28

Tierra adentro, en Pasadena, el sol era cálido. Frente a la casa de la señora Swain había niños jugando en la calle. El Cadillac de Truttwell, aparcado en la curva, actuaba como un imán sobre ellos.

Truttwell estaba sentado en el asiento delantero, absorto en papeles de negocios. Me miró con impaciencia.

—Ha tardado en llegar hasta aquí.

—He tenido un problema. Además, no puedo permitirme el lujo de un Cadillac.

—Yo no puedo permitirme el lujo de esperar a las personas durante horas. La mujer dijo que estaría aquí a las doce.

Mi reloj de pulsera señalaba las doce y media.

—¿La señora Swain viene en coche desde San Diego?

—Eso creo. La esperaré hasta la una en punto.

—Tal vez se le haya averiado el coche, es bastante viejo. Espero que no le haya ocurrido nada a ella.

—Estoy seguro de que no.

—¡Ojalá pudiera estar seguro! El principal sospechoso de la muerte de su hija fue visto en Hamet anoche. Parece que venía hacia aquí en un coche robado.

—¿De quién está hablando?

—Randy Shepherd. El es el ex presidiario que trabajaba para la señora Swain y su marido.

Truttwell no pareció muy interesado. Se volvió hacia sus papeles y los empujó hacia mí. Por lo que pude ver eran fotocopias de los artículos de los estatutos de una tal Fundación Smitheram.

Le pregunté a Truttwell de qué se trataba. No me contestó ni levantó la vista. Irritado por sus malos modales me levanté y saqué del maletero de mi coche el sobre con las cartas.

—¿Le he dicho que recuperé las cartas? —le pregunté sin darle importancia.

—¿Las cartas de Chalmers? ¡Bien sabe que no me lo dijo! ¿Dónde las consiguió?

—Estaban en el apartamento de Nick.

—No me sorprende —dijo—. Vamos a echarles una mirada.

Me deslicé a su lado, en el asiento delantero, y le tendí el sobre. Lo abrió y observó su contenido:

—¡Dios mío! ¡Esto hace revivir el pasado! Usted sabe que Estelle Chalmers vivió por estas cartas. Las primeras no valían gran cosa, pero el estilo epistolar de Larry mejoró con la práctica.

—¿Las ha leído?

—Algunas. Estelle me obligó. ¡Estaba tan orgullosa de su joven héroe! —Su tono era sólo levemente irónico—. Hacia el final, cuando perdió la vista por completo, nos pidió —a mi esposa y a mí— que se las leyéramos en voz alta a medida que llegaban. Intentamos convencerla de que contratara una enfermera, pero no quiso. Estelle tenía un sentido muy desarrollado de la intimidad, que aumentó a medida que envejecía. El mayor peso de cuidarla recayó sobre mi esposa.

Con sereno dolor agregó:

—No debería haber permitido que eso le sucediera a mi joven esposa.

Cayó en un silencio, que al fin rompí yo.

—¿Qué pasaba con la señora Chalmers?

—Creo que tenía glaucoma.

—No murió de glaucoma.

—No. Creo que murió de pena…, pena por mi esposa. Dejó de comer, lo dejó todo. Me tomé la libertad de llamar a un médico, muy en contra de su voluntad. Estaba en la cama con su cara vuelta hacia la pared y no permitió que el médico la examinara o la mirara siquiera. Y no quiso que tratara de llamar a Larry.

—¿Por qué no?

—Declaraba que estaba perfectamente bien a pesar de que era obvio que no lo estaba. Creo que quería morir sola e inadvertida. Estelle había sido una verdadera belleza, y algo de ella subsistió hasta el fin. Además, al envejecer se volvió un poco tacaña. Le sorprendería saber cuántas mujeres ancianas lo son. Llamar a un médico a la casa o contratar una enfermera le resultaba una extravagancia tremenda. Casi logró convencerme con su pretendida miseria. Pero, por supuesto, siguió siendo bastante rica hasta el final.

Nunca olvidaré el día que siguió a su funeral. Larry estaba por fin en camino de regreso a casa, después del acostumbrado trastorno, y el hecho es que llegó dos días después. Pero el juez de instrucción del condado no quiso esperar para registrar la casa y su contenido. Como miembro del juzgado, había conocido a Estelle toda su vida Creo que sabía o sospechaba que ella guardaba su dinero en casa, igual que el juez Chalmers lo había hecho antes que ella. Y, además, había intento de robo. Si yo hubiera estado en pleno uso de mis facultades, habría registrado la caja fuerte a la mañana siguiente del asalto. Pero tenía mis propios problemas.

—¿Se refiere a la muerte de su esposa?

—La pérdida de mi esposa fue la principal desgracia, por supuesto. Me dejó con toda la responsabilidad de una criatura. —Me miró con doloroso candor—. Una responsabilidad que no supe manejar demasiado bien.

—El asunto es que todo esto terminó. Betty ha crecido y tiene que tomar sus propias decisiones.

—Pero no permitiré que se case con Nick Chalmers.

—Lo hará si lo sigue diciendo.

Truttwell se encerró en otro de sus silencios. Era como si al fin se enfrentara con grandes lapsos de épocas pasadas. Cuando sus ojos regresaron al presente, le dije:

—¿Tiene alguna idea acerca de quién mató a su esposa?

Sacudió su blanca cabeza.

—La policía no pudo encontrar un solo sospechoso.

—¿Cuál fue la fecha de su muerte?

—El 3 de julio de 1945.

—¿Cómo ocurrió exactamente?

—Creo que no lo sé muy bien. Estelle Chalmers, la única testigo sobreviviente, estaba ciega y no pudo ver nada. Parece que mi esposa notó algo raro en la casa de los Chalmers y fue hasta allí para averiguar qué pasaba. Los ladrones la echaron a la calle y la atropellaron. En realidad el coche no era de ellos, había sido robado. La policía lo recuperó en los bajos fondos, al pie de San Diego. Había evidencias físicas en el guardabarros que probaban que había sido utilizado para asesinar a mi mujer. Es probable que los asesinos huyeran hacia el otro lado de la frontera.

La frente de Truttwell estaba brillante de sudor. Se la secó con un pañuelo de seda.

—Me parece que no puedo decirle nada más acerca de los acontecimientos de esa noche. Yo estaba en Los Ángeles en viaje de negocios. Regresé a casa de madrugada y encontré a mi esposa en el depósito de cadáveres y a mi hijita al cuidado de una mujer policía.

Su voz se quebró y, por primera vez, pude intuir, más allá de las apariencias de Truttwell, su personalidad recóndita. Su dolor era tan profundo y desgarrador que le consumía toda energía, haciéndole parecer más pequeño de lo que en realidad era o había sido.

—Lo siento, señor Truttwell. Me he visto obligado a hacerle estas preguntas.

—No veo muy bien qué importancia puedan tener.

—Yo tampoco por ahora. Cuando le interrumpí, me estaba diciendo que el juez de instrucción había registrado la casa.

—Así es. Como representante de la familia Chalmers le abrí la caja. También abrí la caja fuerte con la combinación que Estelle me había entregado algún tiempo antes. Resultó, por supuesto, que estaba repleta de dinero.

—¿Cuánto dinero?

—No recuerdo la cifra exacta. Estoy seguro de que se trataba de unos centenares de miles. Al administrador le llevó muchísimo tiempo contarlo, a pesar de que algunos billetes eran de grandes cifras, hasta de diez mil dólares.

—¿Sabe de dónde provenía todo eso?

—Es probable que su marido le dejara una parte. Pero Estelle quedó viuda bastante joven, y no es ningún secreto que hubo otros hombres en su vida. Uno o dos de ellos eran hombres de mucho éxito. Supongo que le dieron dinero o le aconsejaron acerca de cómo conseguirlo.

—¿Y también cómo evitar los correspondientes impuestos?

Truttwell se movió, incómodo, en su asiento.

—No veo la necesidad de plantear esa cuestión. Todo esto ocurrió lejos y hace tiempo.

—A mí me parece aquí y ahora.

—Ya que insiste —dijo con impaciencia—, el término de los impuestos ha vencido. Conseguí que el gobierno impusiera los derechos de sucesión sobre toda la suma. No tenían posibilidades de probar el origen del dinero.

—El origen es lo que me interesa. Tengo entendido que Rawlinson, el banquero de Pasadena, era uno de los hombres en la vida de la señora Chalmers.

—Lo fue durante muchos años. Pero eso ocurrió mucho tiempo antes de su muerte.

—No tanto —dije—. En una de esas cartas, escritas en el otoño de 1943, Larry pedía que le transmitieran sus saludos. Lo cual significa que su madre seguía viendo a Rawlinson.

—¿De veras? ¿Y qué sentía Larry hacia Rawlinson?

—La carta no lo decía.

Pude haberle dado a Truttwell una respuesta más concreta, pero había decidido no mencionar mi entrevista con Chalmers, al menos por el momento. Sabía que Truttwell no la hubiera aprobado.

—¿Adonde quiere llegar, Archer? ¿No querrá sugerir que Rawlinson tenía que ver con el origen del dinero de la señora Chalmers?

Como si acabara de apretar un importante botón destinado a cerrar un circuito, comenzó a sonar el teléfono en la sala de estar de la señora Swain. Sonó diez veces y enmudeció.

—Fue usted quien lo sugirió —dije.

—Pero estaba hablando en general de los hombres que existieron en la vida de Estelle. No quise señalar a Samuel Rawlinson en particular. Usted sabe muy bien que se arruinó a raíz del desfalco.

—Su banco se arruinó.

Se le contrajo la cara por la sorpresa.

—¡No querrá insinuar que fue el autor del desfalco!

—Existe la idea.

—¿En serio?

—No sé qué pensar. Me la sugirió Randy Shepherd y fue formulada por Eldon Swain. Lo cual no ayuda a creer que sea verdad.

—Diría que no. Sabemos que Swain escapó con el dinero.

—Sabemos que escapó. Pero la verdad no es siempre tan clara; en realidad suele ser tan compleja como las personas que la hacen. Considere la posibilidad de que Swain sacara parte del dinero del banco, y que Rawlinson le sorprendiera y sacara muchísimo más. Que usara la caja fuerte de la señora Chalmers para ocultar ese dinero, pero que ella muriera antes de que pudiera recobrarlo.

Truttwell me miró con desmayado interés.

—Tiene una imaginación tortuosa, Archer. —Pero agregó—: ¿Cuál fue la fecha del desfalco?

Consulté mi agenda negra.

—Tres de julio de 1945.

—Fue justo un par de semanas antes de la muerte de Estelle Chalmers. Eso le da visos de realidad a lo que usted sugiere.

—¿Le parece? Rawlinson no sabía que ella iba a morir. Podrían haber planeado utilizar el dinero para irse a algún lugar y vivir juntos.

—¿Un anciano y una mujer ciega? ¡Es ridículo!

—Pero no es de descartar. La gente siempre está haciendo cosas ridículas. De cualquier manera, Rawlinson no era tan viejo en 1945. Tenía más o menos la edad que tiene usted ahora.

Truttwell se ruborizó. Su edad era para él una cuestión de amor propio.

—Será mejor que no comente con nadie más esta idea absurda. Sería exponerse a ser acusado de difamación. —Se volvió y me miró con extrañeza—: No tiene muy buena opinión de los banqueros, ¿verdad?

—No son diferentes de las demás personas. Ni puede usted dejar de reconocer que una gran proporción de autores de desfalcos son banqueros.

—Es una simple cuestión de oportunidad.

—Exacto.

El teléfono volvió a sonar en casa de la señora Swain. Conté catorce timbrazos antes de que se detuviera. A esas alturas mi sensibilidad estaba tremendamente bloqueada y me sentí como si la casa estuviera tratando de sugerirme algo.

Era la una en punto. Truttwell bajó del coche y comenzó a recorrer la acera rota. Un chiquillo se hacía el payaso caminando detrás de él e imitando sus gestos, hasta que Truttwell lo ahuyentó. Saqué del asiento el sobre con las cartas y lo encerré en la caja de metal que contenía las pruebas, dentro del maletero de mi coche.

Cuando levanté la mirada, el viejo Volkswagen negro de la señora Swain apareció en la callejuela. Dobló sobre los bordillos de cemento que formaban la entrada de la cochera. Algunos chicos levantaron sus manos hacia ella para decir «hola».

La señora Swain descendió y vino hacia nosotros cruzando el amarillento césped de enero. Se movía con torpeza con sus altos tacones y su ajustado vestido negro. La presenté a Truttwell y se dieron la mano con mucha frialdad.

—Lamento muchísimo haberles hecho esperar —dijo ella—. Un policía vino a casa de mi yerno justo cuando estaba a punto de salir. Me estuvo haciendo preguntas durante más de una hora.

—¿Acerca de qué? —le pregunté.

—Sobre varias cosas. Quería que le hiciera una descripción completa de Randy Shepherd desde la época en que era nuestro jardinero en San Marino. Tengo la impresión de que creía que Randy podía haber estado siguiéndome. Pero no le tengo miedo a Randy, y no creo que haya matado a Jean.

—¿De quién sospecha? —le pregunté.

—Mi marido es capaz de hacerlo, si está vivo.

—Está completamente comprobado que está muerto, señora Swain.

—¿Y qué pasó con el dinero, si está muerto?

Se inclinó hacia mí, con las palmas hacia afuera, como un mendigo muerto de hambre.

—Nadie lo sabe.

Me sacudió del brazo.

—¡Tenemos que encontrar ese dinero! Le daré la mitad si me lo encuentra.

En ese momento sentí un agudo chirrido en mi cabeza. Pensé que estaba sintiendo una violenta reacción contra la pobre señora Swain. Luego me di cuenta de que el chirrido no estaba dentro de mí.

Provenía de una sirena que invadía la ciudad con su estridencia. El sonido fue en aumento, pero seguía lejos y carecía de importancia.

Más cerca, en el bulevar, se oyó un chillido de llantas. Un Mercury descapotable, negro y abierto, dobló por la callejuela. Patinó al tomar la curva e hizo que los niños se dispersaran como confetti, para escapar de ser atropellados.

El hombre que estaba detrás del volante tenía una cara lampiña y el cabello de un rojo brillante que le hacía parecer de material plástico. A pesar de ello reconocí a Randy Shepherd y él me reconoció a mí. Siguió hasta el final de la manzana y dobló hacia el norte hasta que se perdió de vista. En la otra punta de la manzana hizo su aparición un coche de la policía. Sin aumentar ni disminuir la marcha desapareció por el bulevar.

Seguí a Shepherd en una persecución sin esperanzas. Él se movía en terreno conocido y su descapotable robado era más potente que mi coche casi-terminado-de-pagar. Una vez le divisé cruzando un puente a lo lejos; su cabellera roja brillaba como un fuego de artificio en el asiento delantero.