35

Alcancé a Moira ante la puerta cerrada con llave, cerca del cuarto de los suicidas. Por segunda vez desde que nos conocíamos tenía dificultades en abrir la puerta. Se lo hice notar.

Se volvió hacia mí con una mirada dura, brillante.

—No hablemos de la otra noche. Pertenece al pasado… Fue hace tanto tiempo que apenas si recuerdo tu nombre.

—Pensé que éramos amigos.

—Yo también. Pero lo has echado todo a perder.

Alargó un brazo en dirección de la habitación de Nick. La mujer del cuarto de los suicidas comenzó a gemir y llorar.

Moira abrió la puerta que nos permitía salir de esa sala y me condujo a su despacho. Lo primero que hizo fue sacar su cartera de un cajón y ponerla sobre el escritorio, decidida a marcharse.

—Voy a dejar a Ralph. Y no digas nada, por favor, de irme contigo. No me quieres lo suficiente.

—¿Siempre piensas por los demás?

—Está bien… No me quiero a mí misma lo suficiente.

Se calló y contempló su despacho. Los resplandecientes cuadros de las paredes parecían reflejar, como sutiles espejos, su rabia hacia sí misma.

—No me gusta ganar dinero con el sufrimiento ajeno. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Tendría que entenderlo. Así vivo yo.

—Pero no lo haces por dinero, ¿no?

—Trato de no hacerlo —dije—. Cuando tus ganancias pasan de cierto límite pierdes el sentido de las cosas. De pronto, las demás personas parecen objetos factibles de ser comercializados.

—Eso fue lo que le ocurrió a Ralph. No dejaré que me ocurra a mí. —Hablaba como una mujer que se está evadiendo, pero con más optimismo que miedo—. Volveré al trabajo social. Es lo que realmente adoro. Nunca he sido tan feliz como cuando vivía en una habitación en La Jolla.

—En la contigua a la de Sonny.

—Sí.

—Naturalmente, Sonny era Lawrence Chalmers.

Asintió.

—¿Y la chica que encontró después era Irene Chalmers?

—Sí. En esos días se llamaba Rita Shepherd.

—¿Cómo lo sabes?

—Sonny me habló de ella. La había conocido en una reunión, en una piscina, en San Marino, un par de años antes. Y un día, ella entró en la oficina de Correos en la que él trabajaba. En el primer momento el encuentro le turbó terriblemente, y ahora entiendo el porqué. Tenía miedo de que su secreto saliera a la luz y su madre se enterara de que sólo era un empleado postal y no un piloto naval.

—¿Estabas al tanto de la impostura?

—Claro que sabía que estaba viviendo una fantasía. Salía a pasear de noche por las calles vestido con trajes de oficiales. Pero no sabía nada de su madre… Había algunas cosas de las cuales no hablaba, ni siquiera conmigo.

—¿Qué te dijo acerca de Rita Shepherd?

—Bastante. Que vivía con un hombre más viejo que la tenía acorralada en Imperial Beach.

—Eldon Swain.

—¿Así se llamaba? —Después de pensarlo un momento, agregó—: Todo se reconstruye, ¿verdad? No tenía noción de que estaba tan envuelta por cuestiones de vida y muerte. Supongo que siempre nos enteramos después. De todos modos, Rita se fue con Sonny y yo pasé a segunda fila. Para ese entonces no me importaba demasiado. Era bastante pesado cuidar a Sonny, y estaba deseosa de pasarlo a la próxima chica.

—Lo que no entiendo es cómo te pudiste interesar por él durante más de dos años. O cómo se pudo enamorar de él una mujer como su esposa.

—Las mujeres no siempre prefieren las virtudes sólidas —dijo—. Sonny tenía un fuerte atractivo psicótico. En aquel entonces, podía conseguir casi todo lo que deseaba.

—Tendré que cultivar mi fuerte atractivo psicótico. Pero debo admitir que Chalmers mantiene bien escondido el suyo.

—Ahora es más viejo y está todo el tiempo bajo el efecto de tranquilizantes.

—¿Tranquilizantes como Nembu-Serpin?

—Veo que has estado escarbando.

—¿Hasta qué punto está enfermo?

—Sin terapia de apoyo y drogas, probablemente habría que internarle. Pero con esas cosas se las arregla para llevar una vida bastante bien encaminada.

Hablaba como un vendedor que no está demasiado convencido de su mercancía.

—¿Es peligroso, Moira?

Podría serlo, bajo determinadas circunstancias.

—¿Por ejemplo, si alguien descubriera que es un mentiroso?

—Puede servir ese ejemplo.

—De pronto te has vuelto muy dubitativa. Ha sido paciente de tu marido durante veinticinco años, como tú misma dijiste. Tienes que saber algo de él.

—Sabemos mucho. Pero la relación médico-paciente implica discreción.

—No confíes demasiado en eso. No se aplica a los crímenes potenciales. Quiero saber si tú y el doctor Smitheram le consideráis una amenaza para Nick.

Trató de evadir la pregunta.

—¿Qué clase de amenaza?

—Amenaza de muerte —dije—. Tú y tu marido sabíais que constituía un peligro para Nick, ¿verdad?

Moira no me contestó con palabras. Comenzó a recorrer el despacho y a descolgar cuadros de las paredes, y a apilarlos sobre el escritorio. De manera figurada, parecía querer desmantelar la clínica y su lugar en ella.

Una llamada en la puerta interrumpió su tarea. Era la joven recepcionista.

—La señorita Truttwell desea hablar con el señor Archer. ¿La hago pasar?

—Saldré yo —dije.

La recepcionista contempló con asombro las desnudas paredes.

—¿Qué pasa con todos sus cuadros?

—Me voy. ¿Podría ayudarme?

—¡Con mucho gusto, señora Smitheram! —exclamó con alegría la muchacha.

Betty estaba en el centro de la habitación externa. Estaba sin aliento y parecía excitada.

—En el laboratorio dijeron que había gran cantidad de Nembutal en la muestra. También algo de hidrato de cloruro, pero no podían decir cuánto sin ulteriores análisis.

—No me sorprende.

—¿Qué significa, señor Archer?

—Significa que Nick estaba en el asiento trasero del Rolls de su familia poco después de haber tomado su sobredosis de píldoras. Vomitó algunas y eso puede haberle salvado la vida.

—¿Cómo está?

—Sigue bastante bien. Acabo de tener una conversación con él.

—¿Puedo verle?

—Eso no depende de mí. Su madre y el padre de usted están con él en este momento.

—Esperaré.

Me quedé esperando con ella, y cada uno se hundió en sus propios pensamientos. Necesitaba tranquilidad. El caso se estaba formando en mi mente, reconstruyéndose por sí mismo en el espacio interior, como una película al revés de un edificio que se derrumba.

La puerta interna se abrió e Irene Chalmers apareció apoyándose pesadamente en el brazo de Truttwell, como una sobreviviente. Había desplazado su peso de Chalmers a Truttwell, pensé, como lo había hecho antes de Eldon Swain a Chalmers.

Truttwell divisó a su hija. Sus ojos se movieron con nerviosismo, pero no trató de desprenderse de Irene Chalmers. Betty le dispensó una mirada de entendimiento.

—¡Hola, papá! ¡Hola, señora Chalmers! Me dicen que Nick está mucho mejor.

—Sí, así es —dijo su padre.

—¿Puedo hablar un minuto con él?

Truttwell lo pensó durante un momento. Su mirada fue de mi cara a la de su hija. Luego le contestó cuidadosa y amablemente:

—Vamos a decidirlo con el doctor Smitheram.

Hizo pasar a Betty por la puerta interna y la cerró con cuidado detrás de ellos.

Me quedé solo en la sala de espera con Irene Chalmers.

Ella lo sabía. Me miró con una especie de lánguido formalismo, con la esperanza de que nada serio sería dicho entre nosotros.

—Me gustaría hacerle algunas preguntas, señora Chalmers.

—Eso no significa que tenga que contestarlas.

—De una vez por todas, ¿Eldon Swain era el padre de Nick?

Me encaró con pasiva obstinación.

—Probablemente. De todos modos, él pensaba que lo era. Pero no esperará que yo le diga a Nick que mató a su propio padre…

—Ahora lo sabe —dije—. Ya no puede seguir utilizando a Nick para esconderse.

—No entiendo qué quiere decir.

—Usted ocultó los hechos que rodeaban la muerte de Eldon Swain para protegerse a sí misma y no a Nick. Dejó que él llevara el peso de la culpa y todo el fardo por usted.

—No hay tal fardo. Sólo quisimos mantenerlo en silencio.

—Y dejaron que Nick viviera en un tormento mental durante quince años. Fue jugarle una mala pasada a su propio hijo o al de cualquier otra persona.

Bajó la cabeza como si se sintiera avergonzada. Pero dijo:

—No estoy admitiendo nada.

—No tiene por qué hacerlo. Poseo suficientes pruebas de hecho y suficientes testigos como para acusarla. Hablé con su padre y su madre, con el señor Rawlinson y la señora Swain. Hablé con Florence Williams.

—¿Quién diablos es esa mujer?

—La propietaria de las cabañas Conchita; en Imperial Beach.

La señora Chalmers levantó la cabeza y se pasó los dedos por la cara como si tuviera polvo o telarañas en los ojos.

—Lamento haber pisado alguna vez ese basurero, se lo aseguro. Pero usted no va a sacar nada de eso, después de tanto tiempo. En esa época sólo era una adolescente. Y todo lo que hice en aquel entonces… La ley de limitaciones venció hace mucho.

—¿Qué hizo en aquel entonces?

—No voy a declarar contra mí. Ya dije que me iba a ir. —Alzando la voz agregó—: John Truttwell volverá dentro de un minuto y ésta es su especialidad. Si usted piensa ponerse grosero, él puede serlo más que usted.

Sabía que estaba pisando terreno inseguro. Pero ésta podía ser mi única oportunidad de dejar en descubierto a la señora Chalmers. Y tanto sus respuestas a mis acusaciones como sus no-respuestas tendían a confirmar la imagen que me había hecho de ella. Le dije:

—Si John Truttwell supiera lo que yo sé de usted, no la tocaría ni siquiera con un bastón esterilizado.

Esta vez no encontró ninguna respuesta. Se dirigió hasta una silla cercana a la puerta interior y se sentó con torpeza. La seguí y me incliné sobre ella.

—¿Qué pasó con el dinero?

Se dio la vuelta para alejarse de mí.

—¿A qué dinero se refiere?

—Al dinero que Eldon Swain robó del banco.

—Se lo llevó al otro lado de la frontera mexicana. Yo me quedé atrás, en Dago. Dijo que vendría a buscarme, pero nunca lo hizo. Así que me casé con Larry Chalmers. Eso es todo.

—¿Qué hizo Eldon en México con el dinero?

—Oí decir que lo perdió. Se encontró con un par de bandidos en Baja y se lo robaron. Así son las cosas.

—¿Cómo se llamaban los bandidos, Rita?

—¿Cómo podría saberlo? No era sino un rumor que llegó a mis oídos.

—Le contaré uno mejor. Los nombres de los bandidos eran Larry y Rita y no robaron el dinero en México. Eldon Swain nunca cruzó la frontera. Usted le preparó un asalto en el camino y se lo señaló a Larry. Y desde ese día los dos bandidos vivieron felices. Hasta ahora.

—¡No podrá probar eso nunca! ¡Nunca!

Gritaba como si quisiera tapar el sonido de mi voz y los rumores del pasado. Truttwell abrió la puerta.

—¿Qué pasa? —me miró con severidad—. ¿Qué está tratando de probar?

—Estábamos discutiendo acerca de quién pudo haberse quedado el medio millón de Swain. La señora Chalmers afirma que se lo robaron unos bandidos mexicanos. Pero estoy casi seguro de que ella y Chalmers se lo robaron a Swain. Debió ocurrir uno o dos días después de que Swain robara el dinero y lo trajera a San Diego, donde ella le esperaba. Robaron un coche —continué— y trajeron el dinero aquí, a Pacific Point, a la casa de su madre. Eso fue el tres de julio de 1945. Larry y Rita reconstruyeron un robo al revés. No era difícil, puesto que la madre de Larry estaba ciega y Larry debía tener llaves de la casa, así como la combinación de la caja fuerte. Guardaron el dinero en la caja fuerte y lo dejaron allí.

La señora Chalmers se puso en pie, fue hacia Truttwell y le cogió del brazo.

—No le crea. Estaba a más de cincuenta millas de aquí esa noche.

—¿Y Larry? —dijo Truttwell.

—Sí. Fue todo obra de Larry. Su madre no utilizaba la caja fuerte desde que perdió la vista y él pensó que era el lugar perfecto para esconder… quiero decir…

Truttwell la cogió por los hombros con ambas manos y la mantuvo tan apartada de sí como se lo permitió el largo de sus brazos.

—Usted estaba aquí con Larry, esa noche. ¿No es verdad?

—Me obligó a seguirle. Me apuntó con un revólver.

—Eso significa que usted conducía —dijo Truttwell—. ¡Usted mató a mi esposa!

La mujer inclinó su cabeza.

—¡Fue por culpa de Larry! Ella le reconoció, ¿entiende? Él giró el volante, apretó mi pie y aceleró el coche. No lo pude detener. Fue directo contra ella. No dejó que me detuviera hasta que regresamos a San Diego.

Truttwell la sacudió.

—¡No quiero oír eso! ¿Dónde está su marido ahora?

—En casa. Ya le dije que no se encuentra bien. Sólo atina a andar por ahí como atontado.

—Sigue siendo peligroso —le dije a Truttwell—. ¿No le parece mejor que llamemos a Lackland?

—Antes quiero tener una oportunidad de hablarle a Chalmers. Viene conmigo, ¿eh? Usted también, señora Chalmers.

Por segunda vez se sentó entre los dos, en el asiento delantero del coche de Truttwell. Miraba frente a sí, a la carretera, como un individuo precavido contra accidentes que está a la espera de otro desastre.

—¿Dónde estaba la otra mañana —dije—, cuando Nick tomó todas esas píldoras y tranquilizantes?

—En la cama, durmiendo. Yo misma había tomado un par de ellas la noche anterior.

—¿Su marido también estaba en la cama, dormido?

—No lo sé. Tenemos cuartos separados.

—¿Cuándo empezó a buscar a Nick?

—En cuanto usted se fue, esa mañana.

—¿Conducía el Rolls?

—Eso es.

—¿Adonde fue?

—Por toda la ciudad, supongo. Cuando se excita corre como un loco por todos lados. Después se queda sentado como un estúpido durante una semana.

—Fue a San Diego, señora Chalmers. Y existen pruebas de que Nick estaba con él, desmayado debajo de una manta, en el asiento trasero.

—Eso no tiene sentido.

—Me temo que sí lo tenía, para su marido. Cuando Nick se descolgó por la ventana del baño, su marido le encontró en el jardín. Le golpeó con una pala o alguna otra herramienta, haciéndole perder el conocimiento, y lo escondió en el Rolls hasta que estuvo listo para irse a San Diego.

—¿Por qué le haría eso a su propio hijo?

—Nick no era su hijo. Era el hijo de Eldon Swain y su marido lo sabía. Está olvidando la historia de su propia vida, señora Chalmers.

Me miró de reojo.

—¡Ojalá pudiera hacerlo!

—Nick sabía o sospechaba quién era su padre —dije—. En todo caso estaba tratando de averiguar la verdad acerca de la muerte de don Swain. Y se estaba acercando cada vez más.

—Nick fue quien mató a Eldon.

—Todos sabemos eso, por ahora. Pero Nick no arrastró el cadáver hasta el fuego para borrarle las huellas dactilares. Eso requería la fuerza de un adulto. Nick no guardó el revólver de Swain para utilizarlo contra Sidney Harrow quince años más tarde. Nick no mató a Jean Trask, a pesar de que su marido hizo todo lo que pudo para que así pareciera. Por esa razón llevó a Nick a San Diego.

—¿Fue Larry quien mató a todas esas personas? —inquirió la mujer en una especie de gemido.

—Me temo que sí.

—Pero ¿por qué?

—Sabían demasiado acerca de él. Era un hombre enfermo que estaba tratando de defender sus fantasías.

—¿Fantasías?

—El mundo irreal en el que vivía.

—Sí, ya entiendo lo que quiere decir.

Dejamos la carretera en Pacific Point y comenzamos a subir la larga cuesta. Detrás de nosotros, a los pies de la ciudad, el sol del ocaso brillaba rojo sobre el mar. En el misterioso crepúsculo, la mansión de los Chalmers aparecía etérea e irreal, semejante a un castillo en las nubes que hablara de un pasado que nunca había existido.

La puerta de entrada estaba sin llave y entramos. La señora Chalmers llamó a su marido y no recibió respuesta.

Emilio apareció sin prisa por el pasillo que conducía al fondo de la casa. La señora Chalmers corrió hacia él.

—¿Dónde está?

—No lo sé, señora. Me dijo que me quedara en la cocina.

—¿Le dijo que yo había registrado el Rolls? —le pregunté.

Los negros ojos de Emilio se apartaron de mí. No me contestó.

La mujer había subido el corto tramo de escaleras que conducían al estudio. Golpeó con sus puños la puerta de roble tallado, se chupó los nudillos doloridos, y volvió a golpear.

—¡Está ahí dentro! —gritó—. ¡Tienen que hacerle salir! ¡Se va a matar!

La empujé a un lado y traté de abrir. La puerta estaba cerrada con llave. Al otro lado, la habitación estaba sumida en un tenebroso silencio.

Emilio regresó a la cocina en busca de un destornillador y un martillo. Con ellos sacó la puerta del estudio de las bisagras.

Chalmers estaba sentado en la silla giratoria del juez, con la cabeza extrañamente inclinada hacia un lado. Llevaba un uniforme azul de marino, con tres galones de oro de comandante. La sangre de su cuello cortado había corrido sobre la hilera de condecoraciones tiñéndolas a todas del mismo color. Una vieja navaja abierta aparecía cerca de la mano que colgaba a un lado.

Su mujer se apartó de su cuerpo como si éste emitiera mortales rayos láser.

—Sabía que iba a hacer eso. Quería hacerlo el día que aparecieron en la puerta de entrada.

—¿Quién apareció en la puerta de entrada? —pregunté.

—Jean Trask y ese tipo forzudo con el que viajaba, Sidney Harrow. Les cerré la puerta en la cara, pero sabía que regresarían. Larry también lo sabía. Sacó el revólver de Eldon que había guardado durante todos estos años en la caja fuerte. Había planeado un pacto suicida. Quería matarme a mí y luego a sí mismo. El doctor Smitheram y yo le convencimos, en cambio, de hacer un viaje a Palm Springs.

—Debería haber permitido que se matara —dijo Truttwell.

—¿Y a mí también? ¡Eso no! No estaba preparada para morir. Todavía no lo estoy.

Aún le quedaban restos de pasión, aunque fuera para sí misma. Truttwell y yo estábamos callados. Se dirigió a él:

—Dígame, ¿sigue siendo mi abogado? Ha dicho que lo era.

Él sacudió la cabeza. Sus ojos parecían mirar a través de ella, y aún más lejos, hacia un pasado amargo o hacia un helado porvenir.

—No me puede rechazar ahora —insistió—. ¿No le parece que ya he sufrido bastante? Lamento lo de su esposa. Todavía hoy me despierto de noche y la veo tirada en la calle, pobre mujer, como un manojo de trapos viejos.

Truttwell le golpeó la cara con el dorso de su mano. Un poco de sangre brotó de su boca, marcando una raya en su mentón, como una rajadura en un mármol.

Me interpuse entre ellos para que no pudiera volver a golpearla. Truttwell no debía hacer esa clase de cosas.

Mi gesto la envalentonó un poco.

—No tiene por qué pegarme, John. Me siento bastante mal sin necesidad de eso. Desde que estoy aquí he vivido como si estuviera en una casa embrujada. De veras. La misma noche que llegamos, mientras estábamos aquí, en el estudio, guardando los paquetes de dinero en la caja fuerte, la vieja madre ciega de Larry bajó a oscuras. Dijo: «¿Eres tú, Sonny?». No sé cómo supo quién era. Fue sobrecogedor.

—¿Qué ocurrió después? —pregunté.

—Él la acompañó de regreso a su habitación y habló con ella. No me quiso decir qué le había dicho, pero no volvió a molestamos desde ese momento.

—Estelle nunca habló de eso —me dijo Truttwell—. Se murió sin decírselo a nadie.

—Ahora sabemos de qué murió —dije—. Descubrió la verdad acerca de su hijo.

Como si hubiera podido escucharme, el muerto pareció pendular su cabeza y adoptar una rígida actitud de turbación. Su viuda se le acercó como una sonámbula y se detuvo a su lado. Le tocó el cabello.

Me quedé con ella mientras Truttwell llamaba a la policía.

— FIN —