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Como si lo hubiéramos concertado, Betty vino hasta la puerta de entrada y me pidió que volviera a entrar.

—Tengo las cartas —dijo con calma—. Las cartas que Nick sacó de la caja fuerte de su padre.

La seguí escaleras arriba hacia su estudio. Sacó un sobre de papel de un cajón. Estaba repleto de cartas enviadas por vía aérea y ordenadas en su gran mayoría por fechas. Debían ser unas doscientas.

—¿Cómo sabe que Nick las sacó de la caja fuerte?

—Me lo dijo él mismo anteanoche. El doctor Smitheram nos dejó solos durante un momento. Nick me dijo en qué lugar de su apartamento las había escondido. Ayer fui a buscarlas.

—¿Dijo por qué razón las cogió?

—No.

—¿Y usted lo sabe?

Se encaramó en un alto banco multicolor.

—Se me ocurrieron varias cosas —dijo—. Supongo que tiene que ver con todo el asunto padre-hijo. A pesar de todo el problema, Nick siempre sintió mucho respeto por su padre.

—¿Eso va también por su padre y usted?

—No estamos hablando de mí —contestó tajante—. De cualquier manera, las chicas son diferentes… Somos mucho más ambiguas. Un muchacho quiere parecerse o no parecerse a su padre. Yo creo que Nick lo quiere.

—Eso aún no explica la razón por la cual Nick robó las cartas.

—No he dicho que pudiese dar una explicación. Tal vez estaba tratando de apoderarse del heroísmo de su padre y todo eso, ¿entiende? Las cartas eran importantes para él.

—¿Por qué?

—El señor Chalmers les daba importancia. Se las leía en voz alta a Nick… Algunas de ellas, al menos.

—¿Recientemente?

—No. Cuando Nick era un niño.

—¿De ocho años?

—Empezó a esa edad. Creo que el señor Chalmers trataba de disciplinarle, de hacer de él «un hombre» y cosas por el estilo.

Su tono era un poco desdeñoso, no tanto hacia Nick o hacia su padre sino con respecto a la disciplina.

—Cuando Nick tenía ocho años —dije— sufrió un serio accidente. ¿Está enterada de eso, Betty?

Asintió con vehemencia. Su cabello se deslizó hacia adelante, cubriendo casi toda su cara.

—Mató a un hombre, me lo dijo la otra noche. Pero no quiero hablar de eso, ¿de acuerdo?

—Una sola pregunta. ¿Qué actitud tenía Nick con respecto a ese asesinato?

Se abrazó a sí misma como si sintiera un escalofrío. Acurrucada sobre el banco, rodeada por sus brazos y escondida tras su cabello, parecía un gnomo.

—No quiero hablar de eso.

Recogió sus rodillas y apoyó su cara contra ellas, como si estuviera imitando a Nick en su pose de desesperación.

Llevé las cartas hasta una mesa cerca de la ventana. Desde donde estaba sentado podía ver la fachada de la casa de los Chalmers, de un blanco brillante bajo su tejado de tejas rojas. Daba la impresión de ser un edificio con una historia. Y leí la primera de las cartas con la esperanza de enterarme de ella.

Sra. Estelle Chalmers

Pearl Harbor

2124 Pacific Street

9 de octubre de 1943.

Pacific Point, Calif.

Querida mamá:

Sólo tengo tiempo para escribir una breve carta. Pero deseaba que supieras cuanto antes que logré lo que quería. Me dijeron que esta carta será censurada por datos militares, así que mencionaré sólo el mar y el aire y entenderás a qué servicio me han asignado. Me siento como si acabaran de nombrarme caballero, mamá. Por favor, participa al señor Rawlinson mis buenas noticias.

El viaje desde el continente fue insulso, pero bastante agradable. Algunos de mis compañeros pilotos se entretuvieron disparando a los peces voladores desde la popa. Hasta que les dije que estaban perdiendo su tiempo y arruinando la belleza del día. Durante un instante pensé que me vería obligado a pelear con cuatro o cinco de ellos a la vez Pero tuvieron que reconocer la superioridad moral de mi punto de vista y se retiraron de la popa.

Espero, querida mamá, que estés bien y contenta. Nunca he sido más feliz que ahora. Tu hijo que te quiere,

Larry.

Supongo que había esperado recibir mayores revelaciones acerca del caso, y la carta me desilusionó. Resultaba evidente que la había escrito un muchacho idealista y bastante presumido, dominado por un ansia anormal de ir a la guerra. Lo único notable era que ese muchacho se hubiera convertido desde entonces en ese palo de escoba que era Chalmers.

La segunda carta del paquete había sido escrita unos dieciocho meses después de la primera. Era más larga e interesante, el resultado de una personalidad más madura, templada por la guerra.

Sgto. L. Chalmers

USS Sorrel Bay (CVE 185)

15 de marzo de 1945

Señora Stelle Chalmers

Pacific Point, California

2124 Pacific Street

Queridísima mamá:

Aquí estoy, de nuevo en el frente, así que mi carta no partirá durante un tiempo. Me resulta difícil escribir una carta que tendré que guardar.

Es como llevar un diario, cosa que detesto, o sostener una conversación con un dictáfono. Pero escribirte a ti, querida mamá, es otra cosa.

Aparte de las cosas que el censor no dejaría pasar, las novedades acerca de mí son casi las mismas. Vuelo, duermo, leo, como, sueño con el hogar. Igual que todos nosotros. Para ser la nuestra una nación que ha formado no sólo la más poderosa sino también la más experimentada Marina del mundo, los americanos somos un manojo de espantosos marineros bisoños. Lo único que deseamos es regresar a la Tierra Patria.

Esto se refiere a los reclutas de la Marina, que sueñan con misiones en tierra y con la licencia, no con quienes son marinos de carrera. Esto va también para la Marina británica, ya que hace poco me encontré con algunos de sus oficiales en determinado puerto. Esa noche oímos rumores acerca de la rendición de Alemania y emocionaba ver los deseos llenos de esperanza de esos británicos. Como sabrás, el rumor resultó falso, pero Alemania puede haberse rendido en el momento en que recibas esta carta. A Japón le queda un año más a partir de ese momento.

Conocí unos compañeros pilotos que habían volado sobre Tokio y que me contaron cómo se habían sentido. Bastante bien, dijeron, porque ninguno de los aviones de su escuadrilla había sido abatido. (La mía no fue tan afortunada). Regresaban a los Estados Unidos después de completar sus misiones, y eso les hacía muy felices. Sin embargo, estaban tensos, sus rostros rígidos, y reaccionaban con violencia contra sus emociones. Hay algo en los pilotos que hace pensar en los caballos de carreras… Algo desarrollado hasta un nivel casi enfermizo. Espero no aparecer así ante los ojos de los demás.

El jefe de nuestro escuadrón, el comandante Wilson, también es así (Ya no censura el correo, así que lo puedo decir). Ya lleva cuatro años en esto, pero conserva exactamente la misma distinción del que acaba de salir de Yale. Sin embargo, parece haberse detenido en su evolución. Ha dado lo mejor de sí mismo a la guerra y nunca será el hombre que podría haber sido. (Piensa entrar en el servicio diplomático cuando esto termine).

Aparte uno o dos chaparrones, el tiempo ha sido bueno: el sol brilla, el mar es de un azul resplandeciente, lo cual ayuda a volar. Lo que no ayuda es un oleaje bastante fuerte. La vieja bañera se sacude y se esfuerza, y a cada rato se menea como una bailarina de hula-hula mientras las cosas se deslizan hasta el suelo. Una cuna de las profundidades, para forjar un dicho. Bueno, me voy a la cama.

Cariñosamente,

Larry.

La carta impresionaba bastante, con esa tristeza que se deslizaba entre sus observaciones. Me quedó grabada una frase: «Ha dado lo mejor de sí mismo a la guerra, y nunca será el hombre que podría haber sido», porque se podía aplicar a Chalmers mismo tanto como al comandante de su escuadrón. La tercera estaba fechada el 4 de julio de 1945:

Queridísima mamá:

Estamos bastante cerca del ecuador y el calor aprieta, aunque no tengo intención de quejarme. Si mañana seguimos anclados cerca de este atolón trataré de salir del barco para nadar. No lo he vuelto a hacer desde que zarpamos de Pearl hace meses. Sin embargo, uno de mis grandes placeres diaños es la ducha que me doy todas las noches antes de acostarme. El agua no está fría, porque el mar tiene temperaturas de 32 °C y no la pueden enfriar. Se supone que no tenemos que gastar demasiada cantidad porque toda el agua que utilizamos a bordo tiene que ser condensada del agua de mar. Con todo, me gusta mi ducha.

Otras cosas que me gustarían: huevos frescos para el desayuno, un vaso de leche fría, salir a navegar desde el Point, la posibilidad de sentarme a charlar contigo, mamá, en nuestro jardín enclavado entre las montañas y el mar. Lamento muchísimo saber que estás enferma y que tu vista ha disminuido. Por favor, da las gracias a la señora Truttwell de mi parte (¡Hola, señora Truttwell!), por leerte en voz alta.

No tienes que preocuparte por mí, mamá. Después de un período no del todo tranquilo (durante el cual nuestro escuadrón perdió al comandante Wilson y a demasiados otros) estamos peleando por una victoria segura. Tan segura que me hace sentir culpable, aunque no tanto como para saltar de la borda y nadar rápidamente hacia Japón. Las noticias de allá son buenas, ¿eh?… Me refiero a la destrucción de sus ciudades. Ya no es ningún secreto que haremos con Japón lo que ya le hicimos a cierta isla (que no debe tener nombre) que sobrevolé tantas veces.

Cariñosamente,

Larry.

Volví a guardar las cartas en el sobre. Parecían señalar los puntos de una curva. El joven —o el hombre— que las había escrito había pasado del vehemente idealismo de la primera a una rápida y asombrosa madurez en la segunda. Y decaía, en la tercera, en una especie de cansancio. Me pregunté qué podía ver Chalmers mismo en sus cartas como para leerlas en voz alta a su hijo.

Me volví hacia la muchacha, que no se había movido de su banco:

—¿Ha leído estas cartas, Betty?

Levantó la cabeza. Su mirada era sombría y ausente.

—¿Cómo decía? Discúlpeme, estaba pensando.

—¿Ha leído estas cartas?

—Algunas. Quería saber a qué se debía tanto alboroto. Yo opino que son aburridas. La que se refiere al bombardeo de Okinawa me parece odiosa.

—¿Puedo guardarme las tres que he leído?

—¿Por qué no las guarda todas? Si papá las encuentra aquí, tendré que explicarle de dónde las he sacado. Y será otro clavo para el ataúd de Nick.

—No está en su ataúd. Y no ayuda en nada hablar como si lo estuviera.

—Por favor, no me suelte sermones, señor Archer.

—¿Por qué no? No creo que las personas lo sepan todo al nacer y lo olviden cuando crecen.

Reaccionó positivamente frente a mi tono de enfado.

—Esa filosofía tiene reminiscencias platónicas. Yo tampoco creo en ella.

Se deslizó del banco y salió de su letargo para acercarse a mí.

—¿Por qué no le entrega las cartas al señor Chalmers? No tiene por qué decirle dónde las encontró.

—¿Está en casa?

—No tengo la menor idea. La verdad es que no paso todo mi tiempo ante esta ventana espiando la casa de los Chalmers. —Con una breve sonrisa incolora, agregó—: Al menos nunca más de seis a ocho horas diarias.

—¿No le parece que es hora de que pierda esa costumbre?

Me miró compungida.

—¿Usted también está contra Nick?

—Claro que no. Pero casi no le conozco. Es a usted a quien conozco, y detesto verla atrapada entre dos alternativas bastante deprimentes.

—Se refiere a Nick y a mi padre, ¿no es así? No estoy atrapada.

—Sin embargo, lo está, igual que una doncella en una torre. Esta guerra fría, de tensiones, con su padre, puede parecer una batalla por la libertad, pero no lo es. Sólo consigue depender más y más profundamente de él. Ni siquiera si consigue separarse no será libre. Se las arreglará para depender de otro varón que la domine. Y me refiero a Nick.

—No tiene derecho a atacarle…

—La estoy atacando a usted —dije—. Mejor dicho, a la situación en que se ha colocado. ¿Por qué no sale del medio?

—¿Adonde podría ir?

—No tendría que preguntármelo a mí. Tiene veinticinco años.

—Pero tengo miedo.

—¿De qué?

—No lo sé. Sólo sé que tengo miedo. —Después de un silencio agregó en voz baja—: Usted sabe lo que le ocurrió a mi madre. Se lo conté, ¿verdad? Miraba a través de esta misma ventana —éste era su cuarto de costura— y vio en casa de los Chalmers una luz que no tenía por qué estar encendida. Fue hasta allá y los ladrones la echaron a la calle, la atropellaron y la mataron.

—¿Por qué la mataron?

—No lo sé. Tal vez sólo fue un accidente.

—¿Qué buscaban los ladrones en la casa de los Chalmers?

—No lo sé.

—¿Cuándo ocurrió eso, Betty?

—En el verano de 1945.

—Era demasiado pequeña como para acordarse, ¿verdad?

—Sí, pero mi padre me lo contó. Desde entonces tuve miedo.

—No lo creo. No actuó con miedo la otra noche, cuando la señora Trask y Harrow vinieron a la casa de los Chalmers.

—Sin embargo, estaba terriblemente asustada. ¡No debí haber ido allá! Los dos están muertos.

Empezaba a comprender el miedo que la dominaba. Creía o sospechaba que Nick había matado tanto a Harrow como a la señora Trask, y que ella había actuado de catalizador. Tal vez en algún oscuro rincón de su mente, más allá de la memoria y bajo el nivel del lenguaje, existía el falso pero culpable sentimiento de que su ser infantil había matado de alguna manera a su madre en la calle.