29

Me encontré en un callejón sin salida que terminaba en una empalizada. Al otro lado se abría una profunda hondonada. Apagué el motor y me quedé sentado tratando de orientarme.

Justo encima de mí, un águila de cola roja volaba en círculos por encima de las copas de los árboles de la hondonada. A lo largo del arroyo escondido en su fondo crecían robles y sicomoros. Al cabo de un rato caí en la cuenta de que era la misma hondonada que cruzaba Locust Street, la calle en que vivía Rawlinson. Pero yo estaba al otro lado, mirando hacia el oeste.

Di toda la vuelta para dirigirme a Locust Street. Lo primero que vi al llegar fue un Mercury descapotable negro abierto, aparcado en la curva, a media manzana de la casa de Rawlinson. Las llaves estaban en el contacto. Me las guardé en el bolsillo.

Dejé mi propio coche frente a la casa de Rawlinson y trepé a la galería con dificultad, tropezando con el escalón roto. La señora Shepherd abrió la puerta y se llevó un dedo a los labios. Sus ojos manifestaban una profunda preocupación.

—No haga ruido —susurró—. El señor Rawlinson está durmiendo la siesta.

—¿Puedo hablar un minuto con usted?

—En este momento no. Estoy ocupada.

—He venido especialmente desde Pacific Point para hablar con usted.

Este dato pareció fascinarla. Sin quitarme la mirada de encima cerró silenciosamente la puerta principal detrás de ella y salió a la galería.

—¿Qué ocurre en Pacific Point?

Sonaba como una pregunta cualquiera, pero probablemente reemplazaba las que no se atrevía a formular con claridad. Daba la impresión de haber vuelto a sumergirse, a su edad, en todas las desesperadas inseguridades de la juventud.

—Ocurren más cosas que de costumbre —dije—. Todos tienen problemas. Y creo que empezó con esto.

Le mostré la copia de la foto de graduación de Nick que le había quitado a Sidney Harrow, La miró y sacudió la cabeza.

—No sé quién es.

—¿Está segura?

—Segurísima. —Agregó con solemnidad—: ¡En mi vida he visto a ese joven!

Estuve a punto de creerla. Pero se había olvidado de preguntarme quién era.

—Su nombre es Nick Chalmers. Se supone que ésta es la foto de su graduación. Pero resulta que Nick no se graduó.

No preguntó «¿por qué no?», pero sus ojos lo hicieron por ella.

—Nick está en un hospital, recuperándose de un intento de suicidio. Como le dije, el problema comenzó cuando un hombre que se llamaba Sidney Harrow vino a la ciudad y empezó a perseguir a Nick. Él llevaba esta foto consigo.

—¿Dónde la consiguió?

—Se la dio Randy Shepherd —dije.

Su cara palideció de tal forma que su piel se volvió gris.

—¿Por qué me está contando estas cosas?

—Es evidente que le interesan. —Con el mismo tono impasible continué—: ¿Randy está en casa ahora?

Su mirada se dirigió sin querer hacia arriba y me dio a entender que Randy estaba en el segundo piso. No dijo nada.

—Estoy casi seguro de que está dentro, señora Shepherd. Si yo fuera usted no trataría de ocultarle. La policía anda tras él y llegará de un momento a otro.

—¿Por qué le buscan esta vez?

—Asesinato. El asesinato de Jean Trask.

Profirió un gemido.

—No me lo dijo.

—¿Está armado?

—Tiene una navaja.

—¿No tiene revólver?

—Yo no le he visto ninguno. —Dio un paso adelante y apoyó su mano en mi pecho—. ¿Está seguro de que Randy le dio la foto al otro hombre…? ¿Al hombre que fue al Point?

—Ahora tengo la seguridad de que lo hizo, señora Shepherd.

—¡Entonces se puede ir al infierno!

Empezó a bajar las escaleras.

—¿Adónde va?

—A casa de los vecinos a llamar a la policía.

—Yo no haría eso, señora Shepherd.

—Usted tal vez no. Pero yo he sufrido bastante en mi vida por su culpa. No voy a ir a la cárcel por él.

—Déjeme entrar para hablar con él.

—No. Es mi cabeza. Y voy a llamar a la policía.

Se volvió a alejar.

—No se dé tanta prisa. Antes tenemos que sacar de aquí al señor Rawlinson. ¿Dónde está Randy?

—En el desván. El señor Rawlinson está en la sala del frente.

Se fue para adentro y ayudó al anciano a salir. Lo hizo renqueando y bostezando. El sol le obligó a parpadear. Le ayudé a acomodarse en el asiento delantero de mi coche y lo llevé hasta la empalizada que estaba al final de la calle. La Policía usa mucha pólvora hoy en día.

El anciano se volvió hacia mí con impaciencia:

—Me parece que no llego a comprender qué es lo que estamos haciendo aquí.

—Explicárselo llevaría mucho tiempo. En síntesis, vamos a terminar con el caso que comenzó en julio de 1945.

—¿Cuando Eldon Swain me arruinó?

—Siempre que fuese Eldon.

Rawlinson volvió la cabeza para mirarme y en su cuello se formaron estrechos pliegues de piel.

—¿Pueden existir dudas acerca de la responsabilidad de Eldon?

—Surgió alguna duda.

—¡Tonterías! Él era el cajero. ¿Quién más pudo haber desfalcado todo ese dinero?

—Usted podría haberlo hecho, señor Rawlinson.

Sus ojos se achicaron y brillaron dentro de sus nidos de arrugas.

—Debe estar bromeando.

—No. Admito que la idea es en parte hipotética.

—Y condenadamente insultante —dijo sin demasiado énfasis—. ¿Le parezco el tipo de hombre capaz de arruinar a su propio banco?

—No, a menos que tuviera una poderosa razón para hacerlo.

—¿Qué posible razón podría haber tenido?

—Una mujer.

—¿Qué mujer?

—Estelle Chalmers. Murió muy rica.

Simuló un pequeño ataque de rabia.

—¡Está ensuciando la memoria de una espléndida mujer!

—No pienso lo mismo.

—Yo sí. Si insiste en seguir por ese camino me niego a hablar con usted.

Hizo un movimiento para salir de mi coche.

—Será mejor que se quede aquí, señor Rawlinson. Su casa no está segura. Randy Shepherd está en el desván y la policía no tardará en llegar.

—¿Ha sido la señora Shepherd? ¿Ella le ha dejado entrar?

—Es probable que no le haya quedado otra alternativa. —Volví a sacar mi foto de Nick y se la enseñé a Rawlinson—. ¿Le conoce?

Agarró la foto con sus dedos deformados por la artritis.

—Creo conocerle de nombre. Podría adivinar quién es el muchacho, pero no creo que sea eso lo que usted quiere.

—Adelante. ¡Adivine!

—Es un pariente de la señora Shepherd a quien ella quiere mucho. Vi esta foto en su habitación a comienzos de la semana pasada. Luego desapareció y ella me echó la culpa a mí.

—Tendría que haberle echado la culpa a Randy Shepherd. Él fue quien se la llevó.

Le quité la foto de las manos y la volví a guardar en el bolsillo interior de mi chaleco.

—¡Eso le pasa por dejarle entrar en mi casa! —Sus ojos húmedos dejaban traslucir su rabia de hombre viejo—. Dice que la policía está a punto de llegar. ¿Qué ha hecho Randy esta vez?

—Le buscan por asesinato, señor Rawlinson. El asesinato de su nieta Jean.

Como única respuesta se hundió un poco más en el asiento. Sentí lástima por el anciano. Lo había tenido todo, y poco a poco lo había perdido casi entero. Ahora había sobrevivido a su propia nieta.

Miré hacia la hondonada, esperando que ese dolor ajeno se disipara en sus profundos espacios verdes. El águila de cola roja que había visto del otro lado también se veía desde donde estaba ahora. Describió un círculo y la rojiza punta de su cola brilló al sol.

—¿Sabía lo de Jean, señor Rawlinson?

—Sí. Mi hija Louise me llamó por teléfono ayer. Pero no dijo que Shepherd fuera el responsable.

—Yo tampoco creo que lo sea.

—Entonces, ¿a qué se debe todo esto?

—La policía piensa que fue él.

Como si nos hubiera oído hablar de él, Randy Shepherd apareció a un lado de la casa de Rawlinson y miró en dirección a nosotros. Llevaba un sombrero panamá de ala ancha con una cinta a rayas y una chaqueta marrón apolillada.

—¡Quédese donde está! ¡Ése es mi sombrero! —gritó Rawlinson—. ¡Por Dios! ¡Ésa también es mi chaqueta!

Se dispuso a bajar del coche. Le dije que se quedara donde estaba con un tono que le hizo obedecer.

Shepherd echó a andar por la calle como un caballero que sale a dar una vuelta. Luego se precipitó hacia el descapotable negro, sujetando el sombrero sobre su cabeza con una mano. Durante un minuto se sentó en el coche, buscando frenéticamente las llaves. Después se bajó y se dirigió hacia la carretera.

A todo esto, el sonido de las sirenas aumentaba en la distancia, inundando con su ruido la luz del amanecer. Shepherd se detuvo en seco y se quedó completamente inmóvil, en actitud de escuchar. Luego se dio vuelta y se dirigió hacia nosotros, deteniéndose un instante ante la casa de Rawlinson como si pensara volver a entrar en ella.

La señora Shepherd salió al porche del frente. En ese momento dos coches patrulla aparecieron en la calle y se dirigieron hacia Shepherd. Él los vio por encima de su hombro y luego recorrió con la mirada las alargadas fachadas victorianas de las casas. Después corrió en dirección a mí. Su sombrero voló y su chaqueta ondeaba tras él.

Salí del coche para hacerle frente. Fue un reflejo poco inteligente.

Los coches patrulla se detuvieron bruscamente despidiendo de su interior cuatro policías que abrieron fuego con sus revólveres.

Shepherd cayó de bruces sobre su cara y resbaló un poco hacia un costado. Las manchas en la parte de atrás de su cuello y debajo de la espalda de su chaqueta se fueron haciendo más oscuras y más reales que su torcida peluca roja.

Una bala se introdujo en mi hombro. Me caí de lado, contra la puerta abierta de mi coche. Luego me acosté y simulé estar tan muerto como Shepherd.