LA primera página de la leyenda de Arturo Adragón, el valiente caballero que lideró un ejército increíble y fundó un mítico reino de justicia, libre de guerras, tiranía y brujería, se escribió una noche, cuando veinte soldados a caballo invadieron la calle principal de la aldea de Drácamont.
Envueltos en gruesas capas de paño, armados hasta los dientes, pertrechados con cota de malla, yelmos y escudos, estos jinetes venían para cumplir una misión que solo podía realizarse al amparo de la oscuridad, que es cuando se llevan a cabo las mayores infamias.
Las calles fangosas y encharcadas estaban solitarias. Los perros que se cruzaron en su camino huyeron en silencio, como presintiendo el peligro. Las ratas, para no toparse con ellos, optaron por abandonar los restos de comida podrida y se refugiaron en sus oscuros agujeros. El olor a muerte les acompañaba.
Los soldados sabían que, a pesar de su sigilo, los habitantes del insignificante pueblo de Drácamont los espiaban a través de las puertas y ventanas entreabiertas, pero estaban tan seguros de su poder que no les preocupaba.
Haber llegado hasta aquí sin ser detectados por los hombres del rey Benicius, en cuyas tierras habían penetrado clandestinamente, había sido la parte más difícil del trabajo. Eran conscientes de que sus vidas corrían peligro, pero la paga y los juramentos de fidelidad incluían este tipo de riesgos.
Por su parte, los humildes campesinos de Drácamont prefirieron ignorar su presencia. Habían aprendido que era mejor no enfrentarse con ellos. Por eso pidieron al cielo que, en esta oscura y sucia noche que no presagiaba nada bueno, volvieran a salir lo antes posible de la comarca.
—Dentro de poco volveremos a casa —les informó el capitán Cromell—. Si todo sale bien habrá una buena recompensa para todos.
Mientras, en las afueras de la aldea, cerca del cementerio, en el interior de un viejo torreón, había una gran actividad.
A salvo de miradas indiscretas, y con las ventanas cerradas para evitar que la luz de las velas llamara la atención, los ayudantes de Arquimaes, el alquimista, trabajaban frenéticamente.
Arturo, su joven discípulo, vertió un líquido negro y viscoso, que parecía tener vida propia, dentro de un pequeño frasco de cristal, en el que su maestro sumergió la pluma de acero; la impregnó de tinta y comenzó a escribir sobre el curtido pergamino amarillento que se extendía ante él.
Con pulso firme y delicado, Arquimaes dibujó unas preciosas letras que distribuyó en líneas rectas y formó un conjunto armonioso, ordenado y lleno de misterio. Un texto encriptado que ningún mortal podría descifrar, ya que estaba escrito en un lenguaje secreto inventado por el propio Arquimaes, como solían hacer todos los alquimistas cuando querían proteger sus inventos.
De repente, el silencio se rompió y la noche se llenó de ruidos alarmantes: el aleteo de varios pájaros que levantan el vuelo apresuradamente, cascos de caballos que golpean el suelo empedrado, gritos que ordenan y dirigen a los soldados…
A partir de ese momento, el caos se apoderó de la oscuridad y, antes de que los habitantes del torreón tuvieran tiempo de reaccionar, el inquietante ruido de armaduras, espadas y escudos chocando entre sí violentamente, les hizo comprender que el peligro se abatía sobre ellos. El sonido del acero siempre era peligroso.
Arquimaes dejó de escribir cuando la puerta de su gabinete se abrió de golpe, y una ola de aire gélido penetró, acompañada de varios soldados que lanzaban gruñidos mientras empujaban y aprisionaban a los ayudantes.
—¡Que nadie se mueva! —rugió el capitán Cromell, con la espada en alto y el rostro enfurecido—. ¡Cumplimos órdenes del conde Eric Morfidio!
El impulsivo Arturo intentó impedir la entrada de los soldados, sin darse cuenta de que su corta edad no iba a suponer ningún obstáculo para aquellos curtidos guerreros, habituados a pelear contra todos los que se enfrentaran con ellos, tuvieran la edad que fuese.
—¿Qué hacéis? —gritó dando un paso hacia los intrusos, enfrentándose al capitán, que ya le miraba con rabia—. ¡No podéis entrar aquí! ¡Este lugar es sagrado! ¡Es el laboratorio de Arquimaes! ¡Está bajo la protección del rey Arco de Benicius y estamos en sus dominios!
La espada de un soldado se alzó, dispuesta a golpear, pero una poderosa voz se lo impidió en el último momento:
—¡Quieto! ¡No venimos a matar a nadie! A menos que haga falta…
El conde Morfidio, que acababa de entrar, salvó la vida del muchacho con su oportuna orden. El robusto noble de pelo alborotado y espesa barba gris se dirigió lentamente hacia Arquimaes, que observaba la escena en silencio, mientras los hombres armados se mantenían en estado de alerta, dispuestos a abalanzarse sobre el primero que se atreviera a moverse.
—Alquimista, es mejor que tus hombres no opongan resistencia —le advirtió en tono amenazador—. Ya sabes que no tengo mucha paciencia.
—¿Qué quieres, conde? —inquirió el sabio, usando un tono de rebeldía que inquietó a los presentes—. ¿Qué manera es esta de entrar en casa de un hombre de paz? ¿Acaso te dedicas ahora a atacar a gente inocente?
—Sabemos que haces magia. Hemos recibido denuncias contra ti y tus ayudantes. Si la acusación se confirma, morirás en la hoguera.
—¿Magia? Aquí la única magia que hacemos es crear medicinas para curar a los enfermos —respondió sarcásticamente Arquimaes.
—Me han llegado rumores de que has hecho un descubrimiento importante. Vendrás conmigo a mi castillo y permanecerás bajo mi tutela.
—Estoy amparado por Arco de Benicius —respondió Arquimaes—. ¡No iré a ningún sitio!
—Sabes que tarde o temprano confesarás tu delito. Esa fórmula secreta que tan bien ocultas es una traición —sentenció Morfidio.
—No he hecho ningún descubrimiento que merezca tal acusación…
—Eso lo decidiré yo, alquimista maléfico. No permitiré que tu invento caiga en manos inadecuadas —insistió Morfidio, mientras observaba atentamente el tintero que Arquimaes acababa de utilizar—. Tratas de conspirar contra mí y contra tu señor, el rey Benicius…
—¡Yo no conspiro contra nadie!
—… y una vez que te encuentres bajo mi tutela me explicarás todos los detalles… Veo que la pluma está manchada de tinta fresca —dijo, cogiéndola con la mano y agitándola, dejando caer algunas gotas al suelo—. ¿Qué estabas escribiendo?
—Aunque te lo dijera, no te serviría de nada —argumentó Arquimaes, en un inútil intento de hacerle desistir—. No existe ningún descubrimiento maléfico ni demoníaco… Yo no soy un brujo ni un hechicero. ¡Soy un alquimista!
—¡Mi señor no te entregará ninguna fórmula! —rugió Arturo, rojo de indignación.
Cromell lanzó un potente puñetazo en el estómago de Arturo que le hizo caer de rodillas, impidiéndole terminar su frase. Morfidio, seguro de sí mismo, se acercó al sabio y, después de dar una patada a una silla, le dijo en voz baja, como susurrando.
—No me provoques, traidor. Si insistes en desafiarme, verás cómo todos tus criados, incluyendo este joven impetuoso, caen degollados a tus pies.
Arquimaes leyó en los ojos del salvaje conde y comprendió que solo buscaba una excusa para llevar a cabo su amenaza. Todo el mundo sabía que Morfidio era tan sanguinario como una de esas bestias que salían de noche a buscar carne humana y que cualquier ocasión era buena para saciar su apetito.
—¡Preferimos morir antes que doblegarnos a tu petición! —gritó Arturo desde el suelo—. ¡Defenderé a Arquimaes con mi propia vida, si es necesario!
—Eso se puede arreglar en seguida, muchacho —aseguró Morfidio, sujetando con fuerza a Arturo, que aún tenía dificultades para respirar—. ¡Abre los ojos, Arquimaes, y verás que no estoy jugando!
Desenvainó su daga y de un rápido movimiento la clavó en el estómago de Arturo, con la misma frialdad que si estuviera trinchando un pedazo de carne en un banquete.
Arquimaes miró horrorizado cómo el cuerpo de su ayudante caía al suelo, haciendo un ruido contundente.
—¡Esto te demostrará que hablo en serio! —añadió el conde, señalándole con la punta de la daga ensangrentada—. Ahora, si puedes, sálvale la vida con tus medicinas y piensa en la ventaja de contarme tu secreto. ¡Tú serás el próximo!
—¡Eres una alimaña, conde Morfidio! —respondió Arquimaes, según abrazaba a Arturo, taponando la grave herida, que sangraba abundantemente—. ¡Desde aquí invoco a las fuerzas del bien para que se enfrenten a tu maldad! ¡Que ellas te den tu merecido!
El conde invasor dibujó una siniestra sonrisa para dejar claro que las maldiciones no le afectaban. Él era un hombre de acción y siempre conseguía lo que deseaba.
—¡En nombre de mi autoridad, todo esto queda requisado! —ordenó—. ¡Soldados, coged todas las pertenencias de este hombre y llevadlas a la fortaleza!
—¡No toquéis nada! —gruñó Arquimaes, presa de la indignación—. ¡La peor de las maldiciones caiga sobre aquel que se atreva a desplazar un solo objeto!
Los soldados se quedaron quietos, temerosos de que la amenaza de Arquimaes se cumpliera. Entonces, Eric Morfidio dio un paso hacia delante, y después de golpear varios objetos con su espada, colocó la afilada punta sobre la garganta del alquimista y presionó hasta el límite en que el acero podía perforar la piel.
—Insisto en que vengas de buen grado a mi castillo. A menos que prefieras unirte a tu criado.
Los soldados, al ver el arrojo de su señor, decidieron obedecer la orden y obligaron a los criados a colocar todas las pertenencias dentro de los carros.
En poco tiempo, el laboratorio estaba casi vacío y todos los libros y pergaminos que el alquimista había ido rellenado pacientemente a lo largo de varios meses quedaron en poder del conde. Las fórmulas de medicamentos y otros descubrimientos acababan de pasar a manos ambiciosas.
Por primera vez, el alquimista temió que Morfidio pudiera hacerse con la fórmula secreta y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Solo de pensar que tal cosa pudiera ocurrir le estremecía.
—¡Matad a estos hombres! ¡No quiero testigos! —rugió Morfidio, mientras atravesaba el cuerpo de un criado con su larga espada—. ¡Y arrojad sus cuerpos al río!
Los soldados se lanzaron sobre los otros dos ayudantes, que ni siquiera opusieron resistencia, los ensartaron con sus afiladas armas y acabaron con sus vidas en pocos segundos. Aterrorizado, el sirviente más anciano intentó escapar escaleras abajo, hacia el exterior, pero Cromell salió en su persecución, dando gritos y lanzando amenazas. Volvió unos segundos después, con la hoja de la espada manchada de sangre.
—Llevaba esto entre las ropas —explicó a su señor—. Es un pergamino.
Morfidio desplegó el documento y lo observó con atención.
—¡Vaya, ahora tenemos otra prueba a nuestro favor!
Cuatro soldados obligaron al sabio y a su malherido ayudante a subir a un carro. Los trataron con dureza, olvidando que eran un hombre de paz afligido por la violenta situación que acababa de sufrir y un joven malherido que había puesto su vida en peligro por ayudar a su maestro.
Los guerreros eran dignos servidores de un amo salvaje y cruel que no se detenía ante ningún obstáculo para conseguir sus deseos. Las ratas y los perros hicieron bien en apartase de su camino.
—¡Volvamos al castillo. Es de noche y estas tierras son peligrosas en la oscuridad! —ordenó el conde Morfidio, prestando atención a los aullidos salvajes que llegaban a sus oídos desde las tinieblas—. Aquí ya no tenemos nada que hacer… ¡Quemad este lugar! ¡No quiero que quede ni rastro de este infecto santuario de brujería!
Arquimaes observó cómo varios hombres, dirigidos por el capitán Cromell, cumplían la orden y prendían fuego al laboratorio que tanto esfuerzo le había costado levantar. Vio cómo todo su trabajo era pasto de las llamas y se convertía en humo ante sus ojos. La indignación por el asalto y la matanza que acababan de sufrir le sumió en el más absoluto silencio, mientras la desesperación y la rabia crecían en su interior.
El sabio abrazó a Arturo y presionó sobre su herida con fuerza, pero no pudo evitar que unas lágrimas se asomaran en sus ojos cuando los soldados arrojaron los cuerpos de sus ayudantes al río.
Después, la caravana se puso en marcha hacia el castillo de Morfidio, dejando tras de sí una columna de humo que se elevaba hasta el cielo y se confundía con las nubes que lo encapotaban.
Ninguna ventana de las cercanas casas se había abierto, nadie había salido a la calle en su auxilio y el pueblo se encontraba inmerso en la más absoluta oscuridad, como si estuviese de luto. Nadie se atrevió a plantar cara al conde Morfidio para defender al alquimista que, en más de una ocasión, había salvado la vida de muchos enfermos o heridos.
Mientras la caravana se alejaba, un hombre de pequeña estatura, ojos saltones y grandes orejas, que había permanecido oculto entre la espesura del bosque cercano y que había observado atentamente la escena, montó en su caballo y se dirigió hacia el castillo del rey Benicius.
El conde Morfidio no imaginaba que su infamia iba a desencadenar una serie de terribles sucesos que cambiarían la historia y crearían una extraordinaria leyenda.
ME LLAMO ARTURO ADRAGÓN, VIVO CON MI PADRE EN LA FUNDACIÓN, EN LA CIUDAD DE FÉRENIX. ESTAMOS EN EL SIGLO VEINTIUNO, HOY ES UN DÍA NORMAL Y TENGO QUE IR AL INSTITUTO.
CADA vez que me despierto por la mañana, después de dormir profundamente, repito la misma frase en voz alta para saber dónde estoy. Mis sueños son tan intensos que me cuesta despertarme y tengo problemas para situarme en la realidad, en mi verdadera realidad.
Esta noche he tenido otra vez un sueño lleno de aventuras extraordinarias, con soldados, castillos medievales, magos, alquimistas… Lo más preocupante es que sufro estas alucinaciones con tanta fuerza que me levanto agotado, como si las hubiera vivido de verdad. Es terrible… no sé qué puedo hacer para evitarlas.
A veces, creo que me estoy volviendo loco. A lo mejor resulta que cuando estás a punto de cumplir catorce años tienes paranoias que no puedes controlar.
Mientras mantengo una dura batalla con mis recuerdos fantásticos, entro en la ducha, abro el grifo y espero a que el agua templada me ayude a salir del mundo de ficción y a entrar en el real. El agua me ayuda a pasar de la Edad Media a la actual.
Me miro en el espejo y veo que la cabeza de dragón que tengo dibujada sobre la frente, entre las dos cejas, sigue en su sitio. Igual que esos extraños manchones negros, que están fundidos sobre mi piel, y que decoran mis mejillas.
Por su culpa me veo como un adefesio y me siento diferente al resto del mundo. Mis compañeros de colegio se encargan de recordármelo cada día. Igual que todas las personas con las que me encuentro, que cuando me ven, no pueden evitar susurrar: «Pobre muchacho». Y lo peor es que tengo que darles la razón: mi aspecto es verdaderamente deprimente.
—Hola, dragón —le saludo como todos los días—. ¿Estás bien? ¿No te vas a ir nunca?
Estoy condenado a ser un bicho raro durante toda mi vida. Estoy destinado a vivir solo y apartado del resto de la gente. Los únicos que me soportan son mi padre y los que viven con nosotros en la Fundación, mis únicos amigos.
Froto bien mi mejilla y mi frente con la esperanza de que estas malditas manchas negras se borren y desaparezcan de una vez de mi vida, pero sé que eso no ocurrirá. Sé que me acompañarán hasta el día de mi muerte. Sin duda, seré una persona rara a la que todo el mundo señalará con el dedo.
A veces pienso que debería estar en un circo. Por lo menos se me vería como algo normal. Un chaval que parece un cartel publicitario, con la cabeza de un dragón pintada en la frente, llamaría la atención de mucha gente que estaría dispuesta a pagar por reírse a mandíbula batiente, igual que hacen con los payasos y los deformes. Seguro que tendría más éxito que la mujer barbuda y el hombre elefante juntos.
Tengo un hormigueo por todo el cuerpo que no consigo eliminar y que está empezando a ponerme nervioso. Lleva algunos días molestándome, pero si sigo rascando de esta manera, seguro que me haré alguna herida. Es extraño, pero tengo la impresión de que las manchas se han extendido, de que son más numerosas… Ahora me llegan hasta el lateral de las mejillas y hay algunas sobre la nariz. ¡Esto va de mal en peor!
Mientras me visto, trato de encontrar un significado al sueño de esta noche, pero no lo consigo. Es como un jeroglífico de esos que mi padre colecciona desde hace años y que es incapaz de traducir. Mis sueños son una locura que ni siquiera puedo compartir con nadie. Lo curioso es que siempre aparecen los mismos personajes, los mismos temas… Son como los capítulos de un libro fantástico. Pero esta noche ha sido la peor de todas. Hasta ahora parecía un juego, pero las cosas se han complicado. Nunca había soñado con algo tan impactante y peligroso.
Cojo mi mochila y la abro para asegurarme de que llevo lo que voy a usar en el instituto. Saco algunos libros y me llevo los que creo que me van a hacer falta. Me aseguro de que tengo cuadernos, bolígrafos, lápices y goma de borrar.
Todo en orden.
Cada mañana, cuando hago la revisión, me gusta imaginar que preparo el equipaje para irme de viaje a algún lugar lejano, aunque sé que es una fantasía imposible. Hay algunas cosas que me atan a esta ciudad y que no podré dejar… Mi padre, el recuerdo de mi madre, la Fundación, Sombra… Quizá no sean demasiadas, pero son muy importantes, son las pocas cosas que me interesan. Daría cualquier cosa por alejarme de esta vida tan amarga.
Antes de salir cojo el libro que tengo sobre la mesilla de noche y que he terminado de leer. Es la historia del Rey Arturo, mi héroe favorito.
Bajo por las escaleras lentamente, y tropiezo con Sombra, el ayudante de mi padre, que se abalanza sobre mí, como un torbellino:
—Sombra, ¿qué haces? —grito sin poder contenerme.
Pero no me hace caso y sigue corriendo, como si estuviera persiguiendo algo…
—¡Maldita rata! —exclama, según da golpes en el suelo con una escoba—. ¡Si te vuelvo a ver, te mataré!
El pobre es incapaz de acabar con ella y se detiene en el rellano, absolutamente agotado. Se apoya contra la pared y se seca el sudor de la frente.
—Cada día hay más ratas. Tendremos que hacer algo —murmura, mientras intenta recuperar la respiración—. Ese maldito animal se estaba comiendo un manuscrito del siglo diez. Menos mal que he llegado a tiempo de impedirlo.
—Tranquilízate, que no es para tanto.
—¿Que no es para tanto? ¿Bromeas? ¿Crees que está que bien que estos bichos se coman los libros?
—No, claro que no. Lo que quiero decir es que no te conviene ponerte así.
—Cuando he visto a esa rata devorando el pergamino, me ha entrado una cólera que…
—Por cierto, ¿has visto a papá esta mañana?
—Está en su despacho. Se ha levantado temprano.
—¿Se encuentra bien?
—Igual que ayer. Creo que no ha mejorado —explica—. Además, se niega a tomar medicinas para curarse, así que…
—Voy a visitarle, a ver si consigo convencerle.
—Arturo, ¿has dormido bien? —pregunta Sombra, inesperadamente.
—Sí, bueno… Como siempre.
Una leve sonrisa indica que ha comprendido mi mensaje. Sin decir nada más, vuelve sobre sus pasos, escaleras arriba. Sombra es como mi segundo padre, aunque, a veces, tengo la sensación de que él me comprende mejor. Es un personaje especial.
—Que tengas un buen día —me desea mientras se aleja, arrastrando su escoba.
Me detengo en el segundo piso y entro en la biblioteca principal. Hay grandes estanterías repletas de volúmenes extraordinarios e irrepetibles que hemos ido coleccionando desde hace muchísimos años. La Fundación es una extraordinaria biblioteca llena de libros sobre la Edad Media. Aquí ha transcurrido la mayor parte de mi vida. Éste es mi mundo.
Me acerco a un estante y coloco el libro de Arturo en su sitio. Antes de salir, busco uno sobre la reina Ginebra que ya he leído muchas veces, y lo meto en mi cartera. Su historia me apasiona y me he propuesto escribir una novela con esos personajes… dentro de unos años.
Después, entro en el despacho de papá. Le veo al fondo, inclinado sobre la larga mesa de madera, rodeado de libros y hojas de papel, sujetando la pluma con firmeza, hablando solo, o con los libros, que es casi lo mismo. Tiene un aspecto horrible. Parece uno de esos sabios que aparecen en las historias de fantasía, con el pelo revuelto y barba de varios días, enfebrecido por su actividad, como si no hubiera otra cosa en el mundo; ajeno a lo que pasa a su alrededor.
—Papá, ¿cómo estás? —le pregunto, acercándome.
Un poco sorprendido por mi presencia, levanta la cabeza y me mira:
—Arturo, hijo, ¿qué haces aquí a estas horas?
—Papá, son casi las nueve… Ya ha amanecido.
Como un niño al que hubieran descubierto haciendo una travesura, se levanta y corre los grandes cortinajes de la ventana. Una cascada de luz blanca que le deslumbra entra violentamente y le obliga a protegerse los ojos.
—Estoy bien, hijo. De verdad.
—Anoche tenías fiebre. Deberías tomar algo o empeorarás.
—No hay que preocuparse. Me encuentro bien. Además, ahora no me puedo poner enfermo, tengo que terminar este trabajo… ¡Estoy a punto de llegar al final!
—Me gustaría saber de qué va ese trabajo de investigación que estás haciendo desde hace tanto tiempo —pregunto.
—Cuando tenga algo concreto que explicar, te aseguro que serás el primero en saberlo.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo, hijo, te lo prometo.
—Papá, me preocupa verte tan ofuscado con este asunto. Es como… como si te estuvieras volviendo loco.
Se levanta y me acaricia la cabeza, cosa que hace siempre que quiere hablar conmigo. Después, me pasa la mano sobre las manchas de la cara, como si intentara borrarlas.
—Arturo, no estoy loco; ya sé que lo parezco, pero no lo estoy. No debes pensarlo.
—Lo sé, pero la gente normal no se comporta así.
—Escucha, hijo, nosotros sabemos cosas que las demás personas ignoran. No somos brujos, ni magos… Somos estudiosos e investigadores. Sabemos que en este mundo hay fuerzas desconocidas que actúan sobre nosotros sin que podamos impedirlo. Y ya sabes que no hablo de hechicería ni de esas cosas; hablo de lo que pensamos, de lo que sentimos, y de lo que sabemos. ¡Y todo está aquí! —levanta la mano y señala las estanterías de madera, repletas de ejemplares—. ¡Todo está en los libros!
—¿No exageras un poco, papá?
—Lo que no está en los libros no existe —dice con una firmeza que me asombra—. Lo que no está escrito en los libros, no es digno de mención. Los libros son el alma y la memoria del mundo.
No me atrevo a discutir. Sé de sobra que la pasión de mi padre por los libros supera cualquier argumento. Vive por y para los libros… Su vida está ligada a ellos y eso me produce sentimientos opuestos: por un lado me gusta, pero, por otro, me asusta. A veces, tengo miedo de convertirme en un reflejo suyo, en un loco por los libros.
—Tengo que irme al instituto —susurro—. Ya es tarde.
—Bien, hijo, que tengas un buen día. Ya te contaré mis avances —susurra, desconectando del mundo, antes de sumergirse de nuevo en los papeles y en las letras—. ¡Tarde o temprano encontraré lo que busco!
Antes de irme, le lanzo una mirada y comprendo que ya se ha distanciado de los asuntos reales, que de nuevo se encuentra en el misterioso mundo de las letras, en el universo de las palabras. A veces, pienso que mi padre proviene de un libro, que ha nacido en el despacho de un escritor… O en un tintero.
—Ah, por cierto, dentro de poco es tu cumpleaños. ¿Quieres algún regalo especial? —me pregunta cuando ya estoy cerrando la puerta.
—Oh, no, es igual… Cualquier cosa…
Cierro y le dejo solo en su mundo.
En el portal, me encuentro con Mahania, la mujer de Mohamed, el portero, que está abriendo el portalón de madera. Mahania es una mujer pequeña y delgada, que aparentemente tiene pocas fuerzas, pero que, a pesar de los años, sigue haciendo su trabajo con la misma robustez de cuando era joven. Siempre la he admirado en secreto porque veo en ella algo que me recuerda a mi madre.
Es curioso que me evoque a alguien a quien no he visto nunca, ya que mamá murió la misma noche de mi llegada a este mundo. Mahania es, junto a mi padre, la última persona que la vio viva. Y eso me causa un tremendo respeto.
Aparte de lo que me ha contado papá, conozco a mi madre a través de Mahania; o mejor dicho, a través de las palabras de Mahania. Ella me ha contado casi todo lo que sé de ella. Me ha descubierto algunos aspectos de su personalidad y las coincidencias que, parece ser, existían entre nosotros.
Dice que, de alguna manera, mi madre y yo tenemos un gran parecido físico. Nuestra mirada tiene el mismo tinte de melancolía. Creo que significa que mamá y yo tenemos el mismo sufrimiento.
—Hola, Mahania, buenos días —saludo.
—¿Ya te marchas al colegio?
—Sí, y voy un poco tarde. Mahania, he visto que papá no se encuentra muy bien. Creo que tiene un poco de fiebre —le advierto.
—Sí, Sombra me ha contado que ayer tuvo un mal día. No te preocupes, que yo me ocuparé de él —comenta—. Vete tranquilo. Que mientras yo esté aquí, no le pasará nada malo. Ya sabes cómo se pone cuando se acerca la fecha…
—Gracias. ¿Y Mohamed?
—Ha ido al aeropuerto a buscar a un nuevo invitado. Creo que es un anticuario o algo así.
—Ah, ya, el señor Stromber. Papá le ha invitado a pasar unos días en la Fundación. Creo que van a hacer negocios.
—Ojalá le salgan bien. La cuestión económica no está muy boyante últimamente —explica Mahania—. Esperemos que este señor Strumbler ayude a que las cosas se arreglen.
—Stromber, Mahania, es el señor Frank Stromber. Y no hay que preocuparse por el dinero, las cosas se arreglarán pronto. Estoy seguro. Papá sabe lo que se hace.
—Sí, y los del banco también.
—¿Los del banco? ¿Qué banco?
—Oh, nada, nada… Tonterías mías. Anda, vete al colegio que yo me ocupo de tu padre. Que tengas buen día.
Miro a Mahania esperando una respuesta, pero no me hace caso y entra en su garita cantando una antigua canción de su país. Está claro que no voy a obtener respuesta sobre un tema que me preocupa: ¿el banco está presionando a mi padre?
Como siempre, el bullicio de la calle me devuelve a la realidad del mundo y me hace recordar que, tras los muros de la Fundación, hay otra vida. Que el mundo es mucho más ancho que el edificio en el que vivo, a pesar de ser el lugar en el que me siento seguro.
ARQUIMAES entró en el aposento de Morfidio empujado por tres corpulentos soldados, que casi lo arrojaron al suelo.
El conde, que tenía una copa de vino en la mano, le observó con una cínica sonrisa en los labios, desde su gran sillón de madera, ricamente labrado y coronado por su blasón: un oso con corona de oro que sujetaba una espada entre las garras, símbolo del poder de la fuerza, única creencia de Morfidio.
—¿Te has decidido a hablar o prefieres seguir encerrado mientras tu ayudante agoniza? —le preguntó, después de dar un buen trago del denso y oscuro brebaje.
—¡Arturo está cada día peor! ¡Necesito medicinas para curarle! ¡Puede morir!
—Recuerda que él mismo pidió la muerte. No me culpes a mí de su desgracia.
—¡Eres un canalla, conde Morfidio! —gritó Arquimaes, indignado por la respuesta de su secuestrador—. ¡Cuando el rey Benicius se entere de esto, te pedirá cuentas! ¡Pagarás cara tu infamia!
—No te preocupes por eso y piensa en tu pellejo. Te recuerdo que existen graves acusaciones contra ti. Dicen que esas fieras que atacan por la noche son producto de tus experimentos, y que los dragones salvajes que asolan la región los has creado tú.
—¡Yo no experimento con animales! ¡Me dedico a la Alquimia, no soy un hechicero!
—Está bien, iré al grano. Si no me confiesas tu secreto y me conviertes en un rey inmortal, quemaré tu cuerpo en la hoguera y esparciré tus cenizas por el valle. No quedará ni rastro de ti. ¿Lo has entendido?
—No me asustas, Morfidio. Yo no poseo nada que te pueda convertir en un rey poderoso.
—No me infravalores, Arquimaes. Insisto en que es por tu propio bien —respondió Eric Morfidio, blandiendo un pergamino—. Explícame con precisión ese descubrimiento y te daré las medicinas que necesitas para curar a ese muchacho. Y os dejaré en libertad. ¡De lo contrario, te aseguro que arderás en la hoguera de los brujos!
—Yo no trabajo para ningún gobernante ávido de poder —respondió Arquimaes, fulminando al conde con la mirada—. Mi esfuerzo es para que otros sabios y alquimistas saquen provecho de mis conocimientos y puedan ayudar a la gente. No quiero que se pierdan cuando yo haya muerto.
—Arquimaes, el día de tu muerte puede estar más próximo de lo que crees —susurró Morfidio, en un velado tono amenazador—. Te advierto que estás agotando mi paciencia.
El sabio levantó la mano y señaló las nubes a través del hueco de la ventana:
—Todas las maldiciones del cielo caerán sobre tu cabeza si osas ponerme la mano encima. La primera gota de mi sangre que hagas derramar se volverá contra ti y los tuyos con una furia que no puedes imaginar, conde Morfidio. Tu linaje podría desaparecer.
—¡Eres un maldito tozudo! ¡O hablas conmigo o te las verás con otros peores que yo!
—¡Ni mil reyes ambiciosos lograrán que mi lengua se desate! ¡Mi secreto está guardado en el fondo de mi mente, en un lugar inaccesible!
—¡Tengo pruebas de tu brujería! —exclamó Morfidio, agitando el pergamino que Cromell había descubierto en la torre—. ¡Aquí hay evidencias irrefutables!
—Ese pergamino es inofensivo.
Morfidio lo desenrolló, sonrió maliciosamente y leyó unas líneas:
—«El corazón de un hombre vale más que el oro siempre y cuando sea capaz de llenarlo de sabiduría». ¿Qué significa esta frase, sabio?…
—Exactamente lo que dice: que los ignorantes no son nada.
—«Aquel que consiga colmar de conocimientos a un ser humano, le habrá dado la mayor riqueza de este mundo; le habrá entregado un poder ilimitado…» Explícame qué significado tiene esto. ¿Puedes acaso llenar la mente de un hombre de conocimientos y sabiduría? ¿Has encontrado la formula para convertir a un ignorante en sabio? ¿Ese poder es la inmortalidad? ¿Podré resucitar?
—Escucha, Morfidio. Eres ignorante y lo serás toda tu vida —explicó Arquimaes, recuperando la serenidad—. Yo no puedo hacer nada por ti. Eres demasiado vanidoso y déspota para transformarte en un hombre sabio.
—Y tú, alquimista del diablo, eres demasiado valioso para dejarte libre. Te pudrirás en mis mazmorras hasta que te decidas a hablar. Puede que estés viendo la luz del sol por última vez… Morirás junto a tu ayudante —amenazó Morfidio mientras abría la puerta—. ¡Guardias! ¡Llevaos a este hombre y encerradle con su criado en la celda más profunda y oscura del castillo! ¡Que sean vigilados día y noche y que nadie, absolutamente nadie, hable con ellos! ¡Nadie!
Arquimaes sintió una profunda preocupación cuando escuchó las órdenes del conde. En seguida comprendió que ese encierro al que le sometía significaba la muerte segura para Arturo. Durante unos segundos se preguntó si debía revelar la fórmula secreta a cambio de la vida de su ayudante, pero recordó que era demasiado preciosa para ser compartida con ese conde ambicioso y sin escrúpulos. En sus manos, se convertiría en un arma terrible y destructora.
—Si supieras de qué se trata —murmuró Arquimaes cuando se quedó solo—, no dudarías en hacerme pedazos para arrancarme ese poderoso secreto que yace en mi corazón.
* * *
Arturo abrió los ojos y vio a Arquimaes inclinado sobre él, intentando secar el sudor que empañaba su frente.
—No te muevas —le dijo el sabio—. Tienes mucha fiebre.
—¿Voy a morir, maestro?
—Ojalá no ocurra. Esperemos que la infección desaparezca y la hemorragia se corte definitivamente. Pero has perdido mucha sangre.
—¡Morfidio no debe conseguir la fórmula secreta!
—No te preocupes, Arturo. Ni siquiera con torturas me arrancará una sola palabra —prometió Arquimaes—. Y ahora, intenta descansar.
—Esa fórmula es demasiado importante para que un individuo como Morfidio tenga el poder de usarla —susurró Arturo antes de cerrar los ojos y sumergirse en el mundo de las tinieblas—. ¡Hay que impedirlo!
ME LLAMO ARTURO Y VIVO EN LA FUNDACIÓN ADRAGÓN, UN ANTIGUO PALACETE QUE, CON EL TIEMPO, SE HA CONVERTIDO EN UNA EXTRAORDINARIA BIBLIOTECA, REPLETA DE LIBROS Y PERGAMINOS DE LA EDAD MEDIA, QUE MI FAMILIA HA IDO COLECCIONANDO HASTA CONSEGUIR ALCANZAR LA CANTIDAD DE CIENTO CINCUENTA MIL EJEMPLARES. ESTO LA CONVIERTE EN UNA DE LAS MÁS APRECIADAS Y VISITADAS DEL MUNDO. AQUÍ SE ENCUENTRAN OBRAS TAN ANTIGUAS QUE NI SIQUIERA SE LES PUEDE PONER FECHA. EN LA FUNDACIÓN ADRAGÓN HAY VOLÚMENES TAN VALIOSOS QUE MUCHOS EXPERTOS EXTRANJEROS VIENEN A ESTUDIARLOS… COMO ESE TAL STROMBER.
TODOS los días me recuerdo a mí mismo quién soy. Esos sueños fantásticos que me persiguen me obligan a hacerme preguntas muy raras sobre mi identidad.
A pesar de que estamos a principio de curso, en pleno otoño, el día es bueno y apenas hace frío. Recojo algunas hojas que acaban de caer al suelo, que utilizaré para señalar las páginas de mis libros. Me gusta pensar que esas hojas de árboles se entienden muy bien con las hojas de papel de los libros. Al fin y al cabo, el papel proviene de ellos, y, aunque a la gente le parezca mal, a mí no se me ocurre un mejor uso para la madera que el de convertirse en papel de libro.
Como siempre, me cruzo con Patacoja, el mendigo de la esquina que pasa horas pidiendo limosna y que se ha convertido en mi amigo, casi mi único amigo fuera de la Fundación.
—Hola, Patacoja —saludo.
—Hola, Arturo. ¿Todo bien?
—Sí, me voy al colegio. ¿Cómo estás? Hoy te he traído una naranja.
—Gracias, chaval. Tienes buen corazón y algún día recibirás tu recompensa. Los generosos como tú tienen un lugar asegurado en el cielo, te lo digo yo.
—No digas tonterías —respondo—. ¿Cómo estás hoy?
—Estos días duermo mal. Es el tiempo, que está cambiando y me afecta a la pierna, la maldita pierna —dice, pasando la mano por el muñón—. Los diablos se conjuran contra mí.
—No digas bobadas. No te puede doler una pierna que no tienes —argumento—. No es posible.
—No todo lo que pasa en este mundo tiene explicación —responde Patacoja con la lengua un poco pastosa—. Si yo digo que me duele, es que me duele, ¿vale?
—De acuerdo, de acuerdo —reconozco, fijándome en el envase de cartón de una marca de vino que sobresale de su abrigo—. Creo que hoy va a ser un buen día, así que alegra esa cara.
—Tengo pocas esperanzas de que lo sea. La gente es cada día más tacaña y no se rasca el bolsillo como antes. Quizás es que ya no siente lástima por los desgraciados como yo.
—Venga, deja de quejarte.
—Te deseo que nunca te veas en mi lugar, chaval. Te lo deseo de corazón. No hay peor lugar en el mundo que estar tumbado en una acera, pidiendo limosna a gente que te ignora.
Mientras pela la naranja, me doy cuenta de que murmura algo.
—Patacoja, no me vengas con misterios —digo.
—Las cosas andan un poco revueltas por el barrio —dice—. Muy revueltas.
—¿Revueltas? ¿A qué te refieres?
—Atracos, palizas… gamberrismo.
—Vaya, eso no me gusta.
—Y que lo digas —dice, mordiendo un gajo—. Si yo te contara…
—¿Por qué dices eso? ¿Te ha pasado algo?
—Anoche… Unos tipos intentaron atracarme… Vamos, que intentaron robarme mis cosas.
—¿Estás seguro de que querían robarte?
—Yo solo te digo que tengas cuidado. Últimamente he visto mucha gente rara por aquí. Los demonios están saliendo de la cloaca. Nos están invadiendo. Rondan por aquí desde hace días.
—¿Merodean la Fundación?
—Exactamente. Te lo advierto, Arturo, ten cuidado, mucho cuidado…
—Gracias, eres un buen amigo… Aunque estás un poco loco.
—¿Loco, yo? ¡Si estuvieras en mi lugar no dirías eso!
Me voy corriendo para no escuchar sus quejas. Sé que le saca de quicio que le llamen loco, aunque, en el fondo, le gusta simular que lo es.
* * *
Cuando llego al instituto me cruzo con algunos compañeros de clase que, igual que yo, vienen con retraso, pero ni siquiera me saludan y eso me entristece. A pesar de que esta situación dura ya algunos años, no acabo de digerirla y, cada vez que se produce, me siento lastimado en lo más profundo de mi corazón. Aunque sé que lo hacen precisamente por eso, para hacerme daño, no puedo evitar sentirme herido y tampoco consigo disimularlo. En algunos momentos he estado tentado de decírselo a mi padre, pero jamás lo he hecho. Es un hombre acuciado por problemas de todo tipo y no he querido preocuparle. Le quiero demasiado para quejarme de asuntos que debo soportar solo.
Mercurio, el portero, me saluda igual que siempre, con una sonrisa y palabras de ánimo:
—Hola, Arturo, me alegra verte. Veo que tienes buen aspecto.
—Hola, Mercurio, buenos días.
—¿Qué tal está tu padre?
—¡Oh, bien, muy bien! Gracias.
—Pues dale saludos de mi parte cuando le veas. Y corre, que vas un poco tarde.
Hago un saludo de despedida con la mano y entro en el edificio principal. Llego a la clase justo cuando el profesor está cerrando la puerta.
—Arturo, siempre eres el último —me dice a modo de bienvenida.
—Sí, señor, perdone.
—Venga, pasa y siéntate, que vamos a empezar.
Mi pupitre es doble, pero soy el único de la clase que se sienta solo. Nadie quiere compartir mesa conmigo.
Apenas acabo de tomar asiento cuando la puerta se abre y el director del instituto entra atropelladamente. Todas las caras se tensan, ya que no es habitual verle entrar en una clase sin previo aviso. Aunque a veces trae buenas noticias, no podemos evitar ponernos nerviosos.
—Buenos días —anuncia con su amable voz.
Todo el mundo responde al saludo y se hace un respetuoso silencio, que significa que sus palabras son esperadas con ansiedad.
—Tengo buenas noticias para vosotros —dice, sabiendo que todo el mundo le presta atención—. Vuestro profesor de Lengua y Literatura, el señor Miralles, desea volver a su ciudad desde hace tiempo, por lo que está esperando a que encontremos a alguien que le sustituya. Pues bien, ya hemos encontrado a esa persona.
Se oyen algunos susurros, aunque resulta difícil saber si son de aprobación. El señor Miralles es un profesor apreciado por toda la clase, pero no ha habido tiempo de tomarle el cariño que se merece.
Para mí, su marcha es una mala noticia. Es la única persona del colegio, aparte de Mercurio, que me trata bien. Le tengo cariño y no me gusta nada que tenga que marcharse.
—Así que, dentro de una semana, el próximo lunes día uno, os presentaré a la nueva profesora que le sustituirá. Vendré yo mismo a presentarla. Espero que le deis una calurosa bienvenida, igual que espero que sepáis agradecer al señor Miralles el esfuerzo que ha hecho durante este mes para daros las clases necesarias, con el fin de que no perdierais el curso. ¿De acuerdo?
El profesor aplaude las palabras del director y nosotros le imitamos. El director toma nuevamente la palabra:
—Bien, pues hasta el lunes.
Cuando sale del aula, se produce un ambiente de alivio. Siempre es bueno saber que no venía a sancionar a alguien o a traer malas noticias sobre los próximos exámenes o algo así.
El profesor sube a la tarima y se dirige a nosotros:
—Bien, como habéis podido escuchar, el señor director nos ha traído buenas noticias a todos.
Un leve murmullo de aprobación recorre la clase. Después de unos segundos, continúa diciendo:
—Y ahora, vamos a revisar la clase de ayer. Vamos a repasar las lenguas románicas. Veamos… ¿Quién quiere explicarnos qué son las lenguas románicas?
Todos le miran, pero nadie dice nada.
Sé la respuesta. Aun así, dudo si abrir la boca, ya que sé que lo único que conseguiré serán más reproches de mis camaradas. Cada vez que he dicho que sabía alguna cosa, me ha costado caro. Y, con los años, he aprendido que debo permanecer callado. Pero hoy me siento valiente… Y levanto la mano:
—¡Yo lo sé! —afirmo en voz alta.
—¿Estás seguro? —pregunta el profesor, sabiendo las consecuencias que tendrá mi osadía.
—Sí, señor. Si me permite, lo explicaré.
El profesor asiente con la cabeza y mis veinticuatro compañeros y compañeras me miran incrédulos. Si salgo al estrado y les doy una lección, lo pagaré caro. Pero no me achanto. Al contrario, me levanto y me acerco a la pizarra. Después, cojo una tiza y dibujo un mapa de un territorio que se parece a Europa.
—Las lenguas románicas proceden del latín. Y se hablan en algunos países europeos como España, Francia, Portugal, Italia… En realidad, surgieron a raíz de la desintegración del Imperio romano y fue durante la Edad Media cuando el pueblo llano de cada país adaptó el latín a su ámbito natural y creó su propio idioma.
Dibujo algunos gráficos y añado algunas explicaciones suplementarias que redondean mis explicaciones.
—Digamos que el latín se fragmentó y se convirtió en diferentes idiomas que se llaman lenguas románicas o romances.
—Correcto —afirma el profesor—. Has hecho un buen trabajo. Has vuelto a demostrar que eres un gran alumno…
Para subrayar sus palabras, se pone a aplaudir, esperando que los alumnos van a seguir su ejemplo, pero se equivoca. El más completo silencio acompaña sus palmadas, dejándonos a ambos casi en ridículo.
Horacio levanta la mano para pedir la palabra y el profesor se la concede.
—Si Arturo trata de demostrar que los demás somos idiotas, quiero decirle que se equivoca. Cualquiera de nosotros sabía la respuesta a esa pregunta —explica, poniéndose en pie—. Lo que pasa es que no nos gusta ridiculizar a nadie.
He entendido el mensaje y bajo la vista en silencio.
—No lo ha hecho para dejar en ridículo a nadie —responde el señor Miralles—. Lo ha hecho porque sabía la respuesta. Ni más ni menos.
—No estoy de acuerdo. Él sabe perfectamente cuáles son los motivos que le llevan a ridiculizarnos cada vez que puede. Es un empollón que quiere hacerse el listo —insiste Horacio—. ¡Lo lleva en la cara!
Su última frase provoca las risas de toda la clase.
—Bueno, demos por terminado este incidente —pide el señor Miralles, haciendo un gesto con la mano—. Nadie quiere mofarse de nadie. Aquí venimos a aprender.
—Entonces, ¿para qué viene a clase si lo sabe todo?
No puedo contenerme y respondo indignado y de forma atropellada:
—¡Vengo porque tengo derecho a estudiar! ¡Vengo porque nadie puede impedirme ser como los demás!
—¡Pero no eres igual que los demás! ¡Sabes perfectamente que eres diferente a todos! —responde Horacio.
—¡Sí, eres un monstruo y no deberías estar aquí, con nosotros! —grita alguien, desde el fondo de la clase.
—¡Solo hay que mirarte la cara!
—¡Silencio! —ordena el profesor—. ¡No consentiré que en esta clase alguien pueda ser insultado!
Pero lejos de amilanarse, los alumnos se envalentonan y gritan con más fuerza. Algunos silban y otros se ríen, hasta que, entre todos, logran ponerme nervioso… Y noto que la cara se me enciende.
Me doy cuenta de que todos me miran con los ojos abiertos, sorprendidos. Borja señala mi cara con la mano y exclama:
—¡Mirad, se mueven! ¡Las manchas negras se mueven!
—¡Qué fuerte! —grita alguien que no identifico.
No lo puedo ver, pero lo noto perfectamente.
—¡Qué pasada! —dice Marisa, absolutamente alucinada—. ¿Cómo lo haces, tío?
Sé que las manchas negras se están desplazando sobre mi rostro. Sé que se mueven lentamente, igual que una serpiente reptando sobre una roca.
—¡Es un monstruo! —grita Horacio.
—Habría que llamar a la policía —dice Inés—. Esto no es normal.
—¡Es brujería! —grita Alfonso.
—¡No soy un monstruo! —grito desesperadamente varias veces, sabiendo que mis palabras se pierden entre el griterío de mis compañeros—. ¡No soy un monstruo!
Me tapo la cara con las dos manos, pero es demasiado tarde. Toda la clase lo ha visto… Incluso el profesor puede observar con pavor lo que tantas veces le habían comentado y muy pocos habían llegado a ver.
Le miro, implorando permiso para salir de clase. Tartamudeando, le pido autorización para retirarme.
—Puedes ir al cuarto de baño —dice, con cara de incredulidad—. Vuelve cuando te hayas tranquilizado.
Me acerco a mi pupitre, cojo mi mochila y salgo corriendo de la clase mientras mis compañeros gritan aquella maldita palabra que tanto odio: ¡Caradragón! ¡Caradragón! ¡Caradragón!
Solo cuando alcanzo la calle empiezo a tranquilizarme un poco.
Ahora, mi gran preocupación es que no me vea nadie. Sé que si me encuentro con alguien, no podré resistirlo y me sentiré muy mal. No me gusta que nadie me contemple de esta manera, con ese gran dibujo en la cara y esa maldita mancha moviéndose a sus anchas.
Me acerco al espejo retrovisor de un coche y veo que las manchas han formado una especie de letra «A» que me cubre casi toda la cara. Una letra horrible y agresiva que tiene patas con garras y cuya cabeza, con forma de dragón, está entre mis dos cejas, casi sobre la frente… ¡Estoy horrible y no me extraña que la gente se asuste!
Todavía con los nervios a flor de piel, me siento en un banco del parque, cierro los ojos y acaricio mi rostro tatuado…
LA herida de Arturo era profunda. Morfidio, experto en el manejo de las armas, había clavado la hoja de su daga hasta la empuñadura y había abierto un peligroso corte que se había infectado. Arquimaes aplicaba paños sobre la herida, que estaba llena de pus amarillento y maloliente. Usaba la poca agua que los carceleros le habían entregado y que ya empezaba a estar sucia.
El muchacho se revolvió en su camastro con inquietud, acosado por la fiebre que no dejaba de subir. Su cuerpo sudaba y se retorcía a causa del dolor insoportable. Tenía los ojos entornados pero no veía lo que había ante ellos…
Los gemidos entrecortados indicaban al maestro que estaba sufriendo mucho. Además del dolor físico, la herida había producido alucinaciones que le hacían pronunciar frases sin sentido. El delirio se había apoderado de sus facultades mentales, síntoma inequívoco de que la muerte estaba próxima.
De repente, Arturo sufrió varias convulsiones y se desmayó. Arquimaes le secó el abundante sudor que adornaba su frente y sintió una gran preocupación. Sabía que esos ataques eran el preludio del final.
Le acarició dulcemente y lloró por él.
—Lo siento, Arturo. Todo esto es culpa mía. Nunca debí permitir que me acompañaras. Hubiera sido mejor para ti no haberme conocido. No debí aceptarte como ayudante. La alquimia es peligrosa en estos tiempos.
Como si hubiera escuchado sus palabras, Arturo le agarró la mano y la apretó con fuerza.
* * *
El hombre de los ojos saltones y grandes orejas entró en el establo, escoltado por una pareja de soldados. Se detuvo a pocos metros del lugar en el que el rey Benicius estaba inclinado sobre su caballo de caza, al que acariciaba con ternura. El animal estaba tumbado en el suelo encharcado en sangre, con terribles mordeduras por todo el cuerpo que le habían desgarrado la piel. Era evidente que, a pesar de los cuidados que los veterinarios le dispensaban, no tenía salvación. Las heridas eran demasiado graves.
—¿Qué quieres, Escorpio? ¿Tienes algo importante que contarme? —preguntó el monarca, con los ojos llenos de lágrimas y el semblante apagado, mientras espantaba algunas moscas que se arremolinaban alrededor de las heridas del noble animal—. No llegas en el momento oportuno. Mi mejor caballo ha sido atacado esta noche por una de esas bestias que nos asedian. Me han dicho que un oso volador entró anoche en los establos y ha hecho esta escabechina.
—Lo siento, majestad, sé cuánto amáis a este animal.
—Ha sido una carnicería. Esa bestia ha matado a dos centinelas y ha atacado a varios caballos… Mira en qué estado ha dejado a mi pobre compañero de caza.
—Siento mucho molestaros en este momento, majestad, pero…
—Habla, habla, cualquier mala noticia que traigas no puede ser peor que esto.
—Tengo el deber de informaros de un terrible hecho que se ha producido en vuestro reino. El conde Morfidio ha penetrado en vuestras tierras y ha secuestrado a Arquimaes, ese sabio al que protegéis y al que yo, siguiendo vuestras órdenes, estaba vigilando.
—¿Y para qué ha cometido semejante atropello? —preguntó Benicius, con poco interés, más preocupado por el estado de su caballo—. ¿Es que acaso Morfidio no sabe que ese alquimista está bajo mi protección?
—Lo sabe, majestad. Lo sabe perfectamente. Pero no le importa en absoluto. Os ha perdido el respeto.
Benicius pasó su mano derecha sobre el hocico del animal. Lo hizo con cariño y delicadeza, como solía hacerlo siempre, ya que era un hombre delicado y los buenos modales formaban parte de su estilo.
—Ese alquimista trabaja para mí. Tiene el encargo de buscar una formula que sirva para defendernos de esas bestias devoradoras que infestan nuestros bosques y nuestros campos.
—Me temo, majestad, que eso a Morfidio no le interesa —dijo Escorpio en voz baja, para no perturbar el dolor del monarca que abrazaba al animal moribundo—. Arquimaes ha inventado algo distinto a lo que le habéis encargado.
—¿Insinúas que me ha traicionado?
—Solo cuento a su majestad lo que sé. Estoy seguro de que ha creado una fórmula secreta que convierte a los hombres en inmortales. Y Morfidio quiere apoderarse de ella.
Benicius se sobresaltó al escuchar la explicación del espía. Dejó de mimar al caballo y prestó atención a su delator.
—Salid todos y dejadme con este hombre —ordenó a los criados y guardianes que le acompañaban—. Y tú, explícate mejor.
—¡Creo que Arquimaes ha descubierto el secreto de la inmortalidad, mi señor! —aseguró Escorpio—. ¡Y Morfidio se ha adelantado!
—¿Qué puedo hacer? ¿Me devolverá a ese sabio si se lo ordeno?
—No lo hará, mi señor. Morfidio ha decidido apoderarse de esa fórmula secreta y nada le hará desistir… Salvo la fuerza.
—Debí ejecutar a ese maldito carnicero hace años, cuando ocupó el lugar de su padre.
En ese momento, el magnífico caballo lanzó un relincho, estiró el cuello, levantó la cabeza y cayó muerto. Benicius se arrodilló a su lado y pasó su mano sobre el cuello ensangrentado.
—¡Oh, cielos! ¡El mundo se ha vuelto loco! Los nobles traicionan a su rey; los hechiceros nos acosan con sus bestias asesinas; los campesinos se niegan a pagar los impuestos; los aldeanos cazan en nuestros bosques; los proscritos viven al margen de la ley, las enfermedades nos persiguen… Y, ahora, los alquimistas se burlan de sus protectores… ¿Qué puedo hacer? ¿Qué crees que debo hacer?
—Imponed orden, mi señor. Represalia total. Que vean que vuestro pulso es firme. Que todos entiendan que aquellos que os traicionan lo pagan caro. Hacedlo antes de que el caos y la anarquía se extiendan por vuestro reino, mi señor.
Benicius observó atentamente a su fiel servidor. Le puso la mano sobre el hombro y dijo:
—Me has prestado un gran servicio, Escorpio. Serás recompensado por tu trabajo. No lamentarás tu fidelidad. Sigue así. Creo que te haré caso…
Lanzó una última ojeada al cadáver de su caballo y, según salía de los establos, hizo un juramento:
—Te vengaré, querido amigo. Impondremos orden en el reino. Y los que te han atacado lo pagarán… ¡Todos los traidores morirán ahorcados y acabaremos con esas bestias salvajes! ¡Mi paciencia se ha terminado!
Escorpio esbozó una sonrisa de satisfacción. Observó cómo el rey caminaba hacia sus aposentos. Benicius, un hombre delgado, delicado y de poca salud, que aún se encontraba bajo el efecto de su ataque de lepra, estaba visiblemente deprimido y era blanco fácil para un hombre ambicioso como él. Escorpio se convenció de que si actuaba con habilidad podría obtener todo lo que quisiera. Arco de Benicius era un hombre débil que confiaba ciegamente en él.
—Me convertiré en tus ojos y en tus oídos y me lo pagarás en oro —susurró el delator.
* * *
Morfidio observó a través de la cerradura del calabozo la desesperación de Arquimaes, que pedía a gritos a los guardias que le trajeran medicinas para curar las heridas de Arturo, que se estaba muriendo.
El conde comprendió que aquella situación le beneficiaba. Dentro de poco el sabio estaría listo para hablar. Le contaría hasta el último detalle de esa fórmula que le daría un poder ilimitado.
Se apoyó contra la puerta, sintiéndose satisfecho con los gritos de desesperación del alquimista. Pidió a su criado que le llenara la copa de vino, que se había quedado vacía y esperó pacientemente.
Cuando Arquimaes, desesperado, lanzó una banqueta contra la puerta de la celda y la hizo temblar, Morfidio sonrió. Se marchó, convencido de que, al día siguiente, antes de que el sol estuviera en lo más alto del cielo, el alquimista le contaría el secreto que tanto ansiaba poseer… Deseó, por su propio interés, que Arturo sobreviviera a la oscura noche que se avecinaba. Una noche que, como casi todas, se estaba llenando de aullidos de lobos y de rugidos de bestias maléficas.
«Vamos a tener otra maldita noche sangrienta», pensó.
YA es de noche cuando llego a casa y Mahania me hace el primer reproche:
—¿Dónde has estado, Arturo?
—Pues, por ahí… Dando un paseo.
—Todo el mundo está preocupado por ti. Tu padre ha estado a punto de llamar a la policía. Te hemos llamado al móvil pero no lo cogías.
—No lo he oído —miento—. Lo siento, lo siento, pero…
—Anda, sube rápidamente a verle. Pero llama antes de entrar, que está con el invitado, el señor Stromber.
Subo las escaleras con rapidez y me dirijo al despacho de papá. Llamo a la puerta y unos segundos después él mismo me abre:
—Arturo, ¿dónde estabas? ¿Sabes la hora que es, hijo?
—Lo siento, papá. Me he distraído.
—Está bien, entra, que te voy a presentar a nuestro invitado, el señor Stromber, uno de los mejores anticuarios del mundo.
Me encuentro con un hombre alto, delgado, que viste con elegancia. Un personaje de esos que se ven en las películas, pero nunca en la vida real. Es como si estuviera disfrazado de anticuario millonario, para que todo el mundo sepa que está forrado de dinero: anillos de oro, reloj de lujo, traje exquisito, camisa y corbata de seda, en las que se pueden ver las mismas iniciales, que están grabadas en unos impresionantes gemelos de oro… Y un pequeño bigote, fino y afilado como un cuchillo, que da a sus palabras un aire amenazador.
—¿Así que éste es el desaparecido? —pregunta, mirándome con una sonrisa pérfida—. ¿Sabes que has hecho sufrir mucho a tu padre, jovencito?
—Sí, señor, ya lo sé. Lo siento mucho, lo siento de verdad.
—Arturo es un poco despistado —dice papá para disculparme—. A veces se distrae y se olvida de la hora. Por esta vez le perdonaremos.
—Es usted un padre muy benevolente y comprensivo —dice Stromber—. Espero que Arturo sepa apreciarlo… Por cierto, qué bonita calcomanía llevas en la cara. Parece de verdad.
—Es que… es de verdad —le explico—. Es un defecto de nacimiento.
—¿De nacimiento? —dice, un poco sorprendido—. Pero, si parece una decoración artificial. Nadie nace con cosas así en la cara, jovencito…
—Esta inscripción, o tatuaje, o lo que sea, le acompaña desde siempre, y no hay forma de quitarla —explica papá.
—Quizá pueda ayudarle… Ya veremos. Esto es muy curioso, nunca había visto nada semejante. Parece la cabeza de un dragón… ¿Es la marca de la familia o algo así?
—Nadie en nuestra familia ha tenido esta marca en la piel. No hay antecedentes.
—Es muy original —admite nuestro invitado.
—No existe nada igual en el mundo. Arturo es un chico especial. Pero algún día conseguiremos que desparezca, ¿verdad, hijo?
Papá se acerca y me da un cálido abrazo.
—Arturo es lo mejor que tengo —añade—. Desde que mi mujer murió, él es el faro de mi vida. Sin él, todo esto no tendría valor.
—Vaya, yo pensaba que la Fundación Adragón era el eje de su vida. Me habían dicho que usted vive exclusivamente para mantener esta biblioteca.
—No, Arturo está por encima de todo. La Fundación ocupa el segundo lugar. Aunque, la verdad, sin ella, mi vida estaría vacía. Pero mi hijo es lo más importante para mí. Es el mejor recuerdo que me ha quedado de Reyna, mi mujer, a la que quería con locura.
—Es usted un hombre de suerte, señor Adragón. Tener un hijo al que uno adora es un regalo del cielo —reconoce Stromber—. En él se refleja el amor por su mujer desaparecida.
—Cierto, amigo mío. Un hijo es una bendición… Arturo, el señor Stromber estará con nosotros algún tiempo. Es un invitado de la Fundación. Ha venido a hacer un trabajo de investigación y necesitará toda nuestra ayuda. Yo estoy muy ocupado con mi proyecto, así que necesito que hagas todo lo posible por atenderle.
—¿Está usted embarcado en un proyecto? —pregunta Stromber, bastante interesado.
—Es un trabajo secreto del que no puedo comentar nada —responde papá—. Pero cuando consiga los resultados que espero, todo el mundo sabrá de qué se trata.
—Papá lleva años trabajando sobre un tema del que no habla con nadie —le informo—. Ese proyecto le ocupa todo el tiempo.
—Espero que sea algo rentable.
—Bueno, aunque no lo sea económicamente, espero obtener grandes beneficios personales… que servirán a los investigadores y estudiosos de la Edad Media.
—Así que es usted un altruista.
—No exactamente. Ya sabe que le vamos a cobrar una gran cantidad de dinero por los derechos de acceso a nuestros archivos. De eso vivimos, de prestar y alquilar servicios a otras entidades.
—El dinero es fundamental en estos tiempos —afirma Stromber—. Sin él no se puede hacer nada.
—Ciertamente. Y ésa es una de nuestras grandes preocupaciones. La Fundación está pasando por un momento delicado.
—Si tiene problemas económicos, tal vez yo pueda hacer algo, si me lo permite —se ofrece Stromber.
—No creo que sea necesario, pero se lo agradezco.
Stromber es un hombre extremadamente educado y parece que, además, le gusta ayudar a la gente. Sin duda me he precipitado al juzgarle como una persona un tanto extraña. A veces, las apariencias pueden engañar.
—Tendrá usted la ayuda de Arturo, que conoce la biblioteca como la palma de su mano. También podrá contar con nuestros asistentes. Además, dispondrá de los servicios de Sombra, un personaje un poco huraño, pero que le será de gran ayuda —explica papá.
—Mi trabajo consiste en analizar y descifrar algunos pergaminos escritos por un famoso alquimista del siglo diez, un tal Arquimaes. Necesitaré su consejo…
—¿Arquimaes? —dice papá, un poco sobresaltado—. ¿Se refiere usted al alquimista que, según algunos estudiosos, logró convertir un material pobre en algo muy valioso?
—Exactamente, aunque nadie sabe de qué material se trata. ¿Le interesa este personaje?
—Arquimaes es uno de los pilares de mi investigación, pero hay pocas obras suyas. Es difícil encontrar pruebas reales de su trabajo —asegura papá, emocionado por encontrar a alguien que comparte su adoración por el alquimista medieval—. Trabajo en ese tema desde antes de que Arturo naciera.
—Lo sabe todo sobre él —añado—. Papá ha descubierto cosas sorprendentes sobre su vida y su trabajo. Estoy seguro de que nadie posee tanta información sobre Arquimaes. Ha venido usted al sitio adecuado.
—¡Qué casualidad! —exclama papá—. En su carta no decía nada de Arquimaes. Explicaba que tenía interés en conocer el sistema de trabajo de los alquimistas pero no me podía imaginar que…
—Señor Adragón, comprenda que hay cierta información que no se puede divulgar. Lo cierto es que quiero especializarme en ese terreno para comprar y vender objetos antiguos. Ya sabe, cosas de mi negocio.
Me parece que el señor Stromber es un hombre astuto que dosifica la información. Indudablemente, sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. Empiezo a preguntarme qué busca exactamente en la Fundación.
—Bueno, señor Stromber, ya tenemos algo en común. Arquimaes es el centro de nuestras investigaciones, y eso nos convierte en compañeros de trabajo.
—Efectivamente, amigo Adragón. Somos compañeros de investigación ya que, por lo que veo, compartimos la misma pasión por este personaje tan interesante.
De momento, Stromber se ha ganado la confianza de papá. Quizá sea una buena idea que tenga un nuevo amigo y pueda abrirse un poco al mundo y compartir sus secretos. Desde que mamá murió, vive encerrado en sí mismo y apenas tiene contacto con el exterior. Su vida se reduce a la Fundación y a su extraña investigación.
Si la llegada de Stromber sirve para alegrar la vida a papá, por mí es bienvenido.
* * *
Me tumbo en la cama para descansar un poco antes de cenar. Ha sido un día terrible y estoy agotado. Hace tiempo que no me ocurría «eso», y he sufrido demasiado.
Lo peor es que las cosas están empeorando para mí. El único profesor que he tenido, que me ha cuidado y que me ha defendido, el señor Miralles, se marcha y me deja solo. Cualquiera sabe cómo será su sustituta.
La mejilla me duele un poco. Me acerco al espejo del cuarto de baño y observo con atención. Pero no veo nada, simplemente tengo la piel un poco enrojecida, irritada. El tatuaje ha perdido su forma y ha vuelto a ser como siempre: unas manchas diseminadas por mi rostro y con la cabeza de dragón sobre la frente.
Supongo que algún día tendré que enfrentarme con el problema, pero tengo que esperar a que las cosas se arreglen. No quiero angustiar a mi padre, ahora que parece que los asuntos económicos se han complicado.
Esta noche me siento solo. Es tarde y creo que todo el mundo está acostado. Es un buen momento para hacer lo que más me gusta. Salgo sigilosamente de mi habitación con la linterna en la mano. Cierro la puerta con cuidado, procurando no hacer ruido. Llego a la escalera de caracol y subo despacio, midiendo cada paso, fijándome en los peldaños antes de apoyar el pie. Logro llegar arriba y saco la llave de mi bolsillo. La introduzco en la cerradura y abro la puerta que da a la cúpula exterior, la que está sobre el tejado.
El interior está completamente oscuro. Apenas entra un poco de luz por la claraboya del techo. Dirijo el foco de mi linterna hacia el viejo sillón que se encuentra en el centro de la habitación, y veo que está cubierto con una sábana, igual que casi todo lo que hay aquí. Descuelgo la tela del gran cuadro que está colgado en la pared. Me siento en el viejo sofá y observo el gran retrato de mamá. Está guapísima con ese peinado y ese vestido lujoso, de los que llevaba cuando las cosas iban bien. Entonces papá era un hombre activo que luchaba por mantener la Fundación en buenas condiciones. Hace años que papá decidió colgar aquí este cuadro porque decía que le recordaba demasiado a mamá y le hacía sufrir. Se lo hicieron unos días antes de emprender el viaje a Egipto, por eso le trae malos recuerdos. La verdad es que es un retrato extraordinario. Tiene una mirada tan limpia, transparente y directa que parece que solo tiene ojos para el que la observa, o sea, para mí. Parece que está viva.
—Hola, mamá, aquí estoy otra vez. Hace tiempo que no venía a verte, pero hoy necesitaba hablar contigo. Estoy preocupado por papá. Le veo cada día peor. Está obsesionado con ese trabajo de investigación que parece no tener fin. Hoy he descubierto que lleva trabajando en él desde antes de que yo naciera. Lo ha dicho durante la conversación con Stromber, pero no logro que me cuente en qué consiste.
»Tengo que hacer algo para que se recupere y piense en otras cosas. Le veo trabajar sin cesar, igual que uno de aquellos viejos sabios que no podían hacer otra cosa más que dedicarse a su labor. Creo que no es sano que actúe así, de esa manera tan destructiva. ¿Qué hace, mamá? ¿En qué está trabajando?… Ya sé que no me puedes responder, pero tengo que preguntárselo a alguien. Y Sombra, que debe de saber la respuesta, no me lo dice. Estoy preocupado.
Me he acercado al cuadro y paso la mano sobre la pintura. Siento su respiración en la yema de los dedos. Es como si estuviera viva.
—¡Te necesito, mamá! ¡No sabes cuánto te necesitamos papá y yo!
Sin poder evitarlo, empiezo a llorar. No me gusta que me vea así, prefiero que se imagine que estoy bien.
—¿Sabes?, hoy ha llegado Stromber, un personaje que, a lo mejor, le viene bien a papá, aunque es un tipo un poco raro, un anticuario excéntrico. Va a hacer un trabajo de investigación y creo que su compañía le sentará bien. Ojalá se hagan buenos amigos.
Le lanzo un beso con la punta de los dedos.
—Bueno, me tengo que ir. Gracias por escucharme. Vendré pronto a verte. Adiós, mamá. Y no te preocupes por nosotros. Estaremos bien.
Vuelvo a cubrir cuidadosamente el cuadro con la tela y salgo de la buhardilla. Empiezo a bajar la escalera cuando oigo un ruido. Me detengo y espero. Es Sombra, que me ha visto, pero no dice nada. Me dirige una mirada de complicidad y desaparece en la oscuridad, dejándome solo.
—Cada día hay más ratas en este edifico —murmura mientras se aleja.
Me acuesto en silencio y me duermo pensando en mamá. Es mi consuelo.
ARQUIMAES se movió nerviosamente en la pequeña y oscura celda que estaba a punto de convertirse en la tumba de su querido Arturo. Era consciente de que nadie vendría en su ayuda y de que Morfidio no tendría piedad a menos que le desvelara el gran secreto, cosa que no ocurriría.
Observó el cuerpo agonizante de Arturo, que estaba pálido como la luna, y lamentó verle en ese estado. Había hecho todo lo posible por salvarle la vida con lo que tenía a mano, pero todo había sido inútil. La infección era tan fuerte que la batalla estaba perdida de antemano. Si hubiera dispuesto de los medios necesarios, seguro que le habría curado. Poseía conocimientos suficientes para librar de la muerte a un malherido, pero necesitaba ungüentos, hierbas, mezclas y todo lo demás. Pero el malvado conde, para presionarle, se lo negaba todo.
Se asomó por el ventanuco enrejado que dejaba ver una parte del cielo oscurecido de la noche y observó las pocas estrellas que se dejaban ver a través de las nubes. De repente, se sintió solo y abandonado, como una de esas estrellas del firmamento.
La luna apenas se distinguía y los alaridos de los seres que salían de noche en busca de carne fresca le ponían a la escena una música siniestra. Sabía que esos animales de la oscuridad eran bestias enviadas por los hechiceros, que las enardecían y las convertían en sanguinarias para asustar a los campesinos ignorantes, con la intención de hacerles pagar exagerados impuestos. Las poblaciones que se habían rendido ante el poder de los hechiceros tenebrosos como Demónicus, y pagaban los tributos y les rendían culto, estaban a salvo de los ataques de las alimañas salvajes. Arquimaes sabía que esas bestias eran producto de sortilegios maléficos, de la magia oscura, de una magia que él conocía muy bien, pero que había prometido no usar jamás.
Sin embargo, ahora tenía dudas sobre si debía cumplir su promesa. Se preguntó si la vida de Arturo valía más que su palabra de honor. Ahora que sus conocimientos científicos no le servían de nada, se planteaba la posibilidad de usar poderes inconfesables que había jurado no usar nunca. ¿Debía un hombre incumplir sus juramentos para salvar la vida de un amigo?
Después de dudar durante horas, se acercó al camastro, se arrodilló ante el cuerpo de Arturo, le cogió de la mano con su mano derecha y le puso la izquierda sobre el pecho. Cerró los ojos y se concentró profundamente. Escuchó los débiles latidos del corazón de su ayudante, despegó los labios y entonó un suave canto que penetraba por el oído del moribundo. Su melodiosa voz invadió el cuerpo de Arturo. La infección producía pus, fiebre y dolor. Presionó un poco sobre el corazón y siguió con su letanía hasta que los primeros rayos del sol entraron en la celda e iluminaron las sucias y frías paredes, dándoles un color cálido, propio de un nuevo amanecer.
* * *
A media mañana, Morfidio descendió por la escalera que llevaba a la celda de Arquimaes con el convencimiento de que el sabio estaría derrumbado ante el cuerpo agonizante de su ayudante, listo para hablar.
El conde venía acompañado de varios criados que transportaban probetas, envases, cofres y otros objetos que habían requisado en el torreón de Drácamont, la noche del secuestro.
Imaginó que la visión de las medicinas y herramientas necesarias para salvar al muchacho serviría para desatar la lengua del sabio y que doblegaría su voluntad sin necesidad de violentar la situación.
Morfidio daba por hecho que dentro de unas horas sería un poderoso rey, inmortal, superior a los demás seres humanos. Sonrió.
—Abrid en seguida —ordenó, deteniéndose ante la puerta de la celda.
Escuchó cómo la cerradura chirriaba y observó, emocionado, que la puerta se abría. Estaba a punto de entrar en la inmortalidad.
—Alquimista, he decidido ser magnánimo y te traigo todo lo necesario para…
Se quedó boquiabierto cuando vio que Arturo estaba de pie, sano, sonriente y en perfecto estado, como si no le hubiera pasado nada. Las secuelas de la herida habían desaparecido.
—Arturo se encuentra bien, conde. Creo que no necesitamos medicinas —dijo Arquimaes con una impresionante serenidad.
Morfidio no pudo articular palabra. La sorpresa le había superado y su mente no lograba comprender esa inesperada situación. Para él era como una pesadilla de la que deseaba despertar. De repente, todos sus planes se habían desvanecido.
—¿Qué ha pasado aquí? —logró preguntar al cabo de un rato—. ¿Qué es esto? ¿Qué ha ocurrido aquí?
—La noche ha sido generosa y ha traído la salud a mi querido ayudante —respondió Arquimaes, con tranquilidad—. El cielo ha venido en su ayuda.
—Pero… Pero… ¡Eso no es posible! ¡Estaba a punto de morir!
—Me he recuperado —dijo Arturo, en tono alegre y vivaz—. La herida no era tan profunda y los cuidados de Arquimaes han surtido efecto.
—¿Cuidados? Pero si no tenía medicinas… ¡Ha tenido que usar sortilegios para salvarte! ¡Brujería! ¡Esto es brujería! —exclamó—. ¡Acabarás en la hoguera! ¡Los campesinos tenían razón!
—No, mi señor conde. Yo no he practicado la brujería. De hecho, no hay en esta celda ningún instrumento que sirva para tal fin. Y, como bien sabes, los hechiceros necesitan vísceras de animales, amuletos y otros artilugios. Puedes registrar la celda, si quieres. No encontrarás nada relacionado con la hechicería.
Morfidio, cuyos ojos lanzaban chispas, se acercó a Arquimaes mientras cerraba su puño sobre el mango de su espada.
—¡No te burlarás de mí! ¡No dejaré que me tomes por idiota! Sé que has practicado la brujería y te lo haré pagar caro. Te queda poco tiempo para soltar la lengua. Pasado mañana, tú y tu criado seréis arrojados a la hoguera. ¡Es mi última palabra!
Después, salió de la celda con la cara enrojecida por la ira, seguido de cerca por sus desconcertados criados a los que insultaba y amenazaba.
—¡Si descubro que alguno de vosotros le ha ayudado, lo pagará caro!
Cuando llegó a su habitación, se sirvió una gran copa de vino y dio una terrible patada a uno de sus perros que se acercó a darle la bienvenida.
Sin embargo, y a pesar de que tenía la mente embotada a causa del vino, comprendió algo que le hizo feliz:
—Entonces, es verdad —pensó—. Si ha sido capaz de resucitar a ese chico moribundo, es que posee el poder de la inmortalidad…
ESTA mañana Patacoja tiene mala cara. No le culpo, el tiempo no acompaña. Hace un día gris y sopla un viento del norte que congela las palabras.
—¿Qué te ocurre? —le pregunto—. Pareces enfermo. ¿Has bebido?
—He pasado mala noche y he tomado un poco de vino para animarme —reconoce, mostrando el envase de cartón medio vacío—. Me sienta mal dormir a la intemperie, entre cajas de cartón, rodeado de ratas y cucarachas. Hay mucho ajetreo en las grandes ciudades. Parece que por la noche abren las puertas de los manicomios para dejar salir a los más peligrosos.
—Toma, te he traído una manzana y unas tostadas para desayunar —digo, entregándole los alimentos—. Deberías ir a algún sitio y buscar ayuda.
—Prefiero morir de frío antes que someterme a una vida ordenada —dice—. Desde que he perdido la pierna, no tengo ganas de obedecer a nadie. Prefiero morir de hambre antes que dejar que me den órdenes.
—No desesperes. A lo mejor un día te crece de nuevo.
—Arturo, eres un buen chico, pero no me harás creer en milagros. Lo que está mal, mal se queda para siempre. Mi pierna se está pudriendo en el infierno.
—Tienes poca fe. Todas las cosas tienen arreglo, menos la muerte.
—¿Lo crees de verdad, o lo dices para consolarme? ¿Crees que me voy a tragar semejante bobada?
—Todo lo que está mal, puede empeorar. Pero también puede mejorar, no lo dudes —insisto.
—Ya, y también podemos olvidar todo lo que nos duele, ¿verdad? ¿Crees que podemos hacer como si no pasara nada?
—Bueno, me voy al instituto. Luego nos veremos, que te estás poniendo muy trágico.
—No te he contado lo peor… Anoche hubo una pelea ahí enfrente.
—No me he enterado.
—La policía llegó en seguida, pero hirieron a un tipo para robarle la cartera y el coche. Yo lo vi todo desde un portal.
—Pues debiste hacer algo para ayudar a ese hombre —digo.
—¿Y qué puede hacer un pobre cojo? ¿Acaso quieres que me partan la otra pierna?
—No me vengas con historias. ¡Podías haber dado gritos para avisar a la policía!
—¡Nada! ¡No podía haber hecho nada! Además, creo que me han visto y me están vigilando. Son muchos y muy peligrosos.
—Vaya, ahora tienes una paranoia. ¿Quién quiere controlar a un mendigo?
—Esos tipos. Están por todas partes.
—¿Qué tipos? ¿De quién hablas?
—¿No lo sabes? Están muy organizados. Roban y asaltan todo lo que se proponen. Ahora la han tomado con este barrio. Tarde o temprano os tocará a vosotros. Son verdaderos profesionales.
—Me parece que tienes mucha imaginación.
—¡Esa banda es un verdadero peligro! ¡Te lo digo yo! ¡A ver qué dices cuando descubran mi cadáver entre la basura!
—Bueno, oye, me tengo que ir. Es un poco tarde —me disculpo—. Luego hablamos. ¡Ah, y cuídate, cascarrabias!
—¡No me llames cascarrabias!
Me voy para no seguir discutiendo, pero reconozco que estoy preocupado por él. Se nota que está empeorando… Y creo que bebe cada día más. Si sigue viviendo en la calle, podría morir de frío. Patacoja está desamparado y necesita ayuda. Además, en el fondo, sé que tiene razón con lo de las bandas organizadas. He oído muchas cosas acerca de ese asunto y, a veces, cuando lo pienso, me asusta un poco. Dicen que son muy peligrosos. En fin, hasta ahora he tenido suerte y no me he tropezado con ellos.
* * *
El instituto ya está lleno de compañeros. Veo que Horacio se está metiendo, como siempre, con el pobre Cristóbal, un chaval de Primaria.
—¡Eh, tú, Caradragón!
No le hago caso y sigo mi camino. Sé que si me detengo, habrá problemas.
—Oye, Caradragón, ¿estás sordo o qué te pasa? —dice, poniéndose delante de mí.
—No tengo nada que decirte. Déjame en paz.
—Te gusta hacerte el listo en clase, ¿eh?
—No es eso, es que me gusta estudiar —respondo.
—El otro día nos dejaste en ridículo ante el profe. No creas que te vamos a dejar que nos tomes el pelo. Ten cuidado con lo que haces y dedícate a cuidar al loco de tu padre, que…
—¡No te metas con mi padre! —grito.
—¡Tu padre está como una cabra! ¡Todo el mundo lo sabe!
—Sí, se parece a don Quijote, que se volvió loco de tanto leer —dice Mireia.
—¡Está chalado! El otro día le vimos con su bicicleta, en el centro… ¡Casi le pilló un coche! —dice Marisa.
—¡Mi padre no está loco! ¡Mi padre no está loco!
Cierro los puños, dispuesto a enfrentarme con el próximo que diga algo contra mi padre, pero en vez de eso, se ponen a cantar:
—¡Caradragón! ¡Caradragón! ¡Caradragón!
—¿Qué pasa aquí? —pregunta Mercurio, con su voz ronca.
Los demás dan un paso atrás y se callan.
—¿Puedo hacer algo por vosotros? —insiste—. ¿Queréis que os ayude a cantar? Porque si queréis, puedo inventar alguna canción.
—No, no hace falta —dice Horacio.
—Entonces, quiero ver cómo os marcháis a clase tranquilamente, sin meteros con nadie, ¿entendido? —dice con firmeza.
Horacio y los suyos me lanzan una mirada asesina mientras se retiran hacia el aula. Mercurio me pone la mano en el hombro:
—Ven, te acompañaré —se ofrece.
—Gracias, Mercurio, pero debo enfrentarme solo a mis problemas —le digo—. Aunque te agradezco la ayuda, de verdad.
—Está bien, chico —acepta—. Comprendo lo que dices. Pero si las cosas se complican, avísame, ¿vale?
—De acuerdo —digo, retirándome—. Muchas gracias, Mercurio.
Menos mal que ha llegado a tiempo, ya que la situación era francamente mala para mí. Estaba a punto de meterme en un lío. Horacio me la tiene jurada, aunque no sé por qué. Siempre que puede, se mete conmigo.
Entro en clase y me encuentro con que, en mi pupitre, en el sitio que siempre está libre, hay una chica. No sé de dónde ha salido, nunca antes la he visto en clase. Puede ser una repetidora.
—Oye, ¿no te has equivocado de sitio? —le digo.
—¿Por qué lo dices? ¿Es un sitio especial o algo así? ¿Hay que pagar para ponerse aquí?
—No, es que aquí no se sienta nadie nunca. Por eso es especial.
—Pues ha dejado de serlo. Ahora me siento yo. A partir de ahora éste es mi sitio, ¿de acuerdo?
—Bueno, sí, de acuerdo. Tú verás.
—Me llamo Metáfora, ¿y tú?
—¿Metáfora? Eso no es un nombre, eso es…
—¡Mi nombre! Ya te he dicho que me llamo Metáfora, ¿o hay que repetirte las cosas dos veces?
—Bueno, yo me llamo Arturo. Arturo Adragón.
—Yo me llamo Metáfora Caballero. Bien, pues ahora que sabemos cómo nos llamamos, intentemos llevarnos bien. Soy nueva en este colegio y me acabo de instalar en esta ciudad… Y no me gusta que me molesten.
Esta niña es una pesadez. Ya se enterará de con quién se ha sentado. No sabe todavía lo que la espera. Ya le dirán que éste es un sitio especial. Que nadie se sienta con Caradragón.
De reojo me doy cuenta de que me observa. Supongo que mi aspecto le extraña.
—No muerde —le digo, sin levantar la vista de mi cuaderno.
—¿Qué? ¿Qué dices?
—El dragón… No muerde. Es inofensivo.
—Oye, que yo no he preguntado.
—Y esas manchas también son de nacimiento. No se pueden quitar y de vez en cuando se mueven, así que tienes que estar muy atenta, a lo mejor tienes suerte y esta mañana tienes espectáculo gratuito.
—Será mejor que te calles o me enfadaré. Deja de decir tonterías, que no me asustarás. ¿O te gusta aterrorizar a las chicas?
—No, no…
—Pues no insistas, que tu dragón no me da miedo. Y tú tampoco.
Pero las sorpresas no han terminado: el director, acompañado de una mujer, entra en la clase. Los dos suben al estrado y él reclama nuestra atención:
—Por favor, escuchad lo que tengo que deciros —anuncia, dando un par de palmadas.
Finalmente, todo el mundo se calla y atiende a sus palabras. La mujer es joven y guapa.
—Os presento a vuestra nueva profesora. Se llama Norma y sustituye al señor Miralles, que se ha marchado a su nuevo destino. Espero que la acojáis bien. Norma tiene experiencia y os enseñará todo lo necesario para que, además de aprobar, aprendáis un montón de cosas nuevas.
De forma espontánea, empezamos a aplaudir. La señorita Norma sonríe ante nuestro recibimiento que, sin duda, le ha gustado. El director también aplaude y sonríe, feliz de su éxito.
—Bien, ahora os dejo con ella. Espero que no haya ningún problema. No me gustaría recibir ninguna queja.
Se despide de Norma y sale de la clase. Todavía hay un impresionante silencio cuando ella empieza a hablar:
—Muchas gracias por los aplausos y por el buen recibimiento. Deseo ser digna de vuestra aprobación. Para empezar, me gustaría escuchar vuestras opiniones sobre lo que debo hacer. ¿Hay alguna recomendación que queráis hacerme? No sé, alguna sugerencia.
Nos ha sorprendido. Ningún profesor nos había hecho esta pregunta.
—Si me permite —dice Horacio, levantando el brazo—. Puedo hacerle una sugerencia.
—Te ruego que la hagas —dice Norma, contenta de que alguien responda a su propuesta—. Di lo que quieras.
—Pues verá usted, en esta clase tenemos un problema que no conseguimos resolver.
—¿Un problema? ¿Qué problema?
Siento un retortijón en las tripas y me temo lo peor.
—Entre nosotros hay un mago, un brujo… Ya sabe, una especie de bicho raro como esos que se ven en los circos. Un amante de los dragones.
—No entiendo, ¿a qué te refieres?
—Me refiero a Caradragón. Es ese que se sienta ahí detrás, con la chica nueva. Hace cosas raras y tenemos miedo de que nos contagie. ¿Podría enviarlo a otra clase?
—¿Cómo has dicho que se llama?
—Caradragón.
—¿Caradragón? Pero, eso no es un nombre, eso es un mote, o un apodo…
—Bueno, puede llamarlo como usted quiera, pero para nosotros es Caradragón. Tiene uno pintado en la cara.
Norma me mira. Después mira a Horacio y vuelve a mirarme:
—¿Puedes levantarte y decirme tu nombre? —pide amablemente.
—Me llamo Arturo Adragón —digo.
—Muchas gracias, Arturo… Y tú, ¿puedes decirme tu nombre y apellido? —pide, dirigiéndose a Horacio.
—¿Yo? Me llamo Horacio Martín y soy el primero de la clase.
—Bien, Horacio, escúchame bien. Si vuelves a referirte a alguno de tus compañeros utilizando un mote, te aseguro que dejarás de ser el primero de la clase. ¿Lo entiendes?
Horacio se pone pálido y me lanza una mirada cuyo significado conozco muy bien. Norma cree que me ha hecho un favor, pero se equivoca.
—Se lo voy a decir a mi padre —amenaza Horacio, inesperadamente—. No estoy dispuesto a permitir que una profesora me ponga en ridículo delante de toda la clase.
—Estaré encantada de hablar con tu padre —responde Norma—. Puede venir a verme cuando quiera.
—Le advierto que no le va a gustar lo que acaba de hacerme.
—Y a mí no me gusta que se falte al respeto a los compañeros. No me gustan los motes ni los apodos. Y no me gusta que se compare a mis alumnos con bichos de circo. Esto es un colegio, ésta es mi clase y nadie insulta a nadie. ¿Me he explicado?
Norma acaba de dejar atónitos a todos mis compañeros, empezando por mí. De momento, tengo la impresión de que he ganado con el cambio, aunque el tiempo lo dirá. Sea como sea, me parece que durante el recreo voy a tener algunos problemas.
—Voy a escribir mi nombre en la pizarra. Y vosotros vais a hacer lo mismo. De esta manera, quedará claro cómo se nos debe llamar. Y desde ahora mismo, os digo que aquí no hay magos, ni hechiceros, ni brujos. Aquí solo hay alumnos y alumnas que vienen a estudiar. Y todo el mundo respeta a todo el mundo… Aunque sea diferente.
Norma se acerca a la pizarra y escribe su nombre y apellido: Norma Caballero. Hace una seña a Horacio para que se acerque a la pizarra y escriba su nombre. Mientras van escribiendo, una duda me asalta. Me giro hacia mi compañera y le pregunto:
—Oye, ¿cuál era tu apellido?
—Caballero. Me llamo Metáfora Caballero.
—¿Igual que la profesora?
—Claro, es mi madre. Mi primer apellido es el suyo.
—¿Tu madre?
—Perdona, pero tengo que salir a escribir mi nombre —dice, poniéndose en pie.
Ahora resulta que mi compañera de pupitre es la hija de la profesora. ¿Es mejor o es peor para mí? ¿Las cosas van a mejorar o van a empeorar? Ser compañero de la hija de la profesora tiene su lado bueno, pero, bien mirado, también tiene su lado malo. Puede ayudarme pero también puede contar todo lo que vea de mí. Y si tengo la mala suerte de que se hace amiga de Horacio, estoy perdido ya que, al estar cerca de mí, lo sabrá todo.
—Arturo, ¿te importa venir a escribir tu nombre? —me pide la profesora.
Sin decir nada, me levanto y me acerco a la pizarra. Después de escribir mi nombre, vuelvo a mi sitio. Metáfora ya está sentada y me está esperando:
—¿Te llaman Caradragón por ese dibujo? ¿Cómo te lo hiciste?
—Eso no es asunto tuyo —respondo de mal humor, casi convencido de que he tenido la mala suerte de que se haya sentado a mi lado.
Mi padre siempre dice que las cosas tienden a empeorar. Y hoy me doy cuenta de que tiene razón.
* * *
Es de noche y estoy en mi lugar favorito. El tejado de la Fundación es el único sitio en el que no me buscan. Nadie sabe que subo aquí cuando me siento muy abatido. Me gusta ver la ciudad de noche. Me gusta imaginar que cada noche vivo en una casa diferente. Primero elijo un tejado, después me fijo mucho en sus características y me empiezo a creer que vivo en esa casa.
Esta noche he elegido un edificio alto, recubierto de pizarra negra, con una gran chimenea. Según la miro, me imagino una familia a mi medida. Una familia en la que tengo una madre que me cuida y un padre respetado por todos. Me gusta pensar que no hay problemas y que todo va bien. Incluso acaricio la idea de que estoy bien, de que no hay en mí nada que llame la atención. Me consuela pensar que «eso» ha desaparecido.
—¿Te encuentras bien?
Es Sombra.
—¿Qué haces aquí? Hacía mucho que no sabías…
—Ya sé que siempre que estás triste, subes aquí para estar solo. Pero esta noche te he visto más derrotado que otras veces, por eso me he atrevido a subir. Como antes…
—No quiero que le digas a nadie que…
—Tranquilo, no contaré nada. Ya sabes que puedes confiar en mí.
—Ven, siéntate a mi lado y cuéntame algo. Cuéntame una de esas historias que conoces. Ayúdame a olvidar.
—¿Sabes que tu padre y el señor Stromber han hecho buenas migas? —explica.
—Eso creo. Me alegro mucho por papá, le vendrá bien tener un amigo. Le hace falta.
—Tanta como a ti, ¿verdad?
—Bueno, yo ya te tengo a ti, querido Sombra. Tú eres mi mejor amigo.
—Me da pena ser tan mayor y no poder compartir todos tus intereses. Debemos buscar un chico de tu edad que quiera ser tu amigo.
—Sabes que eso es imposible. Nadie quiere acercarse a mí. En cuanto ven lo que me pasa, huyen…
—Un día encontrarás alguien que te comprenda. Eres un chico inteligente y harás buenos amigos.
—Sí, en el otro mundo —respondo—. En éste ya sé que es imposible.
Sombra es mi mejor amigo. Era monje y lo dejó todo para venir aquí. Sin él, papá estaría perdido ya que, si hay alguien que conoce todos los secretos de la Fundación, es Sombra. Le llamamos así porque se desliza igual que una Sombra y es tan silencioso como ella. Si quiere, puede estar a tu lado sin que te des cuenta.
—Hay algo en el señor Stromber que no me gusta —dice de repente—. No me mira a los ojos, y eso es un mal síntoma.
Además, Sombra es un gran psicólogo.
—Ese hombre es turbio —insiste.
—Deja de decir tonterías. Le cae bien a papá y le ayudará a conseguir el dinero necesario para afrontar las deudas. Así que haz el favor de no ver fantasmas donde no los hay.
—Tienes razón, Arturo. No voy a decir nada más contra él.
—Y le ayudarás. No quiero que papá se disguste por tu culpa.
—Sí.
—Bien, y ahora cuéntame una historia.
—De acuerdo… Hubo una vez un chico que vivía en el tejado de su casa…
—Sigue, sigue…
—… y soñaba con tener amigos…
—Oye, Sombra… he conocido a una chica.
—¿Qué?
—Es una nueva compañera. Se sienta a mi lado.
—¿Es simpática? ¿Es inteligente? ¿Es guapa?
—Las tres cosas… Es preciosa. Y sonríe como el cuadro de mamá. Ya sabes a qué me refiero.
—Sí, sé de qué hablas. Tu madre tenía una sonrisa muy especial… Y ese cuadro la recoge perfectamente.
—Me hubiera gustado tanto conocerla…
—No te pongas triste, ahora tienes a esa chica. Ya verás como os hacéis buenos amigos.
—Bueno, no hay que adelantar acontecimientos.
—Deja volar tu imaginación, Arturo, déjala volar…
CUANDO el ultimátum estaba a punto de cumplirse, Arquimaes fue llevado a empujones ante la presencia de Eric Morfidio. Mientras subía las escaleras, el sabio se convenció de que su hora había llegado.
Una vez ante el conde, los soldados obligaron al científico a arrodillarse sobre la alfombra que se encontraba a los pies de su secuestrador.
—Arquimaes, la última oportunidad de desvelarme tu secreto ha llegado —le advirtió—. Mi paciencia ha terminado.
Arquimaes tragó saliva. Sabía que sus próximas palabras serían determinantes. Si se equivocaba, podrían ser las últimas que pronunciaría en su vida.
—Ya te he dicho, conde Morfidio, que mi invento no te servirá. Aunque te lo cuente no te será de provecho.
—Y yo te he dicho, hechicero, que de eso ya me ocuparé yo. Tú, explícamelo. Y hazlo ya…
—No puedo. Ni aunque quisiera sería capaz de poner en tus manos un descubrimiento que debe ser transferido a personas justas y honestas, y no a gente como tú, deseosa de poder.
Eric, ofendido por las palabras de su prisionero, se levantó y dio unos pasos hacia él.
—Por mucho que te escudes en esa estúpida historia, no te servirá de nada. O me lo cuentas a mí o no se lo contarás a nadie.
—¡Mi fórmula no es como esos edictos que redactas para subir impuestos!
—Escucha, sabio, si te niegas a colaborar, te aseguro que mañana por la mañana, tú y ese chico al que has devuelto la vida con tu poderosa hechicería, os convertiréis en ceniza.
—¡Si hiciera lo que me pides me traicionaría a mí mismo! Y yo no le he devuelto a la vida a Arturo… ¡Se ha curado solo!
—No puedes negar lo que he visto con mis propios ojos. ¡Ese muchacho estaba herido de muerte! Ahora sé que posees la fórmula de la inmortalidad.
En aquel preciso momento, justo cuando Arquimaes se disponía a responderle, el capitán Cromell entró atropelladamente en la sala y pidió permiso para hablar.
—Es urgente, excelencia. Traigo un mensaje personal que acaba de llegar —alegó—. ¡Es muy importante!
Morfidio alargó la mano y su hombre de confianza le entregó un estuche de cuero que contenía un pliego escrito. Impaciente por saber de qué se trataba, lo desplegó y lo leyó ansiosamente.
—¡Maldita sea! —exclamó unos segundos después—. ¡Ese condenado Arco de Benicius se ha vuelto loco!
Las palabras de Morfidio dejaron estupefacto a Arquimaes, que prefirió mantenerse en silencio. El conde se acercó a la bandeja de frutas y bebidas, se sirvió una gran copa de vino y se la tomó ansiosamente de un solo trago.
—Ya ves como tenía razón, sabio del demonio. Tu protector, Arco de Benicius, amenaza con atacarme si no te pongo en libertad. Ya ves que él también desea poseer tu secreto.
—No quiero que haya ninguna guerra por mi culpa.
—Entonces entrégamelo lo antes posible. Es la única forma de evitar una carnicería inútil. Este insensato ha reunido un ejército y se dirige hacia aquí. Dentro de poco lo tendré a las puertas de mi propio castillo.
Arquimaes comprendió que Eric tenía razón. En breve empezaría una guerra en la que moriría mucha gente y dejaría la región asolada. Las campañas dejaban siempre un rastro de muerte y desolación que solía durar muchos años. Y los más débiles, los campesinos y sus familias, eran los que más sufrían las consecuencias. Paradójicamente, las personas a las que quería ayudar, corrían ahora un serio peligro.
* * *
Arquimaes volvió a la celda completamente desolado.
Arturo, que comprendió en seguida en qué estado se encontraba, se acercó y trató de consolarle.
—¿Qué pasa, maestro? ¿Vamos a morir en la hoguera?
—Mucho peor, muchacho. ¡Una guerra está a punto de comenzar! Solo de pensar en la cantidad de gente que va a morir, se me parte el alma.
—¿Una guerra? ¿Por nuestra culpa?
—El rey Benicius viene con su ejército a rescatarnos. Dentro de poco sonarán las trompetas de guerra y nadie sabe cómo terminará. Quizá debería rendirme y revelar el secreto a Morfidio.
—¡No, maestro! ¡No debéis hacer eso! ¡Ese hombre es un bárbaro! —protestó Arturo.
—¿Debo dejar que mueran cientos de seres humanos para preservar una formula que solo unos cuántos podrán utilizar?
—¿Es una buena idea dar un poder ilimitado a un ser depravado que no valora la vida humana? —argumentó Arturo—. ¡Por favor, maestro, no os rindáis!
ESTOY desayunando con papá y el señor Stromber, en el comedor pequeño, cuando Mahania entra y anuncia una visita:
—Es el señor Del Hierro, el gerente del banco. Dice que quiere hablar con usted, don Arturo.
—¿A estas horas? Pero si es muy temprano. Son solo las ocho y media de la mañana.
—Los banqueros madrugan mucho, querido Adragón, por eso ganan tanto dinero —explica Stromber, en tono de broma—. Atiéndale usted, que yo me voy a trabajar.
El anticuario se levanta y sale del comedor, dejándonos solos.
—Está bien, Mahania, dile que pase a mi despacho, que ahora bajo.
—Sí, señor —contesta, haciendo una inclinación de cabeza.
—Papá, ¿hay problemas con el banco? —pregunto.
—Oh, no debes preocuparte por esas cosas —responde, pasando su mano por mi cabeza—. Un muchacho de tu edad no debe angustiarse por los asuntos de adultos. Anda, vete al instituto, que esta tarde hablaremos un poco.
Se dirige con decisión hacia su despacho dispuesto a enfrentarse con el banquero.
Subo a mi habitación y reviso, como siempre, mi mochila. Cambio los libros que necesito por los que me sobran y cojo mi cazadora. Bajo las escaleras y me cruzo con el señor Del Hierro, un hombre grueso y vestido de negro que se parece más al empleado de una funeraria que a un hombre de negocios. Espero hasta que entra en el despacho de papá. Mahania, que le ha acompañado hasta la puerta, me ordena seguir mi camino:
—Vamos, Arturo, vete al colegio ahora mismo, que de esto ya se ocupa tu padre.
—Adiós, Mahania. Luego nos vemos. Ya me contarás.
—¡Nada, no te contaré nada! ¡Esto es asunto de tu padre!
En la calle me encuentro, como siempre, con Patacoja, que está aún más desmejorado:
—Te he traído dos naranjas —digo—. Pero me tienes que prometer que irás al médico para que te hagan una revisión. No me gusta el aspecto que tienes.
—Lo que tengo no se cura en el despacho de un médico —responde—. Los médicos no tienen la medicina que necesito.
—¿Y qué medicina necesitas?
—Alguien que me quiera —explica—. Alguien que se ocupe de mí. Eso es exactamente lo que necesito.
—Ya sabes que me tienes a mí —digo—. Soy tu amigo.
—Un muchacho y un hombre no pueden ser los mejores amigos. Son edades tan diferentes que no encajan.
—¿Quieres decir que no somos amigos?
—Somos amigos, pero tú no puedes llenar el vacío que me falta… Igual que yo no puedo llenar el tuyo. ¿Entiendes, pequeño monstruo?
—¡No me llames así, que ya sabes que no me gusta! —protesto.
—Ah, vaya, tú me puedes llamar loco y cascarrabias, pero yo no te puedo llamar monstruo. ¡Eso es amistad, sí señor!
—Bueno, por esta vez que pase, pero…
—Ni pero ni nada…
Salgo corriendo sin dejarle terminar la frase, aunque creo que me ha comprendido perfectamente. Patacoja sabe que yo no me enfadaría con él por nada del mundo, pero hoy ha dicho algo que no me gusta. Y se ha dado cuenta.
Patacoja es un mendigo que vive a la sombra de la Fundación desde hace más de un año y, poco a poco, nos hemos hecho amigos. Le he tomado cariño por una razón especial: me recuerda a mi padre. Tiene algunos rasgos tan similares que, a veces, me parece que podrían ser hermanos o algo así. Además, un día me contó su historia. Recuerdo que me senté a su lado y me explicó cómo cayó en la indigencia:
—Yo tenía un empleo en una empresa importante —dijo—. Durante años las cosas me fueron bien hasta que, un día cometí un grave error… Yo era arqueólogo y dirigía una excavación en las afueras de Férenix, donde habíamos encontrado las huellas de un fortín medieval. Estábamos desenterrando las piedras con mucho cuidado ya que estaban bastante deterioradas. Pero todo salió mal y me echaron las culpas. Yo dirigía aquella excavación y la responsabilidad cayó sobre mis hombros… En fin, aquello fue el fin de mi vida profesional… y personal.
—Pero ¿qué pasó exactamente? —le pregunté.
—Es muy complicado de contar. Pero ya te digo, fue mi ruina. Ahí acabó mi carrera de arqueólogo. Por un error.
—¿Y lo de la pierna?
—Un día bebí más de la cuenta. Crucé un semáforo pero no fui capaz de distinguir el color verde del rojo, y un coche me pasó por encima. La consecuencia fue que perdí esa maldita pierna. El coche se fugó y nunca se supo nada del conductor.
Desde entonces le llaman Patacoja. Cuando le conocí, aún llevaba un vendaje en la pierna, o en lo que quedaba de ella. Patacoja es una buena persona, pero la gente le rehuye. Un hombre tullido, que vive en el suelo, no es precisamente algo agradable de ver. Patacoja y yo nos entendemos bien porque somos iguales: dos bichos raros.
Sin embargo, me quedé con la impresión de que ocultaba algo. Un secreto que no me quiso contar.
Si en alguna ocasión puedo hacer algo para ayudarle, desde luego lo haré. Una de las cosas que mi padre me ha enseñado es que hay que mirar a las personas como personas y no como deshechos. Y mi padre sabe mucho de muchas cosas. Y siempre me ha enseñado cosas buenas.
* * *
Horacio está en la puerta del instituto con sus compinches, hablando con Metáfora. Ya sospechaba yo que las cosas irían por ese camino. Resulta que mi compañera de pupitre va a ser amiga de mis enemigos. No sé si podré aguantar esta situación, que empeora día a día.
—Caradragón, mira, estamos hablando de ti —dice Horacio, cuando paso a su lado—. Estamos poniendo al día a Metáfora sobre tus cosas. Ahora ya sabe quién eres.
Sigo mi camino sin responder. Prefiero evitar una discusión que no me beneficia en nada. Si Metáfora va a estar con ellos, pues que esté. Mejor para ella. Y si se lo quiere contar a su madre, pues que se lo cuente. Me da igual… ¡Me da todo igual!
—Buenos días, Arturo —dice Mercurio—. ¿Algún problema?
—No, no pasa nada. Es que siempre saluda así.
—Horacio es un problema. Se cree que porque su padre es amigo del director, puede tratar a la gente de esta manera, pero se equivoca —me advierte Mercurio.
—Gracias por tu ayuda, Mercurio. Te debo una.
—No nos pongamos tiernos, chaval. Anda, vete a clase.
Entro en el aula y me siento en mi pupitre. Abro la cartera y antes de haber sacado los libros y los cuadernos, veo que Metáfora entra y se acerca.
—Hola, Arturo —dice.
—Hola —respondo secamente.
Es una pena que no quede ninguna mesa libre para cambiarme de sitio. La verdad es que prefiero estar solo. Estoy tan habituado que ahora me cuesta trabajo tener a alguien pegado.
—Ya me han contado por qué te llaman así —dice—. Me gustaría verlo algún día.
—¿Para burlarte de mí? ¿Es eso lo que quieres?
—Oh, no, no digas eso. Debe de ser precioso eso de que una letra aparezca mágicamente sobre tu piel. Creo que tienes un don especial que nadie más…
—Ya. Me sugieres que me vaya a un circo, ¿no?
Creo que mi respuesta no le ha gustado, por eso guarda silencio. No he estado muy educado, pero estoy tan irritado que ya no sé ni lo que hago. Debo tener cuidado con esta actitud tan negativa.
—Oye, perdona, he estado un poco brusco pero…
—Vale, vale, déjalo… —responde, un poco ofendida.
La profesora acaba de entrar en clase y todo el mundo se pone en pie.
—Hoy vamos a hablar de la escritura. ¿Qué opináis de ella?
Nadie responde.
—Bien, pues vamos a ver si Horacio es capaz de darnos su opinión. Haz el favor de salir aquí y de explicarnos qué crees que nos aporta.
Horacio obedece y, de mala gana, sale a la pizarra:
—Yo creo que la escritura no sirve para nada. La lectura está pasada de moda. Nadie lee, eso es prehistórico. Una imagen vale más que mil palabras.
—¿Prehistórico? Sin la escritura viviríamos todavía en las cavernas.
—La escritura es una tecnología anticuada —insiste Horacio—. Es medieval.
—Medieval es pensar así. En aquella época, a la gente le podía costar la vida aprender a leer… Pero ahora que todo el mundo sabe leer, resulta que muchos os negáis… ¿Quién es capaz de decir algo a favor de la escritura y de la lectura?
Yo no estoy de acuerdo con Horacio, pero no me apetece meterme en líos. Contradecirle puede significar meses de persecuciones. Así que lo dejo pasar. Pero veo que casi todos levantan el brazo para indicar que están de acuerdo con él.
—Yo creo que Horacio está equivocado —dice Metáfora, que se acaba de levantar—. No es una tecnología vieja y anticuada. Es lo más moderno que existe y me gustaría decir que no es verdad que una imagen vale más que mil palabras… ¡Una buena frase vale más que mil imágenes!
—¡Sí, como la cara de Caradragón! —se burla Horacio—. ¡Que tiene una letra pintada en la cara! ¡Eso sí que es moderno!
—Si vuelves a llamarle de esa manera, vas a pasar el resto del curso en el despacho del director —advierte de forma contundente la profesora—. Ya he dicho que no quiero ni el más mínimo signo de abuso ni de falta de respeto entre vosotros. ¿Está claro?
—Sí, señorita.
—Siéntate en tu sitio, Horacio, y gracias por tu colaboración —dice Norma.
Mientras siguen hablando y discutiendo sobre la virtud de la escritura, escribo una pequeña nota en un papel y se la entrego disimuladamente a Metáfora: «Gracias».
LA caballería llegó al amanecer, portando estandartes con el escudo del rey Benicius: un yelmo con antifaz y corona real. Un dibujo sencillo, pintado en blanco sobre fondo azul.
Los cien primeros jinetes se acercaron pisando los talones de los campesinos y labradores rezagados que huían hacia el castillo de Morfidio, en busca de protección. Los asaltantes hicieron algunos prisioneros y hubo varias escaramuzas con los exploradores.
El terror se apoderó de la población y los habitantes de los pueblos cercanos se escondieron en los bosques y entre las rocas, decididos a luchar contra el hambre y el frío antes que enfrentarse con el ejército de Arco de Benicius. Si los jinetes no habían tenido contemplaciones, ¿qué pasaría cuando llegasen las tropas de infantería, que eran más brutales?
Los primeros rayos del sol se reflejaban en las armaduras, en las lanzas y en los escudos relucientes del grueso del ejército atacante, que llegó una hora más tarde luciendo estandartes que ondeaban al viento y marchando al ritmo de los tambores de guerra.
Los centinelas, que vigilaban desde las almenas del castillo de Morfidio, dieron la voz de alarma y los oficiales de guardia alertaron al conde. Éste, rodeado de sus hombres de confianza, pudo contemplar cómo las tropas de su enemigo se asentaban alrededor de la fortaleza, dispuestas para un largo asedio. Venían decididas a vencer o a morir.
Los invasores, en una actividad frenética, levantaron tiendas, pabellones y empalizadas. Las banderas decoraban los lugares principales mientras las cornetas resonaban para emitir órdenes que eran cumplidas inmediatamente. Asimismo, cortaron todos los caminos que permitían la entrada o salida del castillo. Morfidio contempló enfurecido cómo, en pocas horas, su fortaleza estaba completamente asediada.
—¡Traedme ahora mismo a ese alquimista loco! —ordenó, en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre el estado de rabia que le dominaba.
Arquimaes y Arturo, que aún dormían, fueron sacados de la celda a trompicones y llevados a la almena principal, junto al conde. Cuando vieron lo que sucedía alrededor del castillo, sus corazones se encogieron de asombro y temblaron de miedo. Sabían que cuando las fuerzas militares se movilizaban de esta manera, muchas personas iban a morir y a sufrir.
—Todo esto es por culpa tuya, sabio. Es a causa de tu terquedad —advirtió Morfidio—. ¿Estás contento de lo que has conseguido? Dices que trabajas para ayudar a la gente y, por tu culpa, vamos a morir todos.
—¡Déjame marchar en paz antes de que sea demasiado tarde! —respondió el sabio—. ¡Te suplico que renuncies a tu ambición!
El capitán Cromell abofeteó el rostro de Arquimaes.
—¡Contén tu lengua! —le amenazó—. ¡No vuelvas a hablar de esta manera a tu señor!
Eric dirigió su mirada hacia el exterior, como si lo que le acababa de ocurrir a Arquimaes careciese de valor para él.
—Son muchos —sentenció—. Va a ser una lucha cruel.
—Libérame y todo esto se evitará —solicitó Arquimaes—. Yo convenceré a Benicius de que se retire en paz.
—¿Me tomas por idiota? ¿Crees acaso que voy a permitir que ese miserable se apodere de tu invento? ¡Antes la muerte que someterme a su voluntad!
—Pero él no quiere mi secreto. El solo quiere liberarme.
—¿Liberarte? ¿Y para qué querría liberarte si no es para conseguir el poder que le puede otorgar tu descubrimiento? ¿Crees que ha movilizado todo este ejército solo porque le caes bien?
—Me debe la vida. Le salvé de la lepra y está en deuda conmigo.
—Eres un ingenuo. Arco de Benicius solo está en deuda consigo mismo. Ese reyezuelo sabe lo que busca. ¡Es peor que una víbora!
—¡Nunca conseguirás tu objetivo, maldito conde! —estalló Arturo—. ¡Nunca conseguirás lo que buscas!
Morfidio se acercó al joven y, después de observarle atentamente, dijo:
—¡No creas que volverás a escaparte con vida! —rugió—. ¡Si muero, tú también caerás! ¡Ni siquiera la magia de tu amo te salvará!
Arturo estaba a punto de responder cuando un centinela levantó el brazo y señaló a tres jinetes que se acercaban hacia el castillo.
—¡Emisarios, mi señor! ¡Traen bandera blanca!
—Ocúpate de recibirlos, capitán. Que te digan lo que quieren y que vuelvan a sus filas, antes de que ordene matarlos a todos —rugió Eric, fuera de sí—. ¡Maldito Benicius!
Arquimaes escuchó las palabras del conde Morfidio con desesperación. Sabía perfectamente que nunca se doblegaría ante Benicius y que la batalla era inevitable.
* * *
Arco de Benicius recibió a sus emisarios en la tienda de mando, aunque ya sabía de antemano lo que le iban a decir:
—Se han negado, ¿verdad? —preguntó, apenas entraron en la tienda.
—Morfidio no quiere ni hablar del tema. Dice que Arquimaes es suyo y que no lo soltará de ninguna manera —explicó el caballero Reynaldo.
—Asegura que Arquimaes es su invitado. Dice que no está dispuesto a dejarle salir de su castillo —le secundó Hormar.
—¿Invitado? Morfidio es una rata que debí aplastar hace muchos años. Sabemos perfectamente que lo ha secuestrado para apropiarse de esa formula secreta. Tenemos que impedir que se salga con la suya —dijo Benicius con amargura—. Si lo hace, nuestro reino caerá bajo su poder y seremos sus esclavos. Antes de que eso ocurra prefiero entregarme a Demónicus.
—¿Tan importante es el descubrimiento del alquimista? —preguntó Reynaldo.
—Nadie lo sabe. Puede que se reduzca a la transformación de una piedra en una gallina… ¡Cualquiera sabe lo que habrá pasado por la cabeza de ese pobre loco!
—Entonces, ¿por qué estamos aquí?
El rey tomó una copa de vino endulzado con miel y se la acercó a los labios.
—¿Y si se tratase de algo formidable? Mis espías me han hablado de un extraño poder…
—¡Ningún poder puede ser tan fuerte como nuestro ejército! ¡Nadie puede enfrentarse a nosotros! —gruñó Brunaldo, el más fiero caballero de la corte de Arco de Benicius.
—Ahora, lo importante es lograr la rendición de Eric —comentó el rey—. No podemos permanecer aquí durante meses, hasta que ese bárbaro se quede sin alimentos y decida rendirse.
—¿Qué podemos hacer para someterle? —preguntó Reynaldo—. Esa fortaleza está bien protegida.
—Pediremos ayuda a Herejio. Es la mejor forma de acabar pronto y sin bajas —informó el rey.
—¿Ese mago perverso? —gruñó Brunaldo.
—¿Tienes alguna idea mejor? —preguntó el monarca—. A mí tampoco me gusta ese hombre, pero reconozco que, a veces, es muy eficaz… Id a buscarle y traedlo a mi presencia.
Los caballeros se miraron con desconfianza. Sabían que Herejio era un hombre corrupto y ambicioso que pediría una gran recompensa por su ayuda. Y sabían que Benicius le daría todo lo que pidiera con tal de conseguir una rápida victoria. El problema consistía en que la fortaleza de Morfidio era casi inexpugnable y se necesitaría mucha magia para invadirla. Los muros de piedra resultaban difíciles de derribar, y solo un mago hábil y eficaz podía hacerlo.
Cuando Benicius se quedó solo, una silueta salió de detrás de una de las cortinas que dividían la tienda en varias estancias.
—¿Qué opinas, Escorpio?
—Mi señor, vuestros hombres son muy blandos. No han comprendido el problema en toda su dimensión —respondió el hombrecillo—. Debéis ser más duro con ellos.
—¿Crees de verdad que Arquimaes ha hecho un descubrimiento importante?
—No me cabe duda. Le he vigilado durante meses y estoy seguro de que posee algo poderoso. Soborné a un criado que me contó que Arquimaes había descubierto una gran fórmula mágica.
—Entonces, no sabemos nada. Todo se basa en tus conjeturas, ¿verdad?
—Sí, mi señor, y en mis informes. Pondría la mano en el fuego para demostrar que tengo razón. ¡Ese maldito sabio ha encontrado una fórmula diabólica que dará un poder extraordinario al que la posea!
—Sé que los sabios son mentirosos y traidores —insistió Benicius—. Incluso desconfío de ese mago nuestro.
—Hacéis bien, mi señor. Herejio es indigno de confianza. En su corazón anida una ambición ilimitada… Debéis guardaros de él…
—Y de ti…
—Yo nunca os traicionaría.
—Lo pagarías muy caro.
—Os juro por la salvación de mi alma que jamás haré nada que atente contra vuestros intereses. Sois mi rey y solo os serviré a vos.
Benicius le dirigió una mirada de desconfianza muy parecida a la que los campesinos lanzaban a las serpientes que se encontraban en sus campos. Pero Escorpio no se dio por aludido y prefirió olvidar el desprecio que Benicius le demostraba cada vez que tenía ocasión. El monarca ignoraba que su espía era un hombre de paciencia ilimitada.
—Más te vale, Escorpio, más te vale no traicionarme —susurró el rey mientras observaba cómo el informador se alejaba.
CUANDO llego a casa por la tarde, después de saludar a Mahania, me encuentro con Sombra en la escalera:
—Sombra, cuéntame lo que ha pasado con el banquero. Sé que ha estado hablando con papá. ¿Qué ha sucedido?
—No sé nada. No me he enterado.
Le agarro del brazo y le impido el paso:
—Oye, no me tomes el pelo. Estoy seguro de que lo sabes todo. Necesito que me informes.
Antes de responder, mira hacia todos los lados para asegurarse de que no hay nadie cerca:
—Aquí no quiero hablar. Quedamos esta noche en el tejado. Ahí no nos oirá nadie.
—Está bien, nos veremos después de cenar.
Me voy corriendo a ver a papá. Llamo a la puerta del despacho y espero una respuesta que no llega. Es raro, ya que siempre responde en seguida. Golpeo de nuevo pero sigo sin obtener respuesta. Con mucha precaución, giro el pestillo de la puerta y la empujo. Reina un silencio sepulcral, pero no hay ningún signo de vida. La habitación está a oscuras y únicamente la lámpara de la mesa está encendida. De repente, veo que algo se mueve ligeramente en el sillón. Reconozco la figura de papá. Estoy a punto de cerrar y marcharme, pero cambio de opinión y entro. Me acerco casi de puntillas hasta el sillón. No dice nada, creo que no me ha oído. Aunque se agita un poco, veo que está dormido. Sobre la mesilla hay envoltorios de chocolatinas. Seguro que es lo único que ha comido en horas. Su aspecto es deplorable. De repente, abre los ojos y me mira:
—Lo voy a conseguir, hijo, te juro que lo conseguiré, aunque me cueste la vida… —gime con dificultad.
—Papá, te tienes que cuidar —le suplico—. Te estás matando.
—Arturo, hijo, perdóname. Tienes que perdonarme por todo el mal que te he hecho… Lo siento mucho… Siempre te he complicado la vida, desde tu nacimiento…
—No tengo nada que perdonarte, papá.
—Si pudiera devolverte a tu madre…
—Papá, por favor, no te hagas más daño. No fue culpa tuya.
—Esta noche tenemos una cena con el señor Stromber. Él nos va a ayudar a solucionar todos nuestros problemas —añade—. Ya verás cómo todo se arregla. Anda, ve a prepararte.
Salgo del despacho un poco desanimado. Por lo que veo, la compañía de Stromber no le ha reconfortado tanto como yo pensaba.
Llego a mi habitación y entro en el baño, donde me quito la gorra y me miro en el espejo. Desgraciadamente veo que el tatuaje es todavía bastante visible. Casi puedo leer la gran letra «A» con cabeza de dragón que me cruza la cara. Me lanzo sobre la cama, escondo mi rostro entre las sábanas y me pongo a llorar de rabia.
—¡Nunca seré normal! ¡Soy un monstruo! ¡Soy un monstruo!
* * *
A papá le gusta que sea puntual a la hora de la cena. Dice que es importante que nos sentemos juntos a la mesa todos los días. Por eso, a pesar de la crisis que he experimentado hace un rato, pongo mi mejor cara, ya que no quiero que vea lo que he sufrido. No me gusta que sepa que me encuentro mal. El señor Stromber está en el salón, con una copa de champán en la mano, poniendo una de esas poses suyas tan características, similares a las que ponen los emperadores como Napoleón o Julio César:
—¿Qué tal te ha ido hoy en el colegio, Arturo? —pregunta amablemente.
—Bien, la nueva profesora parece muy competente —explico—. Hoy hemos tenido una muy buena clase. Además, su hija es mi compañera de pupitre.
—Me alegra ver que te relacionas —dice papá, acercándose a nosotros—. Eso está muy bien.
Parece que está tranquilo y tiene mejor aspecto. Pero percibo una cierta tristeza en su voz.
—Vamos a sentarnos —propone—. Esta noche tengo tanta hambre que me comería un jabalí.
—Le veo contento, amigo Adragón —dice Stromber—. Y eso me satisface.
—Sí, creo que conviene dejar los problemas de lado a la hora de la cena. Disfrutemos esta noche, que mañana será otro día.
—¿Es que mañana va a pasar algo malo? —pregunto, sospechando lo peor.
—No, nada que deba preocuparnos en exceso. Simplemente que algunos técnicos del banco vendrán a hacer un inventario de la Fundación, así que os ruego que si os encontráis con ellos, no os asustéis.
—¿Un inventario? ¿Para qué tenemos que hacer un inventario? —pregunto.
—Arturo, es conveniente ponerse al día. Ya sabes que en la Fundación entran y salen cosas de mucho valor continuamente —insiste—. Debemos saber lo que poseemos, ¿no?
—Claro que sí —interviene Stromber—. Ninguna biblioteca del mundo pasa más de dos años sin hacer inventario. El inventario es la base del negocio.
—Hace demasiados años que no lo hacemos —explica papá—. Creo que ya va siendo hora de ponernos al día. A veces tengo la impresión de que ya no sé ni los libros que tenemos.
—Muchos hombres y mujeres ilustres han muerto en la pobreza, acosados por las deudas por culpa de no haber sabido organizarse —dice Stromber, tomando un sorbo de champán.
—Cierto, y no quiero acabar como ellos —dice papá—. Es un final horrible.
Mahania sirve la cena en silencio. Aunque no dice nada, noto en su mirada que algo no va bien. Está disgustada, pero no consigo descubrir qué le pasa.
—Arturo, tu padre me ha contado algo sobre tu problema —dice Stromber—. Si quieres, podemos hacer una visita a un médico amigo mío que podría ayudarte. Es un eminente dermatólogo.
Lanzo una mirada de reproche a papá. Ya sabe que no me gusta que cuente a nadie mi problema.
—No te enfades con él —interviene el anticuario, dándose cuenta de mi disgusto—. Nos hemos hecho muy amigos y soy de confianza. Te aseguro que no se lo contaré a nadie. Pero insisto, si quieres podemos hacer un viaje a Nueva York para visitar a mi amigo que, seguro, podrá hacer algo por ti. Es muy caro, pero eso no debe preocuparte. Tu padre y yo nos ocuparemos de ese pequeño detalle, ¿verdad, Arturo?
—Nuestra situación económica no es buena. No nos podemos permitir ese lujo —me quejo—. Además, yo puedo aguantar.
—Arturo, hijo, eso no es verdad. Ese dibujo te tiene amargado —afirma papá, señalando el dragón de mi frente—. No te deja vivir tranquilo y estás acomplejado. Por su culpa vives solo y sin amigos. ¡Tenemos que arreglarlo!
—No exageremos. Es menos importante que una verruga —insisto.
—¿Una verruga, dices? Pero cómo puedes decir eso. Lo tuyo es… Un… No sé cómo llamarlo, pero desde luego es más grave que una verruga.
—Es como un tatuaje. Todos los chicos de mi edad llevan tatuajes. No es grave.
—¿Que no es grave? Dios, mío, ¿cómo puedes decir eso?
—Se nota que no es un tatuaje —dice Stromber—. Se nota que es algo… sobrenatural. ¡Ese dragón es horrible! Yo que tú me lo quitaría lo antes posible.
—¡Pero no a costa de agravar la situación económica de la Fundación! ¡Usted no lo entiende, pero esta biblioteca es nuestra vida! —protesto.
—¿Más importante que tu propia vida, Arturo? Ese símbolo mágico, o embrujado, o lo que sea, te ha convertido en un bicho raro y no puedes pasar toda tu vida con eso en la cara.
—El señor Stromber tiene razón, hijo.
—¿Ves como tu padre se preocupa? Arturo, tienes que hacernos caso. ¡Iremos a ver a ese dermatólogo!
—Como padre tengo la obligación de ayudarte a ser feliz. Y esa cosa te amarga la existencia.
—Jovencito, es evidente que tu padre tiene razón. Así que no se hable más.
Comprendo que la discusión no admite réplicas y opto por callarme. Cuando los mayores se empeñan en algo, nadie puede convencerles de lo contrario. Ellos mandan, nosotros obedecemos.
* * *
Ahora que todo el mundo está durmiendo, menos mi padre, que seguramente sigue trabajando en su investigación, subo al tejado para encontrarme con Sombra. Soy el primero en llegar, pero sé que no tardará en aparecer. No me ha fallado nunca.
Tiene la virtud de que su presencia no se nota. Es como un fantasma, que está sin estar, que entra sin llamar la atención, que sale sin haber entrado. Sombra es el alma de la Fundación. Nadie sabe qué hace exactamente, pero todos sabemos que es imprescindible. Me recuerda mucho al hombre invisible, que está pero no se le ve.
—Hola, Arturo, perdona por el retraso —dice, con su voz ronca pero cálida—. He tenido que ocuparme de un par de asuntos. Hay demasiadas ratas aquí. Tendremos que llamar a los fumigadores.
—No te disculpes, Sombra, que conmigo no es necesario —respondo—. Ven, siéntate a mi lado y cuéntame todo lo que sepas de ese asunto del banco. Papá me ha dicho que van a venir unos técnicos.
—Parece ser que tu padre debe mucho dinero al banco y que el señor Del Hierro ha decidido embargar la Fundación.
—¿Puede hacerlo? ¿Es legal?
—Totalmente. Le he sugerido que consulte con un abogado, pero me ha dicho que no hace falta. Ya sabes que a mí no me hace caso. Pero creo que lo necesita.
—¿Quién puede ayudarle? —pregunto—. Tiene que haber alguien…
—Si fuese capaz de reunir dinero y pagar al menos una parte de la deuda, podría mantener el control sobre la Fundación.
—¿Y qué podemos hacer?
—No dejarle solo. Si le abandonamos, cometerá muchos errores.
AL mago Herejio no le gustaba compartir sus secretos con nadie. Por eso desde hacía años prescindía de ayudantes que podrían venderle por un puñado de monedas. Para mayor seguridad había contratado los servicios de varios hombres armados, de su absoluta confianza, dispuestos a dar su vida para salvarle. Esos vigilantes protegían la entrada de su cueva de día y de noche para evitar cualquier ataque imprevisto. Y lo hacían bien.
El mago solitario había sido alumno de Demónicus y llevaba años perfeccionando el poder del fuego. Había conseguido progresos admirables que muy pocos habían tenido la oportunidad de apreciar.
Uno de los vigilantes, que acababa de entrar en la cueva, se quedó quieto durante unos segundos admirando la magia de su amo. Herejio, arrodillado ante la hoguera, ordenó a las llamas que se intensificasen hasta alcanzar una gran fuerza. El fuego adquirió un intenso color anaranjado y crepitó tanto que el guardia, que había olvidado hacer notar su presencia, tropezó y llamó la atención del mago. Éste giró la cabeza y le sorprendió:
—¿Qué haces aquí? ¿No os he dicho mil veces que nadie puede entrar sin mi permiso? ¿Acaso me estabas espiando?
—Oh, no, mi señor… Es que una expedición dirigida por el caballero Reynaldo, el alférez del rey Benicius, acaba de llegar. Quiere hablar con vos —se disculpó el soldado, temeroso de que le impusiera un castigo—. Está esperando vuestro permiso para entrar.
—¡Eso no es una excusa para que penetres sigilosamente en mi laboratorio, sin mi autorización!
—El enviado del rey Benicius quiere hablar con vos urgentemente —insistió el hombre, intentando hacerse perdonar.
Pero el mago no era un hombre tolerante. Abrió los ojos y miró intensamente al soldado que, inmediatamente, sintió cómo un terrible calor recorría todo su cuerpo. Cuando comprendió lo que estaba sucediendo el terror lo inmovilizó… ¡Sus piernas empezaron a arder y de su pecho salieron unas llamas rojizas que le abrasaron el corazón!
—¡Nunca debiste desobedecer mis órdenes! —exclamó el mago, observando cómo el guardián se incineraba—. ¡He dicho mil veces que no quiero que me veáis trabajar!
Atraído por los gritos de horror, Reynaldo entró espada en mano, acompañado de tres soldados y del segundo vigilante.
—¿Qué pasa aquí? —gritó horrorizado el caballero—. ¡Hay que ayudar a este hombre!
—¡Nadie puede hacer nada por él! —respondió Herejio—. ¡Está sufriendo el castigo que le corresponde por incumplir mis órdenes!
El ayudante, convertido en una antorcha humana, se revolvía en el suelo, intentando en vano apagar las llamas que le envolvían. Su esfuerzo por liberarse del fuego era inútil ya que procedía del interior de sus entrañas, por lo que ninguna fuerza terrenal podría extinguirlo.
—¡No os atreváis a ayudarle! —ordenó Herejio—. ¡Quiero que recordéis que nadie debe desobedecerme!
Los hombres estaban espantados por el macabro espectáculo, pero ninguno movió un solo dedo para socorrer al desgraciado. Sabían que hay algo peor que no socorrer a una víctima: ser la víctima.
Finalmente, después de una larga lista de quejidos, gritos y lamentos, el cuerpo, carbonizado, se quedó inmóvil sobre el suelo. Las llamas se extinguieron lentamente y el olor a carne quemada inundó la gruta, lo que obligó a los hombres de Reynaldo a taparse la nariz y a cubrirse los ojos.
—¿A qué se debe esta intromisión? —preguntó Herejio—. ¿Qué buscáis en mi laboratorio?
—El rey Benicius requiere vuestros servicios, noble Herejio —respondió el caballero, aún impactado por la terrible muerte del soldado—. Os envía sus respetos.
—¿Y qué desea de mí en esta ocasión?
—Ha asediado el castillo del conde Morfidio. Pero confía más en vuestros trucos de magia que en el filo de nuestras espadas y la fuerza de nuestros brazos. Os necesita.
—Eso demuestra que es inteligente. ¿Es entonces cierto lo que he oído sobre el secuestro de Arquimaes? Se trata de eso, ¿verdad?
—Mis explicaciones no os aportarán nada, ya que parece que sabéis más que yo… Estoy aquí para escoltaros… Por vuestra propia seguridad.
—¿Mi seguridad? Y, de la vuestra, ¿quién se ocupa? —preguntó irónicamente Herejio.
Reynaldo decidió no responder. Había comprendido perfectamente el mensaje: si no quería acabar abrasado como el vigilante, debía tener sumo cuidado de no ofenderle.
—Prepararé mis cosas. Partiremos al amanecer.
—Deberíamos salir ahora mismo —insistió el caballero—. El rey desea veros urgentemente.
—Si quiere conquistar la fortaleza de Morfidio, debo preparar lo necesario para realizar este trabajo. Y eso me llevará algún tiempo. Además, tendremos que hacer un alto en el camino para recoger ciertos productos… ¿De acuerdo?
Reynaldo asintió con la cabeza. Entendió perfectamente que era inútil tratar de presionar a aquel hechicero capaz de quemar vivo a un hombre por haber incumplido sus órdenes.
ALGUIEN llama a mi puerta y me despierta de golpe. Abro los ojos y salgo de mi sueño:
—¿Puede abrir, por favor?
—¿Quién es? —pregunto, todavía adormilado.
—Los interventores.
—¿Cómo? ¿Qué ha dicho?
—Haga el favor de abrir, que tenemos mucho trabajo y poco tiempo —me apremia una voz autoritaria.
Me levanto y me encuentro con dos hombres vestidos con traje negro que me miran con seriedad:
—Joven, haga el favor de apartarse, tenemos que hacer inventario.
—Pero, oiga…
Sin decir nada más, entran en mi habitación y se apropian de ella. El que parece ser el jefe del grupo, me dice:
—Si quiere explicaciones, puede hablar con el señor Del Hierro, que está en el despacho del señor Adragón.
Salgo corriendo y voy a ver a papá. Por el camino, veo que hay varios hombres con carpetas, tomando notas de todo lo que encuentran a su paso. Igual que en las películas de marcianos, se han apoderado de todo el territorio y se introducen por todas partes en un esfuerzo por conquistarlo. ¡Estamos invadidos!
Llego al despacho de mi padre y veo que Sombra y el señor Stromber están pegados a la puerta, como fieles guardianes, dispuestos a no dejar entrar a nadie.
El anticuario me coge del hombro y me impide el paso.
—Arturo, es mejor que no entres, tu padre se encuentra en un momento delicado —susurra—. Está en una negociación muy importante, no le interrumpas.
—Es igual: quiero estar con él. Me necesita.
Stromber se interpone, dispuesto a no dejarme pasar.
—¡Déjeme entrar! ¡Quiero estar con mi padre!
—Escucha, Arturo, es mejor que le dejes tranquilo…
—¡Sombra, ayúdame! —ordeno.
Sombra se acerca y empuja a Stromber, que da un paso hacia atrás. Me escabullo entre sus piernas, abro la gran puerta de madera de par en par y entro en el despacho. Veo que papá está en su mesa, sentado frente al banquero:
—¿Qué pasa? ¿Qué es ese ruido? —dice.
—Soy yo, papá. ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué hacen esos hombres aquí? ¡Se están apropiando de la Fundación!
—Tranquilo, hijo, tranquilo. Ya te lo dije, vienen a hacer inventario.
—Lo siento, señores, pero se ha colado y no lo he podido impedir —se justifica el señor Stromber.
—No pasa nada, no pasa nada —dice papá, agitando la pluma estilográfica.
Stromber se acerca amenazante hacia mí, dispuesto a sacarme de allí, pero Sombra se interpone en su camino:
—Sombra, haz el favor de salir —ordena papá—. Y usted también, señor Stromber.
Visiblemente disgustado, el anticuario se dirige hacia la salida y Sombra cierra la puerta.
Cuando nos quedamos solos, sigo con mi interrogatorio:
—¿Para qué hacen inventario esos hombres, papá? ¿Eh? ¿Para qué?
—Es algo habitual —responde—. Todas las empresas y las entidades suelen hacerlo. Ya te lo he explicado.
—Jovencito, no es buena idea entrometerse en cosas de mayores —dice Del Hierro—. Su padre sabe muy bien lo que tiene que hacer. Haga el favor de retirarse y dejarnos solos.
—¿Dejarles solos? ¿Qué son esos documentos? ¿Qué vas a firmar, papá?
—Nada, es un compromiso…
No le doy tiempo a terminar. Cojo las hojas de papel que papá está a punto de rubricar y leo la cabecera:
—«Procedimiento de embargo»… Pero, papá, esto es muy grave…
—Lo grave es no pagar las deudas —afirma el banquero—. Si no quiere acabar en la cárcel lo mejor es que firme inmediatamente…
—¡No firmes, papá, no aceptes que te quiten la Fundación!
—Escucha, hijo. Quiero explicarte algo. La Fundación no me importa, pero tú, sí. Si firmo estos documentos, el señor Del Hierro se compromete a pagar todos los gastos de tus médicos. Te curarán y quedarás libre de esa maldición.
—No quiero curarme a ese precio, papá.
—Arturo, lo he intentado todo, pero ya ves que mis esfuerzos no han servido para nada. ¡Ésta es una buena ocasión! ¡No puedes seguir creciendo con esa… enfermedad!
—¡No es una enfermedad!
—Bueno, lo que sea. Pero te está destrozando la vida. Tus compañeros del colegio se burlan de ti y apenas te atreves a salir a la calle para que nadie te vea. ¡Yo soy el culpable de lo que te pasa y voy a solucionarlo!
—Papá, por favor, si perdemos la Fundación, si acabamos sin hogar, me pondré peor. ¿Qué haremos cuando nos echen de aquí?
—Jovencito, le informo de que nuestro acuerdo contempla la contratación de su señor padre como director de investigación de la Fundación Adragón. Percibirá un buen sueldo y podrán ustedes vivir dignamente en un piso alquilado.
—¡Yo quiero vivir aquí! ¡Y él también! —me rebelo.
—Arturo, ya lo he decidido —sentencia papá.
—¿Mi opinión no cuenta? ¿Soy tu hijo y no me pides mi parecer?
—Usted no tiene la edad legal para entrar en estos temas.
—O sea, que no puedo decir nada al respecto. ¿Es eso, papá? ¿Soy un cero a la izquierda?
—Arturo, por favor, no te pongas así —ruega papá.
—Los mayores siempre hacéis lo que queréis —le recrimino—. Haz lo que te parezca bien. ¡Ya no me importa!
Se me han acabado las palabras. Ya no tengo argumentos para rebatir su decisión, así que salgo del despacho. Stromber no dice nada y se aparta para dejarme pasar. Sombra me acompaña en silencio. De repente, me abrazo a él y empiezo a llorar.
—Tranquilo, ya encontraremos una solución. Tu padre sabe lo que hace —me consuela.
—Mi padre se equivoca al pensar que tiene que ceder la Fundación para deshacer esa maldición. ¡Eso no es lo que yo quiero!
—El cariño le ciega. Te quiere demasiado para pensar bien —susurra—. Todo lo hace por ti.
—Eso es lo malo; que va a perder la Fundación por mi culpa, para quitarme esas horribles manchas. Y eso será peor.
—Ahora tienes que ir a clase —dice—. Ya seguiremos hablando esta noche.
Me despido de Sombra y salgo a la calle. En la portería me encuentro con Mahania que me dirige una mirada de comprensión que agradezco enormemente. A su lado, dos hombres del banco están contando los muebles que se encuentran en su garito. Es terrible, lo están controlando todo.
Patacoja está, como siempre, en el mismo lugar, tumbado en el suelo, con mala cara. Ha debido de pasar mala noche y parece descontento.
—Qué pasa chico, parece que hay movimiento en la Fundación. Han llegado las aves de rapiña, ¿verdad?
—Hay una invasión. Nos lo van a quitar todo. Nos quieren embargar —le explico.
—Eso es grave, chavalote. Muy grave.
—Hoy no te he traído nada para desayunar. No he tenido ni tiempo para ducharme. Lo siento.
—No te preocupes. Comparado con lo tuyo, lo mío es un juego de niños. Ya me las apañaré. Lo siento por ti.
—Hasta luego…
—Espera, Arturo, no corras… Las malas noticias no han terminado.
—¿Malas noticias? ¿De qué hablas?
—Esta noche han pasado cosas raras. Esas pandillas están rabiosas.
—Cuéntamelo mañana, que ahora llevo prisa.
—¡Han atacado la Fundación! —exclama.
Ahora sí que ha despertado mi interés.
—¿Que han hecho qué?
—Ven conmigo, chico, y te enseñaré lo que han hecho.
Haciendo un extraordinario esfuerzo, logra ponerse en pie. Después, casi arrastrándose, me lleva hasta la parte trasera del edificio.
—¡Mira! ¡Aquí lo tienes!
El corazón se me congela del disgusto. ¡Han hecho unos graffitis en la pared! ¡Han escrito amenazas contra nosotros! ¡Contra mi padre!
—Pero… ¿Quién ha podido hacer esto?
—No lo sé con seguridad, pero es grave. Ya te lo dije. Los buitres salen de noche y atacan en la oscuridad. Debéis tener cuidado u os devorarán.
—Es inexplicable. ¿Qué pretenden?
—Cualquiera sabe… Dinero, asustaros…
—¿Asustarnos?
—Es la forma que tienen de demostrar que no tienen miedo a nada ni a nadie. Es como marcar el territorio, igual que hacen los animales.
En ese momento, el portón de salida de vehículos se abre y Sombra y Mohamed se acercan a nosotros. Vienen visiblemente enfadados.
—Arturo, ¿qué haces aquí? A estas horas deberías estar en el colegio —dice Sombra.
—Es que… He venido a ver esto…
—No es asunto que deba preocuparte. Anda, márchate, que yo me ocupo. Ya he llamado al servicio de limpieza. Ahora vendrán a quitarlo.
—Yo vigilo hasta que lleguen —se ofrece Mohamed—. Ayudaré a limpiar.
—Pues les va a costar trabajo. Han pintado un montón —dice Patacoja—. Lo han pringado todo.
Sombra le mira sin decir nada. Sé que le conoce, pero prefiere ignorarle, cosa que suele hacer cuando está enfadado.
—Bueno, yo me voy —dice Patacoja—. Aquí no pinto nada.
—Yo también. Adiós.
Me despido con un movimiento de cabeza y salgo corriendo. Mis pensamientos son confusos. De repente, es como si una maldición del cielo nos hubiera caído encima. Dicen que los problemas no vienen solos, y debe de ser verdad.
* * *
Llego tarde al instituto y la puerta está cerrada. Menos mal que Mercurio está atento y, cuando me ve llegar, acude rápidamente a abrirla:
—¿Qué te ha pasado, Arturo? Es la primera vez que llegas tan tarde.
—Es que… Tenemos problemas en casa. Una visita inesperada… y muy complicada. Lo siento.
—Anda, corre, por esta vez no te lo tendré en cuenta.
Subo las escaleras, llego al primer piso y me acerco a la puerta de la clase. Me pregunto cómo reaccionará la profesora cuando me vea llegar.
Doy dos golpes en la puerta y, antes de que me responda, la abro:
—Señorita, lo siento, pero hemos tenido problemas en casa —me disculpo.
Ella está a punto de responder cuando toda la clase empieza a reírse.
—¿Habéis estado haciendo brujería esta noche y te has quedado dormido? —dice burlonamente Horacio.
La profesora le lanza una mirada rabiosa y él se calla. Ya sabe que estas cosas no le gustan.
—¿Qué te ha ocurrido? ¿Es algo grave?
—Me temo que sí —digo en voz baja—. Lo siento.
—Está bien, siéntate.
Metáfora me mira con pena. Noto que siente lástima por mí. Sé que no traigo buen aspecto y no creo que vaya a mejorar en toda la mañana.
—¿Te encuentras bien? —pregunta, apenas me siento.
—No demasiado.
—¿Qué ha pasado? Parece que vienes de la guerra.
—Las cosas se han complicado mucho en la Fundación… Pero a ti eso no creo que interese.
—Claro que me interesa, eres mi compañero de pupitre. Así que haz el favor de no ponerte borde conmigo, ¿vale?
—¿Compañero?
—Sí, compañeros de mesa. Estamos unidos.
—Vale, vale… Lo siento.
Dejamos de hablar para escuchar a la profesora, que en ese momento está dando una explicación muy interesante sobre la escritura.
—En realidad, las letras son solo signos con formas determinadas —dice—. Y nosotros aprendemos a descifrarlos. Igual que algunos investigadores descubrieron que se puede enseñar a los animales a hacer ciertas cosas, nosotros hemos aprendido a leer.
—O sea, ¿que no leemos, sino que desciframos? —pregunta Esther.
—Sí, eso es exactamente la lectura: descifrar signos. Y tenemos capacidad para componer palabras combinando esos signos. Eso es lo que nos ayuda a pensar correctamente.
No ha pasado una hora de clase cuando un murmullo general me alerta. De repente, mis compañeros se levantan y se acercan a las ventanas que dan a la calle. Empiezan a gritar y a reír. Algunos me miran, mofándose abiertamente de mí. Picado por la curiosidad, me levanto también y me acerco a una ventana. ¡No puedo creer lo que estoy viendo! ¡Es mi padre, que viene montado en su bicicleta! Mercurio le está abriendo la puerta, se saludan… ¡Entra! ¡Viene hacia aquí!
Metáfora, que no entiende nada, me pregunta:
—¿Quién es ese señor tan raro?
—¡Es mi padre!
Noto que hace un esfuerzo para no responder. Se queda a mi lado y comprende el sufrimiento que me atenaza.
—¡Atención todo el mundo! —grita Norma—. ¡Cada uno en su sitio! ¿Me habéis oído?
Como casi nadie le hace caso, va cogiendo a algunos del brazo y les lleva a su pupitre. Todos se ríen y en seguida empiezan a cantar y a burlarse de mí:
—¡Caradragón, Caradragón, el loco de tu padre viene a buscarte!
Metáfora pone su mano en mi hombro y me dice:
—No les hagas caso. Son idiotas.
Pero sus palabras no me sirven de consuelo. Yo sé lo que significan las burlas de mis compañeros de clase. ¿Por qué habrá venido?
De repente, la puerta de la clase se abre de un golpe. ¡Es papá que acaba de entrar!
—¿Desea usted algo? —le pregunta la profesora—. ¿Cree usted que son maneras de entrar en una clase, caballero?
Papá se queda paralizado ante la voz autoritaria de la profesora. Noto que se pone colorado mientras mira hacia el interior del aula, buscándome.
—Perdone… le ruego que me disculpe. Normalmente no me comporto así, pero…
—¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Quién es usted?
—Es que… Soy el padre de Arturo Adragón y necesito hablar con él —balbucea.
—¿Usted es el padre de Arturo Adragón?
—¡Se le nota a la legua! —grita de repente Horacio, haciendo reír a toda la clase—. Son tal para cual.
A la profesora no le ha gustado nada esa intervención. Se vuelve hacia el interior del aula y, pausadamente, anuncia:
—Si vuelvo a oír una burla o un insulto, os voy a poner tantos correctivos que se os van a quitar las ganas de tratar a la gente con esa falta de educación. ¡No quiero oír ni el vuelo de una mosca!
—No se preocupe. Es por mi culpa…
—Es por culpa de la mala educación que reciben —responde ella categóricamente—. Yo me llamo Norma Caballero y soy la nueva profesora de Arturo. Encantada de conocerle.
—¿Puedo hablar con mi hijo un momento? Se trata de algo urgente —empieza a decir papá.
—Claro. Salgan y hablen. No hay prisa. Ha sido un placer conocerle. A ver, Arturo, haz el favor de salir, que tu padre quiere hablar contigo.
Rodeado de un silencio sepulcral, me levanto y me acerco a mi padre. Ambos salimos al pasillo, cerrando la puerta detrás de nosotros. Hay un banco pegado a la pared y papá me propone que nos sentemos.
—¿Es tan urgente lo que tienes que decirme que necesitas interrumpir la clase? —pregunto secamente.
—Lo siento, Arturo, lo siento, pero tenía que contarte que…
—Ya ves lo que ha pasado. Ahora se reirán de mí durante tres meses —insisto.
—Escucha, Arturo, hijo. He venido para informarte de que… de que no he firmado la liquidación de deuda. De momento no habrá embargo —dice de un tirón.
Me quedo sin palabras. Trato de ordenar mis ideas. No tengo muy claro lo que significa su discurso… Pero suena bien.
—Significa que nos quedamos en la Fundación —aclara, como si me hubiera leído el pensamiento.
—¿No nos tenemos que ir? ¿Seguimos en la Fundación de verdad?
—Sí, hijo. De momento nos quedamos en casa —afirma.
—¿De momento? ¿Qué significa eso?
—Bueno, habrá que pagar la deuda, pero por ahora nos quedamos en nuestra vieja biblioteca. ¿Es eso lo que querías, no?
—Si, papa, es eso, y me alegra mucho que hayas tomado esa decisión. Gracias.
—Nunca haré nada que te disguste —susurra—. Eres lo más importante de mi vida. Eres mi vida.
Y me abraza con tanta fuerza que casi no puedo respirar. Estoy tan emocionado que yo también le abrazo. Estoy a punto de llorar cuando la sirena del recreo empieza a sonar.
Varias puertas se abren a la vez y docenas de chicos y chicas salen en tromba, dispuestos a disfrutar del recreo. Mis compañeros salen y, cuando pasan a mi lado, les oigo canturrear por lo bajo su maldita canción: ¡Caradragón, Caradragón, Caradragón!, mientras otros se ceban con nosotros y lanzan frases ofensivas: «viejo loco», «vaya familia de brujos», «está loco»…
En ese momento sale también la profesora. Se acerca a nosotros, y papá se levanta:
—¿Todo solucionado? —pregunta amablemente.
—Oh, sí. Tenía que comentarle algo urgente. Siento haber interrumpido de esa manera…
—No importa. Ha hecho usted bien —le disculpa ella—. A veces, hay que saltarse el protocolo.
—Le juro que no volverá a ocurrir. Pero en este caso era muy importante.
—No se excuse más. Le aseguro que le entiendo. Además, solo de ver la cara de felicidad de Arturo, creo que ha valido la pena.
—No tengo palabras para agradecerle…
Sin darme cuenta, Metáfora se ha unido al grupo.
—Ésta es mi hija, Metáfora. Es una buena estudiante, tan buena como Arturo —explica Norma.
—Vaya, veo que los cuida usted mucho. No sé cómo agradecerle todo lo que… ¿Puedo hacer algo?
—¿Invitarnos a cenar? —sugiere inesperadamente.
—Mamá… Eso no se hace —protesta Metáfora.
—¿De verdad aceptaría venir a cenar conmigo…? Bueno, con nosotros.
—Claro, si se empeña.
—Pues… ¡Este fin de semana! Podemos celebrar juntos el cumpleaños de Arturo… ¡Cumple catorce años!
—Vaya, eso está bien —dice Norma—. Es una edad extraordinaria que marca la línea entre la infancia y la juventud.
—A los catorce años ya somos adultos, mamá —protesta Metáfora—. Que no te enteras.
—¿Qué le parece el sábado por la noche, en la Fundación? —propone papá.
—¿La Fundación? ¿Es un restaurante? —pregunta Norma.
—No, es nuestra casa. Es una biblioteca privada a la que llamamos la Fundación —explico, recuperando las fuerzas para hablar.
—¿Cenar en una biblioteca? Pero eso… ¡Es magnífico! Nunca hemos cenado en una biblioteca. ¿Verdad, Metáfora?
—Es algo muy original —acepta mi compañera de pupitre—. Comer entre libros antiguos debe de ser divertido.
—Bien, pues entonces nos vemos el sábado por la noche —dice papá, retirándose—. No lo olviden.
—Yo me ocuparé de recordárselo —añado—. No te preocupes.
Un poco después, le vemos montar en su vieja bicicleta y salir pedaleando en dirección a la Fundación. Después de todo, hoy ha sido un día excepcional. Hace mucho tiempo que papá no me mostraba su amor, porque una cosa es decirlo y otra es demostrarlo con hechos.
Y mantener la Fundación en nuestro poder, a pesar de las dificultades, es un hecho importante.
* * *
Entro en la buhardilla de la cúpula central intentando no hacer ruido. Como siempre, descubro el gran cuadro de mamá y me siento en el viejo sofá que hay enfrente. Es tarde, apenas hay tráfico en la calle, por eso el silencio casi se puede oír.
—Hola, mamá, aquí estoy otra vez. Hace tiempo que no venía a visitarte, pero es que he estado muy liado con muchos asuntos. El peor es que papá ha estado a punto de dejar que embarguen la Fundación. Hoy lo he impedido, pero no sé si la próxima vez podré hacer algo… Estoy muy preocupado.
Juego a apagar y a encender la linterna, como si lanzara mensajes luminosos.
—Empiezo a tener miedo. Me siento solo y las fuerzas empiezan a abandonarme. Daría cualquier cosa por tenerte aquí, conmigo, protegiéndome… Aunque ya sé que eso es imposible, no dejo de desearlo y de soñarlo. Ya ves que necesito ayuda… ¿Puedes hacer algo por mí? ¿Puedes ayudarme?
Apago la linterna y me quedo en la oscuridad total, esperando alguna señal. Pero no llega. Solo hay un gran silencio.
Sé perfectamente que mamá no puede hacer nada por mí, pero no puedo evitar desear que vuelva a este mundo…
Estoy notando que la piel me pica, cosa que ocurre de vez en cuando con el dibujo de la frente, por eso no le doy importancia. Sin embargo, estoy notando algo extraño, algo nuevo que no me había ocurrido nunca. ¡Me pica todo el cuerpo! ¡Es como si un terrible escozor se hubiera apoderado de mí!
Enciendo la linterna y levanto la camiseta para ver qué está ocurriendo. ¡La piel está enrojecida! ¡Y parece que algo se mueve bajo ella!
Levanto la cabeza rápidamente para mirar a mamá y compartir con ella esto tan raro que me está pasando y, sorprendentemente, tengo la impresión de que me sonríe.
Ya sé que es imposible, que los cuadros no tienen vida, pero, durante una milésima de segundo he tenido la sensación de que estaba viva. ¡Ha tenido que ser una alucinación!
—También he venido porque estoy a punto de cumplir catorce años. Dentro de poco celebraré mi cumpleaños. Una extraña fiesta que también me recordará el día de tu muerte. El día que yo nací, tú perdiste la vida. Vine al mundo para que tú murieras… O al revés… Antes de marcharme, me quedo un buen rato callado, mirando el cuadro, igual que si ella estuviera de verdad delante de mí.
LAS catapultas de Benicius estaban situadas delante de la muralla, frente a la puerta principal, dispuestas para arrojar las grandes piedras que se amontonaban a su lado. Su objetivo era derribar el portón y atacar con escaleras para que las tropas de asalto pudieran entrar con la menor resistencia posible.
Benicius no se levantó de su silla para dar la bienvenida a Herejio, que acababa de llegar escoltado por los hombres del caballero Reynaldo. Al contrario, dejó que el hechicero se diera cuenta de que un rey es más importante que un mago.
—Gracias por llamarme, rey Benicius —dijo Herejio, inclinando servilmente su cabeza ante el monarca—. Estoy aquí para serviros.
—Necesitaré tu ayuda para rendir la fortaleza de Morfidio. Dicen que es imposible invadirla.
—Mi magia os ayudará a conquistarla —replicó con firmeza.
—Puedes instalarte en la tienda que te hemos preparado —ofreció Benicius—. Mañana estaremos listos para asaltar ese maldito castillo y apresar a Morfidio. Espero que no me falles.
—Lo conseguiremos con la ayuda de mi magia. Pero, decidme, ¿qué hay en esa fortaleza que os interesa tanto?
—No es asunto tuyo, Herejio. Limítate a cumplir con tu trabajo y serás bien recompensado.
—He oído decir que el conde tiene prisionero a ese hechicero llamado Arquimaes.
—Tienes las orejas muy largas, amigo. Ya te he dicho que no te inmiscuyas en los asuntos que no te interesan.
—No lo haré, mi señor. Solo quería advertiros de lo peligroso que es ese endemoniado Arquimaes.
—Y tú, ¿no eres peligroso?
—Solo para los que me odian y los que tratan de perjudicarme —respondió Herejio—. Mis amigos están a salvo.
Benicius se levantó y entró en su tienda, dejando al mago con la palabra en la boca. Por eso no pudo ver el cruce de miradas que se produjo entre Escorpio y Herejio.
Pero Herejio tampoco sabía que, en ese momento, estaba siendo observado por Arquimaes, desde la torre principal.
—No hay duda, se trata de Herejio. Es evidente que Benicius le ha mandado llamar. Ese hombre es muy peligroso —explicó Arquimaes.
—No creo que pueda hacer nada contra los muros de mi castillo —respondió Morfidio con fiereza—. Nadie ha conseguido derribarlos.
—Herejio tiene muchos recursos. Ha sido alumno de Demónicus durante años, y practica la magia casi como su maestro —le recordó Arquimaes—. No me gusta ver a este hombre aquí. Por su culpa la batalla podría ser muy sangrienta…
—Entonces, Arquimaes, entrégame el secreto que guardas. Luego nos desharemos de ese ejército, y tú serás rico para siempre. Te juro que podrás seguir con tu labor sin que nadie te moleste. Estarás bajo mi protección el resto de tu vida. Nadie osará tocarte un pelo.
Arquimaes inclinó la cabeza.
—Desearía volver a mi celda, conde —pidió.
Morfidio hizo una señal a Cromell, y el sabio y Arturo abandonaron la muralla almenada escoltados por un pelotón de soldados.
Cuando se quedaron solos, Cromell se acercó al conde y le hizo una advertencia:
—Ese hombre nunca os entregará su secreto por las buenas. Si me lo permitís, lo llevaré al potro de tortura, ya veréis cómo le hago hablar.
—¡Ni se te ocurra! No quiero correr el riesgo de verle morir. Nada de torturas. Estoy seguro de que se rendirá. La sola idea de que por su culpa se desencadene una guerra le tiene sobrecogido. Cuando caigan las primeras víctimas, hablará.
—¿Vale la pena seguir con esto?
Morfidio lanzó una sonrisa cínica antes de responder.
—Mira el ejército de Benicius. ¿Crees que estaría aquí delante si no fuese importante? Nadie moviliza a una fuerza militar semejante para liberar a un sabio que solo hace ungüentos para las manos o cura heridas de hacha.
La respuesta fue tan contundente que Cromell no insistió.
—Ese alquimista loco posee un poder como no se ha visto nunca por estas tierras —añadió el conde—. ¡Y será mío o de nadie!
—¿Y si las tropas de Benicius nos invaden?
—Si eso ocurriera, te ordeno que mates a ese maldito brujo. ¡No quiero que Benicius obtenga el poder de Arquimaes! ¿Lo entiendes?
—Claro que sí, mi señor. Lo mataré con mis propias manos. Os lo prometo.
—Si Benicius consiguiera apoderarse de ese secreto, yo no podría descansar jamás en mi tumba. Me revolvería en ella igual que una serpiente en un pozo, por eso tengo que estar seguro de que Arquimaes morirá.
* * *
Todos los libros que los hombres de Morfidio habían traído de la torre de Arquimaes estaban amontonados sobre varias mesas. Allí eran examinados por los mejores escribientes del conde.
—No hemos encontrado nada que indique que este hombre haya encontrado algún poder extraordinario —explicó Darío, el hombre de ciencias más importante del feudo de Eric Morfidio—. No hay ninguna pista.
—Pues hay que encontrarla como sea —rugió Eric—. Sé que hay un gran secreto oculto entre las páginas de estos libros.
—Llevamos días escrutando todos los misterios que se puedan esconder en sus páginas, y, salvo algunas fórmulas medicinales de poca importancia, os puedo asegurar que no hay nada de valor. Esa fórmula secreta no existe, pero…
Eric lanzó una mirada incendiaria a su servidor.
—… el caso es que habla de algo muy extraño…
—Sigue, no te detengas ahora, pero mide bien tus palabras —le ordenó Morfidio.
—He encontrado algunas expresiones misteriosas que, posiblemente, no signifiquen nada. Pero es la única pista que tenemos.
—¡No me hagas perder más tiempo y explícate!
Darío abrió un libro con tapas de madera, y buscó afanosamente una página.
—Aquí habla de algo muy extraño… Habla de un ejército protector que surgirá cuando se le invoque… ¡El Ejército Negro!
—¿El Ejército Negro? ¿Qué es eso? ¿Un ejército de muertos o algo así?
—No hay forma de saberlo. No hay más referencias —dijo el escribiente—. Es lo único que tenemos.
—Pues sigue buscando hasta que encuentres algo que me satisfaga —ordenó el conde—. No me conformaré con unas pistas tan endebles. Sé que Arquimaes posee un gran secreto y quiero apoderarme de él… Y tú me vas a ayudar, ¿entendido?
—Sí, mi señor, haré cuanto esté en mis manos —respondió Darío, haciendo una reverencia de sumisión.
Eric salió de la estancia más disgustado de lo que entró, pero absolutamente decidido a averiguar todo lo que pudiera sobre ese fantasmagórico Ejército Negro.
LOS interventores todavía invaden la Fundación. Lo que más me molesta es que hacen su trabajo con arrogancia, como dando por hecho que están en su propiedad y que nos la podrán arrebatar cuando quieran.
Sé que dentro de poco habrá un juicio y nos embargarán la biblioteca. Entonces, las cosas se pondrán difíciles para nosotros.
Creo que papá no sabe nada de las horribles pintadas que han ensuciado las paredes de la Fundación. Sombra me ha dicho que se lo va a ocultar el mayor tiempo posible y yo estoy de acuerdo con él. Al fin y al cabo, es posible que se trate solo de una gamberrada pasajera y que no vuelva a ocurrir. Ojalá sea así.
Ahora, lo importante es que papá está un poco más animado. La cena de esta noche, con Metáfora y su madre, le hace mucha ilusión. La verdad es que a mí también me apetece. Puede ser interesante, sobre todo por él. Por fin mi cumpleaños va a servir para algo.
Es la primera vez que organizamos una fiesta de celebración como ésta, con una profesora y una compañera de clase. Pero debo tener cuidado, no se me vaya a volver en contra. Sé perfectamente que, cualquier día, Metáfora puede hacerse amiga de Horacio y utilizar todo lo que vea esta noche aquí, en mi contra. Un escritor dijo una vez una frase inolvidable: «Tus amigos de hoy pueden ser tus enemigos de mañana».
* * *
Papá y yo nos hemos vestido de traje y corbata, cosa que no hacemos casi nunca, por eso nos encontramos un poco raros. Yo creo que Norma y Metáfora lo van a notar y volveremos a hacer el ridículo. Pero, bueno, yo estoy dispuesto a todo con tal de verle contento.
El caso es que, a papá, Norma le ha caído bien. Se ha pasado todo el día organizando la cena con Mahania y ha dispuesto algo especial. Se va a celebrar en el primer piso, entre las estanterías de la biblioteca principal, rodeados de libros. Un escenario único para una cena de amigos, algo que no haría nunca para nadie. Por eso pienso que está ilusionado.
—Creo que le encantará estar entre tantos libros antiguos —le ha dicho a Mahania—. Me ha parecido que le gustaban. Es lógico, al fin y al cabo es profesora.
Desde que la conoció, no ha dejado de hacerme preguntas sobre ella:
—¿Es una buena maestra? ¿Os enseña cosas importantes? ¿Os hace leer mucho? ¿Qué tipo de lectura le gusta?
—Papá, no seas pesado —le he dicho muchas veces—. Ya te enterarás de todo cuando se lo preguntes a ella.
Pero no me ha hecho caso y ha seguido con el interrogatorio.
—Pero, si viven solas, ¿dónde está su marido?
—No lo sé, papá. Nunca hablan de él.
—Pues podías preguntarle a Metáfora. Seguro que ella te lo cuenta. Hay que estar más atento, hijo.
Me parece que se está haciendo ilusiones. Nunca hubiera imaginado que papá pudiera interesarse por una mujer. Le veía tan abstraído con sus libros y con su investigación, que me parecía inimaginable que pudiera fijarse en otra mujer.
Pero esta tarde, cuando estábamos preparando la mesa, la realidad ha vuelto a aparecer. Stromber ha venido con unos documentos en la mano:
—Amigo Adragón —ha dicho—, me gustaría hablar con usted un momento sobre un tema de máximo interés.
—Si no le importa, hablaremos el lunes —respondió papá—. Hoy no quiero distraerme con nada que no sea la fiesta de mi hijo Arturo. Es lo más importante de todo.
—¿Es más importante celebrar esa fiesta que mantener la Fundación en su poder? —insistió Stromber.
—No, no es eso. Es que hoy tengo invitados especiales y quiero centrarme en ellos. Por eso no quiero llenarme la cabeza de problemas que ni siquiera puedo solucionar. Por lo menos hoy, que Arturo cumple catorce años.
—Ciertamente es un acontecimiento importante, pero no es excusa para evadirse de la realidad —le respondió con firmeza—. Le aconsejo que me dedique unos minutos, solo unos minutos.
Papá, que le tiene aprecio, dejó la vajilla que transportaba en ese momento sobre la mesa y le prestó atención.
—Veamos esa cosa tan importante que quiere usted enseñarme, pero sea breve, por favor.
—Escúcheme bien, querido Adragón. Si estuviera usted dispuesto a vender todos los archivos y documentos que posee sobre Arquimaes, podría saldar una buena parte de la deuda y vivir tranquilo. Recuerde que ha aceptado usted algunos préstamos legales que ahora deberá devolver. El señor Del Hierro y su banco le van a quitar hasta la camisa en el juicio.
—Usted sabe perfectamente que eso no lo haré jamás. Arquimaes forma parte de mi investigación y no puedo desprenderme de esos datos.
—¿Es que hoy le va a tocar la lotería? ¿Cree usted que las cosas se arreglarán solas? Vamos, amigo mío, no sea usted ingenuo.
—No los venderé de ninguna manera. Además, ¿quién pagaría tanto dinero por ellos? ¿Dónde puedo encontrar un comprador a estas alturas?
—Yo creo que podría ocuparme de eso. Por hacerle un favor, estaría dispuesto a adquirirlos. Y se los pagaría bien.
—¿Lo haría usted? ¿Haría usted eso por mí?
—Ya sabe que aprecio su trabajo y le tengo un enorme respeto. Su labor en la Fundación es encomiable y haría cualquier cosa con tal de que no se interrumpiera.
Papá se sintió tan emocionado que le dio un fortísimo abrazo.
—Amigo Stromber, no tengo palabras para agradecerle su ayuda. No hay nada en el mundo mejor que la amistad, y usted me lo acaba de demostrar.
—Pero no debemos perder tiempo. Debe usted reducir la deuda antes de que el juzgado intervenga. Después, será tarde. Del Hierro ganará el juicio ya que todas las pruebas están a su favor. Le arruinará.
—Tengo que pensarlo. Deshacerme de los libros de Arquimaes es lo último que estoy dispuesto a hacer en mi vida. Nunca le he contado la finalidad de mi investigación, pero le aseguro que es tan especial que no hay dinero en el mundo que la pueda compensar. Sin los textos del alquimista, no lograré nunca mi propósito.
—Escuche, píenselo hasta el lunes por la mañana. Tiene usted todo el fin de semana para tomar una decisión. El mismo lunes me marcharé de aquí ya que he terminado el trabajo que me ha traído a su casa.
—El lunes por la mañana…
—Exactamente. El lunes desayunaremos juntos y me contará usted su decisión. No tengo más que decirle. No quiero presionarle.
Y así terminó la conversación entre ellos. Una conversación que conozco gracias a Sombra, que ha tenido la feliz idea de contarme con todo detalle.
* * *
Falta poco para que lleguen. Papá ha enviado a Mohamed a buscarlas con el coche. La mesa está puesta y hemos bajado a la cocina para asegurarnos que la comida está preparada. Mahania ha hecho un buen trabajo y ha preparado un menú excelente.
—Era lo que solía prepararles a tus padres cuando celebraban su aniversario de bodas —me confiesa Mahania—. Era la comida favorita de tu madre.
Sus palabras me emocionan y me recuerdan que Mahania es el mejor lazo que me une con mamá.
—Tu padre está muy contento. Hace años que no le veía así. Esa invitada debe de ser algo muy especial —añade, aprovechando que papá está eligiendo un buen vino en la bodega.
—Pues, ahora que lo dices, sí, creo que es una mujer diferente. Tiene una manera de hacer las cosas que me gusta —explico.
—¡Ya están aquí! —exclama, cuando oímos sonar el claxon del coche de Mohamed.
Papá aparece en seguida con una botella en la mano:
—Venga, vamos a recibirlas —ordena—. Vamos deprisa. Han llegado antes de lo previsto.
Salimos corriendo de la cocina y llegamos a la puerta de entrada. En ese momento están bajando del coche.
—Buenas noches —dice papá—. Sean bienvenidas a la Fundación, nuestra casa…
—Nuestro hogar… —digo.
Norma se acerca a papá y extiende la mano:
—¿Suele usted obsequiar a sus invitados con una botella de vino? —pregunta.
—¿Qué? Oh, no, lo siento… No era mi intención… —se disculpa papá, entregando la botella a Mahania—. Estaba eligiendo en la bodega cuando ha sonado el claxon…
—A ver, ¿me permite? —pide Norma, cogiendo la botella de vino—. Mmmm… Un Vega Sicilia del 76. Tiene usted buen gusto, señor Adragón.
—Arturo, llámeme Arturo —titubea papá.
—No tengo edad para tomar vino —dice Metáfora—. Supongo que habrá algo para mí.
—También tenemos refrescos de naranja… —comento—. Tenemos toda clase de zumos.
—¿Y zumo de piña?
—¿Zumo de piña? —pregunto, mirando a Mahania.
—Seguro que hay zumo de piña —responde, haciendo una seña a Mohamed que, en cuanto comprende el mensaje, sale corriendo a la calle.
—¿Te gustan las frutas tropicales? —pregunto—. Son muy buenas para…
—Bueno, hoy me gustan; mañana ya veremos…
Metáfora viene en plan de hacerse la interesante. He leído en algunos libros que las chicas, a cierta edad, se ponen un poco… especiales. Tendré que estar alerta para no estropearle la noche a papá.
La verdad es que está guapísima con ese vestido que se ha puesto, no como yo, que parezco un anticuado.
—Bien. Si les parece, podemos ir subiendo al primer piso, para enseñarles nuestra biblioteca —propone papá.
—Estoy deseando conocerla —responde Norma—. Me gustan tanto los libros que estuve a punto de ser bibliotecaria.
Papá la mira embelesado. Ha oído lo que más le gusta de una persona: que le apasionen los libros.
—¿Te gusta leer? ¿Te gustan los libros?
—Es una devoradora de libros —explica Metáfora—. Lee todo lo que cae en sus manos. Tenemos la casa llena de libros.
—Ah, es una buena noticia —dice papá—. Creo que los libros son el alma de la civilización, la sangre de nuestro conocimiento…
—Y la memoria del mundo. Lo que no está en los libros no existe —añade Norma.
—Norma, me has dejado asombrado. ¡Acabas de pronunciar mi frase favorita! —exclama papá, exaltado.
Es curioso, pero creo recordar que esa frase se la he dicho a Metáfora en alguna ocasión… Aunque no estoy seguro.
La cojo del brazo y la aparto del grupo:
—Oye, esa frase te la dije yo. ¿No se la habrás repetido a tu madre, verdad?
—Esa frase la conoce mucha gente —dice—. Además, nosotras no jugamos a ese juego, ¿sabes?
—Vale, perdona.
—Mide un poco tus palabras. No hemos venido aquí para ser insultadas. Si no me tratas con respeto, es posible que me marche.
No sé, quizá me equivoque, pero por la forma que tiene Metáfora de mirar a mi padre, me parece que no le gusta esta cita entre su madre y mi padre.
Subimos a la primera planta y llegamos a la puerta de la biblioteca. Papá se dispone a abrir la puerta mientras dice:
—Aquí tenemos nuestro mayor tesoro. Almacenamos una gran cantidad de libros y pergaminos de valor incalculable.
—Creo que me va a gustar ver ese tesoro —dice Norma—. Me encantan los documentos antiguos.
—La escritura es el mejor tesoro de la Humanidad —afirma papá, dando una vuelta a la manecilla de la puerta—. Por eso he pensado que, a lo mejor, os gustaría…
Abre la puerta y podemos ver, entre las estanterías, una mesa engalanada con flores y con los cubiertos preparados, iluminada con velas.
—… cenar aquí, entre ellos.
Norma abre los ojos, como si no creyera lo que está viendo.
—¿Quieres decir que vamos a cenar aquí, entre los libros, los pergaminos, los códices históricos?
—Lo has dicho muy bien, espero que sea una velada «histórica».
Noto que hay algo mágico en el ambiente. Es algo que no soy capaz de expresar con claridad, pero que no me es ajeno. Suelo entrar en esta sala muchas veces, pero hoy, por primera vez, siento como si algunas fuerzas se hubieran conjurado para hacerme sentir a gusto. Es algo muy extraño.
—Esta sala es muy especial para mí. Aquí está todo lo que necesito para llevar a cabo mi gran investigación —explica papá.
—¿Qué investigación es ésa? —quiere saber Norma.
—Es algo especial que me cambiará la vida si sale bien. Si os parece, podemos cenar y, después, Arturo y yo tendremos mucho gusto en enseñaros la Fundación.
—Me parece bien —dice Norma—. La verdad es que tengo un poco de hambre…
—Tenemos menú especial —anuncia papá—. Lo ha preparado Mahania.
Nos sentamos a la mesa según el orden establecido por papá: ellos dos en la cabecera, frente a frente; y Metáfora y yo en los laterales, cara a cara. Es la primera vez en mi vida que me siento en familia, y es una sensación nueva para mí. Una sensación que me gusta. Es como si, de alguna forma, me compensara un vacío que he tenido durante mucho tiempo… Como si fuera algo que hubiera estado esperando durante muchos años.
Mahania sirve los entremeses y papá descorcha la botella de vino. Con mucho cuidado, vierte unas gotas en la copa de Norma y le pide su aprobación.
—Exquisito —dice ella—. Hace tiempo que no probaba algo así.
En ese momento, entra Mohamed, llevando en la mano una jarra:
—Aquí traigo el zumo de piña para la señorita —anuncia.
—Muchas gracias —dice Metáfora—. Se lo agradezco mucho.
Mohamed deja la jarra ante ella y se retira.
—Es un excelente colaborador —dice papá—. Como podéis ver, es capaz de cualquier cosa con tal de hacer quedar bien a la Fundación.
—¿Trabajan muchas personas aquí? —pregunta Norma.
—Pues, verás… Mahania, Mohamed y Sombra… viven aquí, mientras que algunos colaboradores externos vienen solo durante las horas de trabajo, que son muchas —explica papá—. Unas veinte personas. Y ahora estamos pensando en contratar a un jefe de seguridad, pero no estamos seguros de necesitarlo.
Como veo que Metáfora está indecisa, me levanto y lleno su copa de néctar de piña.
—Gracias —dice—. Eres muy amable.
—Es el estilo de la casa —respondo—. Aquí somos todos así.
Papá levanta su copa de vino y hace un brindis que nosotros secundamos:
—¡Por nuestras invitadas! —dice.
—¡Por nuestros anfitriones! —responde Norma.
Creo que ahora hemos roto el hielo. Ya podemos comer tranquilamente y degustar los riquísimos entremeses.
—Vamos a probar un delicioso pato a la naranja que Mahania ha preparado especialmente para nosotros —anuncia papá—. El Vega Sicilia que he escogido potenciará su sabor.
—¿La piña combina bien con la carne? —le pregunto.
—La piña combina bien con todo —explica, como si fuese un experto—. Con la carne, con el pescado, con las verduras… Es una maravilla.
No sé si es por las palabras de papá, pero el pato a la naranja está exquisito. Es un plato muy sofisticado inventado por los franceses, que son especialistas en estas cosas de la comida.
—Hace muchos años que no recibimos visitas tan agradables. No sé si estaré a la altura como anfitrión —dice papá, retorciendo torpemente un hueso del pato.
—Estás a la altura y esta cena es una delicia. Además, estar aquí, rodeada de tantos libros, me ha emocionado —afirma Norma—. Nunca hubiera imaginado algo así. Es como un cuento de hadas.
—Bueno, hay que recordar que estamos en un pequeño palacio. Tiene tantos años que no se pueden ni contar. Pero mucha gente asegura que sus cimientos y algunos muros tienen más de mil años.
—Eso es mucho tiempo —comenta Norma, un poco sorprendida.
—Este edificio siempre ha pertenecido a nuestra familia. Pero un antepasado nuestro, un historiador llamado Arturo Adragón, lo remodeló y lo convirtió en una biblioteca. Aún conserva atributos de nobleza. Hay gran cantidad de elementos decorativos que lo embellecen… Cosas que ya no se hacen.
—¿Sueles celebrar cenas a menudo en este lugar o lo has hecho especialmente para nosotras? ¿Es una técnica de seducción?
Papá se ha quedado mudo. De repente, es como si se hubiera congelado. La pregunta de Norma ha logrado descomponerle. No lo entiendo. Norma se ha dado cuenta y rectifica:
—Perdón, me parece que he sido indiscreta. Te ruego que me disculpes…
Papá toma un leve trago de vino y logra articular palabra:
—No es culpa tuya. He organizado esta cena en esta sala pensando en agradarte y olvidando por completo lo que aquí ocurrió hace años. Es algo que guardo en lo más profundo de mi corazón.
—Podemos cambiar de tema —sugiere Metáfora—. No es necesario seguir…
—Aquí, en esta sala… me declaré a Reyna, mi mujer. Y hoy hace catorce años que… —reconoce con la voz entrecortada y temblorosa.
Papá no celebra mi cumpleaños, en realidad está recordando la muerte de mamá. Incluso Mahania, que se afana en preparar todo para servir el postre, se ha quedado petrificada. Norma y Metáfora me miran fijamente, es una situación incómoda.
—No pasa un solo día sin que me acuerde de ella. Hoy es un día extraño para mí: es a la vez el más feliz y el más desgraciado.
—¡Cambiemos de tema! —propone Norma—. Volvamos al guión previsto; la celebración del cumpleaños de Arturo.
—Ya sé que no es exactamente lo que esperabas —dice papá—. Lo siento mucho, pero me he emocionado al recordarla. Y eso que me había prometido no hacerlo.
Mahania se acerca a su lado, le recoge el plato y se retira. Papá toma otro trago y se dispone a hablar, pero mi compañera de clase le interrumpe:
—Arturo, ¿te he contado que yo vi la luz en un lugar parecido a éste? —pregunta Metáfora—. ¡Yo nací en una imprenta!
—Es cierto. Mi marido era impresor y una noche, en la que tuvimos que quedarnos a trabajar para entregar unos ejemplares que habíamos prometido, me puse de parto. Metáfora vino al mundo entre máquinas de imprimir. Tuve la suerte de que pudimos llamar a una ambulancia y ésta llegó a tiempo para asistir el parto. Y a la vista está que todo salió bien.
—Pero nuestro caso es diferente —dice papá, arrastrando las palabras—. A nosotros no nos salió bien. Hubo problemas. Problemas que aún perduran… Y todo por mi culpa.
—Si les parece, pueden tomar el postre en el despacho —propone Mahania, viendo que papá se está derrumbando por momentos. De hecho, se le nota nervioso y habla más de la cuenta.
—No, voy a contar todo lo que llevo dentro antes de que explote —afirma papá animado por la presencia de Norma, que le escucha con atención—. Llevo demasiados años guardando en mi corazón un secreto que debe ser compartido con Arturo.
—Arturo, no sé si debemos escuchar… —dice Norma.
—No hay nada que ocultar y sí mucho que contar. Es una historia personal de la que nunca hablo mucho para no hacer daño a Arturo, pero ya tiene edad para saber más sobre sí mismo.
Mahania entra con los platos de postre y una tarta, quizá con la esperanza de hacerle callar. Pero, evidentemente, no sirve de nada.
—Todo empezó hace catorce años, cuando yo seguía la pista de algunos documentos originales escritos por alquimistas reconocidos. La investigación indicaba que tenía que ir hasta Egipto y decidí viajar hasta allí. A pesar de que estaba embarazada, Reyna, mi esposa, decidió acompañarme en mi aventura. Nos internamos en el interior del desierto, muy alejados de la civilización, casi perdidos…
ACABABA de amanecer, el sol rojizo despuntaba sobre la línea del horizonte. Había un silencio absoluto en las filas del ejército de Benicius y nadie osaba moverse o llamar la atención. Todos observaban con interés lo que ocurría en la gran explanada que se extendía entre ellos y el castillo de Morfidio.
El mago Herejio estaba de pie, dentro de un círculo que él mismo había trazado en el suelo durante la noche, con un líquido verde.
A su alrededor, docenas de soldados fuertemente armados habían formado una valla de protección. Estaban atentos para impedir que cualquier intruso intentara frustrar su malévolo trabajo.
Más atrás, en lo alto de una colina, montado sobre su caballo de guerra, el rey Benicius observaba atentamente al mago. A su lado, sus caballeros más fieles se mantenían en estado de alerta, dispuestos a actuar a la más mínima orden.
En las murallas, semiocultos tras las almenas, los soldados que defendían la fortaleza prestaban atención a cada movimiento de Herejio. Tenían los arcos preparados con las flechas colocadas, dispuestas para ser disparadas.
Arquimaes y Arturo habían sido llevados a la torre, junto a Morfidio, que estaba bastante preocupado.
—Ahora veremos quién es más brujo, él o tú —se burló el conde.
Como si hubiera escuchado sus palabras, Herejio extendió sus brazos hacia el cielo, en busca del sol. Sus manos se dirigieron directamente al astro, que estaba frente él. Entonces empezó a recitar un texto que muy pocos llegaron a escuchar y que nadie hubiera sido capaz de descifrar. Era un canto mágico que ningún otro ser humano podía comprender. Una oración al sol.
Los caballos relincharon, los guerreros no movieron un solo dedo, mientras permanecían atentos a lo que pudiera suceder. Algunos pensaron que la acción del mago era una fanfarronada; otros, al contrario, tenían el corazón acelerado, convencidos de que algo grande estaba a punto de ocurrir. Cuando se trataba de magia, podía suceder cualquier cosa.
De repente, sin que nadie pudiera afirmar de dónde había surgido, una bola de fuego surcó repentinamente el cielo y se dirigió directamente hacia el castillo de Morfidio, dejando una estela de humo negro y acompañada de un extraordinario zumbido. Mientras, crecía y crecía.
El clamor se generalizó en las almenas y las gargantas de los soldados se enrojecieron cuando gritaron de miedo. Pero eso no impidió que la bola de fuego prosiguiera su viaje hacia el muro principal del castillo.
Cuando se estrelló, ya había alcanzado el tamaño de un edificio de dos pisos. La gigantesca masa llameante explotó y lanzó esquirlas incandescentes en todas las direcciones. El ruido que acompañó a la explosión fue tan fuerte que estremeció el corazón de todos los que la escucharon. Algunos arqueros, soldados y caballeros, salpicados por las llamas voladoras, ardían y hacían lo imposible por apagar el fuego de sus ropas. Los que no lo consiguieron prefirieron lanzarse al foso de agua, a pesar de saber que fuera de las murallas les esperaba una muerte segura.
Ahora, todos sabían que el mago Herejio tenía un poder infinito. Un poder que podía arrasar campos, ciudades y castillos. Y eso atemorizaba tanto a los que defendían la fortaleza como a los que la atacaban.
Arquimaes y Arturo, rodeados de llamas que caían del cielo, se miraron en silencio, pensando que era necesario hacer algo para detener aquel salvaje ataque. Morfidio trató de aprovechar la confusión para debilitar la voluntad de Arquimaes.
—¿Comprendes ahora que Benicius no se detendrá ante nada? —gritó, mientras esquivaba una andanada de trozos ardientes—. ¿Quieres morir entre las llamas mágicas de Herejio? ¿Quieres que muramos todos?
Arquimaes comprendió que no era el momento adecuado para entablar una discusión. Pero, en el fondo de su corazón sabía que tenía que hacer algo si quería evitar la muerte de muchos cientos de hombres, mujeres y niños.
Como si no tuvieran prisa por caer, los trozos de fuego parecían volar igual que pájaros malditos, por lo que el ataque se estaba alargando más de lo que todos esperaban.
Arquimaes y Arturo se habían protegido tras una pequeña catapulta de madera que se hallaba dispuesta sobre las almenas. Los pedazos de fuego pasaban por todos lados, a su alrededor. Se estrellaban contra la máquina de guerra, contra el suelo y contra la almena, produciendo otros trozos más pequeños que, a su vez, volvían a multiplicarse cada vez que chocaban contra algo. Era una verdadera lluvia de fuego de la que era muy difícil salir bien librado.
De repente, un enorme proyectil, grande como un carro de heno, cayó directamente sobre la catapulta.
—¡Cuidado, Arturo! —gritó Arquimaes, apartándose a tiempo—. ¡Cuidado!
Pero Arturo no pudo evitar el fragmento de fuego que cayó pesadamente sobre él. Su cuerpo quedó envuelto en llamas antes de que el sabio pudiera hacer nada para apartarlo de su trayectoria. Arturo parecía otra bola de fuego, como las que inundaban el castillo, con la diferencia de que era una bola viva, con capacidad de movimiento.
Morfidio observó horrorizado cómo la figura incendiada del muchacho se revolvía, intentando liberarse inútilmente del fuego mágico de Herejio. No podía apartar los ojos de Arturo, que ardía como una antorcha, sin hacer nada por ayudarle.
El cuerpo de Arturo estaba envuelto en feroces llamas amarillentas y anaranjadas que se ensañaban con él. Arquimaes cogió una capa de un soldado caído y se lanzó sobre su ayudante. Lo envolvió con el grueso paño e intentó asfixiar esas horribles llamas que parecían crecer por momentos. Sin embargo, el sabio, que no conseguía su propósito, tuvo la extraña sensación de que el cuerpo de Arturo no ardía y de que estaba protegido por una especie de coraza. Comprendió inmediatamente que era más un deseo que una realidad y redobló inútilmente sus intentos.
Cromell, que estaba cerca, cogió un cubo de agua y lo lanzó sobre el cuerpo del joven, exponiéndose él mismo a ser víctima de la lluvia de fuego. Las llamas decrecieron y Arquimaes ayudó al oficial. Entre los dos lograron apagar definitivamente el terrible envoltorio de llamas que rodeaba el cuerpo de Arturo. Después, para rematar su obra, el científico se arrojó sobre el cuerpo de Arturo y lo envolvió de nuevo con la capa, asfixiando definitivamente el fuego.
El muchacho se quedó quieto durante unos segundos, tumbado sobre el suelo. Parecía haber perdido todo halo de vida. Arquimaes estaba desconsolado intentando reanimarle… Pero Arturo no respondía.
El sabio ignoró los proyectiles de fuego que seguían cayendo a su alrededor y le cogió en sus brazos. Lentamente, empezó a bajar las escaleras pobladas de cadáveres y, entre gritos de dolor y desesperación, se dirigió hacia su celda.
Morfidio lo observó en silencio. Al fin y al cabo, la muerte de Arturo podía beneficiarle. Una persona desmoralizada era siempre más propensa a hablar.
—Por cierto, Arquimaes —gritó inesperadamente Morfidio—. ¿Has oído hablar del Ejército Negro?
El alquimista no hizo caso a las palabras del conde y siguió su camino. Ahora casi nada le importaba. Poco después, portando el cuerpo sin vida de Arturo, entró de nuevo en su calabozo y lo depositó sobre el camastro.
Mientras tanto, aprovechando que el ataque de fuego había terminado, un mensajero del rey Benicius se acercó a pocos metros de la puerta principal, que ahora estaba chamuscada, y leyó un edicto:
—¡Mi señor os advierte que si no os rendís, mañana enviará una nueva bola de fuego que destruirá definitivamente este castillo, y todas las personas que se encuentren dentro morirán abrasadas! —gritó el hombre, agitando su bandera blanca—. ¡Tenéis hasta el amanecer para rendiros!
REYNA y yo recorríamos lugares inhóspitos del antiguo Egipto en compañía de nuestros fieles Mohamed y Mahania —continuó papá—. Él nos servía de guía, mientras que ella era la cocinera y asistente de Reyna que, como ya he dicho, estaba en avanzado estado de gestación.
Finalmente, llegamos a una zona deshabitada, siguiendo la pista de cierto pergamino que podía estar relacionado con Arquimaes. Los soldados que nos escoltaban nos dijeron que podíamos alojarnos en un extraño templo, semiabandonado, lleno de pergaminos, libros y todo tipo de documentos antiquísimos. En cuanto nos instalamos en ese recinto, los soldados se marcharon con la promesa de volver al cabo de una semana. A cambio de una gran cantidad de dinero, logré que me dieran mano libre para revisar todo lo que yo quisiera; la única condición fue que no podía sacar ningún documento ya que, como todo el mundo sabe, está prohibido por la ley, que allí es muy rigurosa en este sentido.
Nos dejaron en aquel lugar, abandonados en el desierto, y se llevaron la llave de nuestra camioneta para que no pudiéramos ponerla en marcha. Estuvimos así algunos días hasta que, una noche, ocurrió algo terrible. Recuerdo que estaba trabajando con un curioso pergamino supuestamente escrito por Arquimaes, haciendo algunas pruebas, cuando noté que el edificio temblaba a causa de los truenos.
En seguida empezó a llover torrencialmente. Hubo rayos y truenos desde que oscureció y se desencadenó una terrible tormenta en aquel desierto en el que todo parecía más peligroso. Por si la situación en sí misma no fuera lo suficientemente peligrosa, cayó tal cantidad de agua que nos hizo temer que se produjeran inundaciones.
A causa de un rayo, el motor del generador ardió y el edificio entero quedó a oscuras. Las chispas saltaron desde la pared hacia la mesa, dando la impresión de que eran seres vivos diminutos los que inundaban la estancia. Mi esposa, debido posiblemente al susto, lanzó un tremendo grito de dolor.
—¡Arturo! —chilló.
—¿Te encuentras mal? —le pregunté asustado.
—Creo que ha llegado el momento —respondió ella, con la voz entrecortada.
Estábamos solos en el templo. No había nadie que pudiera ayudarnos, salvo Mahania y Mohamed que se encontraban en algún lugar del edificio, haciendo su trabajo.
—¡Llama a Mahania! —imploró mi esposa—. ¡Llama a Mahania!…
Salí corriendo, sin saber muy bien hacia dónde dirigirme. Llegué al sótano, donde nuestro guía Mohamed y su esposa Mahania se alojaban, pero no estaban allí. Desesperado, seguí corriendo y gritando:
—¡Mahania! ¡Mahania!
Pero nadie me respondió. Supuse que, ante la fuerza de la tormenta, se habrían refugiado en algún lugar más seguro. Dado que el edificio, que era una especie de templo, era demasiado grande para buscarlos, decidí volver al lado de mi esposa. Los rayos y los truenos se hicieron más intensos mientras mi esposa notaba cómo nuestro hijo estaba a punto de nacer. Yo estaba decidido a hacer un puente y poner en marcha el vehículo.
—¡Te llevaré en el coche hasta la ciudad! —le aseguré—. No te preocupes, llegaremos en seguida…
Pero ella, que no tenía fuerzas para moverse, se negó. Sabía de sobra que era demasiado tarde.
—¡No llegaremos! —afirmó.
—Hay que intentarlo… Es nuestro hijo y debemos…
No pude terminar la frase. Se sintió mareada y estuvo a punto de perder el conocimiento. Apenas tuve tiempo de recogerla entre mis brazos antes de que cayera al suelo. Yo estaba desesperado y no sabía qué hacer.
Entonces, milagrosamente, llegaron Mahania y su esposo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mohamed, levantando el brazo en el que portaba un candil, para ver mejor la inesperada escena.
—Es Reyna, está a punto de dar a luz…
Mahania se acercó y la observó atentamente.
—¡No hay tiempo de llevarla a ningún sitio! —exclamó—. Debemos atenderla ahora mismo.
—Pero… Aquí…
—Sí, póngala sobre la mesa central. El bebé nacerá aquí…
De un manotazo, arrojé al suelo todos los papeles y documentos con los que estaba trabajando, y deposité delicadamente su cuerpo sobre la mesa. Al verla ahí tendida, me llevé las manos a la cabeza y me sentí desesperado; no sabía qué hacer…
—¡Salga de aquí y espere fuera! —ordenó Mahania—. ¡Yo me ocupo de todo!
—Pero…
—¡Fuera de aquí ahora mismo! ¡Vaya a calentar agua y busque toallas! Necesito que Mohamed se quede aquí, para darme luz.
Obedecí sin rechistar. Tropezando con los libros que se encontraban apilados o caídos por el suelo, salí lanzando gemidos de angustia, absolutamente desperado. Yo lo tenía todo: era un hombre trabajador y amante de la cultura, que se había dejado la piel para salvar y coleccionar los mejores libros del mundo, los mejores ejemplares antiguos y clásicos… Había heredado el legado de mi familia y lo había mantenido y mejorado. Amaba a mi esposa más que a nada en el mundo y me sentía dichoso por el próximo nacimiento de un hijo… Y ahora, por mi imprudencia, mi primogénito iba a nacer entre pilas de libros desordenados, a la luz de un candil de aceite, entre rayos y truenos, en medio del desierto. Mi mujer estaba clínicamente desasistida y me dolía el alma verla sufrir de esa manera.
La lluvia golpeaba el tejado del edificio y retumbaba como los disparos de una ametralladora, un sonido que me atormentaba.
Cuando mi mente empezaba a perder el control, una música inesperada llegó a mis oídos: ¡Era la voz de un bebé que lloraba a pleno pulmón! ¡Era mi hijo! ¡Mi hijo Arturo acababa de nacer!
Volví sobre mis pasos y entré de nuevo en la estancia. Entre la brumosa oscuridad logré distinguir la minúscula luz del candil. La silueta de Mahania se hizo visible cuando un tremendo rayo iluminó la sala con una rabiosa luz blanca que dio a la escena un tono espectral. El lugar parecía un campo de batalla, con las columnas de libros que se elevaban hasta el techo y proyectaban su sombra contra la pared y el suelo sembrado de ejemplares.
—¡Aquí tiene a su hijo! —anunció Mahania, entregándome el bebé.
En ese momento, como si el destino quisiera impedir que mi hijo cayera en mis brazos, una fuerte corriente de aire entró por la ventana principal y un chorro de aire húmedo cruzó la habitación. Entonces, como no disponía de toallas ni mantas para cubrirle, agarré el pergamino que había estado estudiando, y que casualmente estaba a mi alcance, lo desenrollé y lo utilicé como una larga sábana de papel. Con él envolví el menudo cuerpo de mi pequeño Arturo para protegerle del frío. Estremecido de alegría, cogí la criatura y la estreché entre mis brazos.
Después, acerqué el niño a mi esposa para que pudiera verlo:
—Nuestro hijo —susurró—. Nuestro querido hijo…
—Le llamaremos Arturo —anuncié—. Tal como habíamos decidido. En homenaje al creador de La Fundación.
Mi esposa y yo entrelazamos nuestras manos justamente cuando un temblor sobrenatural hizo que el viejo templo se estremeciera. La luz se reanimó durante un segundo…
Algunas pilas de libros se derrumbaron a causa del temblor y se esparcieron por el suelo, creando tal desconcierto que, por un momento, temimos que podría producirse el desplome de aquel viejo edificio.
Permanecimos casi a oscuras hasta que, de forma milagrosa, la luz del sol volvió a iluminarlo y disipó nuestros temores.
Aquéllos fueron los peores momentos de mi vida. Allí, abandonados de la mano de la civilización, sin ayuda de ningún tipo, veía cómo Reyna empeoraba a cada hora, sin poder hacer nada. Desesperado, intenté en vano poner en marcha la camioneta, pero fue imposible, ya que se habían llevado algunas piezas del motor, como descubrí más tarde.
A pesar de nuestros esmerados cuidados, sobre todo los de Mahania, Reyna murió dos días después. Cuando los soldados llegaron, era demasiado tarde. Habíamos ya enterrado a mi esposa. Todavía yace en una tumba apenas señalada a pocos metros del templo de Ra, en el desierto de Egipto, muy cerca del Nilo.
Desde entonces vivo en un infierno de remordimientos, ya que no puedo quitarme la sensación de culpabilidad. Si no hubiera hecho aquel maldito viaje y nos hubiéramos quedado aquí, esa tragedia no habría sucedido.
Papá hace un largo silencio que significa claramente que ya no le quedan palabras.
Absolutamente emocionado, me acerco y le abrazo como nunca lo había hecho en la vida. Es como si, por fin, nos reconciliásemos.
—Lo siento —susurra Norma—. Lo siento de veras.
Papá intenta recomponerse y toma un trago de champán.
—Bueno —dice—. Es una vieja historia que ya pertenece al pasado.
Mahania empieza a recoger los platos y sale. Noto que también ella tiene lágrimas en los ojos.
—Hablemos de otra cosa —propone papá, haciendo un tremendo esfuerzo por borrar los malos recuerdos.
—¿Y el pergamino, qué pasó con él? —pregunta Norma, entre lágrimas de emoción.
—Se quedó allí. Quise traerlo, pero no me lo permitieron. Me pusieron tantas dificultades que ni ofreciendo ingentes cantidades de dinero conseguí hacerme con él. La verdad es que hubiera dado cualquier cosa por tenerlo.
—Quizá algún día puedas traerlo —dice Norma—. Las cosas han cambiado y es posible que las autoridades sean más tolerantes. Al fin y al cabo, eres investigador.
—Eso si existe todavía. A veces pienso que quizá esté destruido —dice con pena—. Allí, en el desierto, bajo el sol y la lluvia, sin protección… Cualquiera sabe dónde estará.
—¿Has vuelto a visitar la tumba de Reyna?
—Lo he intentado, pero los corrimientos de tierra la desplazaron y nunca he podido encontrarla. Ni a ella ni al pergamino.
Mahania, con los ojos enrojecidos, nos acerca la tarta con catorce velas encendidas.
—¡Feliz cumpleaños! —exclaman todos a la vez—. ¡Feliz cumpleaños, Arturo!
Como es la primera vez en mi vida que tengo la oportunidad de celebrar mi cumpleaños con tanta gente, estoy a punto de llorar de emoción.
—¡Gracias, papá! —susurro—. ¡Es un cumpleaños muy especial!
—Vamos, vamos, no hay que exagerar —dice, desconcertado ante este ataque emotivo que me acaba de dar—. Hay otras personas a las que tienes que dar las gracias.
—Muchas gracias a todos por esta fiesta —digo—. Gracias, de verdad.
—Nosotras te hemos traído un pequeño regalo —anuncia Norma—, ¿verdad, Metáfora?
Metáfora abre el bolso de Norma y saca un paquetito, que me entrega personalmente.
—¡Feliz cumpleaños en nombre de mamá y mío! —me desea—. Espero que te guste.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa —digo—. No teníais que haberos molestado.
—Claro que sí —dice Norma—. Eres mi alumno y amigo de Metáfora. ¿Cómo no te íbamos a hacer un regalo, Arturo?
Estoy tan emocionado que mantengo el paquete entre las manos, turbado, sin saber qué hacer ni qué decir.
—¿No lo vas a abrir? —pregunta Metáfora.
Miro a papá, como pidiéndole permiso para abrir el regalo.
—Vamos, hombre, ya eres mayor para tomar decisiones —dice—. Recuerda que hoy cumples catorce años. Es una edad importante en la vida de una persona. Se puede decir que hoy te haces mayor.
—Cumplir catorce años es un símbolo de crecimiento —explica Norma—. A partir de ahora, muchas cosas van a cambiar en tu vida, ya lo verás. Anda, abre nuestro regalo, a ver si te gusta.
Deshago el lazo y rasgo el papel que recubre la caja. Después, lentamente, lo desenvuelvo, deseoso de saber qué contiene.
—¡Una navaja de afeitar! —exclamo, absolutamente sorprendido—. ¡Una navaja de afeitar!
—Dentro de poco te empezará a salir bigote y querrás afeitarte —dice Norma—. Aquí tienes tu primera navaja de afeitar.
—Vaya, menudo regalo —comenta papá, examinando la navaja—. Ya te la pediré de vez en cuando. ¡Es una preciosidad!
Metáfora me mira con una extraña sonrisa. Siempre he tenido la impresión de que a las chicas les hace gracia eso de que los chicos empecemos a ser hombres.
—¡Feliz cumpleaños, Arturo! —dice en tono cariñoso.
—Gracias, gracias a todos —digo—. De verdad, muchas gracias.
ARQUIMAES permaneció durante algunas horas velando en silencio el cuerpo de Arturo. Ni siquiera se había planteado usar de nuevo la poderosa magia que le había salvado la vida días atrás ya que sabía perfectamente que un cuerpo carbonizado por el fuego de un hechicero era irrecuperable. Arturo estaba definitivamente muerto y nadie podía devolverle la vida.
En su mente rondaba todo lo sucedido en los últimos tiempos, desde aquella maldita noche del secuestro, en la que ya murieron cuatro personas y Arturo había quedado malherido.
A partir de entonces las cosas se habían complicado extraordinariamente. Y ahora culminaban con la muerte de su ayudante, un muchacho que se había presentado un día en su laboratorio y se había ofrecido para ayudarle a cambio de nada. Uno de los mejores ayudantes que había tenido jamás, que había confiado en él y que, ahora, posiblemente por su culpa, yacía sobre ese camastro de madera, en un pútrido calabozo de un conde ambicioso y sin escrúpulos.
Y, lo que era peor, muchas personas iban a morir dentro de poco… ¿Qué podía hacer para impedir que la masacre siguiera adelante? ¿Debía entregar la fórmula mágica a Eric Morfidio?
De repente escuchó un extraño ruido, pero fue incapaz de determinar su procedencia. Pensó en las ratas y en las cucarachas y dejó de prestar atención…
Arquimaes se disponía a envolver el cuerpo carbonizado de su ayudante cuando notó que algo raro estaba pasando. Tuvo la ligera impresión de que… ¡Respiraba! ¡Pero eso no podía ser! Arturo estaba cubierto de una capa de polvo negro como el carbón. Sus ropas chamuscadas confirmaban que había sufrido un terrible ataque y, sin ninguna duda, ¡estaba muerto!
Arturo abrió los ojos de sopetón, sobresaltado.
—¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? ¿Estoy muerto? ¿Sigo soñando?
Arquimaes no dio crédito a lo que sus ojos y sus oídos le mostraban.
¡El joven que había muerto entre las llamas del fuego de Herejio acababa de recobrar el aliento! ¡Arturo estaba vivo de nuevo!
—Arturo, muchacho… ¿Qué ha ocurrido?
—No sé… No entiendo nada… De repente, todo se hizo oscuro… Dejé de respirar, de pensar, de oír…
Arturo trató de ver en la penumbra de la celda para saber dónde se encontraba. La pequeña lámpara de aceite producía una escasa luz que permitía distinguir con dificultad entre los objetos y las personas.
Poco a poco su acelerada respiración se fue regulando y sus nervios se tranquilizaron. Durante un rato se estuvo preguntando si acababa de salir de un sueño o había caminado por los senderos de la muerte.
—Maestro, no recuerdo nada. Es como si hubiese perdido la memoria. ¿Qué hacemos aquí?
—Estamos en la celda del castillo del conde Morfidio. Somos prisioneros y estamos cerca de la muerte. Mañana moriremos todos.
—No sé si he tenido una pesadilla, pero tengo malos presentimientos —reconoció el joven—. Algo nos amenaza.
—El ataque de Herejio va a ser devastador y no podemos hacer nada. No tengo poderes suficientes para enfrentarme con esa magia maléfica —le advirtió Arquimaes—. El fuego es nuestro peor enemigo.
Arturo se sintió inquieto y preocupado cuando se dio cuenta de que algo, en su piel, cobraba vida. Arquimaes le observaba con atención y el chico se topó con su penetrante mirada.
—Pero, Arturo, ¿qué te pasa?
—No lo sé, maestro. No me encuentro bien. Es como si me estuviese transformando. Es algo que no he sentido nunca… Es muy raro. La piel me escuece.
El muchacho abrió su camisa y, sorprendido, mostró el pecho a su maestro.
—¿Qué tienes en el cuerpo, Arturo?
—No lo sé. Nunca lo había visto antes —dijo, mientras observaba el batallón de letras que se deslizaban sobre su piel—. Es algo extraño que no puedo explicar.
Arquimaes y Arturo se miraron con desconcierto, como si esas letras fuesen la respuesta a algo sorprendente.
—Ven, no tengas miedo… Déjame ver…
Arturo, a pesar del temor que le invadía, cedió ante la petición de Arquimaes y se dejó llevar hasta el candil. El alquimista observó fijamente las letras que decoraban el cuerpo de Arturo y no pudo evitar una exclamación:
—¡Es imposible! ¡Es imposible! —susurró Arquimaes—. No tiene explicación. Es un milagro…
—Pero ¿qué significan? ¡Yo no sé de dónde salen! —insistió Arturo—. ¡Nunca las había visto!
—¡Es la tinta mágica! ¡Es la tinta del poder! —exclamó Arquimaes, pasando la yema de los dedos sobre la piel de Arturo, tocando las zonas tatuadas—. ¡Eres nuestra salvación!
—¿De qué tinta habláis? ¡Yo no soy la salvación de nadie!
—¡No te muevas, muchacho! ¡Eres nuestro salvador! —exclamó Arquimaes, dirigiéndose a la puerta y golpeándola—. ¡Carcelero, quiero hablar con Morfidio! ¡Es urgente! ¡Decidle que venga!
Pocos minutos después, la puerta se abría para dejar entrar al conde que daba por hecho que Arquimaes se había derrumbado ante la muerte de Arturo y le iba a confesar el gran secreto de la inmortalidad.
Pero se llevó una gran sorpresa cuando vio que el muchacho estaba de pie, igual que la otra vez, observándole y mostrando su cuerpo tatuado.
—¿No estás muerto? ¡He visto con mis propios ojos cómo te abrasabas! ¡Has hecho otra vez de las tuyas, alquimista del diablo!
—No, conde, esto no es obra mía. Arturo puede salvarnos del fuego de Herejio.
Con los ojos muy abiertos, Morfidio intentó comprender qué significaba aquella cosa que decoraba el cuerpo de Arturo.
—¿Qué clase de payasada es ésta? —preguntó el robusto hombre de armas—. ¿Es una tomadura de pelo?
—Es la solución al problema —respondió Arquimaes—. ¡Es lo que necesitamos! ¡Tenéis que confiar en mí! ¡Haced lo que os digo y nos libraremos de ese fuego infernal!
* * *
Herejio, que se había situado en el centro del círculo verde, levantó los brazos y emitió algunos sonidos similares a los del día anterior. Ante los asombrados ojos del ejército de Benicius, una pequeña chispa salió de los dedos del mago y empezó a crecer sobre el suelo hasta que se convirtió en una gran bola de fuego alta como la torre del castillo.
El globo de fuego producía un calor tan intenso que los caballos se encabritaron y algunos soldados, protegidos por las cotas de malla y túnicas guateadas, sintieron un mareo que les hizo agitarse en sus monturas. Aquella bola era como el sol y emitía una temperatura insoportable. Era el fuego del infierno.
Herejio dio una orden y aquel sol obedeció. Lentamente, empezó a desplazarse hacia delante, en dirección al castillo, rodando pesadamente sobre el suelo, quemando todos los rastrojos y hierbas que encontraba a su paso. Nada podía detener su marcha y el castillo de Morfidio no iba a ser capaz de resistir su impacto. Todos comprendieron que, en cuanto chocara contra la muralla exterior de protección, salpicaría hasta el último rincón de la fortaleza con sus lenguas llameantes. Eran conscientes de que llegado ese momento, toda la fortificación ardería sin remisión. Sus habitantes estaban condenados a una muerte horrible.
El rey Benicius, rodeado de sus jefes, oficiales y caballeros, sonrió cuando vio la silueta de Morfidio en la almena de la torre. Si ese hombre era tan estúpido como para no comprender lo que estaba a punto de ocurrir, es que merecía morir abrasado.
—Espero que Arquimaes sobreviva a este infierno —deseó en tono irónico—. Ojalá no le pase nada. Pero si muere, me consolaré pensando que su secreto está a salvo. Nadie podrá usarlo.
La bola empezó a tomar velocidad y parecía que nada podría detenerla. Las tropas de Benicius, a pesar de estar horrorizadas y de lamentarse por el destino que esperaba a los pobladores del castillo, se sintieron felices de tener a alguien que hiciera su trabajo. Sin la ayuda de Herejio, hubieran tenido que asaltar el castillo con sus propias armas y muchos habrían muerto.
Entonces, ocurrió algo sorprendente: el puente levadizo de madera descendió y se tumbó serenamente sobre el foso de agua.
—¡Ese estúpido Morfidio ha decidido rendirse! —exclamó con alegría el rey Benicius—. ¡Por fin ha comprendido que…!
No pudo seguir. Lo que vio a continuación le heló la sangre y ya no fue capaz de emitir una sola palabra más.
Un caballero vestido de negro, con una larga lanza y protegido por un escudo cruzó el puente y salió al exterior. La cota de malla brillaba como un espejo mientras que el escudo, reluciente como un cristal, reflejaba el cielo sobre su superficie.
Después de unos minutos de desconcierto, la gente empezó a comprender que el caballero negro estaba decidido a enfrentarse con la enorme bola de fuego que avanzaba inexorablemente, y todo el mundo se estremeció.
—¿Qué hace ese loco? —se preguntó Benicius, absolutamente asombrado—. ¿Quién es? ¿De dónde sale? ¿Qué pretende?
Herejio tuvo un presentimiento de derrota apenas le vio. En seguida comprendió que ese jinete era la respuesta de Arquimaes. Supo que las cosas iban a cambiar de rumbo y que su poder sería humillado.
El caballero negro se dirigió al galope, con la lanza en ristre, hacia el sol de fuego que rodaba directamente hacia el castillo con una fuerza que ningún ser humano hubiera podido detener. Protegido por el escudo y con la cabeza bien cubierta por el yelmo, galopó a toda velocidad, dispuesto a embestir a la bestia de fuego, igual que hacían los caballeros en los torneos.
Todo el mundo contenía la respiración. Los soldados, los caballeros y los oficiales se sintieron unidos por la admiración que la valentía del caballero negro despertaba en ellos. Ninguno de los que observaban el espectáculo hubiera sido capaz de enfrentarse a semejante enemigo, ni por todo el oro del mundo, ni siquiera por la salvación de su alma, ni contando con la protección de todos los magos.
La punta de la lanza del caballero penetró en la masa incandescente y produjo una terrible llamarada, similar a las que salen de la boca de los dragones cuando se enfurecen. Después, el caballero negro siguió su marcha y se abrió camino entre las llamas infernales hasta que fue engullido completamente por el sol que, ahora, gemía igual que si estuviese herido de muerte. Entonces, el jinete desapareció de la vista de los que observaban, con los ojos muy abiertos, aquella proeza. Incluso los gritos de ánimo de los defensores del castillo, que hasta ahora le habían acompañado, enmudecieron.
Durante unos interminables segundos se produjo un terrible silencio. Solo se escuchaba el sonido del viento, el relincho de algunos caballos encabritados y el aleteo de los pájaros que huían espantados de aquel lugar.
De repente, la bola que acababa de tragarse al jinete negro pareció inflamarse y empezó a hacerse más grande, dando la impresión de que estaba creciendo. Sin embargo, el engaño duró poco. La bola estalló y se fragmentó en mil pedazos, que salieron disparados en todas direcciones. Pareció que el mundo acababa de reventar y que había llegado su fin.
Cuando el humo comenzó a disiparse, el caballero negro cobró de nuevo forma ante los ojos de todos y dejó ver su figura victoriosa. Había atravesado el mágico instrumento de fuego de Herejio de un lado a otro y había salido ileso. Ahora cabalgaba con la gallardía propia de los valientes.
Herejio no daba crédito a sus ojos, y Benicius sentía una mezcla de admiración y odio hacia aquel desconocido caballero del que nunca había oído hablar. Era la primera vez que tenía conocimiento de un ser tan extraordinario, capaz de llevar a cabo semejante proeza.
El jinete dio media vuelta y volvió a entrar en el castillo de Morfidio, rodeado del más absoluto silencio, pero acompañado de la admiración de todos, testigos de la más increíble gesta de la que se tenía noticia hasta entonces. Y eso, en unos tiempos en que la magia y la hechicería eran omnipresentes en casi todos los aspectos de la vida medieval, era mucho.
En el mismo momento en el que el jinete negro desaparecía tras las murallas de la fortaleza, los soldados accionaron los tornos que movían las pesadas cadenas del puente levadizo, izándolo de nuevo. El castillo ahora, era inexpugnable y estaba a salvo de cualquier nuevo ataque de Herejio, el antiguo discípulo de Demónicus, el más terrible y maléfico Mago Tenebroso del mundo conocido.
Dentro de la fortaleza, Arquimaes, que no había perdido detalle, bajó corriendo en busca del caballero negro, con cuya hazaña tenía mucho que ver.
Lo recibió con emoción y le dio un tremendo abrazo. Después, le acompañó hasta la celda, en la que se encerraron. Le ayudó a desvestirse y pudo observar, con asombro, que en el cuerpo del muchacho no había una sola quemadura. Pasó su mano sobre la coraza de letras que cubría el cuerpo de Arturo y volvió a preguntarse en qué momento habían aparecido sobre él.
Después de ver la hazaña de Arturo, Morfidio se convenció de que el poder de Arquimaes era mayor que el de cualquier otro y decidió que, fuese como fuese, y tuviese que pagar el precio que fuese, se haría con ese poderoso secreto. Decidió que nada ni nadie se opondría a su deseo. Pasase lo que pasase, obtendría lo que tanto deseaba: la inmortalidad.
LA tarta está deliciosa y el regalo me ha parecido extraordinario. Muy adecuado para celebrar mi llegada a la edad adulta… En fin, espero que la barba me crezca para poder usarla.
Pero no puedo evitar hacerme una pregunta: ¿Qué me habría regalado mamá? ¿Una navaja de afeitar u otra cosa? Ojalá estuviera viva aunque no me hiciera ningún obsequio. Tenerla aquí conmigo sería el mejor regalo de mi vida… Quizá esta noche suba a hablar con ella… Quiero que me felicite. Quiero estar cerca de su imagen.
—¿Estás contento, Arturo? —pregunta papá—. Yo también te he comprado algo… Mira…
En este momento, Mohamed entra con una larguísima caja entre las manos. Vaya, parece que esta noche es noche de regalos, como cuando vienen los Reyes Magos.
—Anda, ábrela, hijo…
Mohamed pone la caja delante de mí, sobre la mesa, mientras Mahania observa con mucha atención. Creo que está más emocionada que yo.
El lazo se deshace solo y el papel de regalo cae al suelo en cuanto lo toco. Es una caja de madera. Imposible saber qué es. Levanto la tapa y me encuentro con… ¡Una espada! ¡Es una reproducción de la espada del rey Arturo! ¡La espada Excalibur!
—Vaya, es increíble —exclamo—. Gracias, papá. ¡Me hace mucha ilusión!
—¿Te gusta? ¿Te gusta de verdad?
—Claro que me gusta —digo, empuñándola—. Es una verdadera locura. Es una joya. La colgaré en mi habitación.
—Pero ten cuidado. Tiene una punta muy afilada. Procura no hacerte daño.
—Papá, por favor, yo sé cómo se maneja esto… ¿Cómo se te ha ocurrido hacerme este regalo? ¿Cómo sabías que tenía ganas de tenerla?
—No sé, ha sido como… una inspiración —explica—. Eso es, una iluminación que me ha venido del cielo.
No se da cuenta, pero es como si acabara de decirme que esa revelación del cielo es de mamá. ¡Menudo regalo me ha enviado!
—Vaya, eso está bien —digo—. Tienes buenas ideas.
—Me alegra saber que te gustan mis ideas… Por cierto, Arturo, ¿qué te parece si le enseñas la Fundación a Metáfora? —propone papá.
—Por favor, di que sí —dice ella—. Estoy deseando conocerla.
No estoy seguro de que sea una buena idea, pero accedo para complacer a papá, al que veo con ganas de quedarse a solas con Norma.
—Está bien. Vamos, pero te advierto que es muy aburrido. Aquí solo hay libros… y cuadros.
—Eso es lo que me gusta. Quiero conocer todos los libros que tenéis aquí —dice.
—Bueno. Allá tú.
Salimos de la sala y en el rellano de la escalera, le doy una primera explicación:
—Pues verás, el edifico tiene tres pisos, tres cúpulas, una torreta y tres sótanos… En la planta baja está la portería, y ahí vive Mahania con su marido Mohamed, el que te ha traído el zumo de piña… También se encuentra el salón de actos.
—Néctar. Era néctar de piña —dice, interrumpiéndome.
—Bueno, eso… Es lo mismo.
—Es que no es igual. Un zumo tiene menos sustancia, mientras que el néctar contiene lo mejor de la piña.
—No entiendo nada. ¿A qué viene ahora eso?
—Pues a que quiero que me enseñes el néctar de la Fundación. Yo no soy una visita cualquiera y quiero conocer lo mejor, así que haz el favor de poner un poco más de entusiasmo y no me vengas contando tonterías…
—La segunda planta es semiprivada. El público en general accede a la primera planta. A la segunda solo entran los invitados especiales.
—¿Y en la tercera, qué hay?
—La tercera es privada. Ahí vivimos nosotros y nadie puede entrar a ella.
—¿Ah, no?
—Ahora te voy a enseñar la gran biblioteca de la segunda planta —indico—. Es algo único por su valor histórico…
Abro la puerta y enciendo la luz. Metáfora se queda admirada y sorprendida:
—¿Cuántos libros hay aquí?
—No lo sé. Pero seguramente hay más de cincuenta mil. Y son todos antiguos. Es la mejor colección privada del país… O del mundo…
—Qué maravilla. Ahora comprendo que estéis tan orgullosos de vuestro tesoro.
—Tú lo has dicho: es un verdadero tesoro. Aquí tenemos lo mejor de lo mejor sobre la Edad Media. Si se produjera un incendio y todo esto desapareciera, el mundo lloraría de pena.
—¿Sabes que hablas como un guía de verdad?
—Oh, gracias. Mohamed, que a veces hace de guía cuando tenemos visitas de grupo, me ha enseñado a…
—Pero yo no quiero un guía profesional —me corta—. Quiero un guía personal, que quiera enseñarme de verdad este edificio. Y me parece que tú no eres el indicado.
—Pero, bueno, ¿se puede saber qué te pasa?
—¡Me pasa que me estás haciendo perder el tiempo! ¡Eso es lo que me pasa!
—¿Es que a la señorita no le gusta cómo trabaja el guía?
—¡La «señorita» no quiere que la traten como a una turista!
No sé cómo ha ocurrido, pero estoy empezando a ponerme nervioso. No entiendo adónde quiere ir a parar.
—¡Quiero que me enseñes los verdaderos tesoros de la Fundación! ¡Quiero subir a la tercera planta!
—¡Estás loca! ¡Ahí no entra nadie! ¡Es una zona privada e íntima!
—¿Es que tenéis algo que ocultar?
Ahora sí que me ha picado. Me parece que las cosas se están complicando mucho y creo que es mejor dar la visita por terminada antes de que las cosas se líen.
—Oye, si no me vas a enseñar lo más interesante, es mejor que lo dejemos. A mí no me vas a tratar como a una visita cualquiera. Venga, regresemos.
—Espera, espera… Ellos están hablando tranquilamente y no deberíamos interrumpirles —digo—. Verás, vamos a hacer una cosa… Te voy a enseñar algo especial.
—Espero que valga la pena. No me gustaría sentirme engañada.
—¿Te he engañado alguna vez?
—Eres muy raro, Arturo. No dices mentiras, pero tampoco dices la verdad. No sé si fiarme de ti.
—Aguarda, me siento un poco confundido —digo—. No entiendo.
—¿Te encuentras bien? Estás sudando —dice.
—Es que he comido demasiado —respondo—. Me siento un poco mareado, pero se me pasará en seguida.
—¿Quieres que nos sentemos un rato?
—No, déjalo, vamos a mi habitación, allí tomaré un poco de agua y me pondré bien.
Haciendo un esfuerzo tremendo, subimos las escaleras y llegamos a la puerta de mi habitación. Una vez dentro, me acerco al grifo y me mojo la cara, pero me encuentro francamente mal.
—Debería tumbarme un rato —digo—. No me tengo en pie.
—Tienes mala cara. Voy a avisar a tu padre.
—¡No! Déjale tranquilo. Ahora me pondré bien. Si quieres, puedes marcharte, pero, por favor, no le digas nada, no quiero que se preocupe.
—No te voy a dejar en este estado…
Casi no la oigo. Me parece que estoy… Estoy perdiendo el sentido…
—Arturo… ¡Arturo!… ¿Me oyes?
Oigo su voz, pero es como si estuviera lejos, muy lejos de aquí.
Ahora me está echando un poco de agua en la cara, pero no me hace ningún efecto. Es algo parecido a un corte de digestión, pero mucho peor. Tengo arcadas y mareos. Es una nueva sensación que no había sentido jamás. Acabo de notar una especie de sacudida eléctrica… Es como si me… Sí, ¡me estoy desdoblando en dos! Es como si mi hermano gemelo acabara de nacer desde dentro de mí… Estoy atrapado en el espacio, en un lugar indeterminado en el que los relojes no existen y el tiempo no pasa. Mi respiración es la única pauta que tengo para saber que estoy vivo. Me encuentro en un lugar en el que el tiempo ni avanza ni retrocede. ¿Qué me pasa?
—¡Dios mío! —grita Metáfora, horrorizada—. ¿Qué te ocurre?
—No te preocupes, ahora me pondré bien —susurro—. Espera un poco.
Pero sé que no es verdad. Sé de sobra que no estoy bien… y ahora, además, me pica el cuerpo… Ha debido de ser el pato a la naranja, que me ha sentado mal, con esa salsa francesa… El escozor se está haciendo insoportable. Me desabrocho la corbata y abro la camisa.
—¡Arturo! ¿Qué te pasa?
—Metáfora, ¿de qué hablas?
—¡Mira!
Me ayuda a levantarme, me acerca al espejo grande y me pone delante.
¡Las manchas de mi cuerpo se mueven y forman dibujos! Como si surgieran del interior, de la sangre, se colocan sobre mi piel y forman filas rectas.
—¡Estoy asustada! —exclama mi amiga—. ¡Deja de hacer eso!
Pero no lo estoy haciendo a propósito; de hecho, ni siquiera lo estoy haciendo. ¡Esa cosa me está dominando! ¡Me está envolviendo el cuerpo!
De repente, una fuerte sacudida me hace perder la noción de la vida y algo estalla en mi interior, en el interior de mi cabeza… Y empiezo a ver cosas…
—¡Arturo…! ¡Por favor, abre los ojos! —grita Metáfora—. ¡Me estás asustando! ¿Qué te pasa en la piel? ¿Qué te ocurre? ¡Dios mío, tu cuerpo…! ¿Qué te pasa? ¡Háblame!
EL rey, Arco de Benicius, salió de su tienda engalanado con su mejor traje de guerra y portando todos los distintivos que le señalaban como jefe supremo del ejército. Sobre el yelmo, una corona dorada resplandecía de manera especial, y lanzaba brillos y destellos que deslumbraban a los atrevidos que osaban mirarla. La enorme capa roja que ondeaba al viento le daba una majestad que ningún otro caballero poseía.
Subió a su magnífico caballo de guerra adornado con largos faldones de tela y cota de malla, además de una protección metálica que le cubría la cara, y cabalgó al trote, con el rostro elevado, entre las filas de su ejército, acompañado de escuderos, sirvientes, caballeros y oficiales. Iba escoltado por su guardia personal, compuesta por veinte jinetes vestidos de rojo que destacaban entre los colores apagados del resto.
Cuando los soldados vieron que se situaba en lo alto de la colina, supieron que el asalto al castillo estaba a punto de empezar. Muchos rezaron, ya que, posiblemente, aquél iba a ser el último día de su vida. Los tambores redoblaron su sonido y las trompetas aullaron como nunca. Los más expertos sabían que Arco de Benicius jamás empezaba un ataque sin la música adecuada. Una música que anunciaba muerte y destrucción.
A una señal del monarca, las catapultas iniciaron su trabajo y toneladas de grandes piedras volaron hacia la muralla, abriendo algunos agujeros en su estructura y, seguramente, también en la confianza de los defensores.
Los arqueros de Benicius se sumaron al ataque lanzando oleadas de flechas que obligaron a los defensores de las almenas a refugiarse para no ser alcanzados, cosa que muchos no consiguieron. Las saetas se colaban por todos los resquicios, penetraban hasta alcanzar la carne y se clavaban en ella con una precisión mortífera. Las primeras víctimas cayeron entre gritos de dolor y angustia.
Un poco más atrás, los soldados de infantería de Benicius vieron cómo los capitanes tomaban posiciones y comprendieron que había llegado su turno. Después de las flechas les tocaba a ellos.
Una trompeta lanzó un sonoro aullido de guerra que indicó que la batalla cuerpo a cuerpo estaba a punto de comenzar. Morfidio, en la almena que se alzaba sobre la puerta de entrada principal, desenfundó su espada y se aprestó a dirigir la defensa de su fortaleza.
—¡Lucharemos a muerte! —dijo alzando su arma, para que todos sus soldados vieran que pensaba estar en primera fila, junto a ellos, poniendo su vida en peligro—. ¡Lucharemos hasta nuestra última gota de sangre!
* * *
Mientras, en la celda, el jinete estaba tumbado sobre el camastro, agotado por el esfuerzo. El sabio le mojó los labios con un paño empapado y esperó un poco a que se tranquilizara.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Arturo, en cuanto se quitó el yelmo negro—. ¿Estoy muerto?
—No, amigo mío, estás vivo y te encuentras en mi celda. Te has portado como un valiente. Has despedazado esa terrible bola de fuego.
Arturo cerró los ojos durante un instante y rememoró el encuentro con la gran esfera incandescente. Recordó cómo la había atravesado de parte a parte y cómo había cruzado entre las llamas, que se habían separado a su paso ante el empuje de la lanza. También su mente recordó la temperatura que su cuerpo había alcanzado, haciéndole temer que, si seguía subiendo, ardería como una brasa.
—¡He estado en el infierno! —dijo—. ¡Era el mismísimo infierno!
—Tranquilízate, Arturo, todo ha pasado. Estás a salvo.
El muchacho intentó asimilar las palabras del sabio y guardó silencio durante unos instantes. Después consiguió hacer una pregunta:
—¿Qué ocurre ahí fuera?
—El asalto ha comenzado. Han lanzado centenares de flechas y ahora la infantería está a punto de alcanzar la muralla. Va a ser una batalla dura.
—¿Podemos hacer algo para impedir que muera más gente? —preguntó Arturo—. ¿Queréis que vuelva a salir, maestro?
—No podemos hacer nada. Es una lucha de poder contra poder. Benicius ha lanzado sus fuerzas contra el castillo y nadie puede detenerlas.
* * *
Las dos torres de asalto se movieron lentamente hacia la muralla, decididas a hacer su trabajo de destrucción. Protegidos por grandes escudos, los soldados de infantería las siguieron de cerca con las escaleras preparadas. Tardaron media hora en llegar al pie de la muralla exterior y, en cuanto lo hicieron, fueron recibidos con calderos de agua y aceite hirviendo. Una torre logró pegarse a la muralla y extender su pasarela de madera que, en poco tiempo, arrojó una nube de valientes dispuestos a todo. La segunda torre llegó poco después.
A pesar de la feroz resistencia de los hombres de Morfidio, las fuerzas de asalto alcanzaron el foso a media mañana. El portón de madera fue derribado y sus restos formaron un puente por el que pasó la caballería de Benicius, que entró en tromba, a sangre y fuego, seguida de la infantería que llegó como una bestia insaciable. Fue entonces cuando se entabló una feroz batalla que fue el preludio del fin del mandato del conde Eric de Morfidio.
El combate cuerpo a cuerpo fue terrible. Las largas hachas dibujaban círculos en el aire para acabar su trayectoria en el cuerpo del enemigo, que, a su vez, ensartaba a todos los que se ponían por delante. Gritos de horror de los soldados se mezclaban con los de las mujeres y los niños que se protegían inútilmente bajo los carros, en los establos o en el almacén.
Algunos hombres, durante el asalto, lanzaron varias antorchas en el heno y sobre los tejados de madera, provocando un incendio que alcanzó grandes proporciones. El fuego se extendió con rapidez por toda la fortaleza, lo que generó enormes columnas de humo que hacían irrespirable el aire que golpeaba las caras sudorosas de los soldados. Poco a poco el desánimo cundía entre los defensores, que veían pocos motivos para seguir luchando. Cuando algunos caballeros y soldados buscaron con la vista a su señor, descubrieron con horror que Morfidio había desaparecido. En seguida corrió el rumor de que había sucumbido bajo el filo de las espadas enemigas, pero nadie pudo confirmarlo. Entonces, las dudas se instalaron entre los sitiados y pronto dejaron de luchar para defender a un señor que, posiblemente, ya no existía.
Finalmente, los soldados de Morfidio arrojaron sus armas y se rindieron, sabiendo que ponían sus vidas y su honor en las manos del vencedor. Los prisioneros fueron tratados con suma brutalidad, agrupados en el patio de armas. Allí, atados y humillados, eran vigilados por los más sanguinarios guerreros de infantería de Benicius.
Primero los despojaron de toda su dignidad; luego, les arrebataron botas, anillos, brazaletes, colgantes y cualquier objeto que pudiera tener algún valor.
La mayor recompensa para los soldados que atacaban un castillo era el saqueo y el provecho que podían obtener gracias a la rapiña. Por eso, los hombres de Benicius, en virtud de los derechos del vencedor, destruyeron lo que no tenía valor, se apropiaron de todas las riquezas que encontraron y se las repartieron como hienas. Así se financiaban las guerras en aquellos tiempos.
El triunfador rey Benicius entró en la fortaleza conquistada a la hora de comer, envuelto por los vítores de sus hombres que, bajo la sombra de una gran columna de humo que se elevaba hasta el cielo, le homenajearon como a un gran guerrero. Después de su triunfal paseo, el monarca se dirigió a la torre principal, entró en la sala de mando y tomó asiento en el trono de Morfidio. Alguien le puso una copa de vino dulce en la mano y, después de tomar el primer trago, ordenó que trajeran a su presencia al alquimista y al conde, encadenado y humillado.
—Ahora veremos quién tiene el poder —susurró mientras saboreaba el vino rojo y oscuro como la sangre—. Y ahora veremos quién es el dueño del poderoso secreto de Arquimaes.
EL sueño se ha evaporado y vuelvo a estar consciente. Cuando abro los ojos me encuentro con la cara de Metáfora, que está muy asustada.
—¿Estás bien? ¿Te sientes mejor? —pregunta inmediatamente.
—Creo que sí. ¿Qué me ha ocurrido? —murmuro, todavía un poco aturdido—. ¿Has visto ese ejército? ¿Has visto la batalla? ¡Las flechas!
—Aquí no hay ninguna flecha, ni ha habido ningún ejército, ni batalla, Arturo. Te has desmayado. Has estado algunos segundos inconsciente —explica—. Estaba a punto de ir a buscar ayuda, pero he visto que te recuperabas y…
—¡He revivido! ¡Me he abrasado y he vuelto a la vida! ¡He vuelto a vivir!
—Yo creo que la cena te ha sentado mal. Estás pálido y pareces aturdido. ¿Quieres que salgamos a tomar el aire? Ya verás qué bien te sienta.
Antes de responder, lo pienso un poco. Y me doy cuenta de que tiene razón:
—Está bien —acepto—. Ven, vamos a un sitio especial.
Me levanto con dificultad. Aún no sé qué me ha ocurrido, pero sé que ha sido algo fuerte. Me encuentro todavía bastante aturdido y las piernas me tiemblan. De hecho soy incapaz de comprender si ha sido un sueño, una alucinación o solo un corte de digestión.
—Deberías ponerte algo, puedes coger frío —sugiere Metáfora—. Además, no sé si conviene que alguien vea tu cuerpo en estas condiciones.
Me pongo una camiseta y un jersey encima. Casi sin querer, lanzo una rápida ojeada a mi pecho que está un poco enrojecido.
—Ven, es por aquí —le indico—. Subamos por estas escaleras.
—Pero, esto lleva arriba, al tejado —advierte, un poco preocupada—. No te conviene hacer esfuerzos después de lo que te ha pasado.
—Hazme caso. Por aquí vamos bien. Ya me encuentro mejor.
Un poco después, llegamos al tejado de la Fundación. Mi lugar favorito para observar la ciudad y pensar en mis cosas.
—¡Es una maravilla! —exclama Metáfora cuando se sienta a mi lado—. ¡Menudas vistas! ¿Desde cuándo subes a este sitio?
—Desde que era pequeño. Sombra me lo enseñó. Solía venir aquí, con él. Aquí me ha contado los mejores cuentos y me ha consolado. Aquí he conocido a Peter Pan, al Principito y a un montón de personajes… Mis primeras fantasías.
—¿Y tu padre, no subía contigo?
—Tiene vértigo. Con mi padre he descubierto la Edad Media. Él me ha enseñado todo lo que sé sobre esa época tan mágica. Pero mi infancia ha transcurrido bajo la protección de Sombra… Él es mi segundo padre.
—Bueno, veo que te encuentras un poco mejor.
—Supongo que sí… Pero estoy intranquilo. Todavía no sé qué me ha ocurrido.
—Menudo susto me has dado —explica—. Creía que te morías.
—Sí, eso creía yo. He tenido la sensación de estar muerto de verdad.
—Tu cara —dice, un poco asustada—. El dibujo de tu cara se ha…
—¿Qué? ¿Qué le ha pasado a mi cara? —pregunto con preocupación.
—Pues… Bueno, pues que… Las manchas se han movido. Pero lo más increíble ha sido lo de tu cuerpo que, de repente, y durante un rato, se ha llenado de letras antiguas. Como… las de un pergamino.
Instintivamente, me toco la cara y levanto la camiseta. Mi mano pasa por todo el torso, buscando pruebas de sus palabras.
—¿No estás exagerando? Aquí no hay nada.
—Te aseguro que digo la verdad. Ha sido como un flash. Durante ese tiempo, tu cuerpo parecía… un libro. Sí, eso es, era como un libro.
—Eso no puede ser. Aquí no hay nada. Tienes que estar equivocada…
—Yo creo que no, pero… Ahora cuéntame qué te ha sucedido. Antes has dicho que habías estado en una batalla.
—He tenido una especie de alucinación. Ha sido como ver una película dentro de mi cabeza. No sé, es difícil de explicar.
—Inténtalo. Cuéntame qué has visto…
—Es una tontería…
—Es igual, cuéntame todo lo que has visto…
Trato de recopilar todas las imágenes que han pasado por mi mente y las ordeno, aunque resulta difícil, ya que han sido muchas:
—Pues verás… De repente, llovía fuego. Luego sentí mucho calor… Un calor insoportable… Y después, todo se hizo oscuro… Luego me encontré en una celda de un castillo o algo así. Pero no un castillo moderno, sino en uno antiguo, medieval. Era un sitio oscuro con muchos olores raros y penetrantes. Un sitio con el que ya había soñado otras veces… Ahora que lo pienso, creo que había alguien. Un hombre que estaba vestido como esos magos que salen en las películas. Con túnica, barba, amuletos colgados del cuello y todo lo demás…
—¿Quién era?
—No me acuerdo. Un hombre con barba. Estaba sentado, desesperado.
—Has sufrido una especie de alucinación, sí. No sé, a lo mejor has tomado algo que…
—No, no… Era algo más que una alucinación. Era tan real que tenía la impresión de estar allí, con esos soldados y con la gente que moría. Después, me vistieron como a un caballero, con cota de malla y me subieron a un caballo… ¡Con una lanza!
—Pero ¿qué dices? ¿Ibas a celebrar un torneo?
—Es difícil decirlo, pero me parece que sí. Veía perfectamente cómo todos me observaban. Estoy seguro de que la cara de ese hombre me resultaba familiar. No sé, como si hubiera visto su rostro en cuadros, dibujos o algo así.
—No sé qué decirte, pero si todo esto es una técnica para ligar conmigo, me parece que te estás pasando un poco. Si quieres que seamos algo más que amigos, dímelo claramente y déjate de historias —dice Metáfora—. Ya estoy habituada a que los chicos traten de deslumbrarme con sus historias.
—Escucha, lo que te cuento no es una bobada para ligar. Es algo extraordinario que no tiene explicación. Es algo…
—¿Sobrenatural?
—Pues, sí. Puede decirse que es sobrenatural.
Me mira como si no creyera en mis palabras. Quizá no me conviene insistir. Cuando una chica te dice que no te cree, puedes estar seguro de que no te creerá nunca.
—Oye, ahora cuéntame tú eso que dices sobre las letras de mi cuerpo.
—Bueno, ahora que lo pienso, a lo mejor no tiene tanta importancia. Me pareció que tu cuerpo se llenaba de letras… y que cobraban vida.
—¿Pudiste leerlas?
—No. Además, me pilló por sorpresa… Eran palabras extrañas, de un idioma desconocido…
—Es curioso. Nunca me había pasado algo así. No me explico a qué pueden deberse estos síntomas.
—En este sitio pasan cosas muy raras. Este edificio debe de estar embrujado. Es lo que pasa con los caserones antiguos —asegura.
—Perdona, pero la Fundación no es ningún caserón, es un palacio —replico un poco enfadado—. Es una de mejores bibliotecas del mundo, para que lo sepas.
—Oh, claro, por eso pasan estas cosas raras, que te desmayas, que tienes una alucinación y el dibujo de tu cara cambia de aspecto y tu cuerpo se llena de letras —responde—. No me negarás que todo esto es muy extraño.
Estoy a punto de responderle, pero las palabras no me salen. Algo pasa en mi cabeza, las imágenes se mezclan a gran velocidad y empiezo a comprender algunas cosas…
—Me parece que ya sé quién era ese hombre mayor, el de la barba…
—¿Dios?
—No. ¡Era Arquimaes!
—¿El alquimista que tu padre está investigando?
—¡Sí! ¡Estoy seguro de que era él! —afirmo—. ¡El alquimista que escribió el pergamino con el que me envolvieron cuando nací!
—¡El pergamino que te transmitió la tinta que llevas escrita en el cuerpo!
Metáfora se cubre la boca con la mano y abre los ojos. Está tan sorprendida como yo.
—¿Qué has dicho? —pregunto—. ¿Qué tontería es ésa?
—Pues eso, que ese pergamino se ha unido a tu piel.
—Vamos, por favor, no digas tonterías.
—Pues si no es eso, ya me dirás…
—¡No puede ser! ¡No es posible que sea verdad!
—¡Hay que decírselo a tu padre! —exclama finalmente—. ¡Debe saberlo!
—Es mejor esperar. Prefiero estar seguro. A lo mejor es todo un truco de la mente…
—O quizá se trate de una especie de alucinación —dice Metáfora—. Similar a lo que pasa con los sueños, que cuando algo te preocupa acabas soñando con ello. Y lo de la tinta es una bobada sin sentido. Pensándolo bien, no puede ser.
—Claro, no puede ser —le confirmo—. No puedo haber viajado en el tiempo para encontrarme con un hombre que murió hace mil años.
—Pero ¿podría ser algo mágico?
—No lo creo. Por eso es mejor esperar antes de contárselo a mi padre. No quiero meterle ideas tontas en la cabeza. Además, esta noche le he visto muy contento.
—Sí, mi madre también está feliz. Creo que se gustan.
—¿Tú crees? ¿No estarás ya pensando en que, a lo mejor, se acaban casando?
—¿Por qué no? Al fin y al cabo son adultos y no tienen compromiso con nadie. Son libres para hacer lo que quieran.
Estoy a punto de preguntarle por su padre, pero me parece de mala educación, así que me callo. Si quiere, ya me lo contará.
—Mi padre se marchó de casa cuando yo era muy pequeña y casi no me acuerdo de él —susurra, como si me hubiera leído el pensamiento—. No le he vuelto a ver.
—¿Adónde se fue?
—No lo sabemos. Se marchó sin decir nada. No hemos vuelto a saber nada de él.
—Lo siento —digo—. Debes de haber sufrido mucho.
—A veces, los padres no se dan cuenta de que pueden hacer sufrir a sus hijos con sus actitudes —solloza—. Creyó que con dejar una nota de despedida ya había cumplido… No sé, a lo mejor pensó que le podíamos leer el pensamiento.
Un rayo acaba de iluminar el cielo y unas gotas de agua caen sobre nosotros. El terrible ruido de un trueno nos devuelve a la realidad.
—Entremos —digo—. Dentro de poco lloverá con fuerza.
La ayudo a bajar de la ventana y volvemos al interior del edificio.
—Gracias por enseñarme tu lugar secreto —comenta—. La verdad es que es un buen sitio para hablar.
—Si quieres, puedes venir otro día. Estás invitada.
—Me gustaría. He pasado un buen rato. Hacía tiempo que no hablaba con alguien, así tranquilamente, de cosas muy personales.
—Vuelve cuando quieras. Yo también me lo he pasado muy bien.
Ha sido la mejor noche de mi vida. Jamás había tenido la ocasión de hablar con una chica, a solas. Y eso que hemos tenido una noche ajetreada con esa movida del desmayo y todo lo demás.
Ahora sé que Metáfora ha entrado en mi corazón, igual que la tinta del pergamino.
* * *
En este momento estoy solo en mi habitación y acabo de colgar la espada en una pared. La verdad es que me gusta un montón. Es una magnífica reproducción, con una empuñadura llena de signos y dibujos.
Metáfora y su madre se han marchado hace más de una hora y yo debería estar durmiendo, pero no puedo. Tengo los nervios a flor de piel. Por eso he estado en el baño, ante el espejo, observando cómo mi cuerpo se ha vuelto a llenar de letras, tal y como ella me había contado.
Si tenía pocas preocupaciones con el dibujo de la cara, ahora me las tengo que apañar para que nadie vea mi pecho. Tengo que tener cuidado de que ni mi padre, ni Sombra, ni nadie, vea lo que me sucede.
FIN DEL LIBRO PRIMERO