escapar —dijo Arturo.

—¿Alexia también?

—Sí. Caí herido y me salvó la vida. Después fuimos hasta el castillo de su padre y pude recuperarme. Ayer me escapé después de herir gravemente a Demónicus, que ahora vendrá a buscarme para matarme.

—¿Crees que habrá guerra? —preguntó Crispín.

—Seguro. Querrá vengarse y aprovechará para conquistar las tierras de la reina Émedi.

—¡No le dejaremos!

—¡Estaremos a tu lado! —añadió Arquimaes—. ¡La reina te nombrará caballero!

—Y necesitarás un escudero de verdad. ¡Por fin voy a entrar en batalla! —dijo Crispín, como si se tratase de un juego de niños.

—Una guerra no es un juego —advirtió Arquimaes—. Morirá mucha gente.

Los tres se miraron con preocupación. En las guerras mucha gente muere y los huérfanos las recuerdan toda su vida con horror.

XXII
EL MUSEO DE LAS LETRAS

METÁFORA y yo hemos quedado con Patacoja en el Museo del Libro, un lugar bastante oscuro en el que hay poca gente y donde podemos hablar tranquilamente. Estamos deseando comentar el asalto a la Fundación, que ha sido muy raro.

Después de pasar los controles de vigilancia, en los que hemos tenido que cruzar bajo el arco detector de metales, entramos en la gran sala de exposiciones, que está en la planta baja. El ambiente es inquietante debido al extraordinario silencio que nos envuelve y la iluminación, que ayuda a crear una atmósfera misteriosa.

En las paredes hay vitrinas empotradas que muestran algunos ejemplares especiales, entre los que hay una Biblia escrita en tres idiomas, pergaminos más antiguos que los que tenemos en la Fundación y muestras de alfabetos rúnicos, románicos y medievales. Hay también algunos expositores en el centro del pasillo con objetos de escritura casi prehistóricos que demuestran que los seres humanos empezamos a escribir casi al mismo tiempo que a hablar. Son dos cosas que nos ha costado mucho trabajo aprender y que, milagrosamente, al cabo de tantos siglos, nos permiten transmitir nuestros pensamientos y emociones a personas a las que no conocemos, aunque pertenezcan a siglos diferentes.

—He leído en la prensa gratuita que eran tres —dice Patacoja—. Y que los han detenido.

—Eran cinco. También estaban el conductor y un mozo de carga, pero huyeron en la furgoneta en cuanto vieron que las cosas se complicaban —explico—. Yo los vi antes de bajar al sótano.

—Ya os dije que era una banda muy peligrosa —me recuerda.

—Tenían una pistola y casi le matan de un tiro —añade Metáfora—. Su vida ha corrido peligro.

—No podía dejar que se llevasen nuestro tesoro. Tuve que actuar.

—Pusiste tu vida en peligro. Tenías que haber avisado a la jefe de seguridad, que para eso la tenéis. La próxima vez, ten más cuidado —me advierte el mendigo arqueólogo—. Esa gente no se anda con tonterías.

—Tienes razón.

—¿Qué intentaban llevarse?

—Eso es lo que me preocupa. Lo habían planeado todo para bajar al primer sótano y apropiarse de lo mejor. Espadas y escudos de caballeros, forjados con las mejores técnicas. Material que vale mucho dinero. No lo comprendo.

—Hombre, no iban a entrar para llevarse un florero, ¿no? —dice.

—Lo que quiero decir es que poca gente sabe que el primer sótano contiene esas joyas históricas. Y los pocos que lo sabemos somos todos de la Fundación.

—Menos el general. Él no es de la Fundación —añade Metáfora.

Nos detenemos ante una vitrina sobre la que hay una inscripción que dice: La escritura es una tecnología tan antigua como la Humanidad que ha permitido el desarrollo del pensamiento. Detrás, para avalar esta afirmación, hay un pergamino egipcio tan antiguo que, sí alguien soplara, se desharía en pedazos.

—¿No pensarás que el general ha informado a los asaltantes, verdad? —pregunto.

—No, solo digo que él sabe todo lo que hay en esos dos sótanos —se defiende ella—. No digo nada más.

—En este asunto no nos podemos fiar de nadie —advierte Patacoja—. No debemos descartar ninguna posibilidad. Lo único cierto es que estos tipos sabían perfectamente dónde estaban los objetos más valiosos. Y alguien se lo ha tenido que contar.

—O nos han espiado —le corto—. Es posible que alguien haya descubierto por algún sistema lo que muy pocos sabemos. Ahora hay muchas técnicas de escucha y de vídeo.

—¿Ya nos estamos montando una película de espías? —protesta Metáfora.

—Arturo tiene razón. Ahora hay maneras de saber hasta lo que pensamos. Hay formas de pinchar teléfonos, de grabar imágenes a distancia, de escuchar a través de las paredes… Sistemas que se venden en tiendas y que cualquiera puede comprar… Por eso no podemos descartar nada.

Seguimos nuestro recorrido y llegamos a una zona más oscura, en la que hay diversas ediciones de El Quijote en varios idiomas. Miramos los libros con curiosidad, ya que ver una obra universal en caracteres que no conocemos tiene su interés. Otro milagro de la escritura. La imprenta fue uno de los mejores inventos del mundo.

—Ahora lo que me preocupa es que vuelvan al ataque —digo.

—Eso no se puede descartar. Ya saben que la Fundación está repleta de objetos valiosos y no cejarán hasta conseguir lo que desean.

—No hay nada que temer —dice Metáfora—. No creo que lo intenten desde la cárcel.

—No te fíes. Esas bandas tienen muchas ramificaciones. Los que caen en manos de la policía son inmediatamente sustituidos por otros —explica Patacoja, que parece conocer muy bien ese mundo—. Tienen lista de candidatos. Es como un casting de esos que ahora están de moda. Seguro que se reorganizarán y volverán al ataque.

—Pues menudo problema.

Hemos llegado al fondo de la sala y ahora la oscuridad es total. Hay ejemplares extraordinarios de libros y pergaminos.

—Pero también hay algo que me preocupa, algo a lo que no he dejado de dar vueltas —digo.

—¿Tus sueños? ¿Te siguen preocupando? —pregunta Metáfora, dando una zancada para acercarse a otra vitrina—. ¿Todavía sigues con eso?

—No, pienso en algo que me dijo Sombra el otro día… Habló de las profundidades de la Fundación. No sé a qué se refería… ¡Las profundidades de la Fundación!

—A lo mejor habló en sentido figurado, ya sabes. A lo mejor se refería a los secretos, a su historia… —explica Metáfora.

—Pero también pudo referirse a las profundidades de los sótanos… —dice Patacoja—. ¿Cuántos sótanos tiene ese edificio?

—Tres sótanos —respondo categóricamente—. Hay tres niveles bajo el suelo.

—Tres sótanos permiten hablar de profundidades —afirma Patacoja—. En arqueología, eso es mucho. Tres niveles pueden esconder muchos secretos…

—Tengo el presentimiento de que en el tercero hay algo secreto… Algo muy secreto… Una noche vi a papá y a Sombra bajar. Luego, cuando les pregunté, lo negaron y cuando insistí, le quitaron importancia. Quizá Sombra se refería al tercer sótano.

—Puedes intentar bajar un día, cuando no estén.

—Pero necesitaré una llave para entrar. No sé si seré capaz de encontrarla. La guardan muy bien…

—Hombre, una llave no es un gran problema. Durante toda mi vida he abierto todo tipo de puertas. No hay cerradura que se me resista.

—¿Podrías ayudarme a entrar?

—¡Ayudarnos! —me corrige Metáfora—. ¡Yo también quiero bajar!

—Oye, chico, eso es más complicado. Una cosa es trabajar en secreto para ti y otra es cometer un delito de allanamiento.

—No es un delito, es un trabajo que te encargo. ¡Y te lo pagaré aparte!

—Bueno, eso ya es otra historia —admite—. Puedo intentarlo.

Hemos hecho casi todo el recorrido y estamos a punto de salir. Me doy cuenta de que hay pocos visitantes, lo que me apena bastante.

—Entonces cuento contigo. Ya te avisaré cuando vea que tenemos una buena oportunidad. Estoy deseando ver qué hay en ese sótano.

—Espero que no sea ninguna sorpresa desagradable —dice Metáfora.

—Serán restos históricos, seguro —dice Patacoja—. Y os ayudaré a disfrutar de ellos. Todo lo que tiene que ver con arqueología es pan comido para mí.

Salimos a la calle y nos encontramos con una cascada de luz que nos deslumbra. Después de tanto rato en la penumbra, los ojos necesitan habituarse al cambio.

* * *

—Hola mamá, aquí estoy otra vez. Vengo mucho a verte porque desde hace un tiempo no dejan de pasar cosas sorprendentes. El otro día estuve a punto de morir. Unos tipos asaltaron la Fundación para llevarse algunos objetos de valor del sótano. Los descubrí y tuve que luchar para impedir que se salieran con la suya. También para defender mi vida. No se lo he dicho a nadie, pero reconozco que, a pesar del susto que me llevé, me gustó luchar para defender lo que es mío. Por primera vez en mi vida tuve que enfrentarme a una grave situación, y lo hice. No me porté como un cobarde y encontré el valor suficiente para luchar como un caballero medieval, como el que aparece en mis sueños.

Guardo silencio durante unos segundos, mientras me paso suavemente los dedos por la frente.

—También ha pasado otra cosa que quiero contarte, aunque lo he mantenido en secreto ante todo el mundo, incluso ante papá. Es difícil de explicar, pero… alguien me socorrió. ¿Recuerdas que hace poco te pregunté por el dragón? Pues vino en mi ayuda. Noté cómo revivía y salía de mi piel para atacar a uno que me estaba pegando. Le mordió en el cuello y casi lo devora. Yo sabía que ese dibujo tenía algunos poderes, pero, esa noche, comprendí que es excepcional. No sé quién me lo puso en la frente, pero gracias a él estoy vivo. Decían los medievales que los dragones poseían una fuerza extraordinaria, pero nunca hubiera imaginado hasta qué punto. Con todo lo que he leído sobre ellos, ahora empiezo a comprenderlos. Son fieles y valientes y sirven a causas nobles. Ya sé que hay también dragones malvados, pero tengo que pensar que lo son porque alguien les obliga a comportarse con maldad. No creas que estoy asustado. Después de lo que soporté el día del asalto, creo que he perdido el miedo. Creo que ya me estoy haciendo un hombre.

Me levanto, me acerco al cuadro y lo acaricio.

—Dentro de unos días bajaré al tercer sótano acompañado de Patacoja y de Metáfora. Ha llegado el momento de descubrir qué hay ahí abajo. He tenido un extraño presentimiento… Tengo la sensación de que me pides que baje, creo que tú quieres que entre en ese sótano… Siento tu llamada, mamá. Creo que poco a poco voy comprendiendo lo que pasó aquella noche en el desierto, cuando entregaste tu vida… a cambio de la mía.

FIN DEL LIBRO CUARTO