Me desperté bajo el benéfico influjo del Pentotal en una habitación del hospital de Pasadena. Un cirujano había tenido que hurgar para sacar la bala, y mi brazo y mi hombro debían quedar inmovilizados durante un tiempo.
Afortunadamente, era el hombro izquierdo. La policía y los hombres del fiscal que me visitaron a última hora de la tarde hicieron hincapié en ello más de una vez. La policía se disculpó por el accidente, mientras intentaba sugerir, de paso, que era yo quien había chocado con la bala y no ella conmigo. Se ofrecieron para hacer por mí lo que estuviera en sus manos, y aceptaron mi petición de traer mi coche hasta el aparcamiento del hospital.
A pesar de todo, su visita me puso de mal humor y me dejó preocupado. Me sentía como si mi caso se me hubiera escurrido de las manos y me hubieran dejado a un lado. Tenía un teléfono cerca de la cama y lo usé para llamar a casa de Truttwell. El ama de llaves dijo que ni él ni Betty estaban en casa. Hice una llamada a la oficina de Truttwell y dejé mi nombre y mi número a su secretaria.
Más tarde, al caer la noche, bajé de la cama y abrí la puerta del armario. Me sentía un poco mareado, pero estaba preocupado por mi agenda negra. Mi chaleco colgaba en el armario junto con el resto de mi ropa. A pesar de la sangre y del agujero de la bala, la agenda seguía en el bolsillo en el cual la había guardado. Igual que la foto de Nick.
Mientras volvía hacia la cama, el suelo vino hacia mí y me golpeó en el lado derecho de la cara. Me quedé desmayado durante un rato. Después me senté con la espalda apoyada contra la pata de la cama.
La enfermera nocturna se asomó al cuarto. Era bonita y aplicada, y llevaba una capa de general de Los Ángeles. Se llamaba señorita Cowen.
—¿Se puede saber qué está haciendo?
—Estoy sentado en el suelo.
—No puede hacer eso. —Me ayudó a ponerme de pie y a acostarme en la cama—. Espero que no haya estado tratando de salir de aquí.
—No, pero es una buena idea. ¿Cuándo cree que me darán de alta?
—Depende del médico. Se lo podrá decir por la mañana. Y ahora, ¿se siente en condiciones de recibir una visita?
—Eso depende de quién sea.
—Es una mujer mayor. Su nombre es Shepherd. ¿Se trata del mismo Shepherd…?
Con delicadeza dejó la pregunta sin terminar.
—El mismo.
Mi Pentotal alegre se había transformado en Pentotal triste, pero le dije a la enfermera que hiciera pasar a la mujer.
—¿No tiene miedo de que trate de hacerle algo?
—No. No es el tipo.
La señorita Cowen salió. Poco después entró la señora Shepherd. Una gris palidez parecía haberse convertido en su color permanente. Sus ojos oscuros aparecían muy grandes, como si se hubieran dilatado a causa de los acontecimientos que había presenciado.
—Lamento que le hayan herido, señor Archer.
—Sobreviviré. Lo siento por Randy.
—Shepherd no es una pérdida para nadie —dijo ella—. Acabo de decirle eso a la policía y ahora se lo estoy repitiendo a usted. Era un mal marido y un mal padre, y terminó de mala manera.
—Son muchos males.
—Sé de qué estoy hablando. —Su voz era solemne—. Que haya matado a la señorita Jean o no, sé lo que Shepherd le hizo a su propia hija. Arruinó su vida y la arrastró a la muerte.
—¿Rita está muerta?
Que yo pronunciara su nombre la sorprendió.
—¿Cómo conoce el nombre de mi hija?
—Alguien lo mencionó. La señora Swain, supongo.
—La señora Swain no quería a Rita. Le echaba la culpa de todo lo que ocurría. No era justo. Rita no tenía uso de razón cuando el señor Swain comenzó a interesarse por ella. Y su propio padre hizo de alcahuete del señor Swain y le sacó dinero por ella.
Las palabras salían a borbotones de su boca, como si la muerte de Shepherd hubiera destapado una profunda fisura volcánica en su vida.
—¿Rita se fue a México con el señor Swain?
—Sí.
—¿Y murió allí?
—Sí. Murió allí.
—¿Cómo lo sabe, señora Shepherd?
—Me lo dijo el señor Swain en persona. Vino a verme con Shepherd cuando regresó de México. Dijo que había muerto y que estaba enterrada en Guadalajara.
—¿Dejó algún hijo?
Sus ojos oscuros se movieron hasta que se encontraron con los míos.
—No. No tengo ningún nieto.
—¿Quién es el chico de la foto?
—¿Qué foto? —dijo demostrando asombro.
—Si quiere refrescar su memoria, está en mi chaleco, en el armario.
Miró hacia la puerta del armario.
—Me refiero —le dije— a la foto que Randy Shepherd robó de su cuarto.
Su asombro se hizo real.
—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo pudo escarbar tan hondo en mis asuntos de familia?
—Usted sabe por qué lo hago, señora Shepherd. Estoy tratando de terminar con un caso que comenzó hace casi un cuarto de siglo. El primero de julio de 1945.
Parpadeó. De no ser por ese ligero movimiento de sus párpados, su cara habría recobrado su inmovilidad.
—En esa fecha —acotó la mujer— el señor Swain robó en el banco del señor Rawlinson.
—¿Eso fue lo que realmente ocurrió?
—¿Ha oído contar otra historia?
—Me encontré con algunas pruebas que apuntaban en otra dirección. Y comienzo a preguntarme si Eldon Swain llegó a apoderarse del dinero.
—¿Quién otro pudo habérselo llevado?
—Su hija Rita, por ejemplo.
Reaccionó con rabia, pero con menos rabia de lo que correspondía.
—Rita tenía dieciséis años en 1945. Los adolescentes no planean robos de bancos. Usted sabe que tenía que haber sido alguien del banco.
—¿Como el señor Rawlinson?
—Ésa es una gran tontería y usted lo sabe.
—Pensé que podría ponerla a prueba con usted.
—Tendrá que probar más a fondo. No sé por qué se esfuerza tanto en blanquear la memoria del señor Swain. Sé que él robó ese dinero y sé que el señor Rawlinson no lo hizo. ¡Vamos! El pobre hombre lo perdió todo. Vivió en la miseria desde entonces.
—¿De qué vivió?
—Tiene una pequeña jubilación —contestó con calma—, y yo tengo mis ahorros. Durante mucho tiempo trabajé como ayudante de enfermera. Eso le ayudó a seguir adelante.
Lo que decía parecía ser verdad. Y de todos modos, no pude dejar de creerla.
La señora Shepherd me miraba con más afabilidad, como si percibiera un cambio en nuestras relaciones. Con mucha suavidad, tocó con sus dedos mi hombro vendado.
—¡Pobre hombre! Necesita descanso. No tendría que estar preocupándose con todas esas dudas. ¿No está cansado?
Tuve que admitir que lo estaba.
—Entonces, ¿por qué no duerme un poco? —Su voz era soporífera. Apoyó la palma de su mano sobre mi frente—. Si no se opone, me quedaré en la habitación y velaré un rato. Me gusta el olor de los hospitales. Trabajaba en este mismo hospital.
Se sentó en el sillón que estaba entre el armario y la ventana. Los almohadones de imitación de cuero crujieron bajo su peso.
Cerré los ojos y mi respiración se hizo más lenta. Pero estaba lejos de quedarme dormido. Me quedé quieto, escuchando a la señora Shepherd. Se había quedado completamente inmóvil. Los sonidos entraban a través de la ventana: ruidos de coches, un mirlo que afinaba su canción nocturna. Su canción se prolongó hasta que la sensación de que algo estaba a punto de ocurrir me puso los nervios de punta.
Los almohadones del sillón emitieron un débil crujido. Los pies de la señora Shepherd se deslizaron sobre el suelo de plástico, oí el rechinar de un picaporte y los sordos ruidos de una puerta que se abre y se cierra.
Abrí los ojos. La señora Shepherd no se veía por ningún lado. Aparentemente se había encerrado en el armario. En eso, la puerta se volvió a abrir sin ruido. Ella salió de lado y sostuvo la foto de Nick contra la luz. Su cara reflejaba amor y nostalgia.
Me echó una mirada y vio que mis ojos estaban abiertos. A pesar de eso, metió la foto bajo su abrigo y abandonó tranquilamente la habitación, sin una palabra.
Yo no le dije nada ni hice nada tampoco. Después de todo, era su foto.
Apagué la luz y me quedé escuchando el mirlo. Ahora cantaba con todas sus fuerzas y seguía cantando cuando me dormí. Soñé que era Nick y que la señora Shepherd era mi abuela que vivía entre pájaros en el jardín del condado de Contra Costa.