34

Irene Chalmers despidió a Emilio. Hizo el viaje sentada entre Truttwell y yo, en el asiento delantero de su Cadillac. Cuando salió del coche, en el aparcamiento de la clínica, caminaba como una mujer drogada. Truttwell le ofreció su brazo y la condujo hasta la recepción.

Moira Smitheram estaba detrás del mostrador, igual que el día que la conocí. Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde entonces. Su rostro parecía envejecido y marcado. O quizá yo leía más a fondo en ella. Su mirada fue de Truttwell a mí.

—No me ha dado mucho tiempo…

—No nos queda tiempo.

—Es muy importante que hablemos con Nick Chalmers —dijo Truttwell—. La señora Chalmers está de acuerdo.

—Tendrá que arreglarlo con el doctor Smitheram.

Moira fue en busca de su marido, quien apareció por la puerta interna. Entró dando grandes zancadas, y parecía irritable enfundado en su bata blanca.

—No se rinde con facilidad, ¿verdad? —le dijo a Truttwell.

—No me rindo en absoluto, amigo. Estamos aquí para ver a Nick y me temo que no podrá detenernos.

Smitheram le volvió la espalda a Truttwell y se dirigió a la señora Chalmers:

—¿Qué opina de esto?

—Será mejor que nos deje, doctor —contestó ella sin levantar los ojos.

—¿Ha vuelto a contratar al señor Truttwell como apoderado suyo?

—Sí, lo he hecho.

—¿Y el señor Chalmers está de acuerdo?

—Lo estará.

El doctor Smitheram le dispensó una mirada inquisitiva.

—¿Se puede saber a qué clase de presión la han sometido?

—Está perdiendo el tiempo, doctor —dijo Truttwell—. Estamos aquí para hablar con su paciente, no con usted.

Smitheram se tragó su ira.

—Muy bien.

Él y su mujer nos hicieron pasar por una puerta interna, a lo largo de un pasillo, hasta una segunda puerta que abrieron y volvieron a cerrar con llave. Daba a un ala de ocho o diez habitaciones, y la primera era la reservada para los suicidas. Una mujer estaba sentada en el suelo acolchado, mirando hacia nosotros a través de un grueso vidrio.

Nick tenía un dormitorio con sala de estar y la puerta estaba abierta. Sentado en un sillón, sostenía un libro de texto abierto. Con su albornoz de lana parecía casi igual a cualquier muchacho sorprendido en sus estudios. Se levantó al ver a su madre, los ojos grandes y brillantes en su pálido rostro. Sus gafas de sol estaban a su lado sobre el escritorio.

—¡Hola, mamá! Señor Truttwell… —Su mirada recorrió nuestras caras sin detenerse—. ¿Dónde está papá? ¿Dónde está Betty?

—Ésta no es una reunión social —dijo Truttwell—, aunque es un placer verte. Tenemos que hacerte algunas preguntas.

—Sean muy breves en lo posible —dijo Smitheram—. Siéntate, Nick.

Moira le quitó el libro y colocó una señal entre las páginas. Luego fue a situarse en el umbral, al lado de su marido. Irene Chalmers se sentó en la otra silla. Truttwell y yo en la cama de una plaza que estaba frente a Nick.

—No voy a andar con rodeos —dijo Truttwell—. Hace unos quince años, cuando eras un niño, mataste a un hombre en el terraplén del ferrocarril.

Nick levantó los ojos hacia Smitheram y dijo con tono neutro y desilusionado:

—Usted se lo contó.

—No, no lo hice —dijo Smitheram.

Truttwell se dirigió al médico:

—Asumió una gran responsabilidad al ocultar este asesinato.

—Ya lo sé. Actué así para defender los intereses de un niño de ocho años al que se estaba tratando por autismo. La ley no es la única guía en la conducta de las cuestiones humanas. Aun si lo fuera, el homicidio fue justificado o accidental.

Truttwell replicó con hastío:

—No he venido aquí para discutir de leyes o de ética con usted, doctor.

—Entonces no critique mis motivaciones.

—Que son, por supuesto, tan puras como nieve recién caída.

El alto cuerpo del médico insinuó un movimiento de amenaza en dirección de Truttwell. Moira le detuvo apoyando una mano sobre su codo.

Truttwell se volvió hacia Nick.

—Háblame acerca de ese asesinato cerca de las vías. ¿Fue un accidente?

—No lo sé.

—Entonces, cuéntame simplemente cómo ocurrió. En primer lugar, ¿cómo llegaste a la estación del ferrocarril?

Nick contestó vacilando, como si su memoria actuara espasmódicamente, igual que un teletipo intermitente.

—Regresaba a casa de la escuela cuando un hombre me hizo subir a su coche. Sé que no debería haberlo hecho. Pero parecía estar muy triste. Y yo sentí pena por él. Estaba enfermo y viejo.

»Me hizo un montón de preguntas acerca de quién era mi madre y quién era mi padre, y cuándo y dónde había nacido. Después dijo que era mi padre. No le creí del todo, pero estaba bastante interesado como para ir con él hasta el bosque de los vagabundos.

»Me llevó hasta un sitio detrás de la vieja casa de máquinas. Alguien había dejado un fuego encendido y agregamos algunos troncos y nos sentamos cerca de él. Sacó una botella de whisky, tomó un trago y me lo hizo probar. Me quemó la boca. Pero él lo tomó como si fuera agua y terminó la botella.

»Se puso de buen humor. Cantó algunas viejas canciones y luego se puso sentimental. Dijo que yo era su querido niño y que cuando estuviera en posesión de sus derechos asumiría su responsabilidad y cuidaría de mí. Empezó a manosearme y besarme, y ahí fue cuando le maté. Llevaba un revólver en la cintura. Se lo quité, le disparé y se murió.

La cara de Nick no se había alterado. Pero podía escuchar su respiración acelerada.

—¿Qué hiciste con el revólver? —pregunté.

—No hice nada. Lo dejé tirado por allí y regresé caminando a casa. Más tarde le conté a mis padres lo que había hecho. Al principio no me creyeron. Después apareció en el periódico lo del hombre muerto y entonces me creyeron. Me llevaron al doctor Smitheram. Y —agregó con amargura— desde entonces seguí con él. ¡Ojalá hubiera ido en seguida a la policía!

Sus ojos miraban la cara de su madre.

—No dependía de ti —dije—. Vamos a hablar del asesinato de Sidney Harrow.

—¡Dios mío! ¿Piensa que también le maté a él?

—Tú lo pensaste, ¿recuerdas?

Su mirada se volvió hacia adentro.

—Estaba bastante confundido, ¿verdad? El problema era que en realidad deseaba matar a Harrow. Esa noche fui a su cuarto del motel para tener un careo con él. Jean me dijo dónde se hallaba. No estaba allí, pero le encontré en su coche cerca de la playa.

—¿Vivo o muerto?

—Estaba muerto. El revólver que lo había matado estaba cerca de su coche. Lo levanté para mirarlo y sentí un golpe seco en mi cabeza. La tierra se hundió literalmente bajo mis pies. En el primer momento pensé que era un terremoto. Después me di cuenta de que estaba ocurriendo dentro de mí. Me sentí confundido y poseído de deseos suicidas durante mucho tiempo. —Estuvo unos segundos en silencio, y luego continuó—: Era como si el revólver estuviera a la espera de que hiciera algo con él.

—Ya habías hecho algo con él —dije—. Era el mismo revólver que dejaste en el terraplén del ferrocarril.

—¿Cómo es posible?

—No lo sé, pero era el mismo revólver. La policía tiene pruebas balísticas que lo demuestran. ¿Estás seguro de haber dejado el revólver cerca del cadáver?

Nick pareció confundido. Sus ojos se posaron en nuestras caras con un desamparo total. Cogió sus gafas de sol y se las puso.

—¿El cadáver de Harrow?

—El de Eldon Swain. El hombre del terraplén del ferrocarril que dijo que era tu padre. ¿Dejaste el revólver allí, cerca de él, Nick?

—Sí. Sé que no lo llevé conmigo a casa.

—Entonces alguien lo recogió, se lo guardó durante quince años y lo usó contra Harrow. ¿Quién podría ser?

—No sé.

El joven sacudió la cabeza lentamente de un lado a otro.

Smitheram dio un paso hacia adelante.

—Ya ha hablado bastante. Y usted no está averiguando nada.

Sus ojos reflejaban mucha ansiedad. Pero yo no podía decir si era a causa de Nick.

—Estoy averiguando muchas cosas, doctor. Y Nick también.

—Sí. —El muchacho levantó la vista—. ¿El hombre del terraplén del ferrocarril era realmente mi padre?

—Tendrás que preguntárselo a tu madre.

—¿Lo era, mamá?

Irene Chalmers recorrió la habitación con la mirada, como si una nueva trampa se hubiera cerrado sobre ella. La presión de nuestro silencio forzó a las palabras a salir de su boca:

—No estoy obligada a contestar y no lo haré.

—Eso significa que era mi padre.

No le contestó ni le miró. Se quedó sentada con la cabeza agachada. Truttwell se levantó y colocó una mano sobre su hombro. Ella inclinó su cabeza hacia un lado, dejando que su mejilla descansara contra sus nudillos. En contraste con su cutis inmaculado, su mano estaba moteada por la edad.

Nick repitió con insistencia:

—Sabía que Lawrence Chalmers no podía ser mi padre.

—¿Cómo lo sabías? —le pregunté.

—Las cartas que escribió desde alta mar… No recuerdo con exactitud las fechas, pero no coincidían.

—¿Por eso sacaste las cartas de la caja fuerte?

—En realidad, no. Descubrí ese aspecto de la cuestión por casualidad. Sidney Harrow y Jean Trask me vinieron a ver con la absurda historia de que mi padre… de que Lawrence Chalmers había cometido un crimen. Saqué las cartas para demostrarles que estaban equivocados. Él estaba en alta mar cuando ocurrió el robo.

—¿Qué robo?

—Jean dijo que había robado dinero de su familia, de su padre. En realidad, se trataba de una enorme suma de dinero, de medio millón o algo por el estilo. Pero sus cartas demostraban que Jean y Harrow estaban equivocados. El día del supuesto robo, creo que fue el primero de julio de 1945, mi pa… el señor Chalmers estaba en alta mar a bordo de su carguero.

Con amarga ironía agregó:

—Estoy demostrando que también probé que no podía ser mi padre. Yo nací el catorce de diciembre de 1945, y nueve meses antes, cuando debía haber sido…

Miró hacia su madre y no pudo encontrar la palabra.

—¿Concebido? —dije.

—Cuando debía haber sido concebido, él estaba a bordo de su barco en el frente. ¿Me oyes, mamá?

—Te oigo.

—¿No se te ocurre ningún otro comentario?

—No tienes por qué volverte contra mí —dijo ella en voz baja—. Soy tu madre. ¿Qué importancia tiene quién haya sido tu padre?

—Me importa a mí.

—Olvídalo. ¿Por qué no lo olvidas?

—Aquí tengo algunas de las cartas. —Saqué las tres cartas de mi cartera y se las enseñé a Nick—. Creo que son éstas las que te interesaban en particular.

—Sí. ¿Dónde las encontró?

—En tu apartamento —contesté.

—¿Puedo verlas un minuto?

Le tendí las cartas. Las recogió con rapidez.

—Ésta es la que escribió el quince de marzo de 1945: «Queridísima mamá: Aquí estoy, de nuevo en el frente, así que mi carta no partirá durante un tiempo». Eso probaría fehacientemente que quien quiera que sea mi padre no fue ni es el sargento L. Chalmers.

Volvió a mirar a su madre con hosquedad y preguntó:

—¿Era el hombre del terraplén del ferrocarril, mamá? ¿El hombre que maté?

—Tú no quieres una respuesta —dijo ella.

—Eso significa que la respuesta es sí —dijo él con amarga satisfacción—. Eso, al menos, es seguro. ¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿Cómo se llamaba mi padre?

Ella no contestó.

—Eldon Swain —dije—. Era el padre de Jean Trask.

—Ella dijo que éramos hermanos. ¿Quiere decir que era verdad?

—Yo no soy quien tiene las respuestas. Tú pareces tenerlas. —Me detuve y luego continué—: Debo formularte una pregunta muy importante, Nick. ¿Qué te hizo ir a la casa de Jean Trask, en San Diego?

Sacudió la cabeza.

—No recuerdo. Todo está muy confuso. Ni siquiera recuerdo haber ido a San Diego.

El doctor Smitheram volvió a adelantarse.

—Tengo que pedirles que interrumpan esto ahora. No permitiré que se deshaga lo que hemos hecho por Nick en estos últimos días.

—Vamos a terminar con esto de una vez —dijo Truttwell—. Después de todo, ha estado consumiendo la mayor parte de la juventud de Nick.

—Yo también quiero terminar —dijo Nick—. Si puedo.

—Yo también.

Moira era quien rompía un prolongado silencio.

El médico se volvió hacia ella con frialdad:

—No recuerdo haber pedido tu opinión.

—De todos modos, la tienes. Vamos a terminar con todo esto.

La voz de Moira dejaba traslucir una profunda culpa. Ambos se enfrentaron durante un momento, como si estuvieran solos en la habitación.

Le pregunté a Nick:

—¿A partir de qué momento comienzan tus recuerdos de San Diego?

—Cuando desperté en el hospital, esa noche. Había olvidado todo lo que sucedió durante el día.

—¿Y qué es lo último que recuerdas?

—Cuando me levanté esa mañana. Había estado despierto toda la noche, entre una cosa y otra, y me sentí terriblemente deprimido. Esa horrible escena en el terraplén del ferrocarril me seguía persiguiendo. Podía oler el fuego y el whisky.

»Decidí tranquilizarme con una o dos píldoras para dormir y me levanté para ir a buscarlas al baño. Cuando vi las cápsulas rojas y amarillas en los frascos cambié de idea. Decidí tomarme una buena cantidad y descansar para siempre.

—¿Fue entonces cuando escribiste tu nota de suicidio?

Se quedó pensando en mi pregunta.

—Sí. La escribí justo antes de tomar las píldoras.

—¿Cuántas tomaste?

—No las conté. Un par de puñados, supongo lo bastante como para matarme. Pero no podía quedarme sentado en el cuarto de baño a esperar. Tenía miedo de que me encontraran y no me dejaran morir. Me descolgué por la ventana y salté al suelo. Debí haberme caído y golpeado la cabeza sobre algo. —Hizo balancear las cartas sobre sus rodillas y se tocó con suavidad el costado de su cabeza—. Después, me encontré en el hospital de San Diego. Ya le conté todo esto al doctor Smitheram.

Le eché una mirada a Smitheram. No estaba escuchando. Hablaba con su mujer en voz baja y con vehemencia.

—¿Doctor Smitheram?

Se dio la vuelta con brusquedad, pero no para contestarme. Se apoderó de las cartas que estaban sobre las rodillas de Nick.

—Vamos a echarles una mirada, ¿eh?

Smitheram recorrió las inconsistentes páginas y comenzó a leerle en voz alta a su mujer:

«Hay algo en los pilotos que hace pensar en los caballos de carreras… algo desarrollado hasta un nivel casi enfermizo. Espero no aparecer así ante los ojos de los demás.

»El jefe de nuestro escuadrón, el comandante Wilson, también es así. (Ya no censura el correo, así que lo puedo decir). Ya hace cuatro años que está en esto, pero conserva exactamente la misma distinción del que acaba de salir de Yale. Sin embargo, parece haberse detenido en su evolución. Ha dado lo mejor de sí mismo a la guerra…».

Truttwell le interrumpió tajante:

—Lee usted muy bien, doctor, pero éste no es el momento más oportuno.

Smitheram siguió como si no hubiera oído. Se dirigió a su mujer.

—¿Cómo se llamaba el comandante de mi escuadrón en Sorrel Bay?

—Wilson —dijo ella en voz baja.

—¿Recuerdas que hice este comentario acerca de él en la carta que le escribí en marzo de 1945?

—Vagamente. Me fío de tu palabra.

Smitheram no pareció satisfecho. Siguió revisando las páginas, rompiéndolas casi con sus dedos enfurecidos.

—Escucha esto, Moira: «Estamos bastante cerca del ecuador y el calor aprieta, aunque no tengo intención de quejarme. Si mañana seguimos anclados cerca de este atolón trataré de salir del barco para nadar. No lo he vuelto a hacer desde que zarpamos de Pearl hace meses. Sin embargo, uno de mis grandes placeres diarios es la ducha que me doy todas las noches antes de acostarme». Y así sigue. Después, la carta menciona que Wilson fue abatido en Okinawa. Ahora recuerdo con exactitud haberte escrito esto en el verano de 1945. ¿Cómo lo explicas, Moira?

—No pienso hacerlo —dijo ella bajando los ojos.

Truttwell se puso de pie y miró la carta por encima del hombro de Smitheram.

—Me parece que ésta no es su letra. No, ya veo que no lo es. —Después de una pausa, agregó—: Es la letra de Lawrence Chalmers, ¿verdad?

Después de otra pausa siguió:

—¿Esto significa que las cartas de la guerra que le envió a su madre estaban plagiadas?

—¡Claro que lo estaban! —Smitheram sacudió los papeles en su puño. Sus ojos estaban fijos en la cara agachada de su mujer—. ¡Aún no consigo entender cómo fueron escritas estas cartas!

—¿Chalmers fue piloto de la Marina en algún momento? —preguntó Truttwell.

—No. Intentó ingresar en el servicio de entrenamiento. Pero fue totalmente descalificado. De hecho, la Marina le dio de alta pocos meses después de alistarse.

—¿Por qué le dieron de alta? —dije.

—Razones de salud mental. Tuvo una crisis nerviosa en el cuartel. Les sucedió a varios muchachos esquizoides cuando intentaron asumir un papel militar. En particular, aquellos que tenían madres dominantes, como en el caso de Larry.

—¿Cómo está tan enterado del caso, doctor?

—Lo tuve a mi cargo, en el Hospital Naval de San Diego. Antes de permitirle regresar a la vida diaria le sometimos a unas semanas de tratamiento. Desde entonces fue mi paciente, exceptuando los dos años en que presté servicio en la Marina.

—¿Él fue la razón de que se estableciera aquí, en el Point?

—Una de las razones. Me estaba agradecido y se ofreció a ayudarme en mi carrera. Su madre había muerto y le había dejado una gran cantidad de dinero.

—No entiendo cómo nos pudo engañar con estas cartas falsificadas —dijo Truttwell—. Tuvo que robar los sobres y los sellos aéreos de la oficina de Correos. ¿Y cómo recibía las respuestas si no estaba en la Marina?

—Tenía un empleo en la oficina de Correos —dijo Smitheram—. Se lo conseguí yo mismo antes de embarcarme. Supongo que instalaría una casilla especial para recibir su propio correo.

Como si una fuerza externa le hubiera devuelto el juicio, miró a su mujer.

—Lo que yo no entiendo, Moira, es cómo tuvo la ocasión, varias ocasiones, de copiar las cartas que yo te enviaba.

—Me las debió de coger —dijo ella.

—¿Sabías que te las cogía?

Asintió con displicencia.

—En realidad, me las pidió prestadas para leerlas. Eso dijo, al menos. Pero puedo entender por qué las copió. Te idolatraba como a un héroe. Quería ser igual que tú.

—¿Y qué sentía por ti?

—Me tenía cariño. Nunca lo ocultó, ni siquiera antes de que te fueras.

—¿Le veías con regularidad después de marcharme yo?

—No hubiera podido evitarlo. Vivía en el cuarto de al lado.

—¿En el cuarto de al lado del hotel Magnolia? ¿Quieres decir que vivíais en cuartos contiguos?

—Me pediste que le vigilara —dijo ella.

—No te dije que vivieras con él. ¿Viviste con él?

Hablaba con el tono de bravata de un hombre que se estaba hiriendo y lo sabía, pero insistió en hacerlo.

—Viví con él —dijo su mujer—. Y no me avergüenzo. Necesitaba a alguien. Puedo haber hecho tanto para salvar su salud mental como hiciste tú.

—Así que era terapia, ¿verdad? Por eso quisiste venir aquí después de la guerra. Por eso él…

Ella interrumpió:

—Estás despistado, Ralph. Como lo estás siempre en cuanto a mí se refiere. Me separé de él mucho antes de que regresaras a casa.

Irene Chalmers levantó la cabeza.

—Es verdad. Se casó conmigo en julio…

Truttwell se inclinó hacia ella y le tocó la boca con su dedo.

—No proporcione ninguna información voluntariamente, Irene.

Ella volvió a guardar silencio y pude escuchar la voz baja e intensa de Moira.

—Tú estabas enterado de mi relación con él —le decía a su marido—. No es posible que trates a un paciente durante veinticuatro años sin enterarte de algo semejante. Pero preferiste actuar como si no lo supieras.

—Si lo hice —dijo él—, y no estoy admitiendo nada, pero si lo hice, fue actuando en interés de mi paciente y no en el mío.

—Realmente crees eso, ¿no es así, Ralph?

—Es la verdad.

—Te estás engañando a ti mismo. Pero no engañas a nadie más. Sabías que Larry Chalmers era un estafador, igual que lo sabía yo. Conspiramos con su fantasía y seguimos sacándole su dinero.

—Me temo que estás fantaseando, Moira.

—Sabes que no es así.

Smitheram observó nuestras caras, para ver si le estábamos juzgando. Su mujer se escurrió detrás de él y abandonó la habitación. La seguí por el pasillo.