I
LA ABADÍA DEL FIN DEL MUNDO

ARTURO y sus compañeros divisaron la torre mayor de Ambrosia con mucho esfuerzo. Los abundantes copos de nieve les impedían ver con claridad. La intensa nevada les obligaba a avanzar con tanta dificultad que los caballos estaban al borde de la extenuación, igual que ellos. Parecían muñecos de hielo que se deslizaban con desgana sobre el manto nevado.

La abadía apenas se diferenciaba del paisaje que la rodeaba. Estaba tan integrada en la estepa nevada que daba la impresión de haber nacido con ella. Ambrosia era la abadía más antigua, escondida y solitaria de cualquier reino conocido, y poca gente estaba al corriente de su existencia. Eran tan pocas las personas que acudían a visitarla que nadie sabía exactamente a qué se dedicaban los monjes que la habitaban. Los campesinos de la región se habían olvidado de ella debido a que apenas necesitaba alimentos del exterior, ya que se autoabastecía perfectamente gracias a la espléndida huerta que los monjes cultivaban con esmero. Además, los monjes copiaban libros y pergaminos por encargo de algunos reyes. Entre estos soberanos se encontraba la reina Émedi, que los recompensaba con generosidad.

Solo algunas caravanas de comerciantes que se atrevían a cruzar las montañas intercambiaban algunos productos necesarios como sal, aceite y algunas simientes. Para los monjes, Ambrosia era un paraíso aislado del mundo. Un paraíso al que poca gente accedía.

Arturo, Alexia y Crispín habían oído hablar vagamente de ésta abadía, pero únicamente Arquimaes la había visitado. La gente solía pensar que era un lugar imaginario.

—Así que Ambrosia existe —susurró Arturo—. La leyenda es real.

—Todas las leyendas lo son —respondió el alquimista—. Aquí tienes la prueba. Ambrosia es la más extraordinaria abadía del mundo civilizado, aunque nadie la conozca. Entre sus paredes están los mejores tesoros.

—¿Hay oro? —preguntó Crispín—. ¿Y joyas?

—No, muchacho, libros. Miles de libros caligrafiados por los monjes. Te asombrará descubrir la habilidad que tienen para dibujar letras sobre los pergaminos. Son verdaderos artistas. Sus obras son auténticos tesoros. Escriben y dibujan con la misma facilidad.

—Será vuestra tumba —auguró Alexia—. En ella perderéis la vida. Ahí no hay más que maldad y oscuridad. Los libros son manipuladores y confunden la razón de los hombres. Y estos escribientes alimentan la oscuridad para que unos pocos puedan gobernar.

—Te equivocas —la corrigió Arquimaes—. Ambrosia es fuente y guardiana de conocimientos. De ella se nutren los más ilustres hombres de nuestro tiempo. De ahí salen casi todos los textos y libros que ilustran a nuestros sabios. Ambrosia es un manantial de conocimientos.

—¿Libros? ¿Qué es eso? —preguntó Crispín—. ¿Eso es comida?

—Es comida para la inteligencia —explicó el sabio—. Es el mejor alimento del mundo.

—Libros llenos de patrañas —escupió Alexia—. Artilugios que solo sirven para confundir a la gente. Mi padre me ha enseñado a no creer en ellos. Él los conoce bien y sabe que solo contienen falsedades.

—¿Qué tienes contra los libros, Alexia? —preguntó Arturo—. ¿Por qué los odias tanto?

—Contienen las mayores mentiras del mundo. Están escritos por gente sin escrúpulos, que miente, que engaña y que quiere el poder para si misma. ¡Los libros convierten la mentira en verdad! ¡Por eso son peligrosos! ¡Nublan el pensamiento de la gente sencilla! ¡Son perversos! ¡Odian la hechicería y la magia!

Arquimaes dejó la discusión y prestó atención al camino que apenas se veía entre la nieve. Corrían el peligro de salirse de él y que algún caballo tropezara o cayera en un hoyo y se partiera una pata. Por eso se guió por los postes de madera que señalaban sus límites y que apenas mostraban una pequeña parte, pero suficiente para mantenerse en la senda.

Cuando por fin llegaron ante los muros, se encontraron con las puertas cerradas a cal y canto. El viento y la nieve les azotaban el rostro y las manos hasta el punto de que apenas podían sujetar las bridas. Y eso que llevaban envueltos en paños y pieles las manos y los pies. Crispín y Arturo, poco habituados a estas bajas temperaturas, empezaban a sentir los primeros síntomas de congelación.

Arquimaes se acercó y empezó a golpear la puerta de madera con todas sus fuerzas. Sin embargo, a pesar de su empeño, la puerta permaneció cerrada. Seguramente, los encargados de vigilar la entrada estaban calentándose junto a algún fuego y habían abandonado sus obligaciones.

El sabio llegó a la conclusión de que tal vez no le abrirían hasta varias horas más tarde y que, para entonces, ya habrían muerto de frío. Lamentó de nuevo haber hecho el juramento de no volver a utilizar la magia. Sin embargo, sus vidas corrían peligro y necesitaban la ayuda de sus poderes. Observó que sus tres compañeros de viaje estaban paralizados por el frío y tomó una decisión.

Hizo dar media vuelta a su caballo y se separó de la puerta; entonces, levantó los brazos hacia el cielo, invocó fuerzas misteriosas que solo él conocía y les pidió ayuda. Pocos segundos después, la nieve se arremolinó y una poderosa fuerza mágica en forma de viento huracanado se lanzó contra la puerta y la abrió de golpe hacia dentro, rompiendo la gruesa traviesa de encina que la mantenía cerrada.

Arquimaes usó sus últimas fuerzas para obligar a los caballos de sus amigos a entrar en el monasterio. Seguidamente se bajó del caballo y entró en una estancia en la que brillaba una luz amarillenta que procedía de una fogata; se encontró de frente con dos monjes que le confundieron con un fantasma, debido a su aspecto blanquecino y a su espectacular aparición.

—¿Quién eres? —preguntaron a la vez—. ¿Cómo has llegado aquí?

—Me llamo Arquimaes y necesito ayuda.

—Arquimaes murió hace tiempo. Eres una aparición.

—No, creedme. Soy Arquimaes el alquimista —dijo antes de caer al suelo de rodillas—. Necesitamos ayuda.

Uno de los monjes por fin lo reconoció.

—¡Arquimaes!… Creíamos que habías muerto. Nos dijeron que tu propia magia había acabado contigo.

—Aún no. Necesito vuestra ayuda… Y mis compañeros también. Socorredlos antes de que mueran —susurró mientras caía inconsciente al suelo.

* * *

Cuando los caballos pisaron la nieve, el conde Morfidio sonrió con satisfacción. Oswald espoleó su montura, se le acercó y le hizo una pregunta:

—¿Estás seguro de que estamos en el buen camino, conde?

—No te quepa duda, Oswald. Sé perfectamente dónde se encuentran.

—Si te equivocas y no rescatamos a Alexia, nuestra vida correrá un gran peligro. Sobre todo la tuya.

—No tengas miedo. Te garantizo que la recuperarás antes de lo que piensas. Ya tendrás tiempo de darme las gracias.

—Ojalá sea así. Si me engañas, Morfidio, juro que te mataré.

—Eso será si yo me dejo, estúpido. Aún no sabes de lo que soy capaz. Recuerda que entre nosotros hay una gran diferencia: yo soy un noble, mientras que tú provienes de la escoria.

—Has perdido tus propiedades y tu ejército. Has dejado de ser lo que eras porque nadie cree en ti. Ni siquiera tú mismo —se burló Oswald—. Lo próximo que puedes perder ya es la vida, lo único que te queda.

Los hombres se cubrieron con mantas y pieles, ya que el frío empezó a azotar sus cuerpos. Los caballos redujeron la marcha a causa de la nieve, y Morfidio decidió que, a partir de ahora, iría siempre detrás del sanguinario Oswald. Acababa de darse cuenta de que su vida realmente corría peligro.

* * *

Cuando Arquimaes abrió los ojos se encontró en una oscura y estrecha habitación desangelada, en la que apenas había muebles. Arturo y Crispín estaban cerca de la chimenea, frotándose las manos para intentar entrar en calor.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —preguntó el sabio.

—Un día —respondió Crispín—. Has dormido profundamente.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Arturo—. ¿Quieres comer algo? Aquí hay un poco de pan, queso, vino y fruta.

Arquimaes se incorporó y se acercó a la mesa. Después de observar con atención los alimentos que los frailes habían dejado, cortó un trozo de pan y se lo llevó a la boca.

—¿Qué ha pasado durante este tiempo? —quiso saber.

—Nos han dejado descansar y nos han dado de comer —explicó Arturo—. Han dicho que vendrían más tarde para ver cómo estabas.

Arquimaes notó dolor en la espalda y se pasó la mano por ella, pero Arturo le aconsejó que no lo hiciera.

—No te frotes. Te han curado las heridas y te han puesto algunas hierbas y ungüentos para cicatrizar las llagas que aún tienes abiertas. Las torturas de Demónicus te han dejado huella.

—¿Quién me ha curado?

—El hermano Hierba —respondió Crispín—. Es un hombre muy simpático. Y te ha cuidado como un padre cuida a su hijo.

Más tarde, después de comer, Arquimaes empezó a sentirse mejor. Se dio cuenta de que su salud empezaba a mejorar. Había recuperado sus fuerzas y recobrado el ánimo.

—¿Y Alexia? —preguntó el sabio—. ¿Qué ha sido de ella?

—La han llevado al edificio de los siervos —explicó Arturo—. Allí la cuidarán.

—Espero que no se le ocurra escapar —deseó—. Nos traería problemas. Ojalá no descubran su verdadera identidad. Por aquí no aprecian a su padre.

—Nadie puede salir de aquí —dijo Crispín—. Estamos aislados del mundo. Nadie entra, nadie sale… Y el que sale no puede sobrevivir en estas montañas.

—Alexia tiene muchos recursos —advirtió el sabio—. La brujería y la magia pueden ayudarla más de lo que creemos.

—Sus trucos no le servirán de nada ahí fuera —añadió Crispín, convencido de sus palabras—. Sus argucias no le pueden proporcionar alimento. Los trucos de magia no siempre funcionan.

—¿Ah, no? —dijo Arquimaes, antes de morder un buen trozo de queso—. ¿Qué sabes tú de los poderes de la magia?

—Que son falsos —respondió categóricamente el joven—. Más falsos que las palabras de Benicius.

Antes de que el alquimista pudiera responder, alguien golpeó la puerta, pidiendo permiso para entrar. Crispín dio un salto y abrió rápidamente.

—Pasa, hermano Hierba —dijo, apartándose para dejar entrar al monje—. El alquimista ya se ha levantado.

—Espero que te encuentres mejor —deseó el monje, acercándose a Arquimaes—. Rezamos para que recobres pronto la salud.

—Gracias, hermano —dijo Arquimaes, agradecido—. Me encuentro mucho mejor. Tus cuidados han surtido efecto, como siempre.

Los dos hombres se fundieron en un abrazo fraternal.

—¿Os conocéis? —preguntó Arturo, un poco desconcertado.

—Soy su hermano menor —dijo el hermano Hierba—. Ahora iremos a ver a nuestro hermano mayor, que está deseando verte.

—¿Hermano? ¿Sois hermanos? —preguntó Crispín con incredulidad.

—Desde que nacimos —respondió Arquimaes—. Somos varios hermanos que buscamos el mismo destino.

—Ellos son monjes y tú eres alquimista y sabio —dijo Crispín—. No sois iguales y no podéis tener el mismo destino.

—Arquimaes fue monje durante años —explicó el hermano Hierba—. Hasta que decidió dedicarse a la medicina, o a la magia, según se mire.

—A la ciencia —afirmó categórico Arquimaes—. Me dedico a la ciencia y a la alquimia. Y eso nada tiene que ver con la magia.

El hermano Hierba le miró de reojo, como haciendo un reproche que los dos jóvenes no entendieron, pero que despertó su curiosidad. Era evidente que entre los dos hombres había un poso de resentimiento que procedía del pasado.

—Bajemos a ver a nuestro hermano Tránsito. Está deseando hablar contigo.

—Espero que ya no esté enfadado conmigo —dijo Arquimaes.

—Todavía no te ha perdonado que abandonaras la orden, pero te quiere. Intenta no discutir con él y todo irá bien.

—Si él no quiere, no habrá problemas.

—Los dos sois unos cabezotas. No permitiré una voz más alta que otra —advirtió el buen hombre—. No quiero veros discutir más. Ya habéis tenido bastantes problemas y habéis estado separados demasiado tiempo. Tenéis que recordar que sois hermanos, y los hermanos no pelean.

Antes de salir de la habitación, Arturo lanzó una mirada hacia las montañas. El cielo estaba cubierto de nubes y se dio cuenta de que se avecinaba una tormenta. «Tendremos que permanecer una buena temporada aquí», pensó.

II
LA CAÍDA DEL MURO

LAS cosas han empeorado en el instituto. Mercurio se comporta de forma más prudente después de que el director le llamara la atención. Aunque me saluda cordialmente, noto una cierta distancia, y eso me entristece. Tengo la sensación de haber perdido un amigo.

Llevo todo el día aguantando burlas y miradas de los amigos de Horacio. El ambiente se está cargando mucho y noto que me están buscando las cosquillas, aunque hago lo posible por ignorarlos.

—No les hagas caso —me pide Metáfora—. Ocúpate de lo tuyo y olvídate de ellos. Te están provocando para que entres en su juego.

—Venga, vale. Te voy a hacer caso, para que luego no digas que no te escucho. Pero esto pinta muy mal. No dejan de desafiarme.

Ahora toca Historia y Sofía, la profesora, nos habla de la construcción de castillos y de los arquitectos que los idearon.

—Los castillos no se construyen solos —explica—. Costó mucho diseñarlos y mucho más construirlos. Aunque, curiosamente, parece que era más fácil destruirlos.

Proyecta algunas diapositivas y nos muestra varios ejemplos de castillos medievales.

—Existió una gran variedad de castillos: desde los que estaban formados por una sólida torre hasta los que se encontraban protegidos por una o dos murallas exteriores. Son la prueba de que en algún momento se vivió una etapa en la que los reyes y nobles necesitaban defenderse de los ataques de los reinos enemigos. Había alianzas y se llegaron a formar grandes comunidades que se prometían protección en caso de ataque. Cuando un miembro de esa comunidad era atacado, los demás venían en su ayuda. Debéis saber que en Europa existen unos sesenta mil castillos, mejor o peor conservados.

La clase ha sido muy interesante y, sin querer, me ha hecho pensar en mi problema. Si quisiera, casi podría explicarles cómo se conquista una fortaleza. Salimos a comer, pero antes de entrar en el comedor doy un paseo por el patio con Metáfora, que quiere hablar conmigo.

—A ver, todavía no me has respondido a la pregunta que te he hecho.

—¿Qué pregunta?

—Arturo, no te hagas el tonto. Me refiero a lo del dragón, a lo de Jazmín. ¿Qué viste? ¿Qué ocurrió realmente?

—Nada, ya te he dicho que tenía los ojos cerrados. Te aseguro que no sé qué le pasó.

—Tienes que saber algo, tú estabas allí. Tuviste que notar alguna cosa.

—Es que, de verdad… yo no puedo decir nada… Quizá vio una sombra que le asustó, yo qué sé… Ya sabes que la gente tiene mucha imaginación.

—¡Venga, venga! Seguro que sabes lo que ocurrió. Yo creo que Jazmín vio algo real que le aterrorizó. He llamado hace un rato para ver cómo estaba y me han dicho que sufre un ataque de ansiedad y que le han tenido que administrar tranquilizantes. Nadie se pone así por una sombra que se mueve.

—Vaya, lo siento por él, lo siento mucho…

—¿Qué pasa ahí? —pregunta, fijándose en un grupo de compañeros que parece muy agitado.

—Estarán haciendo algo…

—Vamos a ver qué ocurre —ordena Metáfora, mientras se aproxima a ellos.

La sigo y vemos que Horacio y sus amigos están increpando a Cristóbal:

—¡Venga, Cristóbal, ponte de rodillas! —le ordena.

—¡Ya os he dicho que no lo voy a hacer!

—Venga, hombre, pero si nos ha contado Mireia que lo haces cuando ella te lo pide.

—¡Eso no es verdad! ¡Yo no soy un perro!

—Oye, tú, que yo sé muy bien lo que digo —interviene Mireia—. ¡Te has puesto de rodillas cuando te lo he pedido!

Cristóbal se siente acosado y retrocede un poco. Horacio se envalentona y le empuja. Sus amigos le rodean y forman una muralla que le impide avanzar. Está a punto de echarse a llorar.

—Ríndete de una vez, caniche —le apremia Horacio—, que no te va a pasar nada. ¡Danos una alegría y ponte de rodillas, como los perros!

—Eso, y ladra un poco —dice uno de sus amigotes.

Veo que Metáfora no aguanta más y se mete de lleno en la riña.

—¡Ya está bien! ¿Qué os habéis creído? ¡Dejadle en paz!

—¿Qué pasa? ¿Es que nunca podemos jugar sin que te entrometas? —se rebela Horacio—. ¿O es que te crees que porque eres la hija de una profesora puedes molestarnos cada vez que te dé la gana?

—¡No me hace falta nadie para defender a mis compañeros! ¡Deja en paz a Cristóbal de una vez!

—Oye, tú, que solo estamos jugando —insiste Mireia—. Así que ya te puedes ir por donde has venido.

—¡Si me voy, él se viene conmigo!

—Vamos, Cristóbal —intervengo—. Ven con nosotros.

—¡Hombre, ha llegado el Príncipe Valiente, el defensor de los débiles! —ironiza Horacio—. ¿Estás dispuesto a protegerle con tu vida, Caradragón?

—No me provoques, que estoy empezando a hartarme —respondo, mostrando un valor del que no dispongo—. ¿Entendido?

Cuando me da un empujón en el hombro, me doy cuenta de que no lo ha entendido. Huelo problemas. Además, noto que la cara se me enciende.

—¡Éste no se va de aquí sin hacer lo que le hemos pedido que haga! —dice categóricamente Horacio—. Así que ya te puedes ir por donde has venido.

—¡No, él se viene conmigo! —insisto.

—¡Y yo le apoyo! —añade Metáfora—. ¡Si quieres pelea, la vas a encontrar!

Horacio hace como que se retira, pero inmediatamente se gira, alarga el brazo y me lanza un puñetazo, del que me libro por poco.

Me revuelvo y, antes de que me ataque de nuevo, le doy un empujón que le hace rodar por el suelo. Mireia se acerca para darme un bofetón, pero Metáfora se adelanta, la sujeta del brazo y la aparta. Horacio se ha levantado y se lanza con su cuerpo musculoso sobre mí y los dos forcejeamos. Vamos de un lado a otro, recibiendo empujones y golpes de los que nos rodean, que ahora son muchos.

Harto de recibir, empiezo a dar, aunque con muy poco acierto. No me queda otro remedio que lanzar golpes. Horacio, desconcertado por mi reacción, inicia el contraataque y me golpea con fuerza. Retrocedo y entramos en la zona ajardinada, al otro lado de los setos que marcan los límites del patio. Los que gritan se quedan atrás y nosotros nos vamos acercando a la pequeña arboleda y alejándonos de la vista de los demás, hasta que tengo la impresión de que nos hemos quedado solos. Me extraña que no nos hayan seguido.

—¡Te arrepentirás de esto, Caradragón! —exclama Horacio, sudoroso—. ¡Vas a ver quién manda aquí!

Nos enzarzamos de nuevo y entablamos un feroz cuerpo a cuerpo. Hasta que, al final, ocurre algo inesperado: chocamos contra la casa del jardinero.

Noto que a nuestro alrededor se levanta una gran polvareda, que parece provenir del tejadillo… O del muro que se está tambaleando.

Asustados, nos echamos hacia atrás. La casa es muy vieja y nadie, aparte del jardinero, entra en ella. Aquí guarda sus herramientas, y los sacos de abono. De pronto, una parte de la pared se cae y casi nos alcanza.

Pero Horacio no cede. A pesar de que la situación es peligrosa para los dos, quiere que sigamos peleando. Se lanza de nuevo contra mí. Me golpea en el pecho, en la frente y en el resto de la cara con la intención de derribarme. Está furioso y no va a dejar de luchar a menos que…

—¡Ahhhhh! —grita de repente—. ¡Quita eso de ahí!

Retrocede tapándose la cara con las manos. Sigue gritando como si hubiese visto al mismísimo diablo.

—¡Socorro! ¡Socorro! —grita a pleno pulmón, mientras se aleja de mí—. ¡Socorro! ¡Es un monstruo!

Algunos compañeros se acercan, atraídos por el ruido y los gritos de Horacio, que parece poseído. Da la impresión de que acaba de pasar algo grave, pero no se ve nada fuera de lo normal.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te ha hecho? —pregunta Mireia—. ¿Por qué gritas así?

—¡Es un monstruo! ¡Esa cosa que tiene en la cara me ha atacado! —exclama—. ¡Creo que me ha mordido!

Mireia se acerca y le observa con atención, pero no encuentra nada sospechoso.

—Horacio, no tienes nada, nadie te ha mordido —explica suavemente—. ¡Estás alucinando!

—¡Te digo que ese dragón me ha atacado!

Ahora todo el mundo me mira a mí, buscando algo que confirme las palabras de Horacio. Pero nadie ve nada fuera de lo normal. Solo mi cara sucia y algo ensangrentada por los golpes… y el dibujo del dragón que ahora se ha completado y que recubre mi cara. Lo de siempre, lo que les hace tanta gracia.

—Bueno, venga, vámonos de aquí —propone Mireia—. Vamos a limpiarte.

—Menos mal que no nos dejan entrar en esta zona —dice un compañero—. Esto es un peligro.

—La casa es una antigualla. Deberían haberla demolido hace tiempo.

—Tendremos que quejarnos —dice otro mientras se alejan.

Metáfora se acerca e intenta sacarme de allí, ayudada por Cristóbal, que recoge del suelo una de mis zapatillas y mi gorra.

—¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?

—Me encuentro bien, de verdad. Por suerte, estoy entero.

—¿Quieres que te llevemos a la enfermería? —pregunta Cristóbal.

Mercurio, que se ha enterado de lo que ha pasado, llega corriendo. Está muy nervioso y le noto agobiado.

—¿Estás bien, Arturo?

—Sí, Mercurio, de verdad… Te juro que no me ha pasado nada.

—No os preocupéis, yo me ocupo de todo… Salid a tomar algo y tranquilizaos… Luego nos vemos.

—¿Por qué no han demolido esa casa antes? —pregunta Metáfora—. Es un peligro.

—Parece que tenía cierto valor histórico. Había un escudo antiguo y algunas inscripciones grabadas y la Dirección decidió conservarla. La iban a restaurar dentro de poco —explica Mercurio, desolado por el destrozo.

* * *

Estamos tomando un zumo en el Horno de Los Templarios, un bar que está frente al instituto. Es un sitio tranquilo al que venimos mucho y donde nos conocen, por eso me han dejado entrar en el baño y me han prestado una toalla. Con la ayuda de Metáfora intento recuperar la tranquilidad.

—Nunca te había visto luchar con ese coraje —comenta Metáfora, mirándome fijamente—. No sabía nada sobre esa afición tuya a las artes marciales.

—¿Artes marciales? ¿Bromeas? ¡Yo no sé nada de artes marciales! ¡Es la primera vez que me meto en un lío de éstos! ¡Y la última!

—Pues para ser un novato te ha salido bastante bien.

—Es verdad —añade Cristóbal—. Menudos puñetazos le has arreado.

—Tú, cállate, pequeñajo. Que todo ha sido por tu culpa.

—Lo siento. No quería meterte en problemas.

—Lo que queremos es que no te vuelvas a complicar tú la vida con Horacio. ¿Por qué se estaba metiendo contigo? —pregunta Metáfora.

—Precisamente por eso, porque Mireia le había contado que me había visto arrodillado… Pero era mentira… Yo jugaba a buscar cosas en el suelo. Es una afición que tengo…

Metáfora y yo nos miramos, seguros de que quien miente es él. Cristóbal es un renacuajo que sabe más de lo que parece.

—¿Y has encontrado algo? —pregunta Metáfora.

—No, nunca encuentro nada.

—Bueno, pues si no nos lo quieres contar, nos vamos —digo—. Por hoy ya está bien.

—No, esperad. Podéis preguntar lo que queráis.

—¿Sabes algo de esa historia que nos ha contado Mercurio? —le interrogo.

—Sí, he oído decir que no nos dejan jugar en el jardín porque hay restos históricos que nadie debe tocar —responde.

—Y ahora lo pensarán con más motivo —dice Metáfora.

—¿Qué clase de restos? ¿A qué te refieres?

—No sé, pero dicen que hay un montón de piedras, monumentos y cosas así. Dicen que son construcciones medievales que se rompen con mirarlas. Hace tiempo oí decir que están esperando la visita de un arqueólogo para hacer una valoración.

Cristóbal nos explica algunas cosas que yo no conocía sobre el jardín. Está visto que este chico es un águila. A pesar de ser mayor que él, me siento un poco pardillo. Eso de vivir recluido en la Fundación me pasa factura.

—Pero si queréis saber más cosas, solo tenéis que visitar la biblioteca, ahí hay libros que lo explican muy bien. Además, uno de los folletos informativos del instituto hace también referencia al enclave histórico sobre el que está construido.

Nos levantamos y nos acercamos a la barra para pagar las consumiciones, pero Cristóbal se adelanta y paga con su propio dinero.

—Es mi manera de daros las gracias por haberme defendido de ese energúmeno. Gracias, de verdad.

—Venga, no vale la pena. Hemos hecho lo que teníamos que hacer. No nos gusta ver a un grandullón abusar de uno más pequeño.

—Chaval, soy más grande de lo que parezco. Sé muchas cosas que los demás desconocen. Mi cuerpo abulta poco, pero soy muy poderoso…

—Vaya, ahora muestras tu otra cara.

—Una de mis otras caras… Espera, para que veas que de verdad os estoy agradecido voy a compartir una parte de mi pequeño tesoro con vosotros —dice, sacando algo del bolsillo—. Esto lo he recogido antes, en el suelo, en el lugar de la pelea. Es un regalo.

Pone en mi mano una moneda antigua, cubierta de barro y de polvo.

—Parece auténtica —dice Metáfora.

—Sí, pero solo los expertos nos podrían decir si realmente lo es. Podemos enseñársela a Stromber, que es anticuario y debe de saber un montón sobre estas cosas —propongo.

—Sí, o podemos pedir la opinión de un experto en excavaciones…

—Eso me parece mejor. Pasaremos a ver si Patacoja sigue en su puesto de trabajo. Pero tendremos que entregar estas monedas al director —digo.

—Oye, esas monedas las he encontrado yo. Son mías —responde Cristóbal.

—No, Cristóbal —le explico—. Pertenecen al patrimonio histórico. Tienes que entregarlas si no quieres meterte en un lío.

—¿Un lío? ¿Por qué?

—Porque te pueden acusar de robo. Las piezas históricas están bajo la protección del Estado. ¿Entiendes?

III
REENCUENTRO DE HERMANOS

ARQUIMAES y Arturo entraron en un estudio en el que, de pie, un monje de porte recio aguardaba pacientemente a que se acercaran. El alquimista se detuvo en cuanto lo vio y, por un momento, dio la impresión de que iba a retroceder. Sin embargo, avanzó con decisión y se acercó al fraile.

—Hermano Tránsito, aquí está nuestro hermano —dijo el hermano Hierba—. Ha vuelto a casa.

—Ésta no es su casa —afirmó el hermano Tránsito—. Cuando decidió marcharse dejó de serlo. ¿Para qué has venido?

—Me dirijo al castillo de la reina Émedi —explicó Arquimaes.

—O sea, que vuelves al castillo de esa mujer…

—Necesito su protección —respondió Arquimaes—. Voy a ponerme a su disposición.

—¿Qué has hecho? ¿Quién te persigue?

—No he hecho nada, pero los hombres de Demónicus quieren darme caza y el conde Morfidio también me busca. Te aseguro que no hay nada de lo que deba avergonzarme…

—Ya, claro, supongo que te persiguen sin motivo.

—Nos atraparon y me torturaron. Arturo, mi joven ayudante, logró apresar a Alexia, la hija de Demónicus, y ella consiguió liberarnos. Ahora nos dirigimos hacia…

—¿Has dicho que esa chica que viene con vosotros es la hija de Demónicus? ¿Estás loco, Ático?

—Ya no me llamo así, ahora me llamo Arquimaes —le corrigió inmediatamente el sabio—. Y sí, esa chica es quien dices. No podíamos abandonarla en la nieve. Se la habrían comido los lobos o los salteadores la habrían matado.

—¿Te das cuenta de que has traído la desgracia a este monasterio? Siempre has sido un inconsciente, pero esta vez te has pasado de la raya. Es mejor que te marches ahora mismo con tus amigos.

—La culpa es mía —interrumpió Arturo—. Todo lo que ha pasado es por mi culpa. Yo aprese a esa chica y la he traído hasta aquí. Y no pienso soltarla. Sabe demasiadas cosas.

—¿Sabe demasiado? ¿De qué habla este muchacho? —quiso informarse el hermano Tránsito—. ¡Explícate ahora mismo, hermano Ático!

Arquimaes se disponía a seguir con sus explicaciones cuando el hermano Tránsito le interrumpió.

—Antes de proseguir, necesito que me cuentes qué tal está nuestro hermano Épico. Desde que se marchó contigo no he vuelto a tener noticias de él. Supongo que sigue bajo tu protección.

—Tengo malas noticias. Nuestro querido hermano ha muerto.

Tránsito se quedó paralizado, mudo por la sorpresa. Tardó un rato en reaccionar.

—¡Maldito seas, Arquimaes! ¡Tu paso por este mundo arrastra tanta violencia que no sé cómo puedes seguir viviendo!

—Déjame explicarte lo que ocurrió —suplicó Arquimaes.

—¿Y qué más da? ¿Tus explicaciones resucitarán a nuestro hermano pequeño? ¡Jamás volveremos a escuchar su risa!

* * *

Demónicus estaba fuera de sí. Acababa de recibir un mensajero de Oswald, que le había explicado la situación de su hija Alexia. Le dio detalles sobre la muerte del dragón y le contó que se dirigían al valle cubierto de nieve. Al pie de la gran montaña.

—¡Estos idiotas han perdido a mi hija! ¡Vuelve con ellos y adviérteles que, si no la recuperan, lamentarán haber nacido! ¡Sal de aquí antes de que te mate!

El soldado salió de la estancia del rey de la Magia Tenebrosa a toda velocidad. Bajó la escalera y no se detuvo hasta que alcanzó la silla de su caballo. Después, se perdió en el camino.

Demónicus le observaba desde una ventana de la alta torre, bajo la cúpula del Fuego Eterno. El Gran Mago Tenebroso se pregunto si volvería a ver alguna vez a su hija Alexia. Cerró los ojos, invocó los más oscuros sortilegios y, hablando con el viento, dijo:

«Alexia, carne de mi carne, no te abandonaré. Los que te han arrancado de mi lado pagarán caro lo que han hecho. Volverás a mí».

* * *

Mientras los tres hermanos discutían, Arturo decidió visitar a Alexia, a la que estaba deseando volver a ver.

—Te acompaño —dijo Crispín—. Aquí no hago nada y quizá encontremos algo interesante en esta extraordinaria abadía.

—Te recuerdo que no hemos venido aquí a robar —le advirtió Arturo, en tono serio—. Nos han dado alojamiento y debemos ser corteses y educados. No perdamos su confianza.

—Yo soy un ladrón desde que nací —respondió el hijo de Forester—. Pero intentaré no hacer nada que te disguste.

Cruzaron el patio y, después de preguntar un par de veces a varios monjes que quitaban la nieve, llegaron al edificio donde estaba la cocina y encontraron a Alexia fregando cacharros.

—Vaya, por fin os dignáis a venir a verme —se quejó la princesa—. Necesito salir de aquí en seguida. No estoy dispuesta a que se me siga tratando como a una criada.

—Recuerda que eres mi prisionera —dijo Arturo—. Así que harás lo que se te diga. Tienes que ganarte lo que comes.

—¡Soy la hija de Demónicus y quiero ser tratada con respeto!

—En cuanto pase la tormenta, iremos a Emedia y te dejaré partir. Podrás volver con tu padre.

—No te necesito. Me iré cuando quiera.

—¡No le hables así! ¡Ya has visto lo que hizo con Górgula! ¡Podría matarte si quisiera! —advirtió Crispín—. ¡Es un gran mago y tiene mucho poder!

—No digas tonterías, Crispín —le cortó Arturo—. No soy mago y no quiero hacerle daño.

—Es que no podrías —respondió Alexia—. Si quieres te puedo demostrar que tengo más fuerza que tú. ¡Te reto a un duelo a espada!

—¿Estás loca? ¡Yo nunca lucharé contigo!

—¡Eres un cobarde, Arturo, criado de Arquimaes! —gritó Alexia, arrojándole una lechuga—. ¡Quiero pelear contigo para demostrarte que soy mejor guerrera que tú!

—¡No le provoques, hechicera! —gritó Crispín—. ¡Arturo es el guerrero más poderoso que existe! ¡Incluso puede matar dragones!

Los tres monjes que se encontraban en la cocina y que, hasta ahora se habían divertido escuchando la discusión de los jóvenes, prestaron más atención a sus palabras:

—¿Matar dragones? —dijo uno que tenía una larga barba blanca y gris—. ¿Has matado algún dragón?

—No, no, yo no he hecho nada…

—Hace unos días acabó con un dragón que iba a atacarle, ¿verdad, Alexia? —dijo Crispín—. ¿A que es verdad?

—Es cierto, Arturo eliminó a ese dragón, enviado por Demónicus —confirmó la muchacha—. Yo lo vi.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó un fraile—. Cuenta, cuenta…

—El dragón venía directamente hacia nosotros —dijo Alexia, subiéndose a una banqueta y abriendo los brazos, como si fuesen alas—. Volaba a toda velocidad y, entonces, él…

—¡Basta! —cortó Arturo—. ¡No le hagáis caso! ¡Es una fantasía! ¡No ocurrió nada!

—¡Claro que ocurrió! —insistió Alexia—. ¡Yo estaba allí y lo vi todo!

Arturo, visiblemente enfadado, la agarró del brazo y la obligó a cerrar la boca.

—Perdonad, hermanos, es una mentirosa que quiere encender vuestra imaginación. Olvidad todo lo que ha dicho… Y tú, ven aquí, que te voy a enseñar a no mentir.

Tiró de ella hasta que consiguió sacarla de la cocina y la llevó hasta el patio, cerca del establo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Arturo cuando nadie podía oírlos—. ¿Estás loca? ¿Quieres que empiece a correr una leyenda sobre mí? ¿Quieres que me encierren por contar mentiras? En estos tiempos te llevan a la hoguera por contar historias semejantes, ¿sabes?

—Pero, Arturo, es la pura verdad —insistió Crispín que los había seguido hasta el patio—. Alexia y Arquimaes lo vieron todo. Yo también fui testigo de tus poderes.

—¡Vaya, un alquimista, la hija de un Mago Oscuro y el hijo de un ladrón serán mis testigos en un juicio! ¡Eso me llevará a la hoguera de cabeza!

—¡Serás caballero, Arturo, y yo quiero ser tu escudero! —dijo Crispín—. ¡El escudero de Arturo Adragón!

—Y yo seré tu maga —propuso Alexia—. Cuando seas rey, yo haré magia para engrandecer tu poder. Puedes contar conmigo. Mi padre te dará riquezas y te hará rey. Tendrás más poder del que puedas soñar. ¡Volvamos a mi reino!

—¡Sois unos idiotas! ¡Nuestra vida corre un gran peligro y vosotros os dedicáis a inventar bobadas! Dejadme en paz.

Arturo se disponía a salir cuando Alexia, de un salto rápido, se apoderó de las espadas que estaban junto a las sillas de montar, cerca del arco y de sus otros enseres.

—¡Defiéndete, caballero Arturo Adragón! —gritó mientras le lanzaba una de las espadas—. Ahora veremos si tienes tanto poder.

—¡Esto es una tontería! —respondió Arturo, atrapando el arma al vuelo—. Deja esa espada y pasemos dentro, que ya empieza a hacer frío.

—Ahora entrarás en calor —amenazó, lanzando un mandoble que le obligó a apartarse.

Arturo no tuvo más remedio que defenderse. Aunque no era muy experto con la espada, fue capaz de repeler los primeros golpes de Alexia con bastante éxito. Sin embargo, se resistía a atacarla. Algo le decía que no debía emplearse a fondo con ella.

Pero Alexia golpeaba violentamente y, sin poder evitarlo, Arturo se fue enfureciendo. Al cabo de unos minutos, los dos luchaban con todas sus fuerzas y el combate había crecido en intensidad. Alexia y Arturo lanzaban mandobles y los paraban con la misma fuerza.

—¡Dejadlo ya! —imploró Crispín—. ¡Os vais a matar!

El ruido del acero llamó la atención de los siervos y de los monjes que, poco a poco, formaron corro a su alrededor.

—¡Dale fuerte, muchacho! —gritó un sirviente malencarado—. ¡Que vea lo que le pasa a una chica que pelea con un hombre!

—¡Más fuerte, muchacha! —gritó una mujer, gruesa como un tonel—. ¡No te dejes dominar!

Crispín se estaba poniendo nervioso y pensaba únicamente en detener la pelea, que ahora ya había alcanzado un grave nivel de furia. Los golpes de los dos contendientes eran tan fuertes que habrían matado al contrario si le hubieran alcanzado. Se miraban con rabia, mantenían las mandíbulas apretadas y movían las espadas con bastante habilidad.

Arquimaes y sus hermanos, atraídos por los gritos, se asomaron a la ventana y observaron cómo los dos jóvenes luchaban con fiereza.

—¡Se han vuelto locos! —dijo Arquimaes—. ¡Es cosa del diablo!

—¡Hay que impedir que sigan luchando! —exclamó el hermano Tránsito—. ¡Detened esa pelea ahora mismo!

Pero nadie le hizo caso. Arturo y Alexia estaban enfrascados en el duelo de tal manera que nada ni nadie hubiera podido separarlos.

Crispín se inquietó cuando vio que la espada de Alexia abría una pequeña herida en la mano de Arturo y la sangre le salpicaba la cara. Entonces, decidió actuar.

Se abrió paso entre los que les rodeaban, entró en la caballeriza, cogió un cubo de agua y se encaramó hasta el tejado. Esperó el momento propicio y, cuando los dos luchadores estuvieron debajo, a su alcance, lanzó el contenido del cubo sobre ellos, lo que enfrió sus ánimos inmediatamente y dejaron de luchar.

—¿Qué os pasa? ¿Os habéis vuelto locos? —gritó el hijo del proscrito—. ¿No os dais cuenta de que podéis haceros daño?

Alexia y Arturo intentaron recuperar la respiración.

—Pero…, solo nos estábamos entrenando —se disculpó Arturo.

—Estábamos practicando —añadió Alexia.

Arquimaes se acercó en ese momento y se colocó entre ellos.

—Estabais enfurecidos —los reprendió—. De no ser por Crispín, puede que ahora uno de los dos estuviera muerto.

—Las armas son peligrosas —dijo el hermano Hierba—. Cuando se cruzan, los seres humanos se vuelven locos.

—Lo siento, Alexia —susurró Arturo—. Yo solo intentaba defenderme.

—Se notaba que querías matarme —dijo Alexia—. Eres peligroso.

—Es mejor que lo olvidéis todo —propuso Arquimaes—. Id a vuestros aposentos y tratad de recuperar la calma.

Crispín cogió las dos espadas y las envolvió en paños.

—¡Volved a vuestro trabajo! —ordenó el Hermano Tránsito—. ¡El espectáculo ha terminado!

Mientras las mujeres y los criados se retiraban, Tránsito se acercó a Arquimaes y le dijo:

—Ya lo ves, hermano, nos has traído la violencia. Es mejor que te marches cuanto antes de aquí.

—Mañana mismo partiré, hermano —respondió el alquimista—. Y nunca más volveré.

IV
EL BUSCADOR DE TESOROS

PATACOJA está en el mismo sitio de siempre, hablando con una señora que le acaba de dar una bolsa con algunos productos. A su lado, en el suelo, tiene otros paquetes que la gente le ha entregado.

—Cuídese, cuídese, que tiene usted mucha vida por delante —dice la mujer mientras se aleja—. ¡Y cómase el bocadillo de jamón que le he traído!

—Gracias, muchas gracias, señora Ménez.

Nos acercamos mientras observa el contenido de la bolsa con cara de satisfacción.

—Vaya, parece que la gente te quiere —dice Metáfora.

—Para que luego digas que no se rascan el bolsillo —digo.

—Hay que ver cómo son las cosas. Desde que me pegaron esa paliza, el barrio se está portando muy bien conmigo. Me traen de comer, me dan dinero…

—¿Le estás echando cuento para dar lástima a tu público?

—Metáfora, por favor, no me digas esas cosas, que yo no soy así.

—Claro, claro, tú eres un buenazo que nunca has hecho nada malo.

—Yo era un arqueólogo honrado. ¡Soy arqueólogo! ¡Cuando trabajaba encontré cosas que no puedes imaginar, y no eran ruinas, eran tesoros! ¡Estás hablando con Juan Vatman!

—¿Quien? ¿Quién es ése? —preguntamos los dos a la vez.

—¡Juan Vatman! ¡El arqueólogo que descubrió el fortín medieval de Angélicus! ¡Yo soy Juan Vatman!

—No he oído hablar nunca de ese fortín —dice Metáfora—. Y tu nombre no me suena de nada.

—¡Pequeña ignorante, aún te queda mucho por aprender! El mundo está lleno de gente valiosa a la que no conoces. Pero ya crecerás, ya. ¡Y distinguirás entre lo que tiene valor y lo que no lo tiene!

—Escucha, Patacoja… Si eres tan bueno como dices, seguro que serás capaz de reconocer esto —digo, mostrándole la moneda que Cristóbal me ha regalado—. ¿Qué te parece?

La coge con cuidado y la observa con atención. La mira y remira. La toca, la roza, la acaricia…

—¡Esta moneda debe de tener por lo menos mil años! ¡Es auténtica!

—¿Se puede sacar mucho por ella?

—Estas cosas no se valoran por el dinero, sino por su valor cultural e histórico… De todas maneras está muy gastada. El tiempo la ha dañado y apenas se puede leer… Fijaos. Está casi lisa… Habría que hacer algunas pruebas para conocer su origen. ¿De dónde la habéis sacado?

—Eso no se puede decir —le corta Metáfora—. Es un secreto.

—Si no confiáis en mí, no podré ayudaros. ¡Guardaos vuestra moneda y volved cuando creáis que merezco vuestra confianza! ¡Fuera de aquí!

—No te pongas así. Solo queríamos…

—¡Venís aquí con vuestra moneda, me ponéis la miel en los labios y después me la quitáis! ¿Qué os proponéis?

—Nada, solo queríamos tu opinión profesional —digo, tratando de suavizarle—. Creímos que podías ayudarnos.

—Pues tendrá que ser otro día. Hoy me habéis sacado de mis casillas. ¡Volved mañana, a ver si el mendigo puede resolveros el problema!

Hemos metido la pata. Nuestro amigo se siente humillado. Seguro que hoy no conseguiremos nada de él. Es posible que mañana tenga mejor humor.

Metáfora y yo entramos en la Fundación. Saludamos a Mahania y vamos a mi habitación. Antes de mostrar la moneda a mi padre o a Stromber, hemos pensado buscar algo de información en internet.

—A ver qué encontramos —digo, empezando a conectarme—. Puede que exista alguna referencia. Casi todas las monedas de reinos conocidos están clasificadas.

—El problema es que no se lee nada. Mira, aquí parece que pone… A Q… I A… Es el final de una palabra… Pero faltan letras intermedias.

Entramos en Google y encontramos varias páginas interesantes que contienen imágenes de monedas antiguas, pero ninguna se parece a la nuestra…

Alguien llama a mi puerta. Por la forma de hacerlo, sé que es Sombra. Me levanto rápidamente y le abro.

—¿Interrumpo? —pregunta.

—No, no, pasa.

—El general Battaglia quiere hacer una visita al primer sótano. A pesar de que he intentado disuadirle, tu padre me ha ordenado que no le ponga ningún impedimento. Así que el sábado por la mañana…

—¿Podemos acompañaros? —interrumpe Metáfora—. Me encantaría entrar y ver lo que hay. Las cosas antiguas me chiflan.

—Pues, no sé si al general le gustará. El cree que va a estar solo…

—No pondrá pegas, seguro —insiste Metáfora.

—Es una buena idea, a mí también me gustaría entrar. Hace muchos años que no lo hago y apenas recuerdo lo que hay —digo—. No creo que le moleste. Si hace falta, hablaré con mi padre para que me dé permiso.

—No esperéis encontrar nada interesante… ¿Qué es eso? ¿De dónde habéis sacado esta moneda?

—La ha encontrado un amigo en el instituto —explico—. Y me la ha regalado. Estaba entre unas ruinas.

—¿En el instituto? ¿Cuándo la ha encontrado? ¿Había más piezas?

—Ha sido hoy. Sí, ha encontrado unas cuantas.

—¿Dónde ha aparecido?

—Ha habido… un pequeño derrumbe. Un muro se ha caído y… Bueno, pues eso…

Sombra la observa con mucho interés.

—No sabía que te apasionaran las monedas —digo—. Pensaba que lo tuyo eran los libros.

—Bueno, todo lo que tiene que ver con la Edad Media me interesa.

—¿Cómo sabes que es de esa época?

—No lo sé, lo supongo… Parece medieval… En fin… el sábado por la mañana nos vemos en la puerta del primer sótano. ¿De acuerdo?

Cuando se marcha, Metáfora y yo seguimos con nuestro viaje por la red, pero no encontramos ninguna pista clara. No encontramos su origen. Lo que más nos llama la atención es que tanto Patacoja como Sombra la han dado por buena a primera vista. Para ellos sí es auténtica y me pregunto cuál será su verdadero origen.

—Arturo, ¿sigues sin recordar lo que ocurrió en la tienda de Jazmín? —pregunta inesperadamente Metáfora.

—Yo creo que no sucedió nada. Ese hombre tuvo alguna alucinación. A lo mejor por el estrés, ya sabes lo que ocurre cuando la gente trabaja demasiado.

—Sí, que empieza a ver cómo los dibujos cobran vida… Y supongo que tampoco puedes explicarme lo que le sucedió a Horacio mientras os peleabais.

* * *

—Hola, mamá… Hace mucho que no venía a verte. Últimamente han pasado muchas cosas que me tienen un poco desconcertado. Los estudios van bien, sigo aprobando y creo que terminaré bien el año.

Observo el retrato de mi madre durante un rato y la veo cada día más guapa. Parece una reina, con ese aire de nobleza. Tengo pendiente conocer a su familia, que vive lejos de aquí. Sé que su padre, mi abuelo, está muy enfadado con papá, por eso no viene nunca a verme. Parece ser que le responsabiliza de la muerte de mamá y nunca se lo ha perdonado. Yo sé que papá no tiene la culpa, él la llevó a Egipto en busca de documentos y libros, pero eso no le convierte en responsable. De mi otro abuelo, el padre de papá, sé que hace años enloqueció y está encerrado en un centro psiquiátrico.

Sea como sea, algún día tendré que hablar con el padre de mamá para explicarle lo que opino. No soy tan ingenuo como para pensar que me hará caso, pero tendré que intentarlo.

—La amistad de Metáfora me está viniendo muy bien. Me siento muy a gusto con ella. Lo de papá y Norma va por buen camino, creo que su relación le anima a seguir adelante. Pero quiero que sepas que, por encima de todo, por encima de cualquier mujer que entre en esta casa, tú ocuparás siempre el primer lugar. Eres y serás la reina de la Fundación y también de mi corazón… Y del de papá… También quiero comentarte algo que me ha ocurrido, algo nuevo y sorprendente… Quiero hablarte del dragón… Del dragón que tengo sobre la frente…

Vuelvo a mi habitación satisfecho. He contado a mi madre lo de la espada que papá me regaló el día de mi cumpleaños… La reproducción de Excalibur, la espada mágica del rey Arturo. Le he explicado que me hacía ilusión por las inscripciones de la empuñadura. Y es que hay pocas espadas que las tengan… Y también le he dicho que estoy casi seguro de que ella ha tenido algo que ver con ese regalo… A partir de entonces me han pasado cosas muy extrañas.

Estoy a punto de entrar en mi habitación, cuando veo una luz. Me asomo por el hueco de la escalera y veo a Sombra, que se dirige hacia la puerta de los sótanos… ¡Qué cosa más extraña!

V
CONDE CONTRA CABALLERO

MIENTRAS Crispín preparaba los caballos y organizaba las provisiones, Arquimaes, acompañado de Arturo y de Alexia, estaba en el scriptorium, sala en la que se caligrafiaban los libros y los pergaminos. Había ido allí para despedirse de sus antiguos compañeros, con los que había pasado muchos años de trabajo durante su anterior estancia en el monasterio. Los monjes copistas estaban apesadumbrados, ya que perdían de nuevo a uno de sus mejores compañeros, uno de sus grandes calígrafos.

—Lo sentimos mucho, Arquimaes. Habíamos pensado que, a lo mejor, podrías quedarte con nosotros y empezar de nuevo con tu actividad de calígrafo —dijo el hermano Pliego.

—Nada me gustaría más en el mundo —respondió el sabio—. Pero tengo una misión que cumplir. Estamos atravesando tiempos peligrosos para la escritura. Los Magos Tenebrosos están empeñados en combatir la alquimia y se están preparando para luchar. Hay que afrontar la realidad. Por eso voy a poner mis conocimientos al servicio de la única persona que puede enfrentarse a Demónicus: la reina Émedi.

—Aquí estamos a salvo —dijo el Hermano Pluma—. No hacemos mal a nadie. Solo escribimos libros y nuestras armas son la pluma y los pergaminos.

—Armas muy poderosas que inquietan a los ignorantes. Esa gente odia todo lo que tiene que ver con la escritura. Para ellos, lo peor de este mundo es ver plasmados en un libro los conocimientos, la poesía y todas las creaciones del alma.

—He visto con mis propios ojos cómo esos diablos están formando un ejército que, un día u otro, se lanzará contra nosotros —terció Arturo—. Y eso ocurrirá más pronto que tarde.

—No inquietemos a nuestros hermanos —pidió el monje encargado del scriptorium—. Necesitamos trabajar en paz.

—Debemos irnos antes de que… —empezó a decir Arquimaes—. ¿Qué pasa? ¿Qué son esos gritos?

Alarmados por el vocerío que provenía del patio, todos se lanzaron a la ventana para averiguar qué pasaba. ¡Sus ojos se negaban a ver el dantesco espectáculo!

Morfidio y los hombres de Oswald habían entrado en la abadía y pasaban por las armas a todos los que oponían resistencia. Algunos cadáveres yacían sobre las piedras y otros habían caído en el barro. Arquimaes estaba espantado. Su hermano Tránsito ya le había advertido de que llevaba la violencia allá donde iba, pero nunca hubiera imaginado que lo haría hasta ese extremo.

Los bárbaros golpeaban todo lo que se movía, mientras por la puerta abierta de par en par algunos trataban de huir hacia las montañas nevadas para eludir el ataque. Pero, para salvar la vida, se adentraban en un peligro mayor.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó el hermano Pliego—. ¿Quién nos defenderá?

Arquimaes miro a Arturo con una súplica en los ojos.

—¡Eres el único que puede defendernos!

—¡Estoy desarmado! —respondió Arturo—. ¡Yo solo no podré con todos ellos!

—¡Emplea tu poder! —le ordenó el sabio—. ¡Igual que lo empleaste con el dragón!

—¿Poder? —preguntaron los monjes—. ¿Qué poder?

—¡El poder de la escritura! —gritó Arquimaes—. ¡Para eso lo tienes!

Arturo estaba desconcertado. Una cosa era permitir que aquellas letras se interpusieran en el camino de un dragón y otra muy distinta era enfrentarse con hombres armados, sedientos de sangre y expertos en el combate.

En ese momento, Crispín entró en la sala muy asustado.

—¡Aquí tienes tu espada! —dijo el muchacho—. Tenemos que escapar antes de que nos atrapen. Están matando a todo el mundo.

Arturo empuñó la espada que Crispín le ofrecía y dio un paso adelante. Sabía que no podría hacer mucho contra tantos enemigos, pero la sangre le ardía y le pedía que actuara. Sintió que debía luchar, y, aun sabiendo que posiblemente le costaría la vida, siguió adelante.

—Venid conmigo y no os separéis de mí —ordenó—. Crispín, ata a Alexia, para que no intente escapar.

Apenas había bajado algunos escalones cuando un guerrero, manchado de sangre, se interpuso en su camino.

—¡Suelta a la princesa! —ordenó, apuntando a Arturo con su espada—. ¡Ella viene conmigo!

Arturo, sin mediar palabra, agitó su arma y dibujó un arco en el aire con ella. Cuando terminó, la garganta del bárbaro estaba seccionada y dejaba salir un reguero de sangre. El movimiento había sido tan rápido que el soldado ni siquiera se dio cuenta de lo que había pasado. Su cuerpo cayó hacia atrás y tropezó con otros dos compañeros suyos.

El muchacho no les dio tiempo a hablar. La extraordinaria habilidad que había desarrollado con la espada se puso nuevamente de manifiesto cuando con dos rápidos movimientos se deshizo de ellos.

Fuera, los gritos eran más fuertes y una columna de humo empezaba a oscurecer el cielo. Era evidente que se estaban empleando a fondo contra los inofensivos monjes, mujeres y criados. Algunos hombres, decididos a vender cara su vida, se defendían como podían con herramientas de labranza o con cuchillos de cocina, pero era una resistencia inútil.

—¡Tenemos que alcanzar los caballos y huir! —ordenó Arturo—. Es la única forma de salir de aquí con vida.

—¡Hay otra manera! —dijo Alexia—. Rendíos e intercederé por vosotros ante mi padre. ¡Os juro que nadie morirá!

Arturo y Arquimaes cruzaron una rápida mirada y tomaron una determinación:

—¡No volveremos a ese terrible castillo de fuego! —respondió Arquimaes—. Prefiero morir aquí y ahora.

—¡Entonces moriréis todos! —exclamó Alexia—. ¡No quedará nadie con vida! ¡Seréis responsables de esta masacre!

Otros dos guerreros se enfrentaron con Arturo y encontraron una muerte inesperada. Ninguno hubiera pensado que un muchacho que apenas tenía edad para ser escudero tuviera tanta destreza con la espada.

La puerta que daba al patio estaba abierta de par en par y pudieron salir sin problemas. Arturo vio cómo un criado, armado con un arco de caza, disparaba una flecha contra un guerrero de Oswald y lo atravesaba. En seguida, otros dos se arrojaron sobre él y le partieron por la mitad a hachazos. Los guerreros habían sembrado la muerte y la destrucción en Ambrosia. Algunos focos de fuego producían un humo negro que se metía en los ojos y dificultaba la respiración.

De repente, Morfidio, montado en su caballo, les dio una orden:

—¡Arquimaes! ¡Entregadnos a Alexia y rendíos!

Los guerreros de Oswald dirigieron su amenazante mirada hacia ellos. Inmediatamente se vieron rodeados y comprendieron que habían llegado al final de su viaje. Pero entonces, Arturo hizo algo sorprendente:

—¡Morfidio, enfréntate conmigo! —gritó, apuntándole con su espada—, ¿o es que me tienes miedo?

—¿Miedo a un aprendiz? —se carcajeó el conde—. Ni siquiera me voy a molestar en pelear contigo. ¡Matadle!

Dos soldados, deseosos de conseguir el favor de sus jefes, se adelantaron con las armas preparadas, pero en seguida comprendieron que habían cometido un grave error: aquel mozo no era tan inofensivo como parecía. Dos certeros mandobles fueron suficientes para convencer al conde de que era un digno enemigo.

—Vaya, parece que has aprendido a pelear —se burló Morfidio—. Pero soy un noble y no puedo luchar con un plebeyo.

—¡Es un caballero! —gritó Crispín—. ¡Es Arturo Adragón, el caballero que mata dragones!

Morfidio le miró sorprendido.

—¿Tú mataste al dragón?

—¡Él lo mató! —respondió Alexia—. ¡Es muy poderoso!

—¡Hagamos un trato! —propuso Arquimaes cuando vio que el conde descabalgaba—. Pero deja en paz al muchacho.

—Demasiado tarde, alquimista —respondió Morfidio—. Ahora tengo curiosidad por saber si es más fuerte que yo.

Arturo y Morfidio se colocaron frente a frente, con las armas preparadas. Durante unos segundos se miraron a los ojos para medir las fuerzas del contrario. Luego alzaron las afiladas espadas.

—¡Le matará! —susurró Alexia—. Arturo no está preparado para un duelo a muerte con un experto como Morfidio.

—Ya es tarde para impedirlo —dijo Arquimaes—. Si Arturo muere, todos moriremos.

Morfidio lanzó una estocada precisa que Arturo evitó a tiempo. Después, el conde golpeó de nuevo desde arriba hacia abajo y en sentido horizontal, para desconcertar al joven, pero la rapidez de éste hizo que ni siquiera le tocara. Entonces Arturo pasó al ataque, sorprendiendo al conde y a todos los que contemplaban el duelo. Oswald sonrió ligeramente al ver cómo Morfidio se sentía en apuros. Arturo lanzó continuos mandobles a su adversario hasta que uno de ellos rozó el brazo del noble y le produjo una herida sangrienta.

El conde, enfurecido, pasó al contraataque. Arturo se dio cuenta de sus intenciones y retrocedió rápidamente con el propósito de cansar al conde. Sabía perfectamente que cuantos más golpes de su espada realizara, antes se cansaría. Era una buena estrategia, siempre y cuando no la sufriera en sus carnes.

Pero Morfidio ya solo pensaba en atravesar a su contrincante con la espada. Estaba en el momento más peligroso del combate, con todas las fuerzas enteras y deseoso de sangre, una fase en la que Arturo aún no había entrado.

Las espadas abatían todo lo que tocaban a su paso: cuerdas, palos, ventanas… Los golpes eran tan potentes que nada se resistía a su paso. Ante las feroces acometidas de Morfidio, Arturo se vio obligado a entrar en el edificio principal, donde destrozaron algunos tapices que adornaban las paredes.

Arquimaes y los demás quisieron entrar para seguir de cerca la lucha, sabiendo que, ante testigos, el conde no emplearía trucos sucios; pero Oswald y sus hombres les impidieron la entrada.

—¡Quietos ahí! —ordenó el hombre de confianza de Demónicus—. ¡Esto es asunto de ellos! ¡Dejadlos luchar solos!

Acosado por los lances de Morfidio, Arturo no dejaba de retroceder. La gran experiencia y la fortaleza física del conde se estaban imponiendo. Empezaron a bajar por la escalera que llevaba al sótano y Arturo tuvo que abrir la puerta que, a través de un estrecho pasadizo, conducía hasta las catacumbas de la abadía.

Arquimaes se escabulló como pudo de la vigilancia de los soldados y dio un rodeo al edificio principal. Aún se escuchaban gritos de dolor y varios heridos se arrastraban por el suelo e imploraban ayuda. Pero el alquimista, a su pesar, siguió su camino y entró por una pequeña puerta trasera. Este acceso se encontraba semioculto tras la ropa tendida en el patio de una de las paredes laterales del edificio. Tratando de no ser visto por nadie, entró en la estancia. El ruido de los golpes metálicos le hizo comprender en qué lugar exacto se hallaban los combatientes.

—¡Me lo temía! —susurró—. Llegarán al sitio en el que nadie debe entrar.

Más abajo, Morfidio asestó un peligroso golpe a Arturo que logró herirle en una pierna. La sangre de la herida empezó a brotar, y eso decididamente le enfureció. Ahora ya estaba poseído de esa rabia que domina a los guerreros en el combate y los convierte en invencibles.

Arturo contraatacó y el conde dio un rodeo para eludir los golpes. El joven llevaba la rabia en los ojos. La pelea estaba alcanzando un punto en el que la fuerza dejaba de servir y debía ser sustituida por la astucia, cosa que Morfidio dominaba mejor que Arturo.

—¡Ten cuidado, Arturo! —grito Arquimaes—. ¡Te está tendiendo una trampa!

Arturo comprendió entonces que el conde se estaba haciendo el cansado para hacerle creer que podía acercarse sin miedo, pero, en realidad, era una artimaña.

El noble, enfadado, lanzó un candelabro contra Arquimaes.

—Largo de aquí, alquimista —gritó, mientras el sabio esquivaba el objeto—. ¡Ya me ocuparé después de ti!

—¡Sigue luchando, cobarde! —exclamó Arturo—. ¡Ven aquí y verás!

Morfidio estuvo a punto de dar un paso adelante y enfrentarse frontalmente con su adversario, pero, como suelen hacer los cobardes, prefirió huir escaleras abajo, en busca de alguna oportunidad.

Arturo se volvió hacia Arquimaes:

—¿Estás bien?

—Sí, pero ten cuidado. Este hombre es una rata acorralada. Y las ratas se tiran al cuello. Salgamos de aquí y huyamos. Todavía podemos escapar.

—¡No! ¡Voy a terminar esto de una vez! —dijo Arturo bajando la escalera, deseoso de encontrarse con el conde.

Aquella zona era oscura, pero a Arturo no le importó. Vio moverse una cortina y siguió ese rastro. Como sabía que podía tratarse de una trampa, caminó despacio y poniendo atención.

Una luz al final del largo pasillo le hizo comprender que el conde Morfidio le estaba esperando. Armándose de valor, decidió seguir adelante para enfrentarse con su destino. Estaba dispuesto a luchar hasta el final.

VI
LADRONES DE PIEDRAS

DESPUÉS de pelear con Horacio he vuelto otra vez al despacho del director. Está verdaderamente enfadado ya que, además de alterar el orden, esta vez ha habido desperfectos que él considera graves.

—Ya habrá tiempo de hacer una valoración económica de los daños —me explica, bastante irritado—. Arturo, tu padre tendrá que abonar a este instituto las cantidades pertinentes por los desperfectos.

—Perdone, pero la pelea la tuvimos Horacio y yo. Supongo que…

—¡Tú le provocaste! Me han contado que él estaba hablando tranquilamente con Cristóbal y tú le atacaste. ¡Y es la segunda vez que ocasionas un altercado! ¡Tendré que abrirte un expediente!

—Intervine porque Horacio estaba acosando a Cristóbal. Pregúntele si quiere.

—Ya hablaré con él cuando llegue el momento. Por ahora debo advertirte que no te conviene seguir con esa actitud. No sé qué te pasa últimamente, pero has dejado de ser el alumno modelo que has sido durante años. Debes corregir ese talante agresivo.

—Señor director, yo no…

—Escucha, Arturo, te ordeno que no te acerques a Horacio más de lo necesario. Solo estarás cerca de él en clase. Pero no te cruces en su camino. Y no intentes provocarle de nuevo.

—¿Me está ordenando que me aleje de Horacio?

—Si me entero de que le persigues, de que le miras o de que le provocas, me enfadaré mucho.

—Me convierte usted en el culpable.

—Tómalo como quieras. Hablaré con tu padre personalmente para contarle todo esto. A partir de ahora, estás bajo vigilancia —me advierte antes de coger el teléfono de su mesa, que lleva un rato sonando—. ¿Quién es?

Estoy confundido. Resulta que he tratado de ayudar a un chaval al que llevan tiempo acosando, y en vez de recibir felicitaciones, parezco el malo de la película.

—Arturo, tengo una mala noticia para ti —dice mientras cuelga el aparato—. Escúchame bien y no te pongas nervioso. Me acaban de llamar del Hospital General para decirme que acaban de ingresar a tu padre. Parece ser que ha sufrido una agresión.

—¿Una agresión? ¿Qué clase de agresión?

—Alguien le ha atacado y le ha… Bueno, le han hecho una herida. Pero me aseguran que no es grave, sin embargo, deberías ir…

—¿Puedo ir ahora mismo?

—Sí, espera, que le voy a pedir a Mercurio que te lleve en el coche. Es lo mejor… Espera un momento…

Mientras llama a Mercurio, envío un mensaje de móvil a Metáfora. Ya lo verá cuando se conecte, después de clase. Pero una pregunta se cruza en mi mente: ¿tiene este ataque algo que ver con lo que le pasó a Patacoja?

* * *

Mercurio aparca el coche frente a la entrada de urgencias del hospital, después de haber cruzado media ciudad a toda velocidad. Suelto mi cinturón de seguridad y abro la puerta.

—Espera, voy contigo —dice—. No te voy a dejar aquí solo.

—Gracias, pero no hace falta.

—Nunca digas eso. No se sabe cuándo te puede hacer falta la ayuda de un amigo… ¡Venga, corre!

Entramos y un celador, que nos corta el paso, nos pregunta adónde vamos.

—¡Han ingresado a mi padre hace un rato! —explico—. ¡Quiero verlo!

—¿Cómo se llama?

—Arturo Adragón.

—Espera… ¿En qué planta está el señor Adragón? —pregunta por teléfono—. ¡Gracias! Sube a la segunda planta. Está en quirófano.

—¿Le están operando?

—No te pongas nervioso. Es posible que solo le estén cosiendo alguna herida sin importancia… Ahí tienes el ascensor.

No hemos tardado ni un minuto en subir y me acerco a una enfermera que en ese momento sale de la sala de operaciones:

—Señorita, están operando a mi padre, Arturo Adragón. ¿Puedo verle?

—No te dejarán entrar ¿De qué le están operando?

—¡No lo sé! ¡Le han ingresado en urgencias hace media hora!

—Ah, entonces tranquilo. Ya sé quién es. No le pasa nada grave, solo le están sacando unos cristales de la mano… Siéntate aquí y espera. Ahora vendrá alguien a informarte.

Estoy a punto de entrar cuando Mercurio me sujeta del brazo y me impide seguir adelante.

—¡Espera! ¡Las cosas no se hacen así! Si te han dicho que esperes, pues te esperas, ¿entendido?

—¡Es mi padre!

—¡Por favor, siéntate y cálmate! ¡Estás en un hospital y no en un supermercado! ¡Aquí hay que seguir unas normas!

Me acompaña hasta los asientos de la sala de espera y nos sentamos junto a la puerta, para estar seguros de que cuando salgan los médicos nos vean.

—Lo siento, Mercurio, sé que tienes razón, pero he perdido los nervios.

—Está bien, no pasa nada… Tranquilízate… Ya ves que no se trata de nada grave…

Los minutos pasan con una lentitud desesperante. Si no sale alguien a informarme, voy a entrar como un elefante en una cacharrería. De repente alguien me dice:

—¿Eres el hijo del señor Adragón?

—Sí, sí señor… Me llamo Arturo Adragón, como mi padre.

—Tu padre se encuentra bien. Le acaban de llevar a una habitación. Dentro de media hora podrás verle.

—¿Por qué no puedo verle ahora?

—Porque ahora necesita descansar. Anunciaremos el número de su habitación por megafonía y, para oírlo, tendrás que bajar a la cafetería. Aquí no llega el sonido. ¿Entendido?

—Muchas gracias, doctor —dice Mercurio—. Esperaremos tomando algo. Vamos, Arturo, ven conmigo.

Han pasado quince minutos y ya estoy en mi segunda consumición. Deben de ser los nervios.

—¿Sabes que lo que hiciste por Cristóbal ha sido muy comentado en el instituto? —dice Mercurio—. Mucha gente aprecia tu gesto, pero otra…

—¡Me da igual lo que piensen y lo que digan unos y otros!

—Pues algunos dicen que te portaste como un valiente —asegura.

—Que digan lo que quieran.

—Horacio no está nada contento. Supongo que buscará la revancha. Ten mucho cuidado.

—Lo tendré… Por cierto, Mercurio, supongo que limpiaste bien la zona en la que nos peleamos, ¿verdad? Me refiero a la casa del jardinero.

—Claro que la limpié bien. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada… Por si habías encontrado alguna cosa rara.

—¿Has perdido algún diente o algo así?

—No. Me refiero a monedas.

—¿Euros? No, no había euros por allí. Yo no vi ninguno. Ni billetes ni monedas.

—Bien, mejor.

—Pero sí encontré otra cosa…

—¿Otra cosa? ¿El qué?

Antes de que Mercurio pueda responder, el aviso que suena por megafonía me provoca una aceleración de las pulsaciones.

«El señor Adragón ha sido ingresado en la habitación 555».

—¡Vamos! ¡Vamos! —digo, dejando la taza sobre el mostrador y empezando a correr.

Mercurio, que ya ha pagado, sale corriendo detrás de mí. Entramos en el ascensor y apretamos la tecla del quinto piso. Como ocurre en las películas, el ascensor sube con una lentitud exasperante.

—Es para que la gente no se maree —dice mi compañero, intentando hacer un chiste que no tiene ninguna gracia.

Las puertas se abren y nos lanzamos al pasillo en busca de la habitación…

—¡Aquí está! —exclamo cuando la veo—. ¡Por fin!

Después de dar un golpecito de cortesía, giro el pomo y abro.

—¡Arturo, hijo! ¡Estaba pensando en ti!

—¡Papá, papá! —exclamo según me acerco a su cama, donde hay una enfermera que le está ajustando el suero—. ¿Estás bien?

—Sí, sí, ha sido un susto. Pero creo que todo irá bien.

—Solo tiene algunas magulladuras por todo el cuerpo —aclara la enfermera—. Y esa mano que le acaban de limpiar. Pero nada grave. Aun así tiene que estar en observación algunos días, por el golpe dé la cabeza… Ha estado bastante tiempo sin conocimiento.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha ocurrido?

—Pues que de repente me vi atacado por dos individuos. Estaban intentando coger unas piedras del jardín y cuando me acerqué para impedirlo se lanzaron sobre mí.

—¿Intentaban robar unas piedras?

—Te lo aseguro. Cuando empecé a gritar, ese amigo tuyo, Patacoja, intentó ayudarme, pero no llegó a tiempo. Alguien debió de llamar a una ambulancia y me desperté aquí. Entonces pedí que te llamaran al instituto.

—Sí, vine en cuanto me lo dijo el director. Me ha traído Mercurio, ya lo conoces.

—¡Oh, sí, gracias! Oye, ¿se lo has contado a Norma?

—No, pero le he mandado un mensaje a Metáfora. Supongo que vendrán en cualquier momento.

—No me gusta que me vea con este aspecto.

—No se preocupe, está usted muy guapo —dice la enfermera, abriendo la puerta para salir—. Si necesitan algo, toquen el timbre, que yo me tengo que ir.

Nos hemos quedado solos y me siento a su lado.

—Bueno, papá, ahora cuéntame con detalle todo lo que ha ocurrido, que eso de los ladrones de piedras suena muy raro…

—Te aseguro que es la verdad. ¡Querían llevarse esas piedras antiguas que decoran el jardín, las que marcan el camino de entrada!…

VII
LA CUEVA NEGRA

ARTURO vio cómo una silueta se movía al otro lado de la puerta. A pesar del cansancio que le atenazaba, decidió seguir adelante, sabiendo que Morfidio le estaba esperando para acabar la lucha. Haber llegado hasta aquí, siendo su primer combate cuerpo a cuerpo y con un guerrero experto, se podía considerar una hazaña. Ese pensamiento le dio ánimos.

—¡Entra, muchacho, y observa el lugar en el que vas a morir! —exclamó Morfidio—. ¡Ésta será tu tumba!

Arturo, ya más tranquilo, cruzó la puerta y penetró en la estancia. Era una gran gruta natural, formada en la roca por la erosión del tiempo y de las corrientes de aire. El suelo estaba compuesto de tierra, piedra y arena que, en algunas zonas, era negra, parecida al polvo de carbón. Un riachuelo de agua transparente cruzaba la cueva y se ensanchaba, formando un pequeño lago. En el centro, entre el agua, como una señal victoriosa y provocativa, sobresalía una gran roca negra. El silencio era casi absoluto. Solo se escuchaba el agua que se deslizaba tranquilamente y cuyo eco resonaba en la lejanía, como un largo susurro.

«Un buen lugar para morir», pensó Arturo.

—Ha llegado el momento de acabar esta pelea, muchacho. Ya no podemos seguir retrocediendo. Hemos llegado al final del camino.

—Pues reza lo que sepas, conde —advirtió Arturo, enarbolando la espada y dando algunos pasos hacia su enemigo, que le recibió con un movimiento rápido pero ineficaz—. Tu hora ha llegado. Estaremos mejor sin ti.

Arturo había comprendido que solo tenía una oportunidad de salir vivo. Si era capaz de hacer retroceder a Morfidio para que metiera los pies en el agua quizá le inmovilizaría lo suficiente para atacar con eficacia.

En ese momento Arquimaes entró en la cueva. Cuando vio lo que sucedía, lanzó una advertencia a Arturo:

—¡No te fíes, Arturo! ¡No te fíes!

Arturo aprovechó la distracción del conde, que lanzó una mirada de odio al alquimista, para abalanzarse contra él con la espada en alto. Su inesperado ataque consiguió el efecto deseado: Morfidio retrocedió para ponerse a salvo del impetuoso ataque y sus pies entraron en el agua. Sorprendido, quizá por la gelidez del agua o porque sus pies se hundieron más de lo que esperaba, Morfidio se distrajo un momento y Arturo le asestó un terrible golpe en el hombro que le desequilibró y le hizo emitir un grito de rabia y dolor. Entonces, la espada de Arturo le atravesó completamente.

Morfidio soltó la espada y se quedó un momento con los ojos muy abiertos, incapaz de decir nada. Dio un paso hacia atrás y se tambaleó. Después, cayó como una piedra sobre el riachuelo que, a pesar de no ser muy profundo, casi cubrió su cuerpo inerte. Acababa de morir.

Arturo dio un paso adelante y, justo cuando iba a poner el pie en el agua, Crispín entró en la gruta y gritó:

—¡Oswald se ha llevado a Alexia! ¡Se ha marchado con sus hombres!

—¡Hay que impedir que se salga con la suya! —dijo Arturo—. ¡Si Alexia le cuenta a su padre todo lo que ha visto, estamos perdidos!

—¿Qué hacemos? —preguntó Crispín—. ¡Ya se han marchado!

Arturo lanzó una mirada a Morfidio y se dio cuenta de que no se movía.

—¡Iremos en su busca!

—¿Estás loco? —inquirió Arquimaes—. Estás agotado y no estás para más peleas. Iremos a pedir ayuda a la reina Émedi.

—¡No hay tiempo! —dijo Arturo con resolución—. Debemos recuperar a Alexia. ¡Sabe demasiado!

Los tres compañeros subieron la escalera con dificultad. Se estaba empezando a llenar de humo y cuando llegaron a la planta baja se dieron cuenta de que el edificio estaba en llamas.

—¡Esto ya no se puede apagar! —dijo Arquimaes, lamentando el destrozo causado por los hombres de Demónicus—. ¡Será una pérdida irreparable!

Cuando salieron al patio, se encontraron con un panorama desolador. Los que aún sobrevivían ayudaban a los heridos a salir del recinto en llamas. Algunos caballos relinchaban y se encabritaban debido al terror que les producía el fuego que, ahora, se estaba extendiendo por todo el edificio.

El hermano Tránsito se dirigió hacia el alquimista con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. Estaba tan lleno de rabia que las palabras le salieron atropelladamente.

—¡Maldito seas, hermano! ¡Has traído la maldición a este lugar de paz y recogimiento! ¡Has traído la violencia contigo y todo esto está siendo pasto de las llamas! ¡Por tu culpa nuestros hermanos han muerto!

—Lo siento, yo no quería… —empezó a decir Arquimaes, verdaderamente desconsolado—. ¡Perdóname!

Pero Tránsito, que estaba fuera de sí, no le escuchó. Se acercó y le lanzó un puñetazo a la cara antes de que nadie pudiera impedirlo. Arquimaes encajó el golpe con sorpresa y se tambaleó ligeramente. Entonces, Tránsito le soltó otro puñetazo y otro más.

—¡Maldito seas mil veces! —dijo—. ¡Ojalá te pudras en el infierno! ¡Ojalá no hubieras nacido!

Algunos frailes trataron de impedir que siguiera golpeando al alquimista, y lo consiguieron a duras penas.

—¡No quiero verte más en mi vida! —grito Tránsito—. ¡Desaparece de mi vista antes de que te mate con mis propias manos!

—Es mejor que te marches —sugirió el hermano Hierba, que tenía una herida que le cruzaba la cara—. ¡Marchaos de aquí lo antes posible!

Crispín acompañó a Arquimaes hasta las caballerizas, o lo que quedaba de ellas. Arturo, por su parte, recogió el casco de un soldado muerto y los siguió. Prepararon sus caballos, que aún seguían en los establos y, unos minutos después, los tres compañeros salían por la puerta principal sin mirar atrás ni despedirse de nadie.

Solo cuando alcanzaron la falda de la montaña, una hora después, se detuvieron para observar los efectos del desastre. Una enorme columna de humo indicaba las consecuencias del incendio. Ambrosia se estaba convirtiendo en cenizas y nadie podía hacer nada para impedirlo.

—¡Todo esto ha sido por mi culpa! —murmuró Arquimaes, con lágrimas en los ojos—. No me lo perdonaré nunca.

—La culpa la tienen los que le han prendido fuego —dijo Arturo, tratando de animarle—. ¡Demónicus y su gente!

—Hoy han muerto muchas personas en ese lugar —se lamentó Crispín—. Han muerto para nada.

—Dentro había un tesoro —añadió Arquimaes—. Libros irrepetibles, códices, pergaminos antiguos… Demónicus tendrá que pagarlo.

—¡Lo pagará con su vida! —aseguró Arturo—. ¡Lo juro por la mía!

—¡Ese hombre es el mismísimo diablo! —exclamó Crispín.

—Hoy empieza la guerra de los alquimistas —dijo Arquimaes—. Emprenderemos una guerra sin cuartel contra esos demonios. Hay que reducirlos antes de que acaben con nosotros, con nuestros conocimientos y con nuestra cultura. ¡Son verdaderos salvajes!

Durante unos minutos observaron en silencio cómo Ambrosia desaparecía mientras hacían juramentos de venganza. Los tres decidieron que su vida tendría como objetivo acabar con Demónicus, el padre de Alexia.

—Ahora, intentemos recuperar a la hija de ese diablo. Ella será la primera en sufrir nuestra ira —prometió Arturo, apretando los dientes y espoleando a su caballo—. La atraparemos.

* * *

Mientras, en lo más profundo de la gruta, que estaba llena de humo, el cuerpo de Morfidio se movió lentamente, como si se despertara de un profundo sueño. A pesar de haber perdido mucha sangre, el conde logró ponerse en pie y apretó la herida para frenar la hemorragia. Con mucho esfuerzo, empezó a subir por los escalones desgastados, apoyándose en la pared. Tosió varias veces y en algún momento sintió que se asfixiaba, pero su corpulencia física le dio las fuerzas necesarias para seguir adelante. Cuando llegó arriba, vio cómo algunos hombres y mujeres salvaban libros y otros objetos de valor. En seguida comprendió que dependía de si mismo y que, si caía en manos de esa gente, su cuerpo acabaría colgado de una soga.

El hermano Hierba se acercó a un mueble cercano y lo abrió para sacar algunos documentos. Estaba tan concentrado en su labor que no se dio cuenta de que Morfidio se acercaba sigilosamente por detrás. Cuando estuvo cerca, rodeó el cuello del fraile con su brazo y, a pesar de estar herido, todavía tuvo fuerza para apretar con decisión durante unos interminables segundos. Cuando notó que el monje ya no respiraba, lo mantuvo en alto para impedir que cayera e hiciera demasiado ruido. Cualquier golpe podía alertar a los que estaban cerca y cuyas siluetas se adivinaban a través de la ventana.

El conde arrastró el cadáver de su víctima hacia detrás y, antes de que nadie se percatara, lo había ocultado y se había puesto su hábito. Luego salió del edificio portando algunos legajos que depositó sobre un carro, en el que estaban acumulando todo lo que se pudiera salvar. Sin que nadie le reconociera, se escondió entre unas piedras y esperó tranquilamente la llegada de la noche. Solo entonces, aprovechando la oscuridad, se apoderó de una mula y salió de Ambrosia tan sigilosamente como pudo. El rastro de sangre que dejaba tras él se iba cubriendo con la nieve que empezaba a caer. Nadie fue consciente de su partida.

Al día siguiente, una mujer descubrió el cadáver del hermano Hierba. Avisaron a Tránsito, que lloró desconsoladamente por la muerte de su pacífico hermano menor.

—¡Maldito Arquimaes! ¡Puedes añadir otra muerte a tu historial!

La abadía de Ambrosia estuvo ardiendo durante muchos días. Cuando el incendio quedó totalmente apagado, el monasterio era una ruina y nadie hubiera sido capaz de reconocerlo. Solo algunos muros se mantenían en pie, pero las techumbres se habían venido abajo. Tenía el aspecto de un esqueleto de piedra ennegrecida y maloliente. Incluso la puerta que daba acceso a la escalera de la gruta había quedado taponada a causa del derrumbe de las vigas de madera del techo.

Ninguno de los que vivieron aquella desgracia pudo olvidarla. Para ellos, ese día pasó a ser una horrible pesadilla en la que Ambrosia, que había sido un paraíso, se convirtió en un infierno lleno de cadáveres de inocentes, mientras las llamas devoraban todo a su paso, incluyendo un gran número de libros.

VIII
EL LOCO DE LOS LIBROS BAJO VIGILANCIA

HA sido un interminable desfile de visitas. Las primeras en llegar fueron Metáfora y su madre. Después, Stromber, Battaglia, Mahania, Mohamed y otros empleados de la Fundación. Incluso nos ha visitado el señor Del Hierro, el banquero que nos tiene acosados. También el director del instituto y algunos profesores han tenido el detalle de venir, además de otros amigos y conocidos. Un periodista, atraído por la extraña noticia de un intento de robo de piedras antiguas, ha venido en busca de un reportaje, pero Norma le ha despachado con cajas destempladas y se ha tenido que ir con las manos vacías. El último en llegar ha sido Cristóbal.

Entre los que no han venido se encuentra Sombra, que ha llamado para decir que no pensaba abandonar la Fundación en un momento de crisis como éste. Sus palabras, más que tranquilizarme, me han alertado. ¿Qué es eso de que estamos en un momento de crisis? ¿Sabrá algo que yo desconozco?

—Lo importante es que no te muevas durante algunos días —ha dicho Norma a papá, que ya ha tomado el mando—. Ahora tienes que descansar. Lo demás no cuenta.

—Pero, Norma, yo creo que mañana ya podré salir a…

—¡De ninguna manera! Saldrás cuando los médicos te lo digan. ¿Es que no te das cuenta de que tu salud corre peligro? Has recibido un fuerte golpe en la cabeza y tienes que estar en observación.

Ante tanta visita, y para no estorbar, Metáfora y yo hemos bajado a la cafetería, acompañados de Cristóbal, para tomar algo.

—Esa historia de las piedras es muy extraña. Nadie se dedica a robar piedras. Tiene que haber una confusión —comenta Metáfora—. Tu padre tiene que estar equivocado.

—No sé qué decirte. El asegura que los vio claramente. Incluso parece que se han llevado una…

—Había más —dice Cristóbal de pronto.

—¿Qué dices?

—Que había más monedas. En el jardín del colegio.

—Mercurio dice que no.

—Yo las vi. Os aseguro que había un buen montón. Estaban entre el polvo, pero no las pude coger. Y también otros objetos.

Tomo un sorbo de café con leche mientras ordeno mis ideas. Están ocurriendo muchas cosas a la vez y apenas puedo asimilarlas. Mi padre suele decir que las cosas siempre están relacionadas y que no ocurren por casualidad. ¿Podría haber alguna relación entre las piedras de la Fundación y las monedas encontradas en el colegio?

Creo que empiezo a volverme loco. Tengo la impresión de que mucha gente sabe cosas que yo ignoro y que, además, me las ocultan.

En ese momento, el general Battaglia entra en la cafetería y se acerca a nuestra mesa.

—Muchacho, tu padre se encuentra bien. Es un hombre duro que sabe soportar el dolor. Sería un gran soldado.

—Gracias por venir, general. Su visita le ha animado mucho le digo.

—Es lo menos que podía hacer. Ademas, un general tiene la obligación de velar por la salud de sus hombres. Aunque, en este caso, me he descuidado un poco.

—Usted no estaba obligado a nada, general. Solo es un visitante que…

—No, no, te equivocas. Desde que descubrí que la Fundación esta llena de tesoros y de valiosa información, debí recomendar a tu padre que contratara servicios de protección, para mayor seguridad. Si hubiera cumplido con mi obligación, esto no habría ocurrido, te lo digo yo.

—¿Se refiere usted a que debemos contratar vigilantes armados y todo eso? —pregunto, un poco sorprendido.

—Naturalmente que me refiero a eso. En estos tiempos la seguridad es fundamental. Sobre todo cuando se dispone de una biblioteca como la vuestra, donde cada mueble, cada libro, cada… piedra tiene un valor incalculable.

—Espere, ¿también cree que las piedras valen mucho?

—Por supuesto. Las piedras de tu edificio tienen un valor histórico incalculable. No te puedes hacer idea del precio que los objetos arqueológicos adquieren en el mercado negro. Sobre todo si tienen inscripciones o están grabadas.

—¡Tu padre tenía razón! —exclama Metáfora.

—Claro. Hay redes de traficantes que saquean lugares históricos. Y el único remedio es poner vigilancia armada. Vuestro edificio está lleno de objetos valiosísimos. Esa gente no se anda con tonterías: si tienen que atacar a las personas, las atacan.

—Creo que le haremos caso, general —reconozco—. Debimos haberlo hecho antes.

—Bien. Por cierto, creo que pensáis venir el sábado con Sombra a la visita que voy a hacer a ese sótano.

—Si no le importa, habíamos pensado acompañarlos. Quiero que Metáfora vea esas cosas antiguas.

—Por supuesto que no me importa. Estoy seguro de que encontraré algunas pistas sobre ese Ejército Negro. A lo mejor me podéis ayudar.

—Pero, general, todos dicen que el Ejército Negro es solo una leyenda sobre la que casi no hay referencias —interviene Metáfora—. Es una fantasía.

—Un general es capaz de oler las huellas de un ejército a mil años de distancia. Os digo que existió y quiero descubrir, también, por qué desapareció. Debió de tener un gran jefe. Las historias de Grecia y de Roma están llenas de ejemplos. Grandes jefes, grandes ejércitos.

—¿Qué le hace pensar eso? —pregunto.

—¿Conoces algún ejército que no lo tuviera? Los ejércitos romanos subsistieron gracias a sus grandes generales. Ellos son el alma de los ejércitos.

—¿Y yo puedo acompañaros en esa visita? —pregunta Cristóbal—. Me muero de curiosidad.

—Si Sombra te deja entrar, yo no pondré ningún inconveniente —digo.

—Cuantos más soldados, mejor —concluye el general, levantándose—. Pero recordad que esta misión la dirijo yo.

—Sí, señor —dice Metáfora, haciendo una parodia del saludo militar.

El general se marcha, convencido de que su charla ha sido muy instructiva. La verdad es que no le falta razón. De haber tenido la vigilancia adecuada, papá ahora estaría bien y los ladrones de piedras ni siquiera se hubieran acercado.

—Este hombre tiene las ideas claras —comenta Cristóbal—. Es un profesional de la cabeza a los pies.

—Pero está buscando a un fantasma —responde Metáfora—. Ese Ejército Negro nunca existió. Sombra se lo ha dicho mil veces, pero no le hace caso. Al final se llevará una gran decepción.

—Ya has oído que es su gran sueño. A su edad, la meta de su vida es demostrar que tiene razón —digo.

—Bueno, espero que… ¿Qué miras con esa cara? ¿Has visto un fantasma?

—Mira… Stromber acaba de salir —digo.

—¿Qué tiene eso de raro?

—Que acompaña a Del Hierro.

—Se conocerán.

—Tienes razón, pero… No sé, me ha parecido como si se conocieran mucho.

—¿Y si es así?

—¿Quién es Stromber? —pregunta Cristóbal.

—Es un invitado de la Fundación. Vino para unos días, pero su visita se está alargando.

—Está haciendo un gran trabajo de investigación —dice Metáfora—. Le ha contado a mi madre que gracias a la Fundación podrá localizar objetos que él daba por perdidos. Y eso significa publicidad.

Prefiero no responder. Pero verlos juntos me ha producido una sensación de peligro que todavía me revuelve el estómago.

—Mira, Arturo, están ahí enfrente hablando como viejos amigos —dice Metáfora al cabo de un rato, mirando por la ventana entreabierta—. En la acera, al lado del quiosco.

Miro por la ventana y veo que, efectivamente, charlan amigablemente.

—Daría cualquier cosa por oír su conversación —susurro.

—¿Tanto te interesa? —pregunta Metáfora.

—A lo mejor es una tontería, pero sí, sí me gustaría saber de qué hablan.

—Hay un modo de saberlo —dice Cristóbal—. Esperad un poco.

Poco después le vemos cruzar la calle y acercarse al quiosco. Observa las portadas de las novelas del escaparate, a menos de medio metro de Stromber y Del Hierro, que ni siquiera se fijan en él…

Mi móvil suena y le atiendo, pero nadie responde… Presto atención y escucho ruidos de coches, de una moto, igual que la que ahora pasa al lado del kiosco y que hace un ruido infernal… Conecto el altavoz para que Metáfora pueda oír lo que creo que vamos a escuchar…

«Hay que presionar más». «Hago lo que puedo, pero no cede». «Es por culpa de ese hijo suyo, el sarnoso. Pero voy a emplearme a fondo. Usted siga con el embargo». «Tengo la posibilidad de presentar una demanda judicial, pero necesito congelar sus fondos». «Acúsele de estafa. Ha estado a punto de vender unos documentos que estaban bajo control del Banco». «¿Cree que una demanda bastará?». «Amigo Del Hierro, esto se está alargando demasiado. Hay que presionar». «¿Y la paliza, era necesaria?». «Él se la buscó. Necesito pruebas de que ese edificio es un verdadero tesoro y mis socios tienen que ver que hablo en serio.»…

Vemos cómo se despiden con un apretón de manos.

Cristóbal se queda un poco más de tiempo junto al quiosco para despistar. Luego cruza de nuevo la calle. Al poco rato entra en la cafetería.

—¿Qué os ha parecido mi trabajo? ¿Qué os pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿He hecho algo mal?

—Al contrario, amigo, al contrario —susurro—. Nos has ayudado mucho.

IX
MANJAR DE BUITRES

AL segundo día de persecución, Arturo, Arquimaes y Crispín avistaron a los hombres de Oswald, que habían acampado cerca de un río. Arturo, desde un promontorio, vio claramente a Alexia y sintió una extraordinaria alegría al distinguir su bella figura. Aún no estaba seguro, pero a veces pensaba que se había enamorado de ella. Alexia le tenía desconcertado. Una Maga Oscura y hechicera, bella como la luna, capaz de luchar como un hombre, se estaba colando en su corazón. Y ahora tenía que recuperarla. Tenía que arrancarla de las garras de esos brutos, de los guerreros de su propio padre, que habían venido para salvarla.

—He contado hasta cuarenta hombres —dijo Arquimaes—. Habrá algunos más vigilando los alrededores. No podremos con todos ellos.

—Hay que recuperar a Alexia —afirmó tajantemente Arturo—. Ha visto demasiadas cosas y no podemos dejar que se las cuente a Demónicus.

—Yo puedo eliminar a unos cuantos con mi arco —intervino Crispín mostrando su arma—. Tengo buena puntería.

—Dejemos que se confíen —sugirió Arturo—. Mañana se habrán olvidado por completo de nosotros y bajarán la guardia. Ni siquiera saben que los seguimos.

—¿Tienes algún plan? —preguntó el sabio.

—Recuperar a Alexia, aunque tenga que luchar contra todos. ¡Ése es mi plan!

Arquimaes y Crispín le miraron sorprendidos. Arturo se sentía atraído por la joven hechicera, y eso era un problema añadido.

—Podemos entrar esta noche en el campamento y raptarla sin que se den cuenta —propuso Arquimaes—. La noche es ideal para estas cosas.

—No. ¡Tienen que pagar lo que han hecho en Ambrosia! —respondió Arturo—. ¡Tienen que pagar por cada inocente que han matado!

—Si estuvieran más agrupados sería más fácil —comentó Arquimaes—. Están demasiado dispersos.

Arturo no respondió. Cogió un manojo de hierbas y lo retorció entre sus manos.

* * *

Escorpio entró en la sala del trono con la cabeza inclinada.

—¿Qué noticias me traes? —preguntó Benicius—. ¿Qué sabemos de Morfidio y del sabio?

—Han desaparecido, mi señor. Pero, a cambio, te puedo alegrar el día con un buen pacto.

—¿Quién quiere pactar conmigo?

—Demónicus. He recibido noticias de que desea negociar contigo una paz beneficiosa. Es una gran noticia.

—Pero si ya estamos en paz.

—Hay malos presagios. Corren vientos de guerra, mi señor. Dentro de algún tiempo las armas saldrán de sus fundas y la sangre correrá como un río. Demónicus quiere dominar todas las tierras y se va a enfrentar con la reina Émedi. Es tiempo de hacer alianzas.

—¿Una alianza con ese diablo? ¿Por quién me has tomado. Escorpio?

—Por un rey inteligente. Cuando empiece la guerra y los perros de Demónicus salgan de sus guaridas, nadie estará libre de sus ataques… Salvo sus amigos. Demónicus es muy poderoso.

Benicius bebió de la copa que un bufón le ofreció. Se puso en pie y se acercó hasta el perro de caza que le miraba, esperando una caricia. El rey le pasó la mano sobre la cabeza y el animal se sintió satisfecho.

—Tienes razón. Es mejor situarse en el lado bueno antes de que la locura nos envuelva a todos. Dile que tendremos una entrevista para firmar esa paz.

—A cambio, ha pedido la cabeza de Herejio. Dice que ese mago le traicionó y le robo la formula del fuego. Es el precio de la paz.

—Por mí, Herejio se puede ir al infierno. Se lo entregaremos atado de pies y manos. Me falló en el asalto del castillo de Morfidio. Ya no me sirve para nada. Espero que Demónicus le haga pagar cara su traición.

El espía salió de la estancia absolutamente feliz. Acababa de dar un paso importante para ocupar el trono de su señor, el rey Benicius.

* * *

Oswald encabezaba la expedición. Detrás, dos hombres de su confianza escoltaban a Alexia con la orden expresa de no perderla de vista ni un solo momento. También de protegerla con la vida en caso de algún ataque imprevisto.

Más atrás, los demás hombres cabalgaban despreocupados. Estaban satisfechos por el botín conseguido en Ambrosia. Algunos bebían y estaban casi borrachos. Los flancos estaban protegidos por varios vigías que, desde lo alto de las colinas, observaban cualquier movimiento sospechoso, aunque no lo hacían con demasiado entusiasmo.

En el flanco derecho, un guerrero cabalgaba medio adormilado, por eso no oyó el silbido de la flecha que voló directamente hacia su garganta. Su cuerpo sintió la terrible punzada y se tensó durante unos segundos antes de caer del caballo. Su compañero, que iba unos metros por delante, se giró cuando escuchó el ruido producido por la caída.

—¡Eh, Jaer! ¿Qué te pasa? Ya te dije que no debías beber tanto…

La segunda flecha disparada por Crispín se clavó en su pecho, justo donde comienza la armadura. La agarró con la mano y ya se disponía a gritar para avisar a sus compañeros cuando otra flecha entró en su boca y se clavó en el interior de su garganta, silenciándole para siempre.

—¡Buena puntería! Cuando sea rey te nombraré jefe de arqueros —dijo Arturo, bromeando—. ¡Eres increíble!

—Ya te lo dije. Nací con un arco en la mano. Y no he dejado de usarlo ni un solo día. Por eso soy libre.

Nadie se dio cuenta de la pérdida de los vigías hasta que los caballos se acercaron al grupo. Oswald fue el primero en percatarse de que ocurría algo extraño.

—¡Alerta! —gritó, desenfundando su espada—. ¡Quiero que los cuatro primeros hombres vayan a ver qué les ha pasado! Los demás, ¡preparados para repeler un ataque!

El corazón de Alexia dio un vuelco. Supo inmediatamente quién estaba detrás de aquello. De hecho, lo estaba esperando. Desde que cruzó la puerta incendiada de Ambrosia estuvo segura de que Arturo vendría en su busca. Sabía que intentaría recuperarla a cualquier precio. Cuando sus dos escoltas se prepararon para defenderla, comprendió que iban a morir, pero no dijo nada.

—¡Flechas!

—¡Los han acribillado! —dijeron los hombres que habían ido a inspeccionar—. ¡Alguien nos está atacando!

—¡Proteged a la princesa! —ordenó categóricamente Oswald—. ¡Formad un círculo!

Los vigías del otro flanco notaron que algo raro estaba pasando y decidieron unirse al grupo principal, por si necesitaban su ayuda y, de paso, protegerse. Así que galoparon a toda velocidad para ponerse a las órdenes de su jefe.

Los guerreros formaron una muralla humana alrededor de Alexia. Solo Oswald permanecía fuera, esperando que el enemigo se manifestara. Pero no ocurrió nada. Estuvieron esperando durante más de una larguísima hora. Cuando pensaron que el peligro había pasado decidieron reiniciar la marcha.

—¡Dos columnas! —ordenó Oswald—. ¡La princesa en el centro, protegida!

Desde un promontorio, Arturo y sus amigos vieron cómo la expedición se ponía otra vez en marcha.

—Ya están alertados —dijo Arquimaes—. Mañana entrarán en las tierras de su señor y se sentirán más seguros.

—Todavía no han llegado —sentenció Arturo—. Aún queda mucho camino… Y ya han perdido dos hombres.

—Pero yo no tengo muchas flechas —dijo Crispín—. Me acercaré a uno de los muertos para coger su carcaj. Es mejor estar bien provistos.

—Ahora están más unidos —bromeó Arturo—, ¿no era eso lo que queríais?

—Justamente. Pero hay un problema. Alexia está demasiado cerca de ellos y eso es peligroso. Hay que separarla del grupo.

—Yo me ocuparé de eso —aseguró Arturo—. Cuando lleguen a aquella explanada les obligaremos a juntarse todavía más y haré que la princesa se aparte. ¿Qué planes tenéis? ¿Vais a usar vuestra magia contra ellos?

—Prometí que jamás la usaría —protestó Arquimaes—. Y las promesas se cumplen.

—Se lo prometisteis a vuestro hermano Tránsito. Pero después de lo que ha pasado en Ambrosia, podéis considerar que estáis liberado de vuestra promesa —determinó Arturo.

—La palabra de un alquimista es sagrada.

—Claro, pero ahora hay que solucionar un problema… ¿O esperamos a que algún otro mago venga a resolverlo?

—Soy Arquimaes, el sabio que conoce todos los secretos de la magia.

—Algún día me contaréis dónde los aprendisteis —dijo Arturo—. Me gustará conocer vuestra vida, maestro.

Una hora más tarde, los hombres de Oswald estaban en una explanada donde apenas sobresalían algunas rocas. Entonces, una nueva flecha alcanzó al último jinete de la retaguardia. Cuando cayó al suelo, los hombres gritaron y Oswald se vio obligado a imponer un poco de orden.

—¡En círculo, con las armas preparadas! —exclamó—. ¡Alerta!

De nuevo se colocaron en posición de defensa, atentos a lo que pudiera suceder. En poco tiempo, tres compañeros habían caído atravesados por flechas, seguramente disparadas por el mismo arco.

Se sorprendieron mucho cuando vieron la silueta de un jinete en el horizonte, dirigiéndose tranquilamente hacia ellos.

—¿Quién es? —preguntó el lugarteniente de Oswald.

—Me parece que es el joven que luchaba con Morfidio en la abadía —dijo Oswald—. Sí, creo que es él… Eso significa que el conde ha perdido.

Arturo se aproximó a ellos, pero quedando fuera del alcance de sus arcos. Cuando se detuvo, Oswald gritó:

—¿Qué quieres? ¿Qué buscas aquí?

—¡Vengo a hablar con la princesa Alexia!

—¡Acércate y te dejaré hablar con ella!

—¡Es mejor que salga ella! —insistió Arturo—. ¡Déjala venir!

—¡No la dejaré salir!

—¡Estoy seguro de que ella quiere verme! ¡Sabe que es lo mejor!

Oswald se quedó desconcertado ante las palabras de Arturo.

—Tiene razón —dijo Alexia—. Iré a hablar con él.

—Es peligroso —le rebatió Oswald—. Puede matarte.

—No, no lo hará.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo sé muy bien.

La princesa espoleó su montura y salió del círculo protector, cabalgando al trote. Sin correr demasiado, pero sin hacerse esperar.

Cuando llegó cerca de Arturo, detuvo su caballo y preguntó:

—Y ahora, ¿qué va a pasar?

—Es mejor que no mires —dijo Arturo—. No va a ser agradable.

Ella comprendió el significado de las palabras de Arturo y clavó la mirada en sus ojos, decidida a no apartarlos, pasara lo que pasara. Y en ellos leyó lo que ocurría a sus espaldas.

Arquimaes adelantó su caballo, se acercó a Arturo, levantó los brazos hacia el cielo y emitió algunas palabras que nadie comprendió. De repente, los caballos se encabritaron y los guerreros tuvieron que esforzarse para mantenerlos en su posición.

El alquimista recitó algunas palabras y las letras de Arturo cobraron vida. Se despegaron de la piel y empezaron a aletear como pájaros. Los guerreros de Oswald, habituados a ver trucos de magia, no se sorprendieron demasiado y ni siquiera pensaron que aquellas extrañas formas pudieran suponer algún peligro.

Las letras sobrevolaron al grupo igual que si se tratase de un enjambre de avispas. Algunos soldados intentaron inútilmente atraparlas con las manos o golpearlas con las lanzas y espadas. Después, la bandada de letras descendió y se metió entre los guerreros, que no supieron cómo reaccionar. Jamás habían visto nada semejante. Las letras los rodearon hasta ponerlos nerviosos. Entonces, de repente, se clavaron en sus cuerpos como dardos mortíferos y les provocaron terribles heridas imposibles de curar. Los primeros en recibir los impactos cayeron al suelo lanzando gritos de dolor, mientras que los más ágiles se protegieron con los escudos, intentando inútilmente defenderse con las espadas. Las veloces y mortíferas letras volaban igual que pájaros y, en pocos minutos, no quedó nadie con vida. El mismísimo Oswald se encontró agonizando en el suelo, con la garganta y el pecho perforados, bañado en un gran charco de sangre.

Cuando terminaron su trabajo, las letras volvieron a situarse dócilmente sobre el cuerpo de Arturo y el sabio dejó de recitar. El joven se acercó hasta el grupo y miró frontalmente a Oswald, que aún respiraba.

—¿Tú… mataste… al conde Morfidio? —preguntó el jefe de los guerreros.

—Igual que a ti y a tus hombres. Lo que habéis hecho en Ambrosia fue abominable y merecéis ser castigados.

Oswald se apoyó en su espada y, haciendo un tremendo esfuerzo, se arrodilló. Luego consiguió ponerse en pie. Los labios le temblaban, estaba empapado en sangre y gastó sus últimas fuerzas en hablar:

—Tenía que cumplir una orden. Tenía que rescatar a la princesa —murmuró—. Te voy a matar por lo que has hecho a mis hombres, brujo.

—No hagas más tonterías, bárbaro —dijo Arturo, sacando su espada de la funda—. Vas a morir.

Oswald no hizo caso de la advertencia. Levantó su arma intentando asestar un golpe mortífero, pero Arturo fue más rápido y clavó su espada en el cuerpo del guerrero, ante los atónitos ojos de sus compañeros. Después, dio media vuelta y volvió junto a ellos. Se acercó a Alexia, le ató los pies por debajo del caballo con una cuerda bien tensada y le hizo una advertencia:

—¡No intentes escapar, princesa! —advirtió Arturo—. ¡O jamás volverás a ver a tu padre!

Los buitres, que huelen la sangre desde lejos, vinieron a revolotear sobre el montón de carne humana que estaba extendida en la hierba verde y fresca, mientras los caballos huían en todas direcciones.

—Deberíamos recuperar esos animales —indicó Crispín—. Valen mucho y podemos venderlos.

—No somos saqueadores —respondió Arturo—. Déjalos que vayan donde quieran. Tenemos cosas más importantes que hacer.

Crispín no dijo nada y siguió cabalgando junto a sus compañeros, hacia la puesta de sol.

X
ESPADAS Y ESCUDOS

HOY es sábado por la mañana. Sombra nos está esperando en la planta baja, con la gran llave que abrirá el primer sótano. Si bien no parece contento, tampoco se puede decir que esté de mal humor, a pesar de que se dispone a hacer algo que no le apetece nada. Él siempre ha considerado que la Fundación debía permanecer cerrada al público y que, cuantas más puertas se abrieran, peor para todos.

El general Battaglia acaba de llegar. Cristóbal entra en este momento y se pone al lado de Metáfora.

—¿Cómo se encuentra tu padre, muchacho? —pregunta el militar.

—Bien, general. Parece que le van a dar el alta en seguida.

—Me alegro mucho. Es un buen hombre y no se merece lo que le ha pasado. Brindaré por su recuperación. Y ahora, bajemos hasta ese sótano, a ver qué contiene.

Sombra, que no ha abierto la boca, da media vuelta y empieza a descender la escalera con mucha lentitud, como hace cuando reniega de hacer algo. Le seguimos convencidos de que vamos a ver cosas excepcionales.

—Procuren no tocar nada sin pedirme permiso —advierte cuando divisamos la puerta de entrada—. Esto es propiedad privada y no permitiré que nadie piense que puede apropiarse de lo que le dé la gana.

—No se preocupe, monje, somos gente honrada —responde el general.

—Hoy día hasta los ladrones se las dan de honrados. Por eso aviso que estaré atento, muy atento… Supongo que los que intentaron robar las piedras y atacaron al señor Adragón también eran honrados.

Se detiene ante la puerta e introduce la enorme llave. Haciendo un gran esfuerzo, empuja la hoja derecha, que chirría como si protestara. Parece que el propio sótano no está muy contento de recibir visitas.

—Hace muchos años que nadie entra aquí —advierte Sombra, agitando la mano como si estuviera espantando polvo o fantasmas—. Esperemos un poco a que el aire se renueve antes de pasar.

La verdad es que estamos emocionados. Vamos a entrar en un sitio que, supuestamente, contiene verdaderas joyas históricas que solo nuestros ojos van a contemplar. A pesar de que estoy seguro de haberlo visitado alguna vez hace años, estoy muy ilusionado.

Sombra conecta un interruptor de la luz y ésta se enciende en seguida. Estamos en una gran sala, repleta de telarañas, en la que hace un frío terrible y húmedo, igual que en las tumbas. Escuchamos algunos ruidos al fondo, y en seguida pensamos en fantasmas.

—¡Cuidado con las ratas! —advierte—. No son peligrosas, pero conviene no provocarlas. ¡Saltan al cuello cuando se ven acorraladas!

Yo, que le conozco muy bien, sé que está tratando de asustarnos, sobre todo al general. Sombra es cabezota como una mula; no le gusta esta visita y hará todo lo posible para que los invitados se sientan incómodos. Por eso voy a ir con cuidado.

Este lugar no es como lo esperaba. Creía que iba a encontrarme con una sala repleta de cofres con tesoros, joyas, cuadros y todo tipo de objetos de valor, pero no hay nada de eso.

Para empezar, casi todo está cubierto con telas y sábanas, por lo que cuesta mucho saber qué hay debajo. Además, hay muchas puertas cerradas. También las columnas de piedra impiden que nos hagamos una idea más concreta de lo que encierra este sótano.

—Bueno, general, ya estamos aquí. Dígame exactamente qué busca, quizá pueda ayudarle a conseguirlo —dice Sombra.

—No sé, busco pistas que demuestren que el Ejército Negro existió —balbucea el militar, visiblemente decepcionado—. ¡Necesito pistas y pruebas!

—Dígame qué clase de pruebas… Ya ve que esto es muy grande y si no me dice qué quiere, no le podré ayudar.

—Voy a empezar a revisar personalmente…

—¡Ni se le ocurra tocar nada sin mi permiso! —le corta de forma tajante—. ¡No toque nada!

—Pero si no me permite buscar, no podré encontrar lo que busco. Así es imposible.

—Bien, pues entonces la visita ha terminado. Estamos perdiendo el tiempo. ¡Salgamos de aquí!

—¡Espadas! ¡Quiero ver espadas!

—¿Espadas? ¿Qué clase de espadas?

—Todas las que tengan mil años. ¡Quiero verlas todas!

—De esas tenemos pocas. Si quiere ver otras más modernas…

—¡Quiero ver las espadas de los siglos X y XI…! —ordena el general Battaglia con firmeza militar—. ¿Me ha comprendido?

—Bueno, veamos… es posible que las encontremos en aquella habitación… Allí enfrente…

Metáfora, Cristóbal y yo no decimos nada para no causar más tensión, pero el ambiente está muy enrarecido. La verdad, nunca he visto a Sombra en este estado. Está furioso y parece que busca un enfrentamiento.

Se dirige hacia la zona de la izquierda, muy alejada de la puerta de entrada, que está señalizada con unos gráficos pintados en la pared: X.

—Es posible que aquí encontremos algo de lo que busca, aunque lo dudo… Veamos… —levanta una gran tela que recubre una caja de madera—. Aquí hay algunas espadas… Pero meta la mano con cuidado, puede haber ratas, serpientes, lagartijas…

—¡Deje de asustarme! ¿Con quién se cree que está tratando? —le responde Battaglia—. ¡Soy capaz de meter la mano en cualquier agujero con los ojos cerrados! ¡Nunca he tenido miedo!

Agarra una espada por el mango y la saca haciéndola chocar con otras, lo que produce un sonido metálico de acero contra acero, que a todos nos sobrecoge. Un sonido que he oído en muchas películas. Es el que se escucha cuando alguien va a morir.

—Esta espada es normal. Debió de pertenecer a un soldado. Quiero ver las de los caballeros.

—Son todas iguales.

—No. Las espadas de los caballeros estaban mejor forjadas y tenían una empuñadura mejor labrada. Estas espadas que me muestra ni siquiera están equilibradas. Solo servían para golpear, pero no para luchar. ¡Ni siquiera tienen punta! ¿Dónde están las otras?

—No sé si seré capaz de encontrarlas.

—¡Ya está bien! ¡Me estás tomando el pelo, monje, y no te lo voy a permitir! ¡O me enseñas lo que te pido ahora mismo o nadie impedirá que lo busque yo! ¿Entendido? ¡Ahora mismo!

Creo que la voz autoritaria del general ha impresionado a Sombra. Se dirige hacia un gran armario, lo abre y muestra el contenido. Docenas de espadas de gran calidad están colgadas de una barra y ordenadas por tamaño.

—Aquí tiene lo que busca. Espero que le sirva porque no hay nada más.

—Seguro que tienes incluso espadas de reyes —dice, cogiendo una de ellas—. ¡Qué belleza! ¡Esto sí es una espada de verdad!

La empuña y se aleja de nosotros unos metros. Entonces, hace algunos movimientos realmente sorprendentes. Actúa como un verdadero caballero medieval.

—¿A quién pertenecían estas armas? ¿De dónde provienen?

—Desde luego, a ningún Ejército Negro —responde Sombra con ironía—. Son armas medievales de gran calidad que pertenecen a los siglos X, XI y XII. Pero no hay constancia exacta de su procedencia. Es casi imposible saberlo.

—Voy a hacer algunas fotografías —dice el general, sacando una pequeña cámara digital—. Yo averiguaré lo que necesito saber. Tengo mis contactos. Iré al Museo del Ejército, ahí me dirán la verdad.

Sujeta su cámara y fotografía las espadas desde varios ángulos. De cerca, de lejos…

Después de hacer bastantes fotos, coloca las espadas en su sitio y observa las demás, que siguen ordenadas. Las coge, las empuña y maneja algunas.

—Una verdadera maravilla —sentencia—. Ya no se hacen armas así. Se ve que eran para luchar, no para decorar.

Mientras él se esmera en apreciar y valorar las espadas, hay algo que me ha llamado la atención.

Sombra, ¿puedo coger esa espada? La del fondo.

—Ya sabes que las armas son peligrosas. No me gusta que…

—Te aseguro que tendré cuidado. Es solo para ver lo que pesa.

La descuelga y me la entrega por la empuñadura, para no hacerme daño.

—No toques la hoja, puede estar oxidada y un corte podría ser mortal.

—Sí, Sombra, tendré cuidado.

—A ver, monje, ¿hay escudos por aquí? Y no me lo hagas repetir.

Sombra, más dócil, le lleva hasta otro gran armario y lo abre.

El general se queda asombrado. Docenas de escudos medievales quedan expuestos ante su vista. Mientras los examina, yo me ocupo de revisar la espada que tengo entre mis manos.

Curiosamente, tengo la sensación de que me resulta familiar, cercana, como si ya la hubiera tocado alguna vez. La empuñadura está coronada por un gran medallón que contiene un signo extraño, que no soy capaz de identificar.

—Si quieres te puedo hacer una foto con mi móvil —se ofrece Cristóbal—. Nadie se dará cuenta.

Coloco la espada de forma que pueda hacer la foto rápidamente. Metáfora se ha dado cuenta de nuestra jugada y se coloca delante para taparnos.

El general ha terminado de revisar los escudos y parece que se siente satisfecho. Ha hecho fotografías y ha tomado muchas notas.

—Bueno, por hoy ya está bien, pero también quiero que me enseñe todos los objetos que están en la lista que le acabo de hacer. Volveremos el sábado que viene.

—Si lo permite el señor Adragón —responde Sombra.

—Lo permitirá, monje. Los señores siempre hacen más caso a los militares que a los monjes.

—El señor Adragón no tiene título nobiliario. No es noble.

—Eso ya lo veremos, amigo. Ya lo veremos.

Salimos del sótano y Sombra vuelve a cerrar la puerta de doble hoja con la gran llave. Metáfora, Cristóbal y yo decidimos subir a mi habitación.

—Gracias por todo, Sombra —digo—. Ha sido muy instructivo.

Mi amigo y protector me lanza una de sus sonrisas silenciosas antes de desaparecer.

XI
RETORNO AL CASTILLO DEL REY

DURANTE la semana que duró el viaje apenas hubo incidentes. Solo un intento de asalto por parte de dos bandoleros poco experimentados que se resolvió fácilmente con el brillo de la espada de Arturo y una certera flecha de Crispín.

A lo largo del trayecto se encontraron con muchas personas que cargaban con sus pertenencias, abandonaban sus hogares y partían en la misma dirección que ellos. Los caminos se encontraban abarrotados de hombres, mujeres, niños y ancianos. En algunos tramos se toparon con verdaderas caravanas de gente que huía.

—Vamos a protegernos al castillo de Benicius —le explicó un campesino que llevaba a un niño en brazos—. Las bestias devoradoras de humanos son cada día más feroces y nos atacan continuamente. Benicius ha prometido protección y está formando patrullas de caballeros y soldados que van a exterminarlas.

Cuando divisaron el castillo del rey Benicius se detuvieron a contemplar la extraordinaria y mítica fortificación que jamás había sido conquistada. Estaba protegida por una gran muralla, en cuyo perímetro interior se hallaba el fortín a su vez amurallado con cuatro grandes torres, además de la gran torre central, que tenía forma circular. Desde fuera, parecía inexpugnable.

—¿Estáis seguro de que nos recibirá con los brazos abiertos? —preguntó Arturo.

—Sí. Le libré de la lepra y me prometió protección eterna —respondió el sabio—. Aunque no me fío mucho de él, creo que se unirá a nosotros y se aliará con la reina Émedi.

—Pues no dudó en usar la magia de Herejio para atacar el castillo de Morfidio, poniendo vuestra vida en peligro, maestro —le recordó Arturo—. A lo mejor no es lo que parece.

—Supongo que buscó la ayuda de Herejio para evitar que sus hombres tuvieran que luchar —le disculpó el alquimista—. Creo que comparte nuestra inquietud sobre los poderes de la hechicería; ya ves lo que cuentan los campesinos. No dudará en luchar a nuestro lado contra Demónicus.

—Benicius no es un buen rey —dijo Crispín—. Mi padre me ha contado que ahorca a los hambrientos cuando cazan en sus tierras y que también abusa de los campesinos. Mi padre es una de sus víctimas y si descubre quién soy, me encerrará en una celda.

—Te aseguro que no te pasará nada. Ahora necesitamos su apoyo —insistió Arquimaes—. Hemos de hacer aliados donde sea posible. Hay que aniquilar a Demónicus antes de que se haga el dueño del continente.

—¡Nadie puede enfrentarse a mi padre! —gruñó Alexia—. ¡Tiene más poder que todos los reyes juntos!

—De momento, hablaremos con Benicius —confirmó Arquimaes, ignorando las palabras de la muchacha—. ¡Adelante!

* * *

Mientras, a muchos kilómetros de distancia, los diez hombres de una patrulla que vigilaba los alrededores de la ciudad de Demónicus se detuvieron en un riachuelo para dar de beber a los caballos y descansar un momento. Hacía calor y estaban cansados de cabalgar.

Vistor, el jefe del grupo, descubrió algo que le alarmó y ordenó a sus hombres que se prepararan para cualquier imprevisto.

—He visto que algo se ha movido detrás de aquellos árboles —dijo en voz baja—. Vamos a acercarnos con cuidado. Tres hombres conmigo, cuatro por aquel camino y otros dos que se queden aquí para vigilar los caballos.

Con el mayor sigilo posible, Vistor y sus guerreros rodearon la pequeña floresta y alcanzaron los puntos de observación óptimos para vigilar sin ser vistos.

—Mirad, hay tres caballos ensillados junto al río. Pero no veo a los hombres que los montan —dijo—. ¡Pueden ser peligrosos!

—Es posible que…

Entonces, los otros cuatro hombres de la patrulla aparecieron por detrás del camino, entre los árboles. Se hicieron señas para informarse de que no había rastro de seres humanos.

—Me parece que esos caballos están abandonados o perdidos —supuso Vístor—. ¡Cogedlos!

Sus tres soldados se acercaron en silencio y consiguieron atrapar los animales para mostrárselos a Vistor. Los otros cuatro soldados se unieron al grupo y todos se miraron con sorpresa cuando reconocieron las sillas de montar.

—¡Son nuestras! —dijo uno—. ¡Estos caballos son de nuestro ejército!

—Cierto. ¡Mirad la marca!

—¿Dónde están los jinetes? —preguntó Vístor—. Aquí no hay nadie.

—Esos caballos pertenecen a los hombres que se fueron con Oswald en busca de la princesa Alexia —explicó un soldado—. Yo los vi partir.

—¿Y dónde están?

—Aquí hay sangre —dijo uno, pasando la mano sobre una de las sillas—. Y la sangre siempre pertenece a los muertos.

Vistor se dio cuenta de que tenía un problema. Como jefe del grupo, tenía que explicar a Demónicus que los hombres que habían partido en busca de su hija habían muerto. Sabía que los portadores de malas noticias no eran muy bien recibidos. De hecho, muchas veces eran recompensados con terribles castigos. Demónicus no era conocido por ser un hombre benevolente.

* * *

Lo primero que llamó la atención de Arturo y sus amigos cuando entraron en el castillo de Benicius fue la frenética actividad de los soldados. Muchos practicaban con sus armas, otros preparaban los caballos. Por su parte, los campesinos apilaban flechas y cargaban carros que debían transportar provisiones.

—¡Se están preparando para la guerra! —dijo Arquimaes, bastante alarmado—. Dentro de poco correrá mucha sangre.

—¿Contra quién luchará? —preguntó Arturo.

—Contra Demónicus, sin duda —respondió Arquimaes.

—Pues morirán todos —advirtió Alexia—. Mi padre tiene un ejército muy poderoso. Muchas tribus se han unido a su causa.

—¡Yo quiero ir a la guerra contra Demónicus! —dijo Crispín—. ¿Te alistaras, Arturo?

—No lo sé. Antes hablemos con Benicius. Veamos qué ejército está organizando. Supongo que solo admitirá caballeros. No me dejará participar.

—Ya eres un caballero —intervino Alexia—. Has matado dragones, cosa que pocos han hecho. Deberá nombrarte comandante o jefe de caballería.

—¡Y tú debes mantener la boca cerrada! —le reprendió Arturo—. ¡O tendré que amordazarte! ¡No debes contar a nadie lo que has visto!

—Aunque me cortes la lengua, todo el mundo conocerá tu hazaña, joven guerrero —insistió la princesa—. ¡Son cosas que no se pueden ocultar!

—¿Yo también tengo que estar callado? —quiso saber Crispín—. Quiero decirle a todo el mundo que soy escudero de un caballero que ha matado dragones.

—¡Solo ha sido uno! —le cortó Arturo—. ¡Y no lo maté yo!

—Es igual, yo quiero decirlo.

—La discreción es una virtud de los escuderos —le recordó Arquimaes—. Tienes que aprender a mantener la boca cerrada y a no hablar más de la cuenta. Aprende a hacer bien tu trabajo.

Llegaron a las caballerizas y pidieron alojamiento para sus caballos.

—En el castillo no hay sitio para nadie más —dijo un hombre sucio y maloliente—. Tendréis que buscar otro establo fuera, en el pueblo.

—Venimos a ver al rey —explicó Arquimaes—. Soy un alquimista que está bajo su protección.

—Hoy, los únicos que están bajo su protección son los caballeros y los soldados. Los demás no existimos. Seguid mi consejo. Id al pueblo y acomodaos como podáis.

—Aquí tienes dos monedas. Guarda los caballos hasta la noche. Luego vendremos a recogerlos —propuso Arturo, que no deseaba llamar demasiado la atención—. Y gracias por tu consejo.

—Y ahora, vayamos a ver a Benicius —dijo Arquimaes—. Ya es hora de poner orden a varios asuntos.

Alcanzar la entrada de la torre principal les costó mucho tiempo y esfuerzo, debido a la cantidad de gente que entraba y salía. Caballeros, soldados y otros servidores del ejército cruzaban la puerta incesantemente. La actividad era frenética y el acceso estaba a rebosar de aldeanos que pedían audiencia.

—Soy Arquimaes —explicó el sabio al secretario que apuntaba los nombres de todos aquellos que esperaban ser recibidos por el monarca—. Mis amigos y yo queremos ver al rey. Somos cuatro personas.

—¿Arquimaes? ¿El alquimista? ¿El que fue raptado por Morfidio?

—Sí, pero no lo digas muy alto. No quiero llamar la atención. ¿Cuándo podré ver al rey Benicius?

—Seguidme. Estoy seguro de que os atenderá en seguida.

Algunos protestaron al ver que unos recién llegados se colaban, pero la guardia real puso orden inmediatamente. Cuando llegaron a la antesala, varias personas que estaban a punto de ser recibidas los miraron con malos ojos, ya que se dieron cuenta en seguida de que iban a entrar sin esperar su turno.

—En cuanto salgan los que están dentro, avisaré a su majestad —explicó el secretario—. Saldré a buscaros.

Pocos minutos después la puerta se abrió y dos caballeros con actitud arrogante salieron de la sala de audiencias. Se esforzaban en demostrar a los que esperaban que eran importantes y que tenían el apoyo del rey.

El secretario entró, dejando a los cuatro compañeros bajo la mirada ácida de los que esperaban.

—¿Tan importantes sois que creéis que podéis saltaros la lista a vuestro antojo? —dijo un hombre ricamente vestido—. ¿Quiénes sois, que vestís tan pobremente y venís acompañados de un siervo sucio y andrajoso?

—No somos nadie, caballero, igual que vos —respondió Arquimaes—. Lo que pasa es que el rey recibe hoy a todo el mundo. Incluso a la gente que no se lo merece.

—¿Quién os habéis creído que sois para hablarme de este modo?

—Me he limitado a responderos, señor…

En ese momento, la puerta se abrió y el secretario llamó a Arquimaes.

—Podéis pasar. El rey os espera con impaciencia.

Cuando pasó al lado del caballero insolente, Crispín estornudó sobre su rica túnica y la manchó.

—Lo siento, señor, pero los siervos somos sucios y pegajosos —se disculpó—. Deberíais cambiaros de ropa para que el rey no os vea con este aspecto. Parecéis un caballerizo.

Arquimaes, Arturo, Alexia y Crispín entraron en la sala de audiencias con enorme respeto. Las paredes estaban bellamente adornadas con grandes tapices, y colgando de las columnas había antorchas y lámparas que iluminaban la estancia, de forma que el sol parecía estar dentro. Los servidores y guardianes vestían con lujo y limpieza, lo que llamó mucho la atención de Crispín, que jamás había visto nada semejante. «Esto debe de ser lo que llaman el cielo», pensó.

Benicius se levantó del trono, bajó los tres escalones que le separaban del suelo y se acercó a Arquimaes con los brazos abiertos.

—¡Arquimaes, viejo amigo! —exclamó, dándole un caluroso abrazo—. ¡Creía que habías muerto! ¡No sabes cuánto me alegra tenerte aquí, a mi lado! ¡Es una gran sorpresa!

—Escapé de milagro, majestad. Morfidio huyó por un túnel secreto y nos entregó a Demónicus —explicó Arquimaes—. Luego, Arturo me liberó, y… En fin, ha sido un largo viaje. Pero ahora he vuelto, para ponerme a vuestro servicio, mi señor.

—Llegas en el momento oportuno. Nos preparamos para una guerra… Ha llegado la hora de recuperar la dignidad.

—¿Os pondréis al lado de la reina Émedi? —preguntó el sabio.

—Oh, claro, claro… Nos aliaremos con ella para impedir que ese maldito brujo invada su reino.

—Señor, traemos una prisionera importante… —añadió Arquimaes—. ¡Alexia, la hija de Demónicus!

El rostro de Benicius se congeló al escuchar aquellas palabras. Observó a la joven con incredulidad.

—¿Ella es Alexia, la hija de Demónicus?

—Sí, es nuestra prisionera y os la entregamos gustosamente. Supongo que equilibrará la balanza cuando emprendáis la campaña contra su padre. Os dará una extraordinaria ventaja.

—Oh, claro que sí. Esto facilita mucho las cosas —dijo Benicius, frotándose las manos—. Y mejora nuestra posición, querido amigo. ¿Y quiénes son estos jóvenes que te acompañan?

—Éste es Arturo, y el más joven es Crispín. Arturo me ayudó a escapar de las manos de Demónicus.

—Habrá que recompensarle como se merece —dijo—. Hay que ser generoso con los amigos.

—Gracias, majestad —respondió Arturo, inclinando la cabeza—. Solo hemos cumplido con nuestro deber. Arquimaes corría un grave peligro y le hemos dado nuestra ayuda.

—Y os lo agradecemos… Por cierto, Arquimaes, ¿le has contado a alguien tu secreto? —preguntó el rey—. ¿Tu fórmula está segura?

—No he dicho una palabra a nadie, majestad.

—Bien, eso está muy bien, amigo mío —levantó la mano y llamó a un oficial que estaba a pocos metros, atento a sus órdenes—. Ocúpate de estos amigos y dales todo lo que pidan. Búscales alojamiento y acomódalos como se merecen. No quiero que les falte de nada. Ah, y que encierren a la chica. Es muy peligrosa y quiero vigilancia especial. Nadie debe hablar con ella.

Dos horas después, Arquimaes, Arturo y Crispín estaban alojados en una gran habitación situada en la torre principal, cerca de los aposentos de Benicius. Los caballos fueron trasladados de las caballerizas a los establos reales.

XII
LOS MUTANTES

METÁFORA, Cristóbal y yo estamos en mi habitación analizando la fotografía que me hice con la espada del sótano. Aunque la calidad no es excelente, nos permite ampliar la imagen en el ordenador. En el archivo hay un dibujo que me interesa, porque tengo la impresión de haberlo visto en algún sitio, pero no recuerdo donde.

—¡Fijaos! Es una calavera… Es una calavera extraña… Pero no pertenece a un ser humano. La parte de arriba sí es humana, pero a partir de la nariz las cosas cambian —explico—. Esos dientes parecen de un animal.

—Esas fosas nasales no son humanas y tampoco la mandíbula —dice Metáfora—. Se proyecta hacia delante, igual que las de los perros…

—O los dinosaurios —añade Cristóbal.

—O los dragones —digo.

—Pero no es nada de eso. Es medio humana y medio bestia —insiste Metáfora—. Es un extraño símbolo. Yo creía que los símbolos medievales utilizaban siempre animales, como leones, dragones, caballos, perros… pero jamás había oído hablar de esta extraña mezcla. Además, hay algo que parecen llamas, como si salieran de la cabeza de…

—¡Es un mutante! —exclama Cristóbal—. Es alguien que se está transformando. Un humano en bestia o una bestia en humano. ¡Una bestia que tiene fuego en la cabeza!

—¡Es verdad! —añade Metáfora—. ¡Es un mutante! Yo creía que esas criaturas solo existían en las historias de ciencia ficción… O en la mitología.

—No tiene nada de extraño —explico—. Es solo un símbolo. Puede ser solo creación de un artista.

—¿Con qué intención? —quiere saber ella.

—Para asustar a la gente —digo, regodeándome en la explicación—. En la Edad Media eran muy supersticiosos y esas cosas les daban terror. Hay muchas leyendas sobre mutantes… El hombre lobo… Drácula…

—Batman, Spiderman… —dice Cristóbal.

—Sí, tú ríete, pero más de uno acabó en la hoguera por haber sido acusado de diablo mutante —digo—. La cosa es seria. ¡Un mutante al que le salen llamas del cráneo! Menos mal que estamos en la Edad Contemporánea y las supersticiones están superadas. Ahora ya no hay mutaciones, ni diablos, ni resucitados…

—No, pero hay transplantes, clonaciones, congelaciones… —añade Metáfora.

—Sí, dentro de poco resucitarán a los muertos —dice Cristóbal, en plan macabro—. ¡Ya lo veréis!

—Venga, no perdamos el hilo. Ahora tenemos que averiguar qué significa ese signo… Busquemos en Google, a ver qué encontramos.

Mientras el buscador hace su trabajo, yo tengo algunos destellos de recuerdos que me confirman que conozco muy bien el símbolo del mutante. Pero me resulta tan doloroso que prefiero no decir nada.

—Mira, aquí hay una página de símbolos medievales —dice Metáfora—. Es posible que…

—Veamos si hay alguno que se parece… Si es importante, seguro que estará…

Cientos de imágenes de todo tipo de animales, sobre todo leones y dragones, que son los más utilizados, desfilan ante nuestros ojos. Algunos se parecen a nuestro dibujo, pero no hay ninguno de mutantes.

—Es normal. Yo creo que en esa época la mutación no era motivo de…

—Pero está en la espada, y eso significa que algún reino lo usó como bandera —insisto.

—Espera, a lo mejor solo se trata de una pieza única. Algún caprichoso encargó esa espada…

—¡Tengo más! —dice Cristóbal.

—¿Más qué?

—Más fotos. He hecho más fotos de espadas… Y algunas de escudos y de esos estandartes que colgaban del techo… Y de las puertas… tengo un montón de fotos.

—¿Eres espía profesional o algo así? —dice Metáfora.

—¿Queréis verlas o no?

Las descargamos en el ordenador y podemos estudiarlas a conciencia. Efectivamente, hay más espadas con el símbolo del mutante. Además, vemos que uno de los escudos también lo tiene dibujado… Pero hay algo todavía más inquietante: ¡un escudo lleva el logotipo de la gran A, que tiene la cabeza de dragón! ¡El mismo símbolo que tengo dibujado en la frente y que, de vez en cuando, se completa formando la letra sobre mi rostro! ¡El símbolo del dragón que, según Jazmín, cobró vida y le atacó! Y, posiblemente, el que aterrorizó a Horacio.

—Oye, también podemos escanear la moneda e investigar un poco —propone Cristóbal, que resulta ser más sagaz que un águila.

El escáner lee la moneda y la imagen se plasma en la pantalla. Pero la superficie está tan gastada que apenas se puede distinguir nada. Algunos relieves demuestran que, en algún momento, hubo dibujos y posiblemente letras, pero resulta imposible descubrir su contenido.

—Lo único que se aprecia es que hubo un perfil de una cara en el centro y que, alrededor, había letras… Pero no se pueden leer —digo.

—¿Y en la otra cara? —pregunta Metáfora.

—Es peor. Manchas, relieves incompletos, nada claro… No hay forma de saber qué…

—¡Necesitamos un programa más avanzado! —sugiere Cristóbal—. ¡Uno de esos que usan en los centros de investigación, los que completan solos las zonas que faltan!

—¡Claro, podemos llamarles y pedir que nos hagan el favor de leer una moneda medieval! ¡No te digo!

—Pues cosas más raras se han visto. Un amigo mío entró en el sistema informático de la NASA y consiguió…

—Deja de soñar, Cristóbal, que estas cosas no se resuelven así.

Tengo un extraño presentimiento. El reverso de la moneda tiene algunos rasgos que me resultan familiares, pero no puedo confirmarlo. Sin embargo, todo este asunto me está alterando. Es como si mi memoria quisiera recordar algo y a la vez se negara a hacerlo.

—Bueno, por hoy deberíamos dejarlo. La visita al sótano me ha dejado agotado —digo—. Además, quiero llamar al hospital para hablar con mi padre. Quiero saber si le van a dar el alta. Nos vemos el lunes en clase, ¿vale?

* * *

Ahora que estoy solo, he subido al tejado para ordenar mis ideas. Últimamente han ocurrido muchas cosas sorprendentes y estoy un poco aturdido. Por eso vengo hasta aquí, porque es el único lugar desde el que puedo ver las cosas con más claridad.

Si es verdad que todas las cosas de este mundo están relacionadas, todo lo que ha sucedido también tiene que estarlo. Así que debería tratar de averiguar qué tienen en común la agresión a Patacoja, el intento de robar piedras, la aparición de la moneda en el instituto, la visita al primer sótano y el símbolo del mutante… ¡Y la espada con el dragón y la A! ¡Demasiadas cosas!

Parece un puzle lleno de piezas que no acabo de encajar y creo que nunca uniré correctamente; al menos mientras los recuerdos de las fantasías y los sueños se mezclen en mi cabeza. Si recuerdo ese símbolo del mutante debe de ser porque lo he soñado, o porque, cuando era pequeño, en alguna de mis visitas al sótano, lo vi y lo he memorizado. Pero no puedo asegurar ni una cosa ni la otra. Y, si lo he soñado, ¿por qué aparece ahora en el mundo real? Uno no encuentra en el mundo real las cosas con las que ha soñado. Eso no le ocurre a nadie. La verdad es que, aunque no lo quiero reconocer, sé perfectamente dónde he visto ese horrible símbolo.

Escucho el ruido de la puerta que se abre. No me hace falta mirar para saber quién es.

—Hola, Sombra.

—Hola, Arturo, ¿molesto?

—No, no, ven a mi lado, que me hace falta.

—Por eso he venido. Hoy, durante la visita al sótano, te he visto un poco triste.

—Es por papá.

—No te preocupes, ya sabes que pronto regresará a casa. Se encuentra bien.

—No entiendo lo que ha pasado. He hablado con Patacoja y me ha contado que eran dos tipos con la cara tapada.

—Ladrones. Son como las ratas. Están por todas partes.

—Nunca había oído hablar de ladrones de piedras.

—El mundo está lleno de ladrones. Robaron piedras de las pirámides de Egipto, del Coliseo de Roma. Las piedras antiguas tienen mucho valor, y hay gente que paga muy bien por ellas. Hay saqueadores de tumbas… No debe extrañarte lo que ha pasado.

—¿Quieres decir que la Fundación tiene tanto valor histórico como esos monumentos?

—Este edificio es muy antiguo. Se ha remodelado varias veces, pero todavía conserva vestigios de su origen medieval, como algunos muros y columnas. Seguramente por eso han intentado llevarse esas piedras.

—Pero no se pueden vender. Solas, apenas tienen valor. Tendrían que llevarse todo el muro.

—No descartes que un día lo intenten. La rapiña es un mal de este mundo. Se llevan hasta el polvo para venderlo.

—La visita del general Battaglia te ha puesto muy nervioso, ¿verdad? —le digo.

—Me ha sacado de quicio —confiesa—. Ese hombre se empeña en buscar lo imposible. Ese Ejército Negro nunca existió, pero él está obsesionado. Creo que todo se reduce a que…

Sombra, si ese ejército nunca existió, ¿por qué le pones tantas trabas?

—Pues… Pues… Porque lo va a revolver todo. Empieza buscando un ejército fantasma y acaba encontrando cualquier cosa. Ese hombre nos volverá locos a todos.

—Dime una cosa, tú que conoces muchos símbolos medievales, ¿qué sabes de uno que representa una calavera de un mutante con llamas que salen del cráneo?

—Nada. Fantasías. ¿Dónde has oído hablar de él?

—Estaba en la espada que me cogí en el sótano.

—¿Ves lo que te digo? Ese hombre ha abierto una puerta que nos traerá complicaciones. Nunca debí abrir el primer sótano.

—Pues piensa entrar en el segundo.

—¡No se lo permitiré!

La noche es oscura y tranquila. La compañía de Sombra siempre me tranquiliza, sobre todo cuando me cuenta historias.

—Hoy quiero que me hables de los sueños —digo en voz baja—. De los sueños que nos hacen vivir y nos hacen creer cosas maravillosas…

XIII
LA TRAICIÓN DEL REY

ESCORPIO inclinó la cabeza y entró en la sala de armas, donde Benicius se había reunido con sus jefes. Los caballeros estaban estudiando varios mapas que colgaban de las paredes, mientras que los criados no dejaban de servir copas de vino y de distribuir frutas. Había tal bullicio que parecía mentira que en aquel lugar se estuviese planificando una guerra.

—Acércate, Escorpio —dijo Benicius—. Tengo buenas noticias.

—He oído rumores —afirmó Escorpio—. Creo que su majestad ha puesto a buen recaudo a ese alquimista escurridizo.

—No creo que pueda salir de su jaula de oro —rió Benicius—. Es mío y no se me escapará. Pero lo mejor es que cree que soy su amigo. Incluso piensa que cuando la guerra comience estaremos del lado de Émedi.

—Ese hombre es un ingenuo. No le ha valido de nada aprender tantas cosas. La alquimia no es tan buena como dicen algunos.

—La magia y la brujería son mucho mejores. Por eso estaremos del lado de Demónicus. Supongo que cuando le entreguemos a su hija, comprenderá que merecemos más poder.

—Majestad, ¿podemos hablar a solas, lejos de este ruido y fuera de la vista de tanta gente? Quiero deciros algo importante y nadie más debe escuchar mis palabras o leer mis labios.

—¡Salid todos ahora mismo! —ordenó Benicius—. ¡Esperad fuera!

Los criados corrieron a abrir las puertas y, en pocos segundos, la sala estaba completamente vacía.

—¿De verdad pensáis entregar a Alexia a su padre? —preguntó Escorpio cuando se quedaron solos.

—¿Para qué la quiero? ¿De qué me sirve una muchacha de…? Espera, ¿estás sugiriendo que la mantengamos en nuestro poder?

—Nunca se sabe lo que puede ocurrir —sugirió Escorpio—. ¿Quién sabe que está aquí?

—Poca gente, aparte de los tres que la han traído. Supongo que ni siquiera los guardianes saben quién es esa chica a la que están vigilando.

—Debéis ocultarla en lo más profundo de vuestro castillo. Por su propio bien, naturalmente. Y nadie debe saber dónde está ni quién es. Debéis esconderla como un tesoro.

—Existen algunos lugares en esta fortaleza que servirán perfectamente. Estoy pensando en un pozo secreto que hay precisamente debajo de esta torre.

—Trasladadla ahí ahora mismo. Que la tapen con una capucha para que nadie pueda verle la cara. Que la vigilen hombres de confianza.

—¿Y Demónicus?

—No haremos nada. No le diremos nada, ya que nada sabemos.

—¿Y Arquimaes?

—En cuanto os cuente su fórmula secreta, le haremos desaparecer junto a sus amigos. Los cerdos se ocuparán de que no quede ni rastro de ellos. Si alguien pregunta, lo negaremos todo. Tener a Alexia en nuestro poder es una de nuestras mejores cartas… Y creo que nos reportará grandes beneficios. Demónicus no lo sabe, pero está en nuestras manos.

Benicius tomó una copa de vino y bebió un largo trago.

—Escorpio, eres más peligroso de lo que imaginaba —dijo, después de limpiarse con la manga—. Pero me eres muy útil.

—Estoy seguro de que sabréis recompensarme como merezco, majestad.

—No te quepa duda. Si tu plan sale bien, obtendrás un buen premio. Y ahora, sal y di a mis criados que hagan entrar a esos valientes caballeros. Debo preparar una invasión.

* * *

Nadie prestó atención a un sucio pordiosero que, vestido con hábito de monje y montado a lomos de una vieja mula, entraba en la aldea de Asura. El jinete tenía el pelo largo, la barba desaliñada y la cara envuelta en tanta suciedad que era imposible reconocerlo. Su ropa maloliente alejaba a los que se cruzaban con él.

Se dirigió a la taberna y, después de atar su mula a un árbol, entró y se sentó en una mesa, provocando la desconfianza de los clientes.

—¿Qué quieres? —le preguntó el mesonero—. Enséñame tu dinero o no te serviré. Aquí no queremos mendigos.

—Soy una especie de juglar —respondió Morfidio—. Puedo divertir y entretener a tus clientes contándoles historias asombrosas. Cuanto más tiempo permanezcan en tu local, más dinero ganarás.

—Sal de aquí antes de que te eche a patadas. Éste no es lugar para mendigar.

—Espera, hagamos un trato… Si mis historias no les gustan, no tendrás que darme nada. Te aseguro que mis historias les encantarán.

El mesonero se lo pensó durante unos instantes.

—Te daré la oportunidad que pides. Si no consigues que beban y coman más, yo mismo te sacaré. ¿Entendido?

Morfidio subió a una banqueta y dio algunas palmadas.

—¡Escuchad, oh nobles señores, la historia que os voy a contar!… Yo era noble y tenía mi propio castillo. Pero, un día, tuve la desgracia de toparme con un muchacho inmortal que me arruinó.

Algunos prestaron atención. Las historias de gente desgraciada siempre eran bien recibidas, ya que consolaban mucho.

—Ese chico se llamaba Arturo y nadie podía matarlo… Tenía un poder mágico que le protegía de la muerte. Su cuerpo estaba cubierto de letras negras que actuaban como un ejército defensor de su dueño… ¡Guardaos de él si se cruza en vuestro camino!

—¡Eh, monje!, ¿de dónde has sacado esa historia? —preguntó un individuo—. ¿La has inventado cuando estabas borracho?

—Invítame a una jarra de vino y te contaré más detalles —respondió Morfidio—. Sé cosas aterradoras.

—¡Tú no eres juglar! —gritó otro—. ¡Estás completamente loco!

El conde notó cómo la rabia le subía a la cabeza, pero se contuvo.

—Si hubieras visto lo que mis ojos han visto, se te quitaría esa sonrisa de asno —masculló Morfidio—. ¡Esas letras son peligrosas!

—¡Tabernero! ¡Pon una jarra de vino a este hermano, nosotros pagamos! —ordenó un hombre que estaba acompañado de un individuo armado—. Ven aquí, quienquiera que seas, tu historia me interesa… Me encantan las historias fantásticas.

—Gracias, amigo —dijo el conde, agarrando la jarra que el tabernero le puso en la mano—. Os voy a enseñar algo extraordinario.

Bebió la mitad de la jarra de un solo trago y la depositó sobre la mesa. Entonces, deslizó la parte superior de su hábito hasta la cintura y dejó al descubierto una horrible cicatriz.

—¿Veis esto? ¡Me lo hizo él con su espada! ¡Me mató!… ¡Pero resucité!

Sus palabras provocaron el más absoluto silencio.

—¡Ahora soy inmortal! ¡Igual que él!

—Venga, deja de decir tonterías —pidió un campesino, que estaba un poco bebido—. No nos cuentes fantasías.

—¿Fantasías? ¿Crees que estoy mintiendo? —preguntó Morfidio, bastante irritado.

—Vamos, no te pongas así —respondió el hombre—. Pero no pienses que te vamos a creer. Te ganarás bien la vida contando historias, amigo. Eres un gran mentiroso.

Morfidio se puso en pie de un salto. Miró al campesino y se enfrento con él.

—¡Escucha, siervo, cuando hables con un noble, debes hacerlo con respeto! —le dijo—. Así que arrodíllate y pide perdón.

—¡Estás borracho!

Morfidio, enfurecido, se arrojó sobre el caballero que le había invitado y le arrancó la daga del cinturón. Después, como si estuviese poseído por la ira, se abalanzó sobre el campesino y se la clavó hasta la empuñadura. A continuación, cortó el cuello de un hombre mayor que se acercó para socorrer al herido y la hundió en el pecho del caballero.

—¡Así aprenderéis a respetar a los que están por encima de vosotros! —rugió—. ¡Nadie se ríe de mí!

El tabernero empuñó su cuchillo de cortar carne y se dirigió hacia él en tono amenazador.

—¡Maldito borracho! —gruñó—. ¡Sal de aquí ahora mismo!

Morfidio iba a encararse con él, pero se dio cuenta de que los clientes se estaban poniendo en pie, dispuestos a defender al tabernero.

—¡Ya tendréis noticias mías! —amenazó mientras salía—. ¡Os acordaréis de mí!

Una vez fuera del mesón desató su mula con rapidez, se subió a ella y la obligó a correr. Los clientes de la taberna le lanzaron piedras que estuvieron a punto de golpearle por la espalda. Mientras huía, se preguntó de dónde había surgido esa rabia que le había dominado y que le había inducido a cometer esos brutales actos.

Salió de la comarca y se perdió entre las colinas. El destino quiso que su mula, que trotaba sin control, se dirigiera hacia el reino de Benicius.

* * *

Arturo decidió salir a dar una vuelta por el castillo. Quería ver las máquinas de guerra, que le llamaban mucho la atención, y observar de cerca a los soldados que se estaban preparando para luchar.

—Éstas son muy básicas —le advirtió Arquimaes—. Las hay mejores y más grandes. Los instrumentos de guerra cambian con rapidez. Hay muchos inventores dedicados a este trabajo.

—¿Vos no habéis inventado ninguna máquina de guerra? —preguntó Crispín, con su natural curiosidad—. Seguro que os lo pagarían bien.

—Si invento alguna máquina será una máquina de paz. Aunque me parece que ya está inventada.

—¿Existe una máquina de paz? —preguntó.

—Claro. Es una máquina con muchas pequeñas piezas, que encajan bien unas con otras, que sirven para que los seres humanos se entiendan bien… Se llama alfabeto. Y las letras son sus piezas.

—Las runas son más antiguas y no han servido de nada.

—La runa es un lenguaje de símbolos escritos muy anticuado. El alfabeto es mejor, más completo y más eficaz. Tiene como finalidad transmitir conocimientos, poesía y todo lo que el ser humano es capaz de pensar… Arturo, ¿buscas algo? Veo que llevas un rato revolviéndolo todo.

—Mi espada. No encuentro mi espada.

—Se la habrán llevado los criados para limpiarla.

—¡Nadie limpia la espada de mi caballero! —exclamó Crispín muy enfadado—. ¡Iré a buscarla ahora mismo!

—Me parece que también se han llevado tu arco —añadió Arturo.

—¿Quién les ha dado permiso para coger nuestras armas? —exclamó el escudero, bastante indignado.

—¡Espera! Espera un poco… Aquí pasa algo raro.

Arquimaes prestó atención a las palabras de Arturo, ya que sabía perfectamente que ningún sirviente cogería las armas de sus invitados sin pedir permiso.

—¿No estarás pensando que…?

—No pienso nada. Solo digo que se han llevado nuestras armas y eso no me gusta nada.

En ese momento, la puerta se abrió, y el secretario que se había ocupado de alojarlos entró.

—Arquimaes, mi señor, el rey Benicius, desea que vengáis a verle —dijo.

—Los sirvientes se han llevado las armas de mis compañeros —respondió el sabio—. ¿Quién les ha ordenado hacerlo?

—No lo sé, pero lo averiguaré. Ahora, por favor, seguidme.

—Está bien, vamos —aceptó Arquimaes—. Veamos qué quiere de nosotros.

—Solo quiere veros a vos. Los demás deben esperar aquí. Son órdenes.

Arquimaes sintió que un puño le atenazaba el estómago. Sus peores sospechas estaban a punto de confirmarse. Cuando salió de la estancia y comprobó que había varios soldados vigilando su puerta y que ésta se cerraba tras él con una barra de hierro, comprendió que había caído en una trampa. Y aceptó definitivamente que Benicius no era el monarca bondadoso que aparentaba ser.

XIV
UN YELMO NEGRO

PATACOJA entra en la sala de reuniones de la Fundación, acompañado de Metáfora, y observa el gran mapa de la ciudad que he desplegado sobre la mesa principal mientras los esperaba.

—¿Estás bien, amigo? —le pregunto.

—Sí, sí, perfectamente. ¿Y tu padre? Ya sabes que intenté ayudarle cuando aquellos desalmados le atacaron, pero no pude hacer nada.

—Mi padre está bien. Dentro de poco le van a dar el alta y se va a reincorporar a su trabajo. Volverá a dirigir la Fundación. Pero, hasta que él vuelva, yo me ocupo de todo.

—¿Para qué me has llamado?

—Me has asegurado que eras arqueólogo. Y quiero que me lo demuestres. Necesito saber que no es un farol.

—Es verdad. Antes de que me diera por beber era un buen profesional. Trabajaba en una empresa especializada en cuestiones arqueológicas. Mi trabajo consistía en hacer excavaciones para averiguar, antes de construir un edificio, si había en el subsuelo alguna obra de importancia histórica. Las piezas arqueológicas tienen mucho valor, y si las rompes, te pueden caer grandes multas. En eso consistía mi trabajo. Y te aseguro que lo hacía muy bien.

—Sí, eso ya lo sabíamos, pero ahora te vamos a proponer volver al trabajo —dice Metáfora.

—Hace años que no ejerzo, pero conozco mi profesión. Ya os lo he dicho varias veces.

Le ofrezco asiento y le sirvo un vaso de agua.

—¿Te gustaría volver a ejercer de arqueólogo? —le pregunto a bocajarro.

—¡Claro que me gustaría! Pero nadie confiará en mí. Toda la profesión sabe lo que pasó en las ruinas de Angélicus. Saben que soy un alcohólico. Y, además, tullido. Soy un deshecho y el hazmerreír de la profesión.

—Yo te ofrezco una oportunidad. Si trabajas para la Fundación podrías recuperar tu prestigio profesional… Por lo menos durante un tiempo.

—¿Es una broma? La Fundación no es una empresa de arqueología y no necesita mis servicios. ¿De qué va todo esto?

Metáfora se sienta a su lado y le muestra el mapa.

—Mira, aquí está la Fundación Adragón, en el centro de la ciudad. Necesitamos saber más sobre su valor arqueológico. De eso estamos hablando, de un trabajo puntual por el que percibirás una buena cantidad de dinero. Como puedes ver, estamos en pleno casco histórico y pensamos que, a lo mejor, tenemos algo que descubrir.

—¿Por qué no contratáis a una empresa? Esta ciudad está llena de buenos profesionales, muy reconocidos. Yo solo soy un mendigo que se pasa la mitad del tiempo borracho, recordando los viejos tiempos.

—Es que queremos que trabajes para nosotros en secreto. Tienes que hacer tu trabajo sin que nadie sepa que estás en ello. Ésa es la condición. Si hablas más de la cuenta, se acabó el contrato.

—¿Si hablo más de la cuenta? ¡Pero si soy un borracho de lengua desatada! ¡Cualquiera puede hacerme hablar!

—Si no nos garantizas discreción, es mejor que olvides el asunto —insisto—. ¡No debes decir una palabra a nadie! ¡Únicamente nos informarás a Metáfora y a mí! ¡Y dejarás de beber!

—¿Quién me pagará?

—¡Yo! Aquí tienes un adelanto. Son casi todos mis ahorros —digo, acercándole un fajo de billetes—. Con esto puedes organizarte la vida y afrontar los gastos que surjan.

—¿Y qué quieres que haga exactamente? —pregunta, con los ojos puestos en los billetes.

—Averiguar qué valor arqueológico tiene este edificio. Averiguar qué interés puede tener para algunas personas. Averiguar qué empresas pueden estar interesadas en adquirirlo. Averiguar todo lo que nos pueda servir para defender nuestra independencia.

—Estáis rodeados de enemigos.

—Lo sabemos.

—También los tenéis en casa.

—También lo sabemos.

—¿Queréis que sea vuestro topo?

—Yo no lo hubiera dicho mejor.

Patacoja coge su muleta y se acerca a la ventana, desde la que se ve el lugar en que habitualmente se sienta para pedir limosna. Supongo que la nueva perspectiva de su «puesto de trabajo» le hace ver las cosas de otra manera. Es diferente ver la vida desde una acera a verla desde un despacho.

—¿Estáis seguros de que yo soy la persona que necesitáis? —pregunta.

—Sin duda. Fuiste el primero en avisarme de que algo extraño sucedía en la Fundación. Sabes mucho más de lo que cuentas. Y espero que te comportes con lealtad hacia la Fundación.

—No os debo nada. Te has portado bien conmigo, pero eso no significa que esté en deuda contigo.

—Lo sé. Por eso te voy a pagar por tus servicios. Pero debes decidirte ahora mismo. Si no aceptas el trabajo, tendré que buscar a otra persona.

—No pareces el mismo que suele darme alguna fruta o un yogur.

—Es que las cosas han cambiado. Ahora debo luchar para salvar la Fundación. Y haré lo que sea necesario.

Después de reflexionar durante algunos segundos, coge los billetes y se los guarda en el bolsillo interior del abrigo. Después, con lentitud, se dirige hacia la puerta. Antes de abrirla, me mira y dice:

—Puedes contar conmigo. Te daré toda la información que necesitas.

—Bien, pero recuerda que tenemos que ser discretos.

—Lo seré.

—Aquí tienes un móvil para comunicarte conmigo. ¿Sabes cómo funciona?

—Te podría dar lecciones —ironiza mientras lo coge—. Si supieras la cantidad de aparatos como este que la gente «pierde» al cabo del día, te asombrarías.

Sale y cierra, justo cuando entra el señor Stromber.

—¿Qué hacía este individuo aquí? —pregunta.

—Nada. Quería darle las gracias por haber ayudado a mi padre. Le he dado algo de dinero.

—Es un mendigo y no te puedes fiar de él.

—No me fío de él —digo, dándole a entender que la conversación ha terminado; él, sin embargo, insiste en hablar conmigo.

—Arturo, ahora tienes que ser fuerte. Tu padre está pasando un momento delicado. Es posible que tengas que tomar algunas decisiones difíciles.

—Espero que papá se reponga pronto y pueda tomarlas él mismo.

—Ha dicho el médico que en breve saldrá del hospital —interviene Metáfora—. Eso nos anima a pensar que pronto le veremos por aquí.

—Sí, pero mientras tanto, el banco sigue metiendo prisa. Y mis socios quieren ver algún avance en las negociaciones. No hay que olvidar que han depositado un aval para impedir el embargo. Habría que darles algo a cambio.

—¿Qué esperan exactamente?

—Algunos documentos y otros objetos. He hablado con el general Battaglia y me ha dicho que en el primer sótano hay un verdadero depósito de objetos valiosos. Espadas, escudos, etc.

—Pero no están en venta. No sacaremos nada de la Fundación hasta que mi padre esté de nuevo al mando. Cuando llegue el momento, él decidirá. Además, esos objetos no pertenecen a la Fundación, son de Sombra. Se los legó mi madre. Todo lo que está en los sótanos le pertenece.

—Entonces, podría vender algunas cosas y aliviar la situación de la Fundación, y, por tanto, de tu padre. Convéncele.

—No venderá nada. Conservará todo lo que mi madre le dejó en herencia. ¡Nuestra decisión es firme, señor Stromber!

—Con esa actitud complicas las cosas, Arturo.

—Con esta actitud defiendo los intereses de la Fundación y de mi familia —afirmo—. Y ahora, señor Stromber, tiene que disculparme. Tengo cosas que hacer.

—Oh, claro. Ya seguiremos hablando.

Sale y nos deja solos en la sala de reuniones. Su insistencia me ha preocupado. Estoy seguro de que presionará a mi padre, ahora que está más débil.

—¿Qué opinas? —pregunta Metáfora, que ha seguido en silencio toda la conversación.

—Que hará todo lo posible para apropiarse de la Fundación. Pero no entiendo tanta insistencia. Podría comprar otros edificios de gran valor histórico. La ciudad está llena de ellos.

—Pero quiere éste. Quiere la Fundación, por encima de todo. Y eso me preocupa. ¿Por qué tiene tanto empeño en apoderarse de vuestra casa y vuestros tesoros?

* * *

Llego al instituto un poco abatido. Aunque no lo quiera reconocer, los últimos acontecimientos me han afectado mucho. Ver a mi padre en la cama de un hospital me deprime bastante. Y encima, las cosas aquí se han complicado. El director tiene pendiente hablar con papá sobre la pelea y la caída del muro, y me hará culpable de todo. Eso me preocupa. No quiero darle disgustos, que bastante tiene ya con lo suyo.

—Hola, Arturo, ¿qué tal está tu padre? —me pregunta Mercurio.

—Se está recuperando bien. Muchas gracias por llevarme al hospital el otro día. Estoy en deuda contigo.

—No tiene importancia. Pero debo advertirte que Horacio está preparando algo contra ti; lo del otro día no le gustó nada. Afirma que no permitirá que nadie le deje en ridículo. ¡Ahora dice que eres un brujo!

—Yo solo me defendí. Ya no podía soportar ver cómo se mete con los más débiles.

—Pero ahora el más débil eres tú. Ese chico tiene muy malas pulgas. Ten cuidado. Está rabioso.

—Lo tendré en cuenta. Por cierto, siento que por mi culpa hayas tenido que trabajar en la limpieza del muro.

—No fue culpa tuya. Pero resultó muy interesante… Encontré algo increíble. ¡Un yelmo!

—¿Un yelmo medieval?

—Sí. Un verdadero yelmo de esos que usaban los caballeros de la Edad Media.

—¿Dónde lo tienes? ¿Lo conservas todavía?

—Lo he guardado y nadie lo ha visto. Estoy decidiendo qué hacer con él. Quizá se lo entregue al director en cuanto llegue.

—¿Puedo verlo? Ya sabes que los objetos de esa época me apasionan.

—No sé… Quizá si te quedas un rato esta tarde, cuando no haya nadie…

—¿Y si lo vemos ahora? Solo quiero echarle un vistazo.

—Pues… bueno, pero tendría que ser muy rápido. Apenas tengo un momento libre… Acércate corriendo a la casa del jardinero que ahora voy yo. Date prisa.

En vez de ir al edificio principal, doy un rodeo y entro en el jardín, procurando que nadie me vea. Lo que menos quiero es complicarle la vida a Mercurio. Mientras le espero, observo la casa y los alrededores. La pared es tan vieja que si rascas un poco, se deshace. Aunque no soy un experto, veo que estas piedras son muy antiguas y están corroídas por el tiempo. Posiblemente pertenezcan a la Edad Media. Por algún motivo, esta parte del colegio está abandonada, pero me parece que es una verdadera joya histórica.

Mercurio llega y, después de abrir la puerta con su llave, entramos en la caseta. Veo que, amontonados al fondo, hay algunos sacos de escombros de tierra y piedra que deben de corresponder a los restos de ese muro. También hay herramientas de trabajo y varias telas.

—Mira, aquí está —dice, levantando una tela de saco que recubre varios bultos—. ¡Mira qué maravilla!

Me muestra el yelmo y lo observo detenidamente. Conserva algo de su color original, el negro. Es un yelmo de estilo cazuela, de esos que recubren completamente la cabeza y que solo tiene una abertura a la altura de los ojos. ¡Es exactamente igual que el que yo llevo en los sueños! ¡Casi podría afirmar que es el mío! ¡Es increíble!

—¿Te gusta? ¿Crees que es de verdad? ¿Es tan antiguo como parece?

—Debe de tener por lo menos mil años —susurro—. Y sí, creo que es auténtico.

—Me parece muy pequeño para un hombre. Debió de pertenecer a un escudero o algo así.

—Los escuderos no llevaban yelmos, ni corazas, ni ninguna parte de la armadura.

—Entonces, su dueño debía de ser muy joven. Un muchacho de tu edad, aproximadamente.

—No creo. A mi edad, los chicos no eran caballeros.

—En la Edad Media había jóvenes que lideraban ejércitos.

Sujeto el yelmo con las dos manos, de la misma manera que, cuando en mis sueños, me lo voy a poner.

—Eh, quieto. No te lo pongas. Está lleno de polvo y puede estar oxidado. Déjame que lo limpie primero. Ya te lo dejaré —dice Mercurio—. Tendrás oportunidad de ponértelo.

Antes de devolvérselo, me fijo en la parte frontal: está decorada con trazos que, aunque no se ven muy bien, identifico en seguida. ¡Es la letra A con cabeza y garras del dragón! Los sueños y la realidad empiezan a parecerse demasiado… Y eso me asusta.

XV
NUEVOS RENCORES

ARQUIMAES entró en una sala en la que había poca luz. Las paredes estaban desnudas y no había cortinas. Comprendió en seguida que aquélla era la antesala de la prisión. Benicius le esperaba sentado en una gran silla de madera y, frente a él, había una banqueta cerca de una mesa sobre la que habían colocado unas hojas de pergamino un tintero y una pluma.

—Querido Arquimaes, siéntate y hablemos —le invitó el rey—. Hablemos como amigos que somos. Recuerda que hubo un tiempo en que te di mi protección y que gracias a ella pudiste trabajar a gusto, sin ser molestado, allá en el torreón de Drácamont. Te di todo lo que necesitabas para desarrollar una fórmula que nos librara de esas bestias que nos acosan.

El alquimista hizo caso y tomó asiento. Una docena de soldados observaban en silencio, pegados a la pared, sin hacer ningún movimiento, pero dispuestos a atacar si su rey se lo ordenaba.

—Efectivamente. Y te estoy agradecido. De no ser por el ambicioso conde Morfidio, que me secuestró, aún seguiría allí, trabajando en mis investigaciones. Nunca olvidaré tu generosidad. Demostraste ser un rey que cree en la ciencia y que está dispuesto a apoyarla. Estoy en deuda contigo.

—Pero me han dicho que has encontrado una fórmula secreta que sirve para dar la vida eterna a quien la posee. Y fortuna, y poder… Creo que es lógico que yo quiera obtener algún beneficio a cambio de la ayuda que te di. Cuando todo el mundo decía que eras un brujo maléfico, yo te apoyé. Así que es normal que el fruto de tus investigaciones revierta en mi beneficio. ¿Me comprendes?

—No hemos hecho ningún trato… No te prometí nada y nada te debo. Tú me encargaste otra cosa.

—Tienes que ser agradecido con la mano que te protegió. Además, nunca me entregaste la solución para librarnos de esas bestias, que es lo que te había encargado. Digamos que nunca me diste nada.

—Escucha, Benicius…

—¡Shhhhh! No digas nada. Aquí tienes todo lo que necesitas para entregarme ese secreto que tantas vidas ha costado. Escribe ahora mismo esa condenada fórmula para que yo pueda disponer de ella. Cuando sea poderoso e inmortal, te nombraré mago de mi reino, que se extenderá hasta los confines del mundo. ¡Podrás trabajar en lo que te apetezca! ¡Te convertirás en el mejor mago científico del mundo y pasarás a la historia!

—No quiero nada de lo que me ofreces. Yo trabajo para mejorar este mundo y hago todo lo que puedo para que sea más justo.

—Bien, bien, todo eso me parece bien. Me gusta que tengas ideales. Eso me ayudará a convertirme en un rey sabio y justo. ¿Ves cómo nuestros intereses van en la misma dirección?

—No exactamente, Benicius. Si esa extraordinaria fórmula de la que hablas existiera, no te la podría entregar. Estaría reservada para gente especial… ¿Comprendes?

Benicius se acercó a la ventana y, señalando a Arquimaes con la espada, dijo:

—Me aburres, mago. Mañana, al amanecer, tú y tus amigos seréis ejecutados. Nadie sabe que estáis en este castillo, así que nadie vendrá a salvaros.

—¿Y si escribo la fórmula secreta nos dejarás partir con vida? —preguntó el sabio.

—Comprenderás que no voy a exponerme a que le cuentes este secreto a otros, por ejemplo a Émedi. Si no la escribes moriréis los tres; si escribes, ellos se van y tú te quedas. ¿Entendido? Serás mi Primer mago, y trabajarás en exclusiva para mí.

—¿Y Alexia? ¿Qué has hecho con ella?

—Olvídala. No te incumbe en absoluto. Ahora solo tienes que ordenar tus ideas y plasmarlas en ese pergamino. Date prisa, te queda poco tiempo.

—¿Qué hay de tu promesa de aliarte con Émedi?

—¿Bromeas? ¿Crees que voy a enfrentarme a Demónicus?

Benicius se levantó y se acercó a la puerta.

—Ahora te dejaré solo.

* * *

Demónicus montó en cólera cuando el mensajero le explicó que algunos caballos de la partida de Oswald habían regresado sin jinetes.

—¡Arrodíllate inmediatamente! —ordenó—. ¡E inclina la cabeza!

El soldado comprendió que había llegado el fin de su vida. «Por lo menos no sufriré tormentos», pensó.

El sable de Demónicus le cortó limpiamente el cuello de un solo tajo. De esta manera, el Gran Mago Tenebroso alivió momentáneamente la angustia de no haber recuperado a su hija. La sangre del soldado se extendió sobre el suelo y Demónicus sintió un poco de paz en su alma atormentada. Si perdía a su hija, su vida ya no tenía sentido.

—¿Dónde está? —gritó—. ¿Qué puedo hacer para recuperarla? ¿Por qué los dioses no me ayudan?

* * *

Alexia trató de ver en la oscuridad de su encierro. Había tocado las paredes y se había dado cuenta de que había mucha humedad, lo que indicaba que estaba cerca de algún lugar en el que había agua, bajo tierra. «Seguramente estoy en un pozo», pensó acertadamente.

Intentó hacerse una idea de las dimensiones de la estancia cruzándola en varios sentidos poniendo un pie tras otro. Después, sin despegarse de la pared, la recorrió completamente sin dejar de tocarla en ningún momento. Apenas dos metros por dos. Lo justo para tumbarse en el camastro de madera. No había puertas y la habían bajado en una cesta por el techo, la única boca de entrada. La altura era, por lo menos, de cinco metros. «Complicado salir de aquí», se dijo.

Una persona normal no podría alcanzar jamás la boca de salida, pero ella no era normal, era una maga con grandes poderes, dato que Benicius no había tenido en cuenta. El rey era tan prepotente que ni siquiera había pensado que la hija del más diabólico brujo podía haber heredado alguna habilidad para la magia.

«Escaparé de aquí, entregaré a Arturo a mi padre y Benicius pagará cara esta traición», pensó Alexia, mientras cruzaba los brazos sobre su pecho y se concentraba en sus pensamientos y en sus deseos.

* * *

Arturo se asomó por la ventana de su habitación y se dio cuenta inmediatamente de que no tenía por donde escapar. Había demasiada altura para intentar descolgarse, y, caso de conseguirlo, el patio estaba tan lleno de gente que le resultaría imposible escapar sin ser visto. Se convenció de que ni siquiera durante la noche lo conseguiría.

—¿Cómo vamos a salir de aquí? —le preguntó Crispín.

—No lo sé. Necesitamos un milagro.

—Puedes usar el poder de las letras. Ellas te ayudarán, seguro.

—Es que… bueno, en realidad, no sé cómo funciona. Yo no las dirijo, ellas hacen lo que quieren, cuando quieren y como quieren.

—Así que no mandas en ellas.

—Me parece que no. Actúan cuando les parece bien. Arquimaes es el único que puede controlarlas.

—¡Pues vaya poder que tienes! Creía que tú les dabas órdenes. A ver si resulta que no tienes tantos poderes como parece.

—Supongo que tendré que aprender. Pero, de momento, no sé cómo hacerlo… Debemos buscar la forma de salir de aquí sin la ayuda de las letras.

—¿Lo has intentado? —insistió Crispín—. ¿Por qué no pruebas, a ver qué pasa?

Arturo pensó que su situación era tan desesperada que no perdía nada por hacer una prueba. Se quitó la camisa y se situó en el centro de la habitación, con los brazos abiertos, imitando la postura de Arquimaes cuando envió las letras contra los hombres de Oswald.

—¡Os ordeno que me ayudéis! —dijo en voz alta, en tono solemne—. ¡Soy Arturo y os ordeno que me ayudéis!

Crispín acercó la cara al pecho de Arturo, esperando ver algo extraordinario, pero no ocurrió nada. Las letras seguían en su sitio, sobre la piel.

—Esto no funciona —se lamentó—. No te hacen ni caso.

—Ya te he dicho que son independientes y hacen lo que quieren. Parece que solo actúan cuando estoy en un grave peligro o alguien me ataca o me hace daño.

—Si quieres te puedo dar un par de golpes a ver si reaccionan.

—Recuerda lo que le pasó a Górgula… Puede ser muy peligroso. Podrían matarte.

—O sea, que la misión de estas letras es defenderte. No atacan, solo te defienden.

—Sí, eso parece.

—Pues… se me está ocurriendo una idea…

Los soldados que vigilaban la estancia de Arturo y Crispín se alarmaron cuando escucharon fuertes ruidos en el interior. El oficial pegó la oreja a la puerta y se dio cuenta de que estaban discutiendo a voces y peleando: «¡Socorro! ¡Socorro!», oyó gritar.

—¡Hay que entrar inmediatamente! —ordenó.

Abrieron la puerta y se encontraron, efectivamente, con que Arturo y Crispín se insultaban y se zarandeaban.

—¡Quietos! ¡Estaos quietos o tendremos que usar la fuerza! —gritó el oficial—. ¡Os vamos a encadenar!

—¡Ha querido hechizarme! —exclamó Crispín—. ¡Quería convertirme en un cerdo!

—¡Tienes que tratarme con respeto, renacuajo! —dijo Arturo, dándole bofetadas—. ¡Aprende a respetarme!

—¿Hechizarte? —preguntó el guardián—. ¿De qué hablas, chico?

—¡Es un brujo con poderes! —exclamó Crispín—. ¡Protegedme antes de que me haga daño!

—¡Eso es una tontería! —respondió Arturo—. ¡Yo no soy ningún brujo!

—¿Ah, no? ¡Enséñales esos signos mágicos que tienes en tu cuerpo! ¡Deja que los vean!

—¿De qué signos hablas? —quiso saber el guardián.

—¡Tiene el cuerpo tatuado con símbolos de magia! —explicó Crispín—. ¡Quiero que lo apartéis de mí!

—¡Es mentira! —insistió Arturo.

—¡Te ordeno que te quites la camisa! —repitió el oficial—. ¡Ahora mismo!

—¡Miente! ¡No hay nada que ver! —respondió Arturo, apretándose la camisa contra el pecho.

—¡Sujetadle y quitadle la camisa! —insistía Crispín.

Tres soldados se abalanzaron sobre Arturo, que opuso toda la resistencia posible. Forcejearon tanto que Arturo empezó a sentirse presionado. Los hombres le dieron algunos puñetazos para reducirle y consiguieron rasgar su camisa, descubriendo completamente el pecho repleto de signos.

Al ver el cuerpo tatuado de Arturo se quedaron muy sorprendidos. Les pareció algo mágico y asombroso. Habían visto a algunos brujos con dibujos y signos rúnicos sobre el cuerpo, pero jamás a alguien con letras, como si hubieran escrito sobre él.

—¡Es verdad! —dijo el sargento—. ¡Es un hechicero!

—¡Yo soy Arturo Adragón y no soy un mago!

—¡Le llevaremos ante el rey! —ordenó el oficial a sus hombres—. ¡Atadlo!

Arturo opuso más resistencia y obligó a los soldados a emplearse a fondo con él. Le dieron algunos golpes hasta que, finalmente, sucedió lo que el muchacho estaba esperando.

—¿Qué es esto? —preguntó sorprendido el oficial, cuando vio que las letras se despegaban del cuerpo del joven Arturo—. ¿Qué brujería estás haciendo?

Pero ya era tarde. Las letras habían sujetado a dos soldados y los habían arrojado al suelo con fuerza. Otro estaba siendo asfixiado y un cuarto había perdido el sentido a causa del susto.

—¡Eres un brujo y vas a morir! —advirtió el guardián, desenvainando su espada—. ¡El acero es el mejor remedio contra los hechiceros!

Ni siquiera se preocupó cuando Arturo cogió la espada de uno de los soldados. No pensaba que un joven de catorce años pudiera ser un buen enemigo en un duelo a espada. Pero no tardaría mucho tiempo en darse cuenta de que se había equivocado.

Mientras Crispín cerraba la puerta para no llamar la atención, el sargento lanzó un primer mandoble que Arturo esquivó con mucha habilidad. Volvió a la carga y se encontró con que su adversario cruzaba su acero y detenía el golpe.

—¡Vas a morir, muchacho! —amenazó el hombre.

Arturo se plantó frente a él y levantó su espada. Lanzó varios golpes que el guardián detuvo con mucha dificultad. Después de intercambiar algunas estocadas, la espada de Arturo se clavó en el pecho del guarda, en el hueco que queda entre la cota de malla y la coraza.

—¿Ves lo que pasa por hablar más de la cuenta? —dijo Arturo—. ¡Nunca digas lo que pretendes hacer!

* * *

Un soldado se arrodilló ante Demónicus y pidió permiso para hablar.

—Un extranjero viene a ofreceros sus servicios. Afirma que puede ayudaros a recuperar a la princesa —explicó el hombre.

—¿Quién es? ¿De dónde viene?

—No ha dicho nada. Se niega a dar explicaciones. Solo quiere hablar con vos.

—Está bien, hazle pasar. Pero antes, aseguraos de que no lleva armas escondidas ni ningún objeto maléfico.

Un par de minutos después un hombre de mediana estatura entró escoltado por varios soldados que no dejaban de observarle.

—Extranjero, aseguras que puedes devolverme a mi hija —dijo Demónicus—. ¿Qué poderes tienes para conseguir esa hazaña?

—Dispongo de fuerzas extraordinarias. He estudiado junto a los más grandes sabios, alquimistas y magos. Y he descubierto un gran secreto que podrá ayudarte en esa guerra que estás a punto de emprender. Si me permites unirme a tu ejército, seremos invencibles.

—¿Qué buscas en mi reino? Si tus poderes son tan grandes como dices, ¿para qué me necesitas?

—Soy un hombre sediento de venganza. Necesito ayuda para construir un arma terrible que puede destruir a todos nuestros enemigos.

—¿Buscas poder o riquezas?

—¡Solo quiero recuperar la paz de mi alma! Y no lo conseguiré hasta que me haya vengado del ser que ha destrozado mi vida, la de mis hermanos y la de mi gente.

—¿Quién es esa persona que tanto daño te ha hecho y que ahora te arroja en mis brazos?

—¡Arquimaes!

Demónicus sintió un estremecimiento brutal en sus entrañas. Había tenido a Arquimaes en sus calabozos y su vida en sus manos. Y se le había escapado. Ahora Arquimaes era el responsable de la desaparición de Alexia.

—Entonces, has venido a buen sitio. Arquimaes es también mi enemigo y tengo una cuenta pendiente con él. Si hace falta, arrasaré la tierra para encontrar a ese bastardo. ¡Se ha llevado a mi hija y me ha quitado el sueño!

El viajero se quitó la capucha y dejó ver su rostro.

—Juntos encontraremos la venganza que ansiamos —dijo con profundo rencor el hermano Tránsito.

XVI
SUEÑOS Y ARQUEOLOGÍA

AUNQUE estoy dominado por la fuerza de mis sueños, he venido a ver a papá al hospital. Lo he visitado cada día desde que está ingresado y siempre me ha acompañado Metáfora. Su madre, Norma, no le ha dejado ni a sol ni a sombra, a pesar de que ha seguido dando clases en el instituto. Ellas no lo saben porque todavía no se lo he dicho, pero les estoy profundamente agradecido. Gracias a los cuidados de Norma, papá mantiene el ánimo alto, y eso tiene mucho valor para mí.

—Hola, papá, ¿qué tal te encuentras hoy? —pregunto apenas entro en la habitación.

—Me encuentro mejor. Creo que un día de éstos me echarán de aquí. Estoy deseando volver a mi trabajo y echo mucho de menos a la Fundación y a su gente. Mis investigaciones están paradas y debo reanudarlas lo antes posible. Tengo que seguir con mi proyecto.

—Ya tendrás tiempo, Arturo —le corta Norma—. Lo primero es tu salud. Ahora solo tienes que pensar en recuperarte. Los golpes en la cabeza pueden ser peligrosos.

—Ya, ya lo sé, pero estoy deseoso de…

—Bueno, yo he venido a decirte que en la Fundación todo va bien. Sombra abrió el primer sótano el otro día y el general Battaglia pudo entrar para…

—Ya lo sé. Creo que Sombra estuvo un poco desagradable con el general, que se me ha quejado. Le he dado permiso para que vuelva a entrar y también para que acceda al segundo sótano.

—¿Al segundo? Pero, papá, eso es peligroso. Sombra dice que ahí se guardan secretos que nadie debe ver.

Sombra exagera. Ya es hora de abrir las puertas de nuestro museo. Debemos permitir la entrada y compartir nuestros conocimientos. El general merece ser el primero en ver lo que guardamos… Quizá descubra algo interesante.

—¿Tú también crees que el Ejército Negro existió? No me digas que te ha convencido de esa fantasía.

—¿Y si tuviese razón? ¿Te imaginas el éxito que supondría para la Fundación? Sería lo más grande que nos ha ocurrido nunca —dice con ilusión—. Si descubrimos que existió un ejército del que nadie tiene referencia…

—¿Pero qué interés puede tener ese descubrimiento? —insisto.

—Arturo, si el Ejército Negro existió alguna vez, fue porque pertenecía a un reino. Y descubrir la existencia de un reino medieval nuevo y desconocido hasta ahora es la mayor noticia que una Fundación como la nuestra puede dar al mundo. ¿No te das cuenta de lo que eso significa?

—¿Crees que puede haber existido un reino fundado por ese ejército?

—¡Exactamente! ¡Un reino del que nadie tiene noticia! ¡Un reino desconocido, especial, lleno de secretos! ¡Un reino que, posiblemente, se creó más cerca de lo que creemos!

—¿Cerca de dónde, papá?

—¡Cerca de aquí! ¡En nuestra ciudad! ¡Cerca de la Fundación!

—Creo que estás delirando. Las medicinas te están trastornando. ¡Aquí nunca existió ningún reino! Mira los archivos de la ciudad y verás que…

—¡Veré que no hay nada que diga lo contrario! Ya los he revisado. El general Battaglia los conoce como la palma de su mano y los ha estudiado a fondo, por eso cree que podemos estar sobre un polvorín histórico. ¡Podemos estar ante un descubrimiento sin precedentes! Lo he comentado con Leblanc y está dispuesto a trabajar conmigo en el tema. ¿Te imaginas a esa eminencia trabajando con nosotros?

—Papá, tú estás hablando del reino de las fantasías y de los sueños. ¡Aquí nunca hubo ningún reino con un Ejército Negro!

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que jamás hubo un reino del que nada sabemos y cuyos gobernantes crearon un ejército para defenderlo?

—Papá, no soy quién para decirte lo que debes hacer, pero yo esperaría un poco. Las cosas están muy revueltas. Pasan cosas muy raras y sería mejor ser pacientes. Y no deberías dejarte influir por las fantasías de un general jubilado.

—¿No estarás insinuando que el general nos podría engañar?

—No, no, papá. Lo que digo es que no sabemos qué está pasando. Todavía no sabemos quién te ha atacado ni qué buscaban en la Fundación. Es mejor ser prudentes.

—Vamos, vamos, no imagines cosas raras. La teoría de la conspiración no cuajará conmigo. Son casualidades que nada tienen que ver con todo lo que ha pasado.

—¿Has pensado en la posibilidad de contratar un jefe de seguridad?

—¡Pero si apenas tenemos dinero! No sé si la Fundación se puede permitir un nuevo sueldo.

—Tienes razón, pero la seguridad se está haciendo necesaria. Yo buscaría un buen jefe de seguridad, alguien que pueda defendernos en caso de agresión.

Norma, que lleva un rato callada, decide intervenir:

—Tienes que escuchar a tu hijo. Yo, particularmente, creo que tiene razón. Un buen jefe de seguridad impedirá que os vuelvan a agredir.

—¿Tú crees?

—Mira en qué estado te encuentras por no haberlo tenido desde hace tiempo. La próxima vez puede ser peor. Vamos, yo lo contrataría ahora mismo.

—Está bien, llamaré a una empresa…

—No te preocupes, conozco alguien de confianza.

—¿De verdad?

—Pondría mi mano derecha en el fuego por esa persona —responde Norma—. Confía en mí. Ya sabes que nunca te he defraudado.

—Está bien, asunto zanjado. Y ahora, Arturo, explícame ese mensaje que me ha llegado del director de tu colegio. Parece que has destrozado medio patio.

—Pues… tuve una pelea con Horacio y rompimos una valla.

—Querrás decir un muro.

—Bueno, sí, pero estaba muy viejo. La piedra estaba carcomida y apenas aguantó un empujón. Lo siento mucho, no volverá a ocurrir.

—Ya sabes que siempre estoy de tu lado, pero no puedo permitir que esta situación siga adelante. Últimamente me das bastantes disgustos. Tienes que parar de meterte en líos, hijo.

—Sí, papá. Te prometo que no volveré a pelear con ese chico, ni con ningún otro.

—No prometas lo que no puedas cumplir. Lo único que quiero es que no te conviertas en un pandillero peleón. Recuerda quién eres. Los Adragón somos gente respetable.

—Por lo que sé, la culpa la tuvo Horacio, que estaba acosando a Cristóbal. Arturo le defendió —interviene Norma—. Tu hijo es inocente, te lo aseguro.

—Te has buscado una buena madrina —acepta papá—. No me quiero enfadar, pero tampoco aprobaré que te líes a puñetazos todos los días, aunque tengas razón.

Metáfora entra y, después de dar un beso a su madre, saluda a papá. Finalmente, me ofrece una simpática sonrisa.

—He llegado un poco tarde porque he estado en una librería buscando libros sobre arqueología —se disculpa—. Es un tema que me está interesando mucho. Dicen que la arqueología es como un espejo en el que vemos cómo éramos… O cómo somos.

—Vaya, eso está bien —dice papá—. Me gusta que te intereses por la arqueología. Así nos entenderemos mejor. La historia y la arqueología son casi hermanas.

—Sí, quiero estudiarla en serio. La arqueología es apasionante.

—Vaya, ahora va a resultar que el pasado es más interesante que el futuro —dice Norma.

—Bueno, ya está bien de filosofía arqueológico-histórica… —digo—. Tengo hambre y me apetece merendar algo. ¿Me acompañas a la cafetería?

—Claro. Quiero contarte algunas cosas que he aprendido sobre el arte de la excavación.

—Bien, bien, y yo te voy a enseñar algo sobre el arte de merendar con la boca cerrada. ¿No sabes que mientras se come no se habla?

Salimos de la habitación y bajamos en el ascensor hasta la cafetería. Elegimos una mesa alejada y, antes de que empiece a hablar, le digo:

—¡Ha pasado algo increíble que no te he podido contar!

—¿Has vuelto a tener uno de esos sueños?

—¡Mejor! ¡He encontrado algo que aparece en mis sueños! ¡El yelmo negro con la gran A!

—¿Dónde lo has encontrado? ¿Dónde está? ¡Quiero verlo!

—Lo tiene Mercurio. Lo encontró entre los restos de la casa del jardín. ¡Te juro que es igual que el que llevo en los sueños!

—¿Y qué? ¿Qué significa que hayas encontrado un objeto similar al de tus sueños? Si sigues así, acabarás creyendo que eres el caballero que luchó contra esa terrible bola de fuego.

—¡Es que creo que lo soy! ¡Cada día que pasa estoy más convencido de que vivo mis sueños de verdad! ¡De que soy un caballero que puede matar dragones!

—Estás cada día peor, Arturo. Es peligroso perder la noción de la realidad.

—Tú has visto cuál es mi estado cuando empiezo a soñar. Ya sabes que no son fantasías.

—Eso es una enfermedad del sueño. No puede ser real. No te vuelvas loco. No creas en tus propios sueños.

Cristóbal acaba de entrar en la cafetería. Nos busca con la mirada y, cuando nos ve, se acerca y se sienta a nuestro lado.

—¿Qué os pasa? Os veo muy alterados.

—Estamos tratando un asunto de personas mayores —responde Metáfora.

—Estamos hablando de sueños —digo.

—Los sueños son temas de mayores y de pequeños. Todo el mundo sueña. Y para que lo sepas, los sueños son muy importantes y hay que hacerles caso. Los sueños revelan lo más importante de la vida —explica Cristóbal.

—¿Tú qué sabes de todo eso? ¡Sigue jugando a Spiderman y a Batman, que nosotros estamos ocupados con cosas serias! —le regaña Metáfora, un poco enfadada por su intromisión.

—Mi padre es médico y ha estudiado acerca de los sueños. Lo sabe todo —responde Cristóbal con firmeza—. Si queréis hablar con él, os puedo organizar una consulta gratis, por haberme ayudado con lo de Horacio.

Estoy a punto de responderle cuando mi móvil me avisa de que he recibido un mensaje:

Novedades. Mañana nos vemos. Patacoja. Arqueólogo.

XVII
LAS TABLAS DE ARQUIMAES

ARQUIMAES parpadeó varias veces cuando terminó de escribir sobre las hojas de pergamino que Benicius le había dejado sobre el escritorio. Colocó la pluma al lado del tintero de cristal y volvió a releer lentamente todo el texto con mucha tranquilidad. Había quedado perfecto, bien caligrafiado, redactado de forma clara y extraordinariamente limpio. Era un documento digno de uno de los monjes de Ambrosia. Una obra de arte de la escritura.

Después lo dejó sobre la mesa y esperó pacientemente a que el rey Benicius viniera a recogerlo antes del amanecer, según habían acordado.

El sol acababa de salir y la luz inundó la habitación cuando el monarca entró en la habitación. Parecía contrariado. Pero no dio explicaciones.

—¿Has terminado de escribir esa maldita fórmula?

—Sí, aquí está. Si sigues al pie de la letra mis indicaciones, conseguirás lo que buscas. Ahora espero que cumplas tu palabra y liberes a Arturo y a Crispín.

—Bien, cumpliré mi palabra. Pero a ti te ahorcaré —dijo Benicius—. He cambiado de idea. No serás mi Primer mago. De hecho, cuando consiga el poder que necesito no dejaré que ningún mago, científico o hechicero se me acerque. Pero te aseguro que tu muerte será una fiesta. Haré una ejecución pública que se recordará durante mucho tiempo. Me ocuparé de que todos piensen que te ibas a aliar con Demónicus. ¿Verdad que es una buena estrategia?

—¡Eres un traidor, indigno de la confianza que la gente deposita en ti! —rugió Arquimaes.

—Nadie deposita su confianza en mí. Nadie se fía de mí. Me temen, eso es todo. Pero no te enfades, no te servirá de nada. Ahora seré poderoso gracias a ti y nadie se opondrá a mis deseos.

—¿Cómo sabes que la fórmula que he escrito es buena? ¿Cómo sabes que no te he engañado y que cuando la pongas en práctica no te convertirás en un sapo en lugar de en un ser inmortal?

—No lo has entendido. Tu fórmula no me interesa. Simplemente convertiré este pergamino en una herramienta de poder. Está firmado por ti y todo el mundo sabrá que, ahora, yo soy el más poderoso. Ni siquiera me hará falta usarlo. ¡Tu firma será mi fuerza, idiota! —explicó con detalle el rey—. Cuando Émedi vea este documento comprenderá quién tiene el poder.

—Y yo que pensaba que creías en la alquimia y que la hechicería y los trucos de los magos carecían de valor para ti —se lamentó Arquimaes—. ¡Me has engañado! ¡Me has hecho creer que eras un buen rey!

—¡Eres un ingenuo! Ni me interesa la alquimia ni creo en la brujería. A mí solo me interesa el poder. Y eso se obtiene únicamente con la fuerza de la guerra. Los alquimistas y los hechiceros solo sois una excusa para conseguir lo que quiero. ¡Conquistaré el reino de Émedi y me casaré con ella! ¡Obtendré todo el poder del mundo!

Arquimaes contrajo los músculos del rostro cuando las palabras de Benicius entraron en su corazón.

—No te atrevas a tocar a Émedi, y menos aún sueñes con convertirla en tu esposa, rey traidor. Bastante has hecho con usarme como cebo para hacer creer a todo el mundo que defendías el conocimiento.

—Vaya, parece que ya empiezas a comprender. Pero ya es un poco tarde. Te daré tiempo para que pongas en orden tus ideas antes de morir. Creo que es conveniente irse de este mundo con las ideas claras. Adiós, mago, tengo asuntos que atender. En cuanto a Émedi, te aseguro que se convertirá en mi reina.

Benicius se dirigió satisfecho hacia la puerta de la habitación, con los pliegos en la mano. Pero, antes de salir, se detuvo, señaló la cabeza de Arquimaes con los pergaminos y dijo con cinismo:

—¡Ah, por cierto, tus cachorros se han escapado! Te han abandonado, viejo amigo. Ya ves que no te eran tan fieles. Vas a morir solo. Tu intento de salvarles la vida no ha servido para nada. Te has rendido ante mí y me has dado tus poderes. Ahora puedes morir en paz.

* * *

Horas antes, Arturo y Crispín habían bajado la escalera central camuflados bajo la capa de dos criados. Habían cruzado la puerta principal y atravesado el puente levadizo por separado, sin que nadie los detuviera. La orden de su captura aún no se había dado.

Dejaron atrás la muralla exterior y llegaron a campo abierto. Allí se arrastraron por el suelo para no ser vistos por los vigías. Alcanzaron un grupo de árboles y se escondieron entre ellos. Después, siguieron el camino que llevaba hasta la aldea, a la que llegaron al anochecer. Drácamont estaba sumida en la oscuridad y el silencio, como siempre. Los dos amigos la bordearon y consiguieron que nadie los viera.

Llegaron al viejo cementerio de las afueras, lo cruzaron y alcanzaron el torreón que había sido el laboratorio de Arquimaes, hasta aquella nefasta noche en que el conde Morfidio perpetró la infamia que dio comienzo a esta historia.

—¿Qué hay aquí que nos pueda interesar? —preguntó Crispín exhausto—. ¿Qué buscamos en este lugar de ruinas?

—Ahora lo verás —respondió Arturo—. Si es que todavía sigue intacto.

El torreón, que había sido reducido a cenizas, mantenía en pie las paredes de roca. Sin embargo, las vigas y los muebles de madera eran ahora trozos de materia negra carbonizada, y el suelo estaba recubierto de una capa de polvo oscuro y ceniciento que se levantaba a cada paso.

—Ayúdame a levantar esta trampilla —pidió Arturo—. Sujeta fuerte esta anilla.

La tapa de madera crujió cuando la levantaron. Llevaba tanto tiempo cerrada que las bisagras se negaban a trabajar. Con esfuerzo, consiguieron abrirla.

—Parece que esto baja directamente al infierno —dijo Crispín—. No seré yo quien descienda por ahí.

—Entonces, espérame aquí. Bajaré yo solo.

—No está bien que un escudero abandone a su caballero en los momentos difíciles. ¿Hay acaso algún tesoro ahí abajo?

—Algo así —respondió Arturo, encendiendo una antorcha—. Tenemos que hacernos con él.

Arturo descendió por la escalera de madera con precaución, ya que podía estar carcomida por el fuego y corría peligro de dar con sus huesos en el fondo de la cueva. Crispín lo siguió, apoyándose en la barandilla. A pesar de que hacía meses que el incendio se había apagado, todavía olía a quemado y quedaba humo en el ambiente.

—Tenemos que abrir ese baúl —ordenó Arturo cuando alcanzaron un rellano—. Pero no tengo la llave del candado.

—Espera, yo sé cómo abrirlo —dijo el joven escudero, cogiendo un hacha—. ¡Ahora verás!

—¡No, aguarda! Hay que hacerlo con más cuidado. No sabemos lo que hay dentro.

—No hay problema, el oro no se rompe con un hacha —dijo Crispín, convencido de que el arca contenía un tesoro—. Los objetos de valor suelen ser sólidos.

Arturo se arrodilló ante el cofre y palpó el candado. Era grande y compacto, sin abertura alguna por donde introducir la llave. Después de reflexionar un poco, comprendió que era una puerta falsa. Dio una vuelta alrededor del baúl, tocando algunas zonas con la punta de los dedos, hasta que, finalmente, rozó una tuerca que parecía estar suelta. Arturo la giró y la apretó. Entonces, casi de forma mágica, la tapa del baúl se levantó sola.

—Menos mal —dijo Arturo—. Si llegas a golpear el candado, se hubiera perdido el líquido que contienen estas pequeñas frascas.

—¿Y qué más da?

—Ese líquido es ácido y hubiera destrozado el contenido del baúl.

—El oro no se puede corromper con ácido.

—Es que no hay oro, Crispín, hay pergaminos —dijo Arturo, metiendo la mano en el arca—. Pergaminos con dibujos muy especiales.

—¿Hemos venido hasta aquí solo para encontrar pergaminos llenos de garabatos? —dijo Crispín, indignado—. Así nunca serás caballero y no nos haremos ricos.

—Son dibujos de Arquimaes que contienen secretos increíbles. Los secretos para luchar contra los enemigos de la escritura y de la sabiduría.

—Ya, pero eso, ¿para qué sirve? ¿Pagará alguien por poseerlos? ¿Quién querrá comprarlos?

—No los vamos a vender. Al contrario, debemos conservarlos. Son únicos y especiales.

Crispín se rascó la cabeza sin comprender absolutamente nada. Su pobre mentalidad de proscrito no entendía que unos pergaminos pudieran tener tanto valor.

Arturo acercó los dibujos a la antorcha con mucho cuidado y los observó con atención. En seguida empezó a entender la valía de su contenido. Viéndolos comprendió que Arquimaes no era un alquimista como los demás. Esos dibujos contenían secretos profundos sobre la justicia del ser humano.

—Crispín, estás a tiempo de cambiar de idea —dijo, volviéndose hacia el escudero—. Pero si quieres acompañarme, debo advertirte que consagraremos nuestra vida a la defensa de estos dibujos.

—¿Y qué ganaremos con ello?

—Seremos defensores de los grandes valores de la vida, la ciencia, el conocimiento, la sabiduría, la razón, la justicia, el honor… Todo lo que hace que la vida valga la pena. Yo dedicaré todos mis esfuerzos a esa labor. Tú puedes decidir lo que quieras.

Crispín, que se había criado entre pillos y ladrones, tenía la mente habituada a la astucia. Por eso pensó que si Arturo juraba defender esos pergaminos, seguro que era por una buena razón. Al final, tenía que haber alguna recompensa.

—Entonces, si soy libre de decidir, digo que estoy de acuerdo contigo y me pongo de tu lado. Pondré mi vida al servicio de la defensa de estos dibujos —dijo con cierta solemnidad—. ¡Y juro que cumpliré mi palabra!

Arturo le puso la mano en el hombro.

—Me alegra saber que vas a ser mi compañero en esta cruzada —dijo—. Confío en ti.

—Ahora dime cómo vamos a liberar a Arquimaes —pidió el joven escudero—. Porque supongo que Alexia ya estará de vuelta con su padre.

—Sí, estoy seguro de que ese taimado de Benicius la habrá devuelto a Demónicus. Debemos olvidarnos de ella y centrarnos en liberar a Arquimaes antes de que sea ejecutado. Será difícil descifrar estos dibujos.

—¿Por qué no escriben más claro? ¿No podrían contar sus ideas de forma que todo el mundo pueda comprenderlas?

—Lo hacen así para mantener sus secretos. Una de las armas defensivas de los alquimistas es la escritura secreta y los dibujos misteriosos. Vayamos arriba y, mientras comemos algo, revisaremos todos los dibujos para descubrir su significado.

* * *

Mientras Arturo y Crispín trataban de desentrañar el contenido de los dibujos de Arquimaes, Alexia se esforzaba por salir del pozo en el que la habían encerrado.

Después de reflexionar mucho, había llegado a la conclusión de que Benicius la había secuestrado para mantener una posición dominante sobre su padre, Demónicus. También concluyó que Arquimaes, Arturo y Crispín estarían en alguna celda y que Benicius trataría de obligar al alquimista a escribir la fórmula secreta que todo el mundo parecía buscar. Ni ellos sabían dónde se encontraba ella, ni ella sabía nada de sus compañeros. La astucia de Benicius los había separado, quizá para siempre.

Los dos días que llevaba en el pozo estaban empezando a minar su moral. El hambre, el frío y la incertidumbre de lo que iba a pasar con ella la estaban debilitando rápidamente. En el fondo, sabía que Benicius no la mataría, ya que la necesitaba. Pero tampoco descartaba que su mente retorcida pudiera llegar al convencimiento de que si la eliminaba obtendría mejores beneficios.

Por eso, ante el temor de que decidiera acabar con ella, y sabiendo que nadie vendría a buscarla en este infecto agujero, decidió intentar algo por su cuenta. Había llegado el momento de probar su fuerza mental junto con la magia que su padre y otros maestros le habían enseñado. Se decidió a hacer algo que nunca había hecho.

Se situó en el centro de la celda y extendió los brazos hacia los lados, como si fuesen alas. Luego, cerró los ojos y se concentró. Recordó todo lo que había aprendido sobre la levitación e invocó los poderes mágicos que poseía. Y esperó…

* * *

En una celda contigua, Arquimaes revisaba los momentos más importantes de su vida con el fin de poner su alma en paz. Ya había aceptado que le quedaban pocas horas de vida y decidió dedicarlas a reordenar sus ideas, pensamientos y sentimientos. Para él aquello era lo más importante de la existencia de un ser humano.

Recordó toda su vida desde que, siendo niño, su padre fue ejecutado por haber cogido algunas frutas para alimentar a su familia. Y también tuvo un emocionado recuerdo para la reina Émedi, a la que había conocido años atrás, cuando empezaba a dedicarse a la alquimia, y a quien, gracias a sus conocimientos, salvó de morir envenenada…

De repente, sintió una fuerza que procedía de algún lugar indeterminado, que no consiguió localizar. «Alguien está haciendo un hechizo o invocando poderes mágicos», musitó. Incluso imaginó que podría tratarse del mago Herejio, pero ni siquiera pensó en Alexia, a la que creía muy lejos del castillo de Benicius.

XVIII
EL YELMO DE LA DISCORDIA

HEMOS venido temprano para que Mercurio nos enseñe el famoso yelmo. Metáfora se ha puesto muy pesada y quiere demostrarme que todo lo que me pasa es una especie de locura que yo mismo he provocado. Dice que ese yelmo no es mío, que no puede serlo y que no me haga más ilusiones sobre esa idea de que soy un caballero medieval que lucha contra la injusticia.

—Tienes un virus —insiste—. Esto es una enfermedad de la que te tienes que curar. Además, quiero que vuelvas a contarme la historia de esa chica, ya sabes, Alexia… ¿Has vuelto a soñar con ella?

—Bueno, creo que de vez en cuando aparece de fondo, pero apenas habla.

—O sea que has estado otra vez con ella.

—Pero vamos a ver, ¿no dices que esto de mis sueños es una estupidez? Entonces, ¿por qué preguntas si la he vuelto a ver? ¡Tú sí que me vas a volver loco si sigues con esos ataques de celos!

—¡Yo no tengo celos de una chica que aparece en tus sueños! ¿Qué te has creído? ¡Puedes soñar con quien te dé la gana, que a mí no me importa! Me da igual qué amigas tengas ocultas en tu mente.

—Deja ya de martirizarme con eso. Alexia es la hija de un hechicero y no es amiga mía. Ni me gusta ni me interesa. ¡Forma parte de un sueño!

—¡Pues para no interesarte, aparece mucho en ellos! Y, conmigo, ¿sueñas alguna vez? ¿Salgo yo en tus sueños? ¿Verdad que no? Claro, no tienes tiempo para soñar conmigo.

—¡Oye, que no somos novios ni nada parecido! —grito.

—Ni lo seremos jamás.

Menos mal que llega Mercurio y puedo dejar esta discusión.

—¡Mercurio! ¡Mercurio!

Sorprendido por la hora tan temprana, se acerca un poco preocupado.

—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis aquí a estas horas?

—Quiero que me enseñes el yelmo —dice Metáfora—. Quiero estar segura de que existe y de que es antiguo.

—¿Quieres comprarlo?

—No, solo quiero verlo. Necesito asegurarme de que… Pues eso, de que es de verdad de la Edad Media y no se trata de una falsificación.

—¡Es auténtico! Ayer se lo enseñé a un comprador de antigüedades y me ha asegurado que es un yelmo medieval. Cree incluso que hay manchas de sangre que demuestran su antigüedad. Quería hacer la prueba del carbono 14, pero no le he dejado. Todavía tengo que decidir qué debo hacer con él.

—¡Quiero verlo, Mercurio, por favor! —insisto.

El hombre mira hacia todos los lados para asegurarse de que nadie nos ve.

—Si alguien se entera, me puedo meter en un lío. No sé si debo…

—Podemos ir hasta la casa del jardinero sin que nadie nos vea…

—Lo he guardado en mi casa.

—Pues vayamos a tu casa. ¡Es necesario, Mercurio! ¡Toma, veinte euros para que veas que…!

—No, no quiero dinero.

—Pues entonces, abre la puerta y llévanos hasta ese dichoso casco, antes de que me ponga nerviosa —concluye Metáfora.

Mercurio abre la puerta y nos deja entrar. Le seguimos hasta su casa, que está unida al edificio principal, junto a la garita de recepción.

—Espero que mi mujer haya salido para limpiar la escalera —refunfuña—. Si me ve con vosotros, me va a caer una buena. ¡Me estáis metiendo en un lío!

Entramos en el pequeño salón y nos pide que esperemos un momento. Se sube en una banqueta y coge una bolsa de deportes que hay encima del armario, oculta por un gran ramo de flores artificiales.

—Aquí está. Fijaos qué bonito se ve, así, sin barro. ¿A que parece nuevo?

No parece nuevo pero se ve más presentable que cuando me lo enseñó por primera vez. Metáfora está impresionada por la belleza del yelmo, que parece una joya.

—¡Es una maravilla! —exclama—. ¡Es de verdad!

—Ya te lo dije. Ya te dije que era auténtico…

—¡Póntelo! ¡Ahora mismo!

—¿Qué? ¿Qué dices?

—¡Quiero que te lo pongas! ¡Quiero ver si te entra bien, si es de tu talla!

Mercurio, que no deja de mirar por la ventana, nos mete prisa.

—Dejad de decir tonterías y espabilad. El director puede aparecer en cualquier momento. ¡Si me descubren con esto me despedirán y mi mujer me matará!

—¡Póntelo! —insiste Metáfora.

Como la conozco muy bien y sé que no va a ceder en su actitud, cojo el yelmo y meto la cabeza dentro. Curiosamente, me entra como un guante, parece hecho a mi medida. Asomo los ojos por la ranura de la mirilla y digo:

—¿Me crees ahora? ¿Ves lo que te digo?

—Esa perola de hierro le cabe a cualquiera que tenga la cabeza pequeña —dice con desprecio—. Esto no significa nada.

—¡Mira que eres cabezota…!

—Vámonos. El director acaba de llegar —nos corta Mercurio, sacándome el yelmo—. Trae acá, que lo voy a guardar antes de que alguien lo vea. Si el director se entera, me buscará la ruina. Venga, venga…

Mercurio vuelve a guardar la pieza en la bolsa y la sube nuevamente a lo alto del armario. Recoge la banqueta sobre la que se ha subido y nos arrastra hacia la puerta.

—¡Procurad que nadie os vea salir! ¡Nunca habéis estado aquí! Vamos, salid corriendo.

Bordeamos el edificio para que nadie se fije en nosotros. El timbre de la puerta está sonando. Ya están llegando los primeros alumnos.

* * *

Es de noche y Patacoja nos está esperando. Tal y como hemos acordado, nuestras entrevistas se llevarán en secreto.

Entramos en un callejón que hay cerca de la biblioteca y nos damos un apretón de manos. Metáfora prefiere darle dos besos como saludo.

—Supongo que tu padre mejora, ¿verdad?

—Supones bien. Hemos estado con él y dentro de poco se encontrará de nuevo gobernando la Fundación, pese a quien pese.

—Hace bien en recuperar fuerzas, le van a hacer falta. Las cosas se van a complicar mucho.

—¿Qué has averiguado? —pregunta Metáfora.

—¡Ladrones de objetos históricos! ¡Saqueadores de monumentos! ¡Pillaje total!

—Explícate mejor. ¿De quién hablas? —pregunto.

—Se trata de una banda que expolia todo lo que huele a arte o a historia. Roban aquí y lo venden por toda Europa. Hay un gran mercado. Os han echado el ojo encima y no van a parar hasta saquear por completo la Fundación. Se van a llevar todo lo que puedan. Y son peligrosos, muy peligrosos.

—¿Podemos denunciarlos a la policía?

—No servirá de nada. No hay nadie a quien denunciar ya que aún no han hecho nada. Y cuando lo hagan será tarde. Por eso debéis tomar fuertes medidas de seguridad.

—¿Los conoces? ¿Sabes quiénes son?

—¡Qué más da! Lo que os digo es que hay que extremar las precauciones. Son buitres que se lanzarán sobre vuestras posesiones en cuanto puedan. Y lo repito, son muy violentos y están muy organizados. Lo que ha pasado hasta ahora ha sido un juego de niños. Han estado tanteando.

—¿Cuándo crees que intentarán entrar a saquear?

—Nadie lo sabe. Ellos eligen el momento. Pero cuando lo hagan, no tendréis tiempo de reaccionar. Llegarán una noche, con un camión o dos, y se lo llevarán todo. Así es como actúan. Y es mejor que no os encuentren cerca.

—Me estás asustando —dice Metáfora—. Parece que estás hablando de gente desalmada que puede actuar impunemente. Y que pueden hacernos daño.

—Eso es exactamente lo que digo. Por eso debéis protegeros.

—¿Qué propones? Mi padre va a contratar a un jefe de seguridad, a lo mejor eso es suficiente.

—Tendría que trabajar las veinticuatro horas del día. Y aun así, ellos serán más. Son violentos y no están sujetos a ninguna ley. Son proscritos, viven fuera de la ley y no tienen miedo a nada.

—No nos dejas muchas alternativas —me lamento—. Parece que no podemos hacer nada para impedirlo.

—Nadie puede hacer nada. ¿Tenéis bunker?

—¿De qué hablas? ¿Te refieres a un bunker cerrado por si hay una guerra atómica?

—No, me refiero a esos que ahora construye la gente en sus chalets y en los que se mete cuando los asaltan. ¡Habitaciones blindadas!

—¿Bromeas? —dice Metáfora—. Eso no existe.

—Están de moda. Ahora la gente solo piensa en protegerse cuando la atacan. Antes estaba preocupada por la guerra atómica, ahora el peligro son las bandas de asaltantes. Vienen armados y no tienen piedad.

—Oye, Patacoja, te he contratado para que nos informes, no para que nos asustes. ¿Tienes alguna cosa más que contar?

—Tengo más cosas, pero ésta es la más urgente. Os advierto del peligro que corréis. Del resto ya hablaremos, pero debéis saber que algunas empresas también han puesto el ojo sobre la Fundación. No sé qué tiene ese sitio, pero debe de valer su peso en oro. ¡Empresas importantes quieren hacerse con ella!

—¿Hablas en serio? —le pregunto, un poco sorprendido.

—Totalmente. Os seguiré informando. Estad prevenidos, os acechan… Ahora debo irme… Ya os daré más datos.

Metáfora y yo entramos en la Fundación con una extraña sensación. Las advertencias de Patacoja no son ninguna tontería y nos ha metido el miedo en el cuerpo.

—¿Qué piensas sobre lo que nos ha contado? —me pregunta Metáfora.

—Bueno, no hay que hacerle demasiado caso. Ha vivido durante mucho tiempo en la calle y ve amenazas por todas partes. Yo no me preocuparía demasiado.

—¿Crees que exagera?

—Sí, eso creo —afirmo.

—Pues si crees eso, ¿cómo es que estás pálido, te tiemblan las piernas y la voz no te sale con fuerza? Yo creo que estás muerto de miedo y que lo niegas para tranquilizarme. Pero que sepas que no lo consigues, me estás asustando más que él.

XIX
SUEÑOS DE PERGAMINO

ARTURO había colocado los veinticinco dibujos en fila, sobre el suelo, para observarlos mejor. Estaban dibujados en tinta negra, sin un solo toque de color, a plumilla. El estilo era muy claro, limpio y artístico. Las escenas que allí se veían eran, a primera vista, imágenes que representaban personas en actitudes más o menos comunes, que apenas despertaron el interés de Arturo y de Crispín.

—No entiendo qué significan estos dibujos —reconoció Crispín, poco habituado a observar ilustraciones.

—Vamos a colocarlos en el orden en que fueron dibujados. Tiene que haber algunos números.

Los dos amigos se acercaron a los dibujos y los observaron con más atención, en busca de alguna pista.

—Yo no entiendo mucho —dijo Crispín—, pero ¿qué hacen estos pequeños soles en la esquina?

—Aquí está la clave para darles un orden correcto… Mira, en cada uno hay varios soles. Has acertado, amigo. Eso está bien.

En pocos minutos los habían colocado según el orden que marcaba la cantidad de soles que había en cada dibujo. Ahora, los veinticinco grabados estaban situados de forma correcta y cronológica, listos para ser descifrados secuencialmente. Eran como las páginas de un libro sin encuadernar.

—Bueno, ahora podemos intentar descifrarlos —propuso Crispín, que estaba impaciente por conocer el contenido de los dibujos.

—El primer dibujo representa la escena de un hombre que duerme plácidamente —explicó Arturo—. Y que sueña… Mira: las nubes que salen de su cabeza están llenas de dibujos que representan sus sueños.

—Es verdad… Pero, fíjate, no es un hombre, es un muchacho.

—Es un chico joven que está tumbado en un camastro… Parece que está en una pobre cabaña de campesino. Observa que apenas hay muebles. Sobre una mesa hay un mendrugo de pan y el calzado al pie de la cama está medio roto.

—Pero ¿qué sueña? —preguntó Crispín.

—Los dibujos del sueño son muy pequeños y apenas se ven —reconoció Arturo—. Creo que en el siguiente dibujo se ve lo que sueña. Fíjate, se parecen mucho a los que hay en esa nube.

El segundo dibujo mostraba una escena de unos soldados que ahorcaban a un hombre. En el suelo, la familia del campesino ajusticiado lloraba. Allí se podía ver a la esposa que abrazaba a un bebé de pocos meses, mientras que a su alrededor se observaban otros cuatro chiquillos. A pocos metros, un ciervo abatido tenía un flecha clavada en el cuello. Los soldados reían mientras colgaban al hombre, bajo la severa mirada de alguien con vestiduras nobles y ricas.

—Es un escena típica de lo que vemos casi a diario. Un campesino ajusticiado por haber cazado un ciervo con el que pretendía alimentar a su familia hambrienta —explicó Arturo.

—Sí, y el noble ha ordenado su muerte por haber cazado un animal del bosque —continuó Crispín, bastante indignado—. Mi padre estuvo a punto de morir ahorcado por el mismo asunto. Pero logró escapar a tiempo. Son muchos los que han tenido que cazar para sobrevivir. El campamento de mi padre está lleno de gente pobre que lo ha hecho. Los nobles quieren los animales para sus cacerías y consideran que son los dueños de todos ellos.

—Es una gran injusticia colgar a un hombre que solo pretende alimentar a su familia —susurró Arturo—. Pero, volviendo a nuestros dibujos, el joven soñador tiene pesadillas con este asunto. Debe de ser algo que le obsesiona. Observa la siguiente ilustración, es una cámara de tortura…

—¡Están torturando a un hombre!

—¡Otra injusticia! Posiblemente, quieren hacerle pagar alguna ofensa.

—O es un desertor. Mira, en el suelo están sus ropas. Es un soldado —dijo Crispín.

—¡Es cierto! Y el hombre que le observa, y que posiblemente dirige la tortura, es un capitán. ¡Es su jefe!

—¡Ese hombre tiene el cuerpo destrozado! ¡Le han quemado parte de la cara y le han retorcido los brazos!

—Los sueños de nuestro muchacho son muy duros.

—Veamos el próximo grabado —sugirió Crispín—. Es un tullido tumbado en la calle, sobre el fango. Y unos caballeros pasan a su lado sin prestarle ninguna atención…

—¡Le ignoran completamente! —dijo Arturo—. Es como si no existiera.

—Claro, es lo que ocurre todos los días. Los tullidos y los enfermos están abandonados. No tienen cura y nadie les presta atención. Los tratan como apestados, aunque solo sean enfermos.

—Nuestro amigo soñador sí se acuerda de ellos.

—¿Qué habrá querido representar Arquimaes con estos dibujos? —preguntó Crispín, cada vez más intrigado—. ¿Qué tiene todo esto que ver con la alquimia?

—No lo sé. Parece que Arquimaes cuenta la historia de un muchacho que tiene sueños relacionados con lo que ve durante el día. Creo que es su propia historia.

Los siguientes dibujos representaban escenas similares a las primeras. Injusticias, enfermedades, guerras, muertes, hambre… Arquimaes había representado la historia de un muchacho soñador que tenía una visión extraordinariamente lúcida sobre la época que le había tocado vivir.

—¡Fíjate! —exclamó Arturo de repente—. En este dibujo las cosas cambian. ¡Está soñando con un sol naciente! ¡Un sol, grande y brillante, que ilumina el cielo y el paisaje!

—¡Y ahí abajo, a punto de salir de la lámina, hay una luna! —advirtió Crispín—. ¡Yo nunca he visto un sol y una luna juntos!

—¡El sol y la luna representan a los alquimistas! —explicó Arturo—. Repara en que el sol embellece el paisaje y lo hace más… luminoso. En los otros dibujos había muchas zonas de sombras, mientras que, en éste, todo es brillante. Incluso hay flores y frutos en los árboles… Y pájaros en el cielo.

—Y animales en el campo. También se ven campesinos trabajando tranquilamente.

—¡Es verdad! Los soldados están en el castillo y parecen proteger a los campesinos, al contrario que en los dibujos anteriores.

—Esto es asombroso. Arquimaes no sabe lo que quiere contar. Ahora se contradice. Este grabado no tiene nada que ver con los anteriores —comentó Crispín, un poco desilusionado—. Este dibujo no representa la realidad.

Arturo se quedó pensativo durante un rato, observando la ilustración número trece.

—¿Y si no representa la realidad, sino un sueño? —dijo un poco después—. ¡Un sueño del muchacho! Ya sabes, un deseo, una aspiración.

—Eso es una tontería… Arquimaes no perdería el tiempo en hacer dibujos para representar escenas falsas. Es alquimista y ya nos ha explicado durante el tiempo que hemos estado con él que los sabios científicos se basan solo en hechos reales y que los sueños no tienen nada que ver con el mundo real.

—No, los científicos se basan en la realidad, pero sueñan con hacer descubrimientos fantásticos. Los sueños forman parte de los alquimistas. Quizá eso es lo que quiere explicar en estos dibujos. Los sueños de alguien que desea que lleguen tiempos mejores. Tiempos de justicia.

Su discusión se cortó repentinamente. El relincho de un caballo los alertó y, cuando quisieron reaccionar, ya era tarde: tres hombres armados acababan de entrar en el sótano del torreón y los observaban con los ojos entornados y con las armas listas, dispuestas para ser usadas.

—¿Qué hacéis aquí, muchachos? —preguntó el que parecía el jefe, que era calvo—. ¿No sabéis que este lugar está maldito?

—Y todo lo que hay aquí pertenece al rey Benicius —dijo otro.

Arturo se levantó lentamente para no alarmarlos. Levantó las dos manos y con mucha tranquilidad dijo:

—Somos ayudantes de Arquimaes, el alquimista, que trabajaba aquí antes de que lo llevaran. Estaba bajo la protección del rey Benicius. Nosotros venimos de su castillo y también estamos bajo su protección.

—Pero no has contestado a mi pregunta —insistió el hombre, dando un paso hacia delante—. ¿Qué buscáis aquí?

—Nada importante. Arquimaes ha vuelto al castillo de Benicius y nos ha enviado aquí para recoger algunas de sus pertenencias. Ya sabéis, herramientas para seguir trabajando.

—Arquimaes era un brujo —dijo el tercer hombre—. Habría que llevarle a la hoguera.

—Nuestro señor, el rey Benicius, prefiere hacerle trabajar para él —indicó Arturo—. Nosotros solo cumplimos órdenes.

El jefe del grupo se acercó a los dibujos y los observó con desprecio. Los tiró al suelo y después de convencerse de que Arturo y Crispín estaban solos, se sentó sobre una banqueta medio desvencijada.

Crispín aprovechó la confianza de los hombres y desenfundó su daga. Pero los asaltantes fueron más rápidos. Se lanzaron sobre el muchacho y le golpearon con tanta fuerza en el estómago que se quedó sin respiración. Arturo se acercó para ayudarle y recibió una buena tanda de golpes que le dejaron tirado en el suelo, con una herida en la cabeza y sangrando por la boca.

—¡Nos habéis mentido! —dijo el hombre calvo—. Sois simples saqueadores. Sois peores que las ratas. Habéis venido a robar.

—Os llevaremos ante nuestro señor, el rey Benicius —dijo el hombre rubio, escupiendo sobre Arturo—. Seguro que nos dará una buena recompensa por vosotros.

—Sí, pero antes quemaremos estos dibujos. Seguro que son hechizos diabólicos —advirtió el tercer hombre—. Benicius estará contento de saber que hemos librado al reino de un maleficio.

Arturo trató de no ponerse nervioso. La alusión a los dibujos le había sacado de quicio, pero no iba a permitir que soldados quemaran la obra de su maestro.

—Yo creo que han venido a buscar algún tesoro —añadió el jefe—. ¿Habéis encontrado algo de valor, muchachos? ¿Dónde habéis escondido el oro? Arquimaes fabricaba oro aquí, ¿verdad?

—Solo hemos encontrado estos dibujos —dijo Crispín, con la voz entrecortada—. Pero no tienen ningún valor. Aquí no hay nada que valga la pena.

—Vuestras cabezas —dijo el rubio—. A lo mejor sois los dos chicos que se han escapado del castillo de Benicius. Las noticias corren, muchachos.

Arturo comprendió que estos tipos iban a matarlos para cobrar la recompensa ofrecida por Benicius.

—Está bien —reconoció, mientras se limpiaba la sangre de la boca—. Os diré a qué hemos venido. Hay un tesoro y podemos repartirlo con vosotros. Si me dais vuestra palabra de que no nos vais a engañar, os contaré dónde está.

—¿Nuestra palabra? —preguntó burlonamente el jefe—. Claro que te damos nuestra palabra, ¿verdad, muchachos? Anda, cuéntanos dónde está ese tesoro del que hablas.

Arturo dio un paso hacia delante y se acercó al hombre, que le dejó avanzar confiadamente.

—Lo tengo debajo de la camisa —susurró Arturo—. ¿Me das permiso para mostrártelo?

—Claro que sí. Ahora somos socios y podemos confiar el uno en el otro —dijo antes de soltar una carcajada.

Arturo retrocedió y empezó a despojarse de la camisa. Con lentitud, levantó los brazos y dejó su torso al descubierto.

—Aquí está nuestro tesoro —dijo, con un sonrisa maliciosa en los labios—. Y estoy pensando en entregároslo completamente. Creo que eso es lo que voy a hacer si no salís de aquí en seguida.

Los tres hombres se quedaron estupefactos. Al principio pensaron que se trataba de una broma estúpida de un muchacho asustado, por lo que no prestaron atención a las letras que ya se movían como sanguijuelas sobre la piel de Arturo.

Observaron con asco las formas oscuras que empezaban a despegarse del pecho de Arturo y que ya llevaban un rato esperando la oportunidad de salir.

—¡Ya os dije que eran hechiceros! —bramó el rubio.

—Es igual —avisó el calvo, dando un paso adelante y alzando su espada—. Acabaremos con ellos y con sus trucos de magia oscura.

Cuando sintió que algunas letras le atravesaron el corazón se quedó congelado, quieto como una de esas figuras de los dibujos de Arquimaes. Quieto para siempre. Dejó caer su espada y Arturo la recogió inmediatamente.

Los otros dos se abalanzaron sobre él, dispuestos a matarle, pero Arturo actuó con tanta rapidez que ni siquiera tuvieron tiempo de gritar.

El hombre rubio, que estaba de rodillas, con el pecho perforado y sangrando en abundancia, preguntó:

—¿Quién eres?

—Te lo diré —explicó Crispín, mirándole fijamente—. Es el caballero Arturo Adragón. Y yo soy Crispín, su escudero.

El hombre cerró los ojos y cayó al suelo como un fardo de paja.

—¡Esto pasará a la historia de la caballería! —exclamó Crispín—. Ningún caballero ha luchado contra tres hombres y ha ganado la lucha sin sufrir un solo rasguño. ¡Estoy orgulloso de ser tu escudero!

Arturo secó su espada con la ropa del jefe y dijo:

—Recojamos esos dibujos, escondamos el baúl y partamos. Es hora de rescatar a Arquimaes.

—Cuando le cuente lo que has hecho para proteger sus dibujos, seguro que querrá hacer uno con tu hazaña —dijo Crispín.

—No digas tonterías. Yo no soy un personaje de dibujos. Yo soy de carne y hueso y no tengo tiempo para sueños. Y otra cosa: aprende a mantener la boca cerrada. Lo que ha pasado aquí no debe trascender. ¿Entendido?

* * *

Después de varios intentos, Alexia consiguió elevarse hasta la reja que mantenía el pozo cerrado. A pesar de que la poderosa cerradura le impedía salir al exterior, se mantuvo allí durante varios minutos. Pero no encontró la forma de abrirla.

Así que, aprovechando que se sentía con fuerzas, se ocultó en un lateral, cerca del enrejado, donde no podía ser vista por los carceleros. Y se quedó colgada en el vacío, a oscuras, durante horas.

A la hora de la comida, un carcelero abrió la reja y se preparó para bajar la cesta que contenía una pasta ácida y maloliente: la bazofia para alimentar a los prisioneros. Como era un trabajo rutinario, ni siquiera se molestó en prestar atención al camastro de Alexia, y dio por hecho que estaba dormida bajo la raída y sucia manta.

—¡Vamos, perezosa, coge el cuenco o lo dejaré caer y tendrás que lamer el suelo si quieres comer! —gritó con su desagradable voz.

—¡Lo cogeré aquí! —dijo Alexia, saliendo de su escondite y colocándose a su altura, haciéndole palidecer a causa de la sorpresa.

Ni siquiera tuvo tiempo de emitir un leve grito, ya que su garganta quedó obstruida inmediatamente por un certero golpe de la joven.

—¿Dónde están los que venían conmigo? —preguntó la muchacha, atenazando su garganta—. No te soltaré hasta que me lo digas. Y, si no hablas, morirás asfixiado.

El carcelero hizo un gesto de sumisión y Alexia aflojó la mano.

—¡Los chicos se han escapado! Y el mago está en la torre principal…

—¡Me estás mintiendo! —exclamó Alexia, decepcionada por la acción de Arturo—. ¡No han escapado!

—¡Lo juro! ¡Se escaparon hace dos días! ¡Lo juro!

—¡Te dejaré vivir, pero si descubro que me has engañado, volveré a buscarte y lamentarás haberme mentido, carcelero! —dijo, llena de rabia.

Le dio un empujón y lo lanzó al pozo. Escuchó cómo caía sobre el camastro de madera y lo destrozaba completamente.

Después de asegurarse de que el ruido no había llamado la atención de los soldados, caminó sigilosamente hacia la torre principal. Aunque al principio no lo quiso reconocer, la acción de Arturo le dolió en el alma. No podía aceptar que el joven al que secretamente admiraba se hubiera marchado de allí, dejándola en manos de Benicius y abandonando al hombre que le había dado tanto poder con esas letras mágicas. El que abandona a su maestro y a sus compañeros en el peligro es una rata.

—¡Me vengaré! —murmuró—. ¡Me lo pagarás, Arturo!

XX
UNA MUJER PARA PROTEGER LA FUNDACIÓN

ME estoy despidiendo de Mahania para irme al instituto cuando una mujer joven se acerca a nosotros. Es morena, de pelo largo y viste traje de chaqueta, en plan ejecutivo de empresa. Guapa y muy activa.

—¿Es usted Mahania? Buenos días, me llamo Adela Moreno —dice, hablando a toda velocidad, como hacen las personas habituadas a dar órdenes.

—Hola, buenos días. Si quiere usted hablar con el señor Adragón, debo decirle que no está. Vuelva la semana que viene. Y si es para vender algo, le atenderá dentro de dos semanas.

—No, no volveré dentro de dos semanas. He venido para quedarme. Tengo instrucciones muy concretas.

—Perdone, pero ya le digo que…

—Y yo le digo que voy a quedarme. Debe usted abrirme la puerta del despacho 33 en la tercera planta. Me voy a instalar allí.

—Nadie me ha dicho nada.

—Señorita, soy Arturo Adragón, el hijo del señor Adragón… Si puedo servirle en algo.

—No. Su padre me ha contratado y empiezo hoy a trabajar aquí. Si necesito alguna información, ya le avisaré.

—¿Va a trabajar en la Fundación?

—Soy la nueva jefa de seguridad. Ayer cerré el trato con su padre. Empiezo a trabajar hoy, exactamente dentro de cinco minutos —explica, mirando su reloj de pulsera.

—No lo sabía.

—No es asunto mío. Ahora quiero instalarme en mi despacho. Hay mucho trabajo que hacer.

Mi teléfono móvil suena y le atiendo.

—¿Papá? Hola, sí, estoy aquí con Adela… Sí, me lo acaba de decir… No pasa nada, pero… Sí, claro que sí, ahora me ocupo de todo. Vale, hasta luego.

Corto la comunicación y observo a Adela que, desde luego, no parece una jefa de seguridad. Tiene aspecto de ejecutiva de empresa multinacional o algo así. A lo mejor es que siempre me he imaginado a los jefes de seguridad con una pistola al cinto y aspecto feroz, y no con un maletín de trabajo.

—Es mi padre. Me acaba de informar de que la ha contratado como jefa de seguridad de la Fundación. Me ha pedido que le abra la puerta de su nuevo despacho. Bienvenida.

—Gracias, chico. Puedes tutearme si quieres, pero no creas que me podrás tomar el pelo, ¿entendido? Ya te daré instrucciones sobre lo que vas a hacer a partir de ahora.

—¿Instrucciones?

—Claro. Desde hoy vais a tener que modificar vuestros hábitos. Hay que asegurar vuestra seguridad. Lo que le ha pasado a tu padre no me gusta nada y debo evitar que vuelva a ocurrir.

—¿Qué vas a hacer?

—Tomar medidas. Desde ahora vamos a trabajar mucho para evitar hechos como los que han llevado a tu padre al hospital. Para ello necesito vuestra colaboración.

—Subamos por aquí. Te voy a enseñar tu despacho. Yo me tengo que ir al instituto.

La llevo hasta su despacho y le abro la puerta para que pueda entrar. Intento dar sensación de eficacia para que no piense que somos unos pardillos.

—Gracias, chico…

—Arturo.

—Sí, eso, Arturo… Mira, ahora necesito estar sola para hacer algunas llamadas.

—¿Quieres que te presente al resto de los habitantes de la Fundación? Puedo quedarme un rato para…

—No, no hace falta. Sé presentarme sola. No te preocupes, vete a tus cosas. Hasta luego, Arturo…

Casi me ha sacado del despacho a empujones. Esta mujer es un torbellino que parece difícil de manejar. En fin, si hace bien su trabajo, con lo que se avecina, me daré por contento.

Salgo a la calle y me encuentro con Patacoja, que, como todos los días, da coba a los viandantes.

—¡Que Dios la bendiga, señora! ¡Que el cielo le otorgue sus bendiciones! ¡Que sus hijos consigan un empleo!

—Hola, amigo —digo cuando estoy cerca—. Aquí te traigo un par de manzanas. Que tengas buen día.

—Lo mismo te digo, chaval. Eres un buenazo e irás al cielo, te lo digo yo.

Para no llamar demasiado la atención, me retiro en seguida y sigo mi camino hacia el instituto. Si es verdad lo que me contó durante nuestra entrevista secreta, seguro que nos están observando.

Cuando doblo la esquina, le llamo por el móvil.

—Oye, Patacoja, te llamo para informarte de que tenemos un nuevo jefe de seguridad. Acaba de llegar.

—¿Es esa belleza que ha entrado hace un rato?

—Bueno, sí, se llama Adela y es…

—Sí, guapa y operativa ¿Dónde la habéis encontrado? ¿Es de confianza?

—Es amiga de Norma. Y supongo que podemos fiarnos de ella.

—Tú consígueme sus datos, que ya te diré yo si nos podemos fiar de ella.

—Oye, no te pases. Si es amiga de…

—Pi… pi… pi…

* * *

Mercurio me recibe con alegría, creo que está contento de verme.

—Oye, Arturo, he estado excavando un poco en la caseta, para ver si había algún objeto antiguo, y he descubierto que hay más cosas. ¡He encontrado hasta una espada!

—¿Una espada medieval? ¿Estás seguro?

—Y hay más cosas. Cotas de malla, dagas… ¡Un montón de objetos antiguos! ¡Tienes que ayudarme a decidir qué hago con ellos! ¡Seguro que tienen mucho valor y puedo ganar algún dinero extra!

—No hagas tonterías. Esos objetos no te pertenecen, y si descubren que los has vendido te puedes meter en un lío. El director debe informar a las autoridades de que estos objetos son de interés histórico y cultural. No sigas excavando y ni se te ocurra venderlos. ¡Te ofrezcan lo que te ofrezcan!

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Escucha, Mercurio, estas cosas son muy serias y podrían acusarte de cometer un delito de saqueo. Lo más sensato será que se los entregues al director. ¡Esos objetos los has encontrado tú, pero no son tuyos, amigo!

—¿Quieres que los entregue?

—No te queda más remedio. Déjame que hable con mi padre, pero creo que la única solución es que te comportes con honradez.

—Está bien, te haré caso. De momento no diré nada a nadie hasta que me digas lo que debo hacer. Tú tienes más experiencia.

Sigo mi camino y me dirijo a clase, pero en el pasillo me encuentro de nuevo con Horacio, que persiste en su actitud acosadora. Está molestando otra vez a Cristóbal.

—¡Eres un muñeco y me has complicado la vida, enano! —le grita, haciendo sonreír a sus amigotes, que como siempre, le corean sus estúpidas gracias.

Aunque le he prometido a mi padre que ya no me iba a meter en líos, no me queda más remedio que intervenir. Después de la noche que he tenido, con esos sueños, tengo ganas de hacer un poco de justicia. Supongo que tengo que interpretar mi papel hasta el final.

—¡Eh, Horacio, deja en paz a ese chico! —exclamo—. ¡Estoy más que harto de tus abusos!

—Vaya, aquí llega el Príncipe Valiente —dice, girándose hacia mí—. Ha llegado el momento de vernos las caras de una vez por todas. Y esta vez tus trucos con el dragón no te van a servir.

—Entonces deja en paz a Cristóbal y enfréntate conmigo.

—¡Te voy a aplastar ese dragón que tienes en la frente! —amenaza—. ¡Ya no serás Caradragón, te llamaremos Dragónmuerto!

Veo que está decidido a luchar, así que me dispongo a pelear yo también. Entonces noto que alguien tira de mí hacia atrás con fuerza.

—¡Nada de peleas! —ordena Norma, interponiéndose entre los dos—. ¡Mis alumnos no luchan entre sí! ¡Mis alumnos se respetan!

—¡No hace más que provocarme! —grita Horacio—. ¡Me está buscando las cosquillas! ¡Ha inventado un truco para asustarme!

—No creas que no me doy cuenta de lo que pasa, Horacio. Sé perfectamente que eres tú el que acosa a Cristóbal y a todos los que tienen menos fuerza que tú. Lo sé y no lo voy a permitir. Si quieres, podemos subir al despacho del director y lo aclaramos.

—Yo estoy dispuesto a declarar ante el director —dice Cristóbal—. Estoy harto de sus ataques.

—¿Subimos al despacho del director o vamos a clase? —pregunta Norma.

Horacio inclina la cabeza y se dirige hacia nuestra aula. Creo que está empezando a perder fuerzas. Me parece que a su padre no le debe de gustar demasiado eso de que siempre esté peleando. Vaya, vaya… Además, me parece que esa visión que tuvo del dragón le ha bajado un poco los humos.

—Oye, Arturo, he hablado con mi padre. Si quieres, puedes ir a verle dentro de dos días. A las siete de la tarde —dice Cristóbal.

—Muchas gracias, pero no estoy seguro de que…

—¡Tienes que ir! ¡Te conviene! Es posible que estés enfermo. Mi padre siempre dice que las alteraciones del sueño son peligrosas. ¡A lo mejor te estás volviendo loco!

—Tiene razón —añade Metáfora—. Es mejor perder un poco de tiempo para intentar solucionar los problemas. Es posible que aprendas algo nuevo sobre lo que te está pasando.

—¿Lo que me está pasando? Pero, bueno, ¿de qué hablas?

—¿Sabes que hablas solo? ¿Sabes que dices cosas sin sentido?

—¿Qué cosas?

—Ayer hablaste de Alexia, dijiste que estaba prisionera en un castillo y que tenías que rescatarla… ¡Lo tuyo es grave, Arturo!

XXI
JAQUE AL REY

ARTURO y Crispín se mezclaron entre la gente que acudía al castillo para presenciar la ejecución de Arquimaes, que se iba a producir en el patio central. Los dos amigos estaban nerviosos. Habían decidido liberar al alquimista, aunque en realidad, no sabían cómo iban a hacerlo. Ni siquiera habían ideado un plan de fuga. Su mejor arma eran las letras mágicas, si es que funcionaban.

—¿Qué llevas ahí, muchacho? —preguntó un soldado, poniéndose delante de Crispín y cerrándole el paso—. Quiero verlo.

—Son pergaminos. No sirven para nada. Un monje me ha encargado que se los lleve al párroco de Drácamont, pero antes quiero ver la ejecución de ese diablo.

—¡Enséñamelo! —ordenó categóricamente, haciendo gala de muy malas pulgas—. ¡No te lo repetiré!

—Está bien, está bien… Mira…

Crispín abrió la gran cartera con tapas de madera que llevaba colgada en bandolera y la puso ante los ojos del soldado, que apenas miró los veinticinco dibujos de Arquimaes.

—¿Para que sirven?

—No lo sé. A mí me pagan para transportarlos. Son cosas de frailes.

El soldado, que no vio delito en el transporte de los dibujos, prestó atención a Arturo y le miró de arriba abajo, buscando un motivo para detenerlo.

—¿De dónde has sacado esa espada? ¡Seguro que la has robado!

—No, señor. Es de un amigo que me la ha prestado para acompañar al chico. El viaje es largo y hay que protegerse.

—Es mi guardia personal —dijo Crispín.

El hombre los miró sin decir nada. En su mente algo bullía, pero no consiguió encontrar motivos para seguir molestándolos. No fue capaz de relacionar la huida de los ayudantes del alquimista, que tantos quebraderos de cabeza había dado a la tropa, con esos dos estúpidos recaderos que transportaban dibujos realizados por monjes.

—Está bien, podéis pasar, pero tened cuidado con lo que hacéis. Os vigilaré de cerca.

—Mejor para nosotros —dijo Crispín—. Si tenemos un soldado como tú cerca, nadie se atreverá a robarnos.

El soldado, tocado en su orgullo, sonrió y se dirigió a una familia de campesinos que entraba en ese momento.

Mientras ellos se acomodaban entre el público, Benicius observaba atónito cómo Alexia le mantenía retenido junto a la cama de Arquimaes. Recordó cómo, horas antes, había entrado en su habitación y le había sacado del lecho a punta de navaja, en plena noche.

—¿Cómo has entrado aquí? —exclamó cuando la vio—. ¡Estoy rodeado de soldados!

—Soy Alexia, la hija de Demónicus, y puedo atravesar las paredes o hacerme invisible.

—Eso es una patraña. Nadie es invisible.

—¡Te aseguro que si no me acompañas hasta la habitación de Arquimaes, dentro de poco este mundo sí será absolutamente invisible a tus ojos! —amenazó la hija del Gran Mago Tenebroso—. Di a tus soldados que se retiren hasta el piso inferior, que quieres estar solo y que no se extrañen si oyen gritos. ¿Me has entendido?

Benicius, que llevaba un camisón grande cuyo bajo pisaba al caminar, se acercó a la puerta y la abrió lentamente. Sintió una punzada en el cuello, cerca de la nuca, y comprendió que su vida dependía de sus próximas palabras.

—Oficial, quiero que la guardia se retire hasta la planta baja. No quiero verlos cerca de mí hasta la ejecución.

—Pero, señor, no podemos…

—¡Obedeced! ¡Obedeced de una vez! ¡Haced lo que os digo sin rechistar si no queréis acabar en la cámara de tortura! —rugió Benicius, que notaba que la daga se estaba clavando en su cuello.

El oficial inclinó la cabeza y desapareció inmediatamente, llevándose a sus hombres. En pocos segundos, la zona real estaba limpia de hombres armados y Benicius se hallaba en poder de Alexia.

—Ahora, rey traidor, vas a hacer lo que te ordene sin rechistar —comentó Alexia—. ¡O te convertiré en un cerdo para el resto de tu vida! ¿Dónde está Arquimaes?

Benicius levantó la cabeza y señaló la habitación contigua.

—Le he traído aquí para tenerle bajo vigilancia —explicó—. Sus ayudantes se han escapado.

Alexia abrió la puerta y vio al alquimista atado a una columna, despidiéndose de la vida, abatido. Era la viva imagen de la desolación.

—¿Qué haces aquí? Creía que te habías vuelto con tu padre.

—No, me habían encerrado. Por lo visto soy más útil como rehén que como aliada. He decidido llevarte conmigo. Te entregaré a mi padre —explicó la joven, cortando las ligaduras.

—No le serviré de nada. Ni siquiera él conseguirá hacerme hablar.

—No te preocupes por eso. Yo he visto muchas cosas. También me ocuparé de ese traidor de Arturo cuando llegue el momento. Serás un buen cebo.

—¿Cómo piensas salir de aquí?

—No saldré. Vendrán a buscarme. Tengo un plan. Ahora descansemos.

Se sentaron y esperaron la salida del sol. Aunque Benicius intentó escuchar lo que decían, apenas consiguió oír algunas palabras sueltas que no fue capaz de relacionar.

Ahora que faltaba poco para la hora de la ejecución y el patio se estaba llenando de gente, Benicius volvió a la realidad.

—¿Os habéis unido para usurpar mi trono? —preguntó—. ¡Una hechicera y un alquimista!

—Nos hemos unido para hacerte pagar tus traiciones —respondió Alexia—. Y ha llegado la hora de hacerlo. ¡Vamos a llamar a tu hombre de confianza!

* * *

En el patio, Arturo y Crispín se estaban impacientando. Los soldados estaban nerviosos y la gente empezaba a protestar. Los retrasos en las ejecuciones siempre resultaban problemáticos ya que la gente, deseosa de ver sangre, se irritaba cuando surgía algún inconveniente.

La puerta por la que debía aparecer el reo se abrió de par en par. Pero no era Arquimaes el que apareció, sino el caballero Reynaldo, montado en su caballo de guerra, armado y acompañado de una pequeña guardia.

—Esto no es normal —susurró Crispín—. Algo raro está pasando.

Reynaldo se acercó al patíbulo y obligó a su caballo a subir la rampa de madera hasta la plataforma. Una vez arriba, esperó a que se hiciera un silencio sepulcral y exclamó:

—¡Por orden de nuestro señor, el rey Benicius, la ejecución se suspende!

Crispín y Arturo se miraron, sorprendidos.

—Yo creo que lo ha matado en la cámara de torturas —dijo el joven escudero—. ¡Benicius ha asesinado a Arquimaes!

—Esto es muy raro —susurró Arturo.

—¿Dónde está el mago? —preguntó una voz entre de la multitud.

—Sí, queremos verlo. Si es un hechicero hay que ejecutarlo —gritó una mujer—. Queremos vivir tranquilos.

—¡Los hechiceros a la hoguera! —gritó otra voz de hombre—. ¡Hechiceros a la hoguera!

Algunos clamores se alzaron pidiendo explicaciones y el ambiente se tornó más agresivo. En vista de que las cosas se empezaban a descontrolar, los soldados se prepararon para contener a los descontentos, que eran cada vez más.

—¡Retiraos en seguida! —gritó el capitán Reynaldo—. ¡Volved a vuestras labores!

Pero la muchedumbre ya estaba alterada. Algunos hombres, frustrados por la suspensión de la ejecución, se enfrentaron a los soldados y les dieron varios golpes. Éstos, para defenderse, utilizaron sus armas y la sangre corrió por el patio del castillo.

A pesar de los esfuerzos de Reynaldo para evitar el enfrentamiento, la lucha adquirió dimensiones inesperadas y varios campesinos cayeron ensartados por las armas de los soldados, lo que enfureció a los demás. Fue la chispa que encendió la llama de la rebelión.

Arturo y Crispín intentaron salir de aquel lugar, en el que ya no tenían nada que hacer, con el objetivo principal de proteger los dibujos de Arquimaes que Crispín llevaba en bandolera. Pero no les resultó fácil. Los soldados no dejaban de golpear a cualquiera que no llevase su uniforme y les daba igual que se tratase de una mujer, un niño o un anciano. Las espadas dibujaban surcos en el aire y se clavaban en la carne sin contemplaciones.

Por su parte, los campesinos, indefensos y desarmados, se defendían como podían. Para conseguir armas rodeaban a los soldados y les quitaban las suyas. La rebelión se extendió a todos los rincones del patio central y llegó hasta las afueras del castillo, donde una gran multitud, que no había podido entrar, esperaba para escuchar los gritos del ajusticiado y ver su cadáver carbonizado.

Los gritos de dolor y las amenazas no cesaban. Brunaldo estaba atónito, ya que nunca hubiera esperado que las cosas llegasen hasta ese extremo. Pero ahora ya nada podía detener la masacre.

Benicius, desde la ventana de su habitación, escuchaba los horribles gritos de los heridos, el relincho de los caballos y los golpes de acero. Pero se alarmó de verdad cuando vio una columna de humo negro que procedía de los establos y ascendía hasta el cielo.

Arquimaes y Alexia no se fijaron en las dos figuras que huían a campo través, después de haber esquivado la acción de dos soldados que intentaron cortarles el paso. Mientras corrían, Arturo y Crispín pensaban que ya no había nada en el castillo de Benicius que les pudiera interesar.

—¡Esto es culpa vuestra! —bramó Benicius—. ¡Supongo que estaréis contentos!

Arquimaes, que estaba verdaderamente indignado, se acercó y dio un bofetón al rey.

—¡La actitud de tus soldados refleja la calaña de tus pensamientos! —le dijo, escupiéndole a la cara—. Nunca has tenido respeto por la vida humana. ¡Eres un asesino y mereces la muerte!

—¡O algo peor! —dijo Alexia—. ¡Te lo advertí!

La hija de Demónicus le puso la mano sobre el hombro y recitó algunas palabras mágicas antes de que Arquimaes pudiese impedirlo. Benicius empezó a retorcerse y a cambiar de forma. Lanzó algunos gritos que se fueron convirtiendo en gruñidos mientras su cuerpo cambiaba definitivamente de forma. El sortilegio de Alexia era tan poderoso que, pocos segundos después, el rey Benicius se había convertido en un cerdo.

XXII
EL CONOCEDOR DE SUEÑOS

ME he dejado convencer por Metáfora y he venido a la consulta del padre de Cristóbal, que es médico especialista en enfermedades relacionadas con el sueño. Sé que es una pérdida de tiempo ya que nadie puede entrar en los sueños de otra persona para descubrir su problema, si es que lo tiene. Con esta visita me aseguro de que Metáfora no insistirá más y dejará de querer llevarme a sitios raros para escuchar tonterías. Al fin y la cabo, su madre cuida a papá, así que me siento en deuda con ella.

—Ya pueden entrar —dice la joven enfermera—. El doctor Vistalegre los está esperando.

Metáfora se levanta y espera a que me ponga en pie, cosa que no me apetece en absoluto.

—Venga, anda, que me has prometido que te portarías bien —me recuerda—. No nos hagas perder el tiempo.

—Está bien —digo, levantándome—. Para que luego no digas que no te hago caso. Pero es la última vez que voy a visitar a alguien para hablar de mis sueños. Ya estoy harto.

La enfermera, que ha esperado pacientemente, sonríe y nos señala el camino. Entramos en un despacho en el que un hombre alto, joven, pelirrojo y robusto nos tiende la mano:

—Soy el doctor Vistalegre, Cristóbal Vistalegre, y os doy la bienvenida a mi consulta. Por favor, tomad asiento. Mi hijo Cristóbal me ha pedido que escuche el problema que me vais a plantear, así que os atiendo encantado. No hace falta que os diga que nadie sabrá nada de lo que hablemos aquí.

Metáfora se siente deslumbrada por el cálido recibimiento y toma asiento. Yo hago lo mismo, pero antes de decir nada, observo la decoración del despacho. Las paredes están pintadas de azul, y están llenas de pequeñas estrellas. Es como la habitación de un niño, con un estilo entre Walt Disney y los cuentos infantiles. A cada lado del doctor hay una lámpara que despide una luz amarillenta que se proyecta sobre la pared en forma ovalada. Es una decoración estupenda para adormecerte… O hipnotizarte. Me acuerdo de la habitación de la pitonisa que me echó las cartas y me doy cuenta de que, en este mundo, cada uno pone su propia escenografía.

—Antes de nada, decidme vuestro nombre, por favor. Es para la ficha médica.

—Yo me llamo Metáfora Caballero y él es Arturo, Arturo Adragón.

—Bien, mi hijo me ha dicho que tú, Arturo, tienes un problema ¿no es cierto? —pregunta el padre de Cristóbal, mirándome—. ¿Puedes contármelo?

—Creo que mi amigo Arturo sufre de narcolepsia —dice Metáfora—. Se queda dormido y tiene sueños extraños. Venimos para que usted le cure.

—¿Así que tienes narcolepsia?

—No lo sé. Ella dice que sí, pero a mí me parece que se equivoca. Lo mío es otra cosa —explico—. Tengo muchos sueños.

—¿Sabes que es la narcolepsia? —pregunta—. Pues es una enfermedad que hace que la persona tenga un sueño repentino y muy intenso. Le puede dar un ataque en cualquier momento…

Me observa durante unos instantes, tratando de averiguar si sufro esa enfermedad que acaba de describir.

—Me parece un poco precipitado que hayas llegado a esa conclusión. ¿Qué te hace pensar que tiene narcolepsia? —le pregunta a Metáfora al cabo de un rato.

—Tiene sueños muy intensos. Durante el día pierde la conciencia y se despierta muy alterado —explica Metáfora.

—Desde luego, los síntomas coinciden, aunque eso no es suficiente. ¿Con qué frecuencia te ocurre?

—Últimamente, muy a menudo. Hemos venido porque estoy muy preocupada. Va de mal en peor. Incluso sueña despierto.

—Bueno, Metáfora, no conviene alarmarse. La narcolepsia no es una enfermedad peligrosa. Hay mecanismos para controlarla, algunos medicamentos se han revelado muy útiles. Y no es grave.

Abre un bloc que tiene sobre la mesa, quita el capuchón de su pluma estilográfica y me lanza una tranquilizadora sonrisa antes de volver a utilizar esa voz tan suave:

—Veamos, Arturo, cuéntame exactamente lo que te pasa. Con todos los detalles que recuerdes.

—Tiene sueños extraordinarios…

—Por favor, Metáfora, deja que él mismo me lo cuente. Adelante, Arturo, te escucho.

—Pues verá, tengo sueños extraordinarios.

—¿Con qué frecuencia?

—Creo que casi todos los días. Tengo sueños profundos que me inquietan y luego me levanto muy cansado, hecho polvo. Es como si lo que sufro durante los sueños me afectara luego, cuando me despierto. Estoy desconcertado.

—¿Desde cuándo te ocurre eso, Arturo?

—Es difícil saberlo. Creo que hace mucho tiempo, pero le he empezado a dar importancia ahora…

—Empezamos a preocuparnos una noche, después de una cena, cuando empezó a sentirse mal y se quedó adormilado, como desmayado. Luego dijo que se había transportado a la Edad Media —añade Metáfora, que está deseando hablar—. Imagínese, a la Edad Media.

—¿Edad Media? ¿Dices que has estado en la Edad Media?

—Sí, señor, eso creo.

—Dime una cosa… ¿Juegas al rol?

—No, no señor… Nunca he jugado a eso.

—Y algo más confidencial. Aunque claro, si no quieres contestarme… ¿Fumas marihuana o tomas alguna sustancia, pastillas o algo así?

—No, le juro que nunca he fumado nada y nunca he tomado ninguna pastilla.

—Pues, cuéntame cómo te has transportado hasta la Edad Media.

—Con los sueños. Cuando me duermo, sueño que estoy en la Edad Media. Así de sencillo.

—¿Y qué haces en esa época? ¿Eres rey, campesino…?

—No, soy una especie de caballero independiente que tiene una misión. ¡Debo proteger a un alquimista! Por lo menos al principio, ahora las cosas se han complicado. Tengo que guardar unos dibujos y debo buscar a una hechicera.

—¿Tienes que localizar a Alexia? —pregunta Metáfora, un poco nerviosa—. ¿Para qué?

—No sé, supongo que para ayudarla o algo así…

—¿Y por qué tienes que buscarla? —insiste.

—No sé, ya te he dicho que es un sueño.

El doctor se frota la barbilla y medita sobre mis palabras. Creo que está un poco desconcertado. En el fondo le comprendo, si yo estuviera en su lugar, me pasaría lo mismo.

—Le aseguro que si viera en qué estado se despierta se preocuparía usted mucho —dice Metáfora—. Debe de ser una narcolepsia muy profunda. O quizá sufra alucinaciones.

—Antes de nada, debemos determinar si es narcolepsia o no. A veces, los síntomas nos pueden llevar a una conclusión equivocada. Debemos ser muy prudentes. Cuéntame más cosas. Por ejemplo, si los sueños están relacionados los unos con los otros o no tienen nada que ver.

—Es como una película. Es una historia con capítulos que se continúan. Es un relato medieval que podría convertirse en un libro —le explico—. Está lleno de detalles y podría contárselo todo si tuviera usted un par de semanas libres. Le aseguro que es impresionante.

—¿Te gusta el cine? ¿Lees mucho?

—Claro que le gusta el cine y lee mucho. De hecho vive en una biblioteca… Una biblioteca de libros medievales —se desboca Metáfora.

—Vaya, ésa es una buena pista. Quizá te sientes influido por el ambiente y tus sueños reflejan lo que vives durante el día. Posiblemente se reduzca a eso.

—¿Me está diciendo que estoy obsesionado con la Edad Media y que por eso tengo estos sueños? —digo, un poco enfadado—. ¿Me está diciendo que sufro alucinaciones solo porque vivo en una biblioteca, rodeado de libros?

—Bueno, a veces ocurre. Hubo un actor que interpretó el papel de Tarzán en varias películas y acabó tan poseído por su personaje que, al final de su vida, andaba por ahí dando saltos y gritos como el hombre mono. Algunas personas acaban creyendo que se han convertido en un personaje de ficción sobre el que han leído o al que adoran.

—Entonces, ¿tiene narcolepsia o no? —puntualiza Metáfora.

—Es pronto para decirlo. Es cierto que algunos síntomas coinciden, pero debemos profundizar. Veamos, os voy a dar cita para dentro de quince días… Mientras tanto, te voy a pedir que escribas todo lo que pasa en tus sueños. Quizá eso nos dé alguna pista.

No he sacado nada en claro de esta entrevista. El doctor está más desconcertado que yo. Al menos, he conseguido que Metáfora me haya prometido que no me dará más la paliza con nuevas visitas.

* * *

—Hola, mamá, aquí estoy otra vez. Ya sabes que papá está pasando un mal momento, pero no debes preocuparte. Los médicos dicen que no es grave. Norma le cuida mucho y le ayuda a recuperarse.

Me siento en el viejo sofá y me pongo cómodo. Quizá estoy tratando de ganar un poco de tiempo.

—Hoy he ido a ver a un médico que me ha dejado muy preocupado. Hemos hablado de mi problema y estoy cada día más confuso. Metáfora dice que a lo mejor tengo una enfermedad que se llama narcolepsia, aunque el médico tampoco está seguro, y eso me preocupa más. Es posible que tenga algún trastorno desconocido, una alteración extraña que me hace soñar con cosas que han ocurrido de verdad hace mil años. Mercurio, el vigilante del instituto, ha encontrado un yelmo de la Edad Media que me resulta familiar. Creo que yo mismo lo he usado, en otro tiempo. También he descubierto una espada con un signo de una calavera mutante que he visto en mis sueños. Y no dejan de pasarme cosas que me recuerdan esa otra vida en la Edad Media. En realidad, no es que me recuerden esas cosas, es que estoy convencido de que las he vivido de verdad. Y estoy muy preocupado. He empezado a hacerme preguntas raras…

Me detengo un poco para recuperar fuerzas ya que me he emocionado.

—¿Sabes algo de todo eso? ¿Son viajes en el tiempo? Y si es así, ¿cuál es su finalidad? ¿Me estoy volviendo loco, como el abuelo? Nadie me comprende y me siento muy solo. Intento aparentar que nada de todo esto me afecta, pero es mentira. Estoy cada día más descentrado y por muchas preguntas que me hago, no encuentro ninguna repuesta que me consuele. Si estuvieras aquí, seguro que me ayudarías y me explicarías este misterio. ¿Por qué me pasa todo esto? ¿Qué energía es esa que me lleva inevitablemente a vivir otra vida y que me hace sufrir tanto?… Te echo de menos y creo que me haces más falta que nunca. ¿Por qué no me ayudas, mamá?

FIN DEL LIBRO TERCERO