El paso de un coche bajo la ventana alejó mis pensamientos del pasado. Era el Rolls negro de Chalmers, que bajó de él y se encaminó con bastante inseguridad a través del patio, hasta su casa. Abrió la puerta principal y entró.
—Ahora me ha sorprendido haciéndolo —le dije a Betty.
—¿Haciendo qué cosa?
—Espiando la casa de los Chalmers. No son nada interesantes.
—Tal vez no. Pero son gente especial, de esos que los demás observan.
—¿Por qué ellos no nos observan a nosotros?
Se decidió a seguirme la corriente.
—Porque se interesan más por ellos mismos. No podríamos importarles menos —sonrió sin mucha alegría—. Está bien, entiendo lo que me quiere decir. Tengo que interesarme más en mí misma.
—O en alguna cosa. ¿Qué es lo que le interesa?
—Historia. Me ofrecieron una beca para viajar. Pero sentí que me necesitaban más aquí.
—Para seguir la carrera de espiar casas.
—Ya ha dicho lo que pensaba, señor Archer. No lo eche a perder ahora.
La dejé y, después de guardar las cartas en el maletero del coche, crucé la calle hacia la casa de Chalmers. Tuve una reacción lenta con respecto a la muerte de la madre de Betty, quien se me aparecía ahora como parte integral del caso. Si Chalmers estaba dispuesto, podría ayudarme a comprenderlo.
Él mismo vino hasta la puerta. La preocupación había alargado su huesudo rostro oscuro. Su tez bronceada estaba lívida y sus ojos enrojecidos y cansados.
—No esperaba verle a usted, señor Archer. —Su tono era amable y neutro—. Tenía entendido que mi esposa había cortado las relaciones diplomáticas.
—Espero que aún podamos hablar. ¿Cómo sigue Nick?
—Bastante bien. —Siguió hablando con cautela—: Mi esposa y yo tenemos motivos para estar muy agradecidos por su ayuda. Deseo que lo sepa. Desgraciadamente, se encontró en el medio, entre Truttwell y el doctor Smitheram. No pueden colaborar y, dadas las circunstancias, tenemos que quedarnos con Smitheram.
—El doctor está asumiendo una gran responsabilidad.
—Supongo que sí. Pero no es asunto nuestro. —Chalmers se volvió un poco evasivo—. Y espero que no haya venido para atacar al doctor Smitheram. En una situación como ésta uno tiene que apoyarse en alguien. No somos islas, ¿sabe? —dijo sorprendentemente—. No podemos llevar completamente solos el peso de estos acontecimientos.
Su amargura me incomodó.
—Estoy de acuerdo con usted, señor Chalmers. Quisiera seguir ayudando si puedo.
Me miró con desconfianza.
—¿De qué manera?
—Tengo una intuición acerca del caso. Creo que comenzó antes de que Nick naciera, y que su participación en él es bastante inocente. No prometo sacarlo del todo del pastel. Pero espero probar que es una víctima, un chivo expiatorio.
—No sé si le entiendo —dijo Chalmers—. Pero entre.
Me llevó al despacho, donde el caso había empezado. Sentí una especie de calambre y de ahogo, como si todo lo que había ocurrido en la habitación siguiera agotando el espacio y el aire. Se me ocurrió que Chalmers, con la historia de su familia pesándole sobre el estómago, debía haberse sentido acalambrado y ahogado la mayor parte del tiempo.
—¿Quiere un poco de jerez, amigo?
—No, gracias.
—Entonces yo tampoco —dio la vuelta a la silla giratoria frente al escritorio y se sentó mirándome a través de la mesa—. Supongo que pensaba presentarme un panorama de la situación.
—Con su ayuda trataré de hacerlo, señor Chalmers.
—¿De qué manera puedo ayudar? Los hechos me han desbordado.
Sus manos esbozaron un gesto de impotencia.
—Con su paciencia, entonces. Acabo de hablar con Betty Truttwell de la muerte de su madre.
—Fue un accidente trágico.
—Creo que fue algo más que un accidente. Tengo entendido que la señora Truttwell era la amiga íntima de su madre.
—¡Ya lo creo! La señora Truttwell estuvo maravillosamente amable con mi madre en sus últimos días. Si tuviera que formular alguna crítica, sería por no haberme informado de lo grave que estaba mi madre. Yo me hallaba todavía en alta mar ese verano y no tenía idea de que mi madre estaba a punto de morir. Puede imaginar cómo me sentí cuando, a mediados de julio, mi barco regresó a la costa oeste y me enteré de que las dos habían muerto.
Su preocupada mirada azul se encontró con la mía.
—Ahora me dice que la muerte de la señora Truttwell pudo no haber sido accidentad.
—Sólo estoy planeando la posibilidad. El problema de accidente versus asesinato no es fundamental, en realidad. De todos modos, cuando se mata a alguien durante un delito, para la ley se trata de asesinato. Pero estoy comenzando a sospechar que la señora Truttwell fue asesinada intencionalmente. Siendo la mejor amiga de su madre debía conocer todos sus secretos.
—Mi madre no tenía secretos. Todo el mundo la respetaba.
Chalmers se levantó enfadado, haciendo girar la chirriante silla giratoria. Con su espalda hacia mí me causó la absurda impresión de un niño caprichoso. Frente a él estaba el cuadro primitivo que ocultaba la puerta de la caja fuerte: el barco que navegaba, los indios desnudos, los soldados españoles que marchaban en el cielo.
—Si los Truttwell han estado difamando a mi madre —dijo—, les voy a poner un pleito.
—No ha ocurrido nada de eso, señor Chalmers. Nadie ha dicho nada contra su madre. Estoy tratando de averiguar quiénes eran las personas que asaltaron su casa en 1945.
Se dio la vuelta.
—Con toda seguridad no eran conocidos de mi madre. Sus amigos eran la gente más distinguida de California.
—No lo dudo. Pero es probable que los ladrones conocieran a su madre, y es probable que supieran que en la casa había algo que justificara el asalto.
—Puedo contestarle a eso —dijo Chalmers—. Mi madre guardaba su dinero en casa. Era una costumbre que había heredado de mi padre, junto con el dinero. Le insté repetidas veces a que lo pusiera en un banco, pero no quiso.
—¿Los ladrones se apoderaron de él?
—No. Cuando regresé de ultramar el dinero estaba intacto. Pero mi madre había muerto. Y la señora Truttwell también.
—¿Había mucho dinero en juego?
—Sí, todo un capital. Varios centenares de miles.
—¿Cuál era su procedencia?
—Ya se lo he dicho: mi madre había heredado de mi padre. —Me dirigió una mirada ligeramente desconfiada, como si yo tuviera la intención de insultarla de nuevo—. ¿Está sugiriendo que el dinero no era de ella?
—Le aseguro que no pretendo tal cosa. ¿No podríamos olvidarnos de ella durante un momento?
—Yo no puedo. —Con una especie de sombrío orgullo, agregó—: Vivo constantemente con el pensamiento fijo en mi madre.
Esperé un poco y continué:
—Lo que estoy tratando de averiguar es esto: Dos robos, o al menos dos hurtos, han sido cometidos en esta casa, en este mismo cuarto, a más de veintitrés años de distancia. Creo que están relacionados.
—¿De qué forma?
—A través de las personas complicadas.
Los ojos de Chalmers estaban intrigados. Se volvió a sentar frente a mí.
—Me parece que me ha desorientado.
—Sólo estoy tratando de decir que algunas de las mismas personas, por los mismos motivos, pueden haber estado complicadas en ambos robos. Sabemos quién cometió el más reciente. Fue su hijo Nick, bajo la presión de otras dos personas, Jean Trask y Sidney Harrow.
Chalmers se inclinó hacia adelante, apoyando su frente sobre la mano. Su calva brillaba, indefensa como una tonsura.
—¿Fue él quien mató a esas personas?
—Usted sabe que lo dudo, pero no puedo probar que no lo haya hecho. Hasta ahora. Vamos a detenernos en los robos, por ahora. Nick se llevó una caja de oro que contenía sus cartas —tuve buen cuidado de no mencionar a su madre—. Es probable que las cartas fueran incidentales. La caja de oro era lo principal: la señora Trask la quería. ¿Usted sabe por qué razón?
—Presumiblemente porque era una ladrona.
—Sin embargo, ella no pensaba lo mismo. Fue muy franca con respecto a la caja. Parece que había pertenecido a la abuela de la señora Trask y que, después de su muerte, su abuelo se la dio a su madre.
La cabeza de Chalmers se hundió aún más. Se pasó los dedos por los cabellos.
—Se está refiriendo al señor Rawlinson, ¿no es así?
—Me temo que sí.
—Todo esto me deprime muchísimo —dijo—. Está desvirtuando una inocua relación entre un hombre anciano y una mujer madura…
—Olvidemos la relación.
—No puedo —dijo—. No puedo olvidarme de ella.
Su cabeza se había agachado contra la mesa, protegida por sus manos y brazos.
—No estoy juzgando a nadie, señor Chalmers, y menos que nadie a su madre. Se trata sólo de que había una conexión entre ella y Samuel Rawlinson. Rawlinson dirigía un banco, el Occidental de Pasadena, y fue a la quiebra por un desfalco cometido en la época del robo. Su yerno, Eldon Swain, fue acusado de desfalco, tal vez con fundamento. Pero me sugirieron que el señor Rawlinson pudo haber saqueado su propio banco.
Chalmers se incorporó rígidamente.
—¿Quién sugirió eso, por el amor de Dios?
—Otro personaje del caso… Un ladrón convicto que se llama Randy Shepherd.
—¿Y usted acepta la palabra de semejante hombre y le permite ensuciar el nombre de mi madre?
—¿Quién ha dicho nada acerca de su madre?
—¿No irá a sugerirme la preciosa hipótesis de que mi madre aceptó dinero robado de ese explotador de mujeres? ¿Es eso lo que tiene en su mente retorcida?
Sus ojos se habían inyectado de húmeda furia ardiente. Se levantó parpadeando e intentó golpearme en la cara con la mano abierta. Fue un débil intento. Agarré su brazo por la muñeca y se lo devolví.
—Ya veo que no podemos hablar, señor Chalmers. Lo siento.
Fui hasta mi coche y me dirigí colina abajo hacia la carretera. La niebla aún cubría la parte baja de la ciudad como un manto gris.