33

Betty me esperaba con impaciencia en el aparcamiento. Su mirada se acercó a la parte inferior de mi cara.

—Tiene una mancha de pintura de labios. Espere. —Sacó un pañuelo de papel de su bolso y me frotó con bastante energía—: ¡Ya está! Así está mejor.

En el coche me preguntó con voz inexpresiva:

—¿Está liado con la señora Smitheram?

—Somos amigos.

Prosiguió con el mismo tono neutro:

—No me extraña que no pueda confiar en nadie ni hacer nada por Nick. —Se volvió hacia mí—: Ya que es tan amigo de la señora Smitheram, ¿por qué no me ha permitido ver a Nick?

—Su marido es el médico. Ella sólo es una asistente, según me ha dicho.

—¿Por qué su marido no permite que Nick se vaya?

—Están reteniendo a Nick para protegerle. No está claro contra qué o contra quién, pero estoy de acuerdo en que necesita protección. Sin embargo, no debería manejar este asunto sólo su médico. Necesita asesoramiento legal.

—Si está tratando de meter a mi padre en esto… —Sus manos apretaron el volante con tanta fuerza que tuvo que hacerse daño.

—Está complicado en esto, Betty. No tiene mucho sentido discutir acerca de ello. Y no está usted ayudando mucho a Nick volviéndose contra su padre.

—Él es quien se ha vuelto contra nosotros… Contra Nick y contra mí.

—Tal vez sea así. Pero necesitamos su ayuda.

—Yo no —dijo con voz alta pero indecisa.

—De todos modos yo necesito la suya. ¿Me acompaña hasta su oficina?

—Está bien. Pero no voy a entrar.

Me condujo hasta el aparcamiento, detrás del edificio de su padre. Un lustroso Rolls negro estaba aparcado en uno de los lugares reservados.

—Ése es el coche de los Chalmers —dijo Betty—. Pensé que habían tenido una desavenencia con papá.

—Quizá se estén entendiendo. ¿Qué hora es?

Miró su reloj de pulsera.

—Las cuatro treinta y cinco. Le esperaré aquí afuera.

El Rolls me llamó la atención. Lo observé por todos lados y admiré sus mullidas tapicerías de cuero y los acabados de nogal. El coche estaba inmaculado, de no ser por una salpicadura amarilla que se veía en una manta de viaje, doblada en el asiento trasero. Parecía un resto seco de vómito.

Raspé una pequeña parte con la punta de una tarjeta de crédito de plástico. Cuando levanté la vista, un hombre delgado, de traje oscuro y gorra de chófer, venía hacia mí cruzando la zona de aparcamiento. Era Emilio, el mayordomo de los Chalmers.

—Aléjese de ese coche —dijo.

—Está bien.

Empujé la puerta trasera del Rolls y me alejé de él. Los negros ojos de Emilio se fijaron en la tarjeta que tenía en mi mano. Hizo un gesto para agarrarla. La puse fuera de su alcance.

—¡Deme eso!

—¡Ni hablar! ¿Quién se mareó en el coche, Emilio?

La pregunta le preocupó. Insistí. De pronto, su rabia pareció evaporarse. Me volvió la espalda y se sentó detrás del volante del Rolls, levantando la ventanilla automática que estaba a mi lado.

—¿Qué pasa? —preguntó Betty mientras nos alejábamos caminando.

—No estoy seguro. ¿Qué clase de personaje es ése?

—¿Emilio? Bastante avinagrado, por cierto.

—¿Es honrado?

—Debe serlo. Ha estado con los Chalmers durante más de veinte años.

—¿Qué clase de vida lleva?

—Una vida muy tranquila de soltero, creo. Pero no sé mucho acerca de Emilio. ¿Qué es eso amarillo sobre la tarjeta?

—Es una buena pregunta. ¿Tiene un sobre?

—No. Pero le conseguiré uno.

Entró en el edificio por la puerta trasera y regresó en seguida con uno de los sobres comerciales de su padre. Con su ayuda guardé en él mi hallazgo, lo cerré y le puse una inscripción.

—¿Qué laboratorio utiliza su padre?

—El de Barnard. Está camino del juzgado.

Le alargué el sobre.

—Quiero que analicen esto para saber si tiene hidrato de cloruro y Nembutal. Creo que se trata de un análisis bastante sencillo y lo pueden hacer en seguida si les dice que su padre lo necesita con urgencia. Y dígales que tengan mucho cuidado con la muestra, ¿quiere?

—Sí, señor.

—¿Me traerá los resultados? Es probable que aún esté en la oficina de su padre. Puede ponerse un disfraz o algo por el estilo.

Se negó a sonreír. Pero se alejó obedientemente para realizar el encargo. Sentí cómo iba aumentando la adrenalina en mis venas, haciéndome sentir más fuerte y agresivo. Si mi intuición era cierta, el resto de vómito en el sobre podía definir el caso.

Entré en el edificio de Truttwell y me encaminé por el pasillo hasta la sala de espera del frente. La voz del Truttwell me hizo detener ante una puerta abierta:

—¿Archer? Ya no contaba con usted.

Me introdujo en su biblioteca de abogado, completamente rodeada de estantes de libros de consulta. Un muchacho, con uniforme de estudiante, estaba ocupado con un proyector de películas. En el otro extremo de la habitación ya había sido colocada una pantalla.

Truttwell me miró sin demasiada amabilidad.

—¿Dónde ha estado?

Se lo dije y cambié de tema.

—Apuesto a que compró las películas de la señora Swain.

—No fue cuestión de dinero —replicó con satisfacción—. Persuadí a la señora Swain de que era su obligación ponerse al servicio de la verdad. Además, dejé que se quedara con la caja florentina, que pertenecía a su madre. A cambio, me dio algunas películas. Desgraciadamente, el rollo que voy a enseñarle tiene casi veintiséis años y está en malas condiciones. Se rompió justo ahora, mientras lo estaba enrollando.

Se dirigió al muchacho del proyector:

—¿Cómo anda eso, Eddie?

—Lo estoy empalmando. Estará listo en un minuto.

—Hágame un favor, Archer —me dijo Truttwell—. Irene Chalmers está en la sala de espera.

—¿Ha vuelto al redil?

—Volverá —dijo enseñando los dientes—. Por ahora está aquí, muy a pesar de su voluntad. Sólo quiero que vaya y se asegure de que no se escape.

—¿Qué sorpresa le tiene preparada?

—Ya verá.

—¿Que en realidad su nombre de soltera era Rita Shepherd?

La mirada satisfecha de Truttwell desapareció. Una especie de rivalidad había surgido entre nosotros, tal vez a causa de que Betty había depositado su confianza en mí.

—¿Desde cuándo lo sabe? —me preguntó con tono de fiscal.

—Hace unos cinco segundos. Aunque lo sospeché desde anoche.

No me pareció indicado decirle que la sospecha había nacido en mí cuando soñé con mi abuela.

Mientras recorría el pasillo, el sueño volvió a mi mente y apaciguó mi agresividad. La señora Shepherd se fundió con los recuerdos de mi abuela, sepultada desde largo tiempo atrás en Martínez. El fervor con el cual la señora Shepherd había guardado el secreto de su hija le otorgaba cierto prestigio.

Cuando entré en la sala de espera, Irene Chalmers levantó su rostro hacia mí. Pareció no reconocerme en seguida. La recepcionista me habló en un susurro, como si estuviera hablando en presencia de un enfermo o de un retrasado mental.

—Creí que no llegaría. El señor Truttwell está en la biblioteca. Dijo que le enviara en seguida para allá.

—Acabo de hablar con él.

—Entiendo.

Me senté al lado de Irene Chalmers. Se volvió y me miró, reconociéndome paulatinamente. Parecía una mujer despertando de un sueño. Como si el sueño la hubiera asustado, su actitud era sumisa y llena de culpa:

—Lo siento, mi cabeza estaba en otro lado. Usted es el señor Archer. Creí que ya no estaba con nosotros.

—Sigo con el caso, señora Chalmers. A propósito, recobré las cartas de su esposo.

—¿Las tiene en su poder? —preguntó sin mucho interés.

—Sólo algunas. Se las devolveré por medio del señor Truttwell.

—Pero él ya no es nuestro abogado.

—De todos modos, puede estar segura de que él les entregará las cartas.

—No sé. —Observó el pequeño cuarto con una especie de primitiva desconfianza—. Todos éramos muy amigos. Pero ya no lo somos.

—¿A causa de Nick y Betty?

—Supongo que ésa fue la última gota —dijo—. Pero nuestro verdadero problema lo tuvimos hace algún tiempo, por dinero. Parece que siempre es por dinero, ¿no? ¡A veces desearía volver a ser pobre!

—¿Ha dicho que tuvieron problemas por dinero?

—Sí, cuando Larry y yo financiamos la Fundación Smitheram. John Truttwell se negó a extendernos los papeles. Dijo que estábamos dominados por el doctor Smitheram, porque le instalábamos una clínica privada. Pero Larry deseaba hacerlo, y yo también pensé que sería una buena idea. ¡No sé dónde estaríamos si no fuera por el doctor Smitheram!

—Ha hecho mucho por ustedes, ¿verdad?

—Bien sabe que sí. Salvó a Nick de… Ya sabe de qué. Creo que John Truttwell está celoso del doctor Smitheram. De todos modos, ya no es amigo nuestro. He venido aquí esta tarde sólo porque me amenazó.

Le quise preguntar qué quería decir, pero la chica del conmutador estaba escuchando con toda atención. Le dije:

—Por favor, vaya y pregúntele al señor Truttwell si está listo para recibirnos.

Se alejó con desgana. Volví a dirigirme a la señora Chalmers:

—¿Con qué la amenazó?

No trató de defenderse. Actuaba como si un soplo helado hubiera arrasado toda su discreción:

—Se trata nuevamente de Nick. Truttwell fue hoy a San Diego y desenterró más cosas. No me parece bien decirle de qué se trata.

—¿Tiene que ver con el nacimiento de Nick?

—¡Así que se lo dijo!

—No, pero leí algunas de las cartas de su esposo. Parece que estaba en alta mar cuando Nick fue concebido. ¿Es verdad, señora Chalmers?

Me miró, confundida primero y luego con severo desprecio.

—¡No tiene derecho a preguntarme eso! Está tratando de dejarme al desnudo, ¿verdad?

A pesar de su enojo, dejaba traslucir un ambiguo juego erótico que parecía buscar mi complicidad. Le dispensé una sonrisa que me provocó una extraña sensación.

La recepcionista regresó diciendo que el señor Truttwell nos estaba esperando. Le encontramos solo en la biblioteca, detrás del proyector.

Al ver el aparato, Irene Chalmers reaccionó como si se tratara de una compleja arma que apuntara hacia ella. Su mirada asustada fue de Truttwell a mí. Yo estaba entre ella y la puerta, y la cerré. Su rostro y su cuerpo estaban helados.

—No me habló de ninguna película —le dijo a Truttwell con tono de queja—. Me dijo que deseaba revisar el caso conmigo.

Truttwell contestó con suavidad, muy dueño de la situación.

—La película forma parte del caso. Fue filmada durante una reunión en la piscina de San Marino, en el verano de 1943. En su mayor parte por Eldon Swain, quien ofreció la fiesta. La última parte, cuando él aparece, fue filmada por la señora Swain.

—¿Habló con la señora Swain?

—Un poco. Para ser franco, estoy mucho más interesado en su reacción. —Dio una palmada en el respaldo de un sillón que estaba cerca del proyector—. Venga, siéntese y póngase cómoda, Irene.

Ella se mantuvo obstinadamente inmóvil. Truttwell se le acercó sonriendo y la tomó del brazo. Se desplazó lenta y pesadamente, como una estatua que, muy a disgusto, se va transformando en un ser de carne y hueso.

La hizo acomodar en el sillón e, inclinándose sobre ella desde atrás, apartó con lentitud las manos de sus hombros.

—Apague las luces, ¿quiere, Archer?

Hice girar el interruptor y me senté al lado de Irene Chalmers. El proyector comenzó a girar. Su silenciosa ráfaga de luz llenó la pantalla de imágenes. Una gran piscina rectangular, con trampolín y tobogán, reflejaba un cielo de un azul pasado de moda.

Una joven rubia, de figura madura pero de inmaduro rostro, trepó al tobogán. Hizo un ademán hacia la cámara, tomó demasiado impulso y se zambulló cómicamente, con las piernas separadas y pataleando como una rana. Regresó a la superficie con la boca llena de agua y la escupió hacia la cámara. Era Jean Trask, de joven.

Irene Chalmers, nacida Rita Shepherd, subió tras ella al trampolín. Caminó con solemnidad hasta la punta, como si el ojo de la cámara la estuviera juzgando. El gorro de goma negra en el que había ocultado sus cabellos le confería un aspecto extrañamente arcaico.

Durante largo rato la cámara siguió enfocándola sin que ella la mirara. Luego se zambulló perforando el agua casi sin salpicar. Sólo cuando desapareció de la vista me di cuenta de lo hermosa que había sido.

La cámara la enfocó cuando volvía a la superficie, y ella sonrió y giró sobre su espalda justo debajo de ella. Jean apareció detrás de ella y la hundió, gritando o riendo, salpicando agua con sus manos hacia la cámara.

Un tercer personaje, un joven de unos dieciocho años que no reconocí en seguida, trepó al trampolín. Caminó lentamente hasta la punta, echando muchas miradas hacia atrás, como si le acecharan los piratas a sus espaldas. Y en efecto, había uno. Jean le empujó y le arrojó al agua, riendo o gritando. Reapareció braceando, con los ojos cerrados. Una mujer con un sombrero de ala ancha le tendió una vara que tenía en la punta un gancho forrado. Lo utilizó para remolcarlo hasta donde el nivel del agua estaba bajo. Así se quedó, con el agua hasta la cintura, dando la espalda a la cámara. Su salvadora se quitó su alicaído sombrero y se inclinó hacia los invisibles espectadores.

La mujer era la señora Swain, pero la cámara de Swain no se entretuvo sobre ella. Se desplazó hacia los espectadores, una pareja de edad, bien parecida, sentada en una mecedora con toldo. A pesar de la sombra que caía sobre él, reconocí a Samuel Rawlinson, y supuse que la mujer que estaba a su lado era Estelle Chalmers. La cámara se volvió a alejar antes de darme la oportunidad de observar su cara fina y apasionada.

Rita y Jean se deslizaron por el tobogán, juntas y por separado. Atravesaron la piscina, con Jean a la cabeza. Jean salpicó al hidrofóbico muchacho, que seguía de pie como si hubiera echado raíces en el agua que le llegaba hasta la cintura. Luego salpicó a Rita.

Capté un rápido vistazo de Randy Shepherd en último plano, pelirrojo y barbirrojo, vestido con atuendo de jardinero. Por encima del hombro observaba a su hija ocupar su lugar en el sol. Miré de reojo la cara de Irene Chalmers, iluminada intermitentemente por los fluctuantes colores reflejados desde la pantalla. Daba la impresión de estar muriendo bajo el suave bombardeo del pasado.

Cuando mis ojos volvieron a la pantalla, Eldon Swain había subido al trampolín. Era un hombre de mediana estatura con una cabeza grande y atractiva. Tomó impulso y se zambulló. La cámara le enfocó mientras subía y le siguió cuando regresaba al trampolín. Siguió ensayando saltos, de frente y de espaldas.

Siguió una doble zambullida con Jean sobre sus hombros, y finalmente una doble zambullida con Rita. Como si estuviera controlada por un interés documental, la cámara siguió a la pareja mientras Rita se mantenía despatarrada sobre el trampolín y Eldon Swain metía su cabeza entre sus piernas y la levantaba. Tambaleándose un poco, la llevó hasta el borde y se quedó largo rato con su cabeza emergiendo de entre sus muslos como la de un gigantesco bebé sonriente que hubiera vuelto a nacer.

Los dos cayeron juntos del borde y se quedaron bajo el agua durante un momento que pareció una eternidad. El ojo de la cámara los buscó, pero sólo pudo captar la chispeante superficie punteada con luz y coloreada desde abajo por las sombras que se disolvían en el agua.

Al terminar la película, ninguno de nosotros pronunció una palabra. Encendí las luces. Irene Chalmers se estiró y se puso de pie. Podía percibir su miedo, tan fuerte que parecía aturdiría.

Haciendo un esfuerzo para dominarlo, dijo:

—Era bonita en esos días, ¿verdad?

—Más que bonita —dijo Truttwell—. La palabra es hermosa.

—¡Para lo que me sirvió! —Su voz y su lenguaje estaban cambiando como si estuviera recayendo en su primitiva personalidad—. ¿De dónde sacó esta película…? ¿De la señora Swain?

—Sí. Me dio otras.

—Por supuesto. Siempre me odió.

—¿Porque se fue con su marido? —pregunté.

—Me odiaba desde mucho antes. Fue casi como si supiera lo que iba a ocurrir. O quizá ella hizo que ocurriera, no lo sé. Andaba por ahí y vigilaba a Eldon, esperando que diera un mal paso. Si uno le hace eso a un hombre, tarde o temprano el hombre lo dará.

—¿Qué fue lo que se lo hizo dar a usted?

—No vamos a hablar de mí. —Su mirada me enfocó. Luego se dirigió a Truttwell y después se perdió en el vacío—. Me voy a acoger al artículo quinto[2].

Truttwell se le acercó más aún, amable y suave como un amante.

—¡No sea tonta, Irene! Aquí está entre amigos.

—¡Vamos…!

—Es verdad —dijo—. Me tomé un enorme trabajo, igual que el señor Archer, para apoderarme de estas pruebas, para sacárselas a enemigos potenciales. En mis manos no pueden ser utilizadas contra usted. Creo poder garantizar que eso no ocurrirá nunca.

Se sentó muy tiesa, mirándole fijamente a los ojos.

—¿Qué es esto? ¿Chantaje?

Truttwell sonrió.

—Me parece que me confunde con el doctor Smitheram. No quiero absolutamente nada de usted, Irene. Creo que deberíamos tener una conversación libre y franca.

Miró en dirección a mí.

—¿Qué pasa con él?

—El señor Archer conoce este caso mejor que yo. Confío plenamente en su discreción.

La alabanza de Truttwell me hizo sentir incómodo: no estaba dispuesto a decir lo mismo de él.

—No confío en su discreción —dijo la mujer—. ¿Por qué debería hacerlo? Casi no le conozco.

—Me conoce a mí, Irene. Como su apoderado…

—¿Así que vuelve a ser nuestro abogado?

—En realidad nunca dejé de serlo. A estas alturas tiene que reconocer que necesita mi ayuda y de la del señor Archer. Todo lo que hemos averiguado del pasado quedará estrictamente entre los tres.

—Eso será —dijo ella— si decido seguir adelante. ¿Qué pasa si no quiero?

—Por ética estoy obligado a mantener sus secretos.

—Pero podrían escaparse de todos modos. ¿De eso se trata?

—No a través de mí o de Archer. Tal vez a través del doctor Smitheram. Evidentemente, no puedo proteger sus intereses a menos que me permita hacerlo.

Irene Chalmers pareció considerar la propuesta de Truttwell.

—Yo no quería romper con usted. Y menos en este momento. Pero no puedo hablar por mi marido.

—¿Dónde está?

—Le dejé en casa. Estos últimos días han sido espantosos para Larry. No lo parece, pero tiene un temperamento muy nervioso.

Sus palabras tocaron un apartado rincón de mi mente.

—¿El de la película era su marido? ¿El muchacho que empujaron al agua?

—Sí, era él. Fue el día que conocí a Larry. Y su último fin de semana antes de ingresar en la Marina. Podría decir que se interesó por mí, pero no le llegué a conocer ese día, en realidad. ¡Ojalá lo hubiera hecho!

—¿Cuándo llegó a conocerle?

—Un par de años más tarde. Mientras tanto fue creciendo.

—¿Y qué le ocurrió a usted, mientras tanto?

Se alejó de mí con brusquedad, estirando su blanco cuello con excesivo esfuerzo.

—No voy a contestar a esa pregunta —le dijo a Truttwell—. No contraté a un abogado y a un detective para que escarbaran toda la suciedad de mi propia vida. ¿Qué sentido tendría eso?

Truttwell repuso con un tono tranquilo y cuidadoso:

—Tiene más sentido que tratar de mantenerlo en secreto. Es hora de que la suciedad, como usted la llama, salga a flote entre nosotros tres. No necesito recordarle que hubo varios asesinatos.

Yo no maté a nadie.

—Su hijo lo hizo —le recordé—. Ya hemos comentado la muerte ocurrida en el bosque de los vagabundos.

Se volvió hacia mí.

—Fue un secuestro. Disparó en defensa propia. Usted mismo dijo que la policía lo entendería.

—Podría tener que retractarme, ahora que sé algo más acerca de eso. Usted se guardó parte de la historia… Todas las partes realmente importantes. Por ejemplo, cuando le dije que Randy Shepherd estaba complicado en el secuestro no mencionó usted que Randy era su padre.

—Una mujer no está obligada a declarar contra su marido —dijo—. ¿Eso no vale para una hija y su padre?

—No, pero ya no tiene importancia. A su padre le mataron de un tiro ayer por la tarde, en Pasadena.

Levantó su cabeza.

—¿Quién lo mató?

La policía. Su madre la llamó.

—¿Mi madre hizo eso? —Se quedó en silencio durante un momento—. En realidad no me sorprende. Lo primero que recuerdo en mi vida son ellos dos peleándose como bestias. Tenía que alejarme de esa clase de vida aunque significara…

Nuestros ojos se encontraron y la frase quedó truncada bajo el impacto.

La completé por ella:

—… Aunque significara escapar a México con un estafador.

Sacudió la cabeza. Su cabello negro se despeinó un poco, haciéndola parecer más joven y vulgar al mismo tiempo.

—Nunca hice eso.

—¿No se escapó con Eldon Swain?

Se mantuvo en silencio.

—¿Qué ocurrió, señora Chalmers?

—No se lo puedo decir… Ni siquiera a estas alturas. Hay otras personas involucradas.

—¿Eldon Swain?

—Él es el más importante.

—No tiene que preocuparse por protegerle, lo sabe muy bien. Está tan seguro como su padre y por la misma razón.

Me miró como si se sintiera perdida, como si su carrera con el tiempo se hubiera interrumpido un instante, atrapándola en el limbo, entre sus dos vidas.

—¿Eldon está realmente muerto?

—Usted sabe que lo está, señora Chalmers. Él era el hombre asesinado en la estación del ferrocarril. Debe haberlo sabido o sospechado desde aquel entonces.

Sus ojos se ensombrecieron.

—Juro por Dios que no lo sabía.

—Tenía que saberlo. Dejaron al cadáver con las manos en el fuego para borrar las huellas dactilares. Ningún niño de ocho años hace eso.

—Eso no significa que fui yo quien lo hizo.

—Era la que más motivos tenía para hacerlo —dije—. Si se llegaba a identificar al cadáver como el de Swain, toda su vida se habría derrumbado. Hubiera perdido su casa, su esposo y su nivel social. Habría vuelto a ser Rita Shepherd, regresando a la nada.

Se quedó callada, con la cara crispada por los pensamientos.

—Dijo que mi padre se había liado con Eldon. Debió ser mi padre quien quemó el cadáver… ¿Dijo que quemó el cadáver?

—Los dedos.

Asintió.

—Debió ser mi padre. Siempre hablaba de librarse de sus propias huellas dactilares. Ese temor era su obsesión.

Su voz sonaba irreflexiva, casi natural. De pronto se calló. Tal vez se había oído a sí misma hablar como Rita Shepherd, la hija de un ex presidiario, atrapada de nuevo en esa identidad, sin escapatoria posible.

La conciencia de su categoría pareció introducirse en su cuerpo y penetrar en su mente a través de capas de indiferencia, años de olvido. Golpeó un punto vital y la hizo encogerse en la silla, con la cara entre las manos. Su cabello cayó hacia adelante desde su nuca y se deslizó sobre sus dedos como agua negra.

Truttwell se inclinó sobre ella, mirándola con una intensidad que no parecía incluir ninguna clase de amor. Tal vez sentía piedad mezclada con posesión. Había pasado a través de varias manos y había sido rozada levemente por el crimen, pero aún era muy hermosa.

Olvidado de mí y de sí mismo, Truttwell apoyó sus manos sobre ella. Rozó su cabeza muy suavemente y luego su afilada espalda. Sus caricias no eran sexuales en el sentido estricto de la palabra. Pensé que tal vez su principal sentimiento era una abstracta pasión legal que se satisfacía a sí misma teniéndola como cliente. O el soterrado deseo de un viudo, reprimido a causa del pasado.

Después de un momento, la señora Chalmers se recobró y pidió un vaso de agua. Truttwell fue a buscarlo a otro cuarto y ella se dirigió a mí en un murmullo lleno de premura:

—¿Por qué mi madre llamó a la policía por Randy? Debía tener una razón.

—La tenía. Le robó su foto de Nick.

—¿La foto de graduación que le envié?

—Sí.

—No tendría que haberla enviado. Pero pensé que por una vez en mi vida podía actuar como un ser normal.

—Sin embargo, no podía. Su padre se la llevó a Jean Trask y la convenció para que contratara a Sidney Harrow. Así fue como comenzó todo el asunto.

—¿Qué quería el viejo?

—El dinero de su marido, igual que todos los demás.

—Menos usted, ¿eh? —su voz era sardónica.

—Así es —dije—. El dinero cuesta demasiado.

Truttwell le trajo un vaso de papel lleno de agua y la observó mientras ella bebía.

—¿Está con ánimos para afrontar un corto viaje?

Su cuerpo se irguió, alarmado.

—¿Adónde?

—A la clínica Smitheram. Es hora de que tengamos una charla con Nick.

Reaccionó con profunda desgana.

—El doctor Smitheram no le dejará entrar.

—Creo que me dejará. Usted es la madre de Nick y yo su apoderado. Si el doctor Smitheram no quiere colaborar extenderé un mandato de habeas corpus contra él.

Truttwell no hablaba muy en serio, pero el estado de alarma persistía en ella.

—No. ¡Por favor, no haga nada de eso! Yo le hablaré al doctor Smitheram.

Mientras salíamos, le pregunté a la recepcionista si Betty había regresado con el informe del laboratorio. No había vuelto. Le dejé recado de que estaría en la clínica.