Moira no me esperaba abajo ni en mi coche. La encontré por casualidad en el aparcamiento reservado para los médicos. Estaba sentada detrás del volante del Cadillac de su marido.
—Me he cansado de esperar —dijo con suavidad—. Se me ha ocurrido poner a prueba tus habilidades de investigador.
—Es mal momento para jugar al escondite.
Mi voz debió parecer de enfado. Como reacción cerró los ojos. Luego bajó del coche.
—Sólo estaba bromeando. Aunque no del todo. Quería ver si me buscarías.
—Lo he hecho. ¿Está bien?
Me cogió del brazo y me lo sacudió levemente.
—Sigues enfadado.
—No estoy enfadado contigo. Se trata de tu bendito marido.
—¿Qué ha hecho Ralph ahora?
—Me ha humillado y me ha llamado ex marinero. Eso en cuanto a mí se refiere. Lo otro es más serio. Si sólo pudiera estar cinco minutos con él aclararía cantidad de cosas.
—Espero que no me estés pidiendo que interceda ante Ralph.
—No.
—No quiero verme metida entre vosotros dos.
—Si no quieres eso —dije— será mejor que vayas y encuentres un lugar mejor para esconderte.
Me miró de reojo. Pesqué un destello de su ser íntimo, tímido, jovial y temeroso de ser herido.
—¿Lo dices en serio? ¿Quieres que me vaya?
La abracé y le contesté sin palabras. Al cabo de un minuto se soltó.
—Estoy lista para ir a casa ahora. ¿Y tú?
Le dije que sí, pero no lo estaba del todo. Mis sentimientos hacia el doctor Smitheram, de rabia agudizada ahora por la desconfianza, contrastaban con lo que sentía por su mujer. Y derivaron mis pensamientos hacia direcciones menos agradables: la posibilidad de utilizarla para acercarme a él, para volverme contra él. Traté de apartar esos pensamientos, pero quedaron agazapados en las sombras, como hijos traviesos a la espera de que se apaguen las luces.
Enfilamos la carretera hacia el norte. Moira percibió mi preocupación.
—Puedo conducir yo si estás cansado.
—No se trata de esa clase de cansancio. —Me toqué la cabeza—. Tengo que resolver algunos problemas y mi computadora es un modelo pre-binario bastante anticuado. No dice sí y no. La mayoría de las veces dice «puede ser».
—¿Acerca de mí?
—Acerca de todo.
Seguimos en silencio hasta pasar San Onofre. La gran esfera del reactor atómico relucía en la oscuridad como una luna caída y muerta. La verdadera luna colgaba encima de él, en el cielo.
—¿Esa computadora tuya está programada para preguntas?
—Algunas preguntas. Otras la dejan completamente fuera de uso.
—Está bien. —La voz de Moira se volvió dulce y seria—. Me parece entender lo que pasa por tu cabeza, Lew. Lo diste a entender cuando dijiste que cinco minutos con Nick podían aclararlo todo.
—No todo. Bastante.
—Crees que asesinó a los tres; ¿no es así? ¿Harrow, la pobre señora Trask y el hombre del terraplén del ferrocarril?
—Puede ser.
—Dime lo que piensas en Realidad.
—Lo que pienso en realidad es que puede ser. Tengo una razonable seguridad de que mató al hombre en el terraplén del ferrocarril. No tengo ninguna seguridad con respecto a los otros dos y cada vez me estoy sintiendo menos seguro. En este momento estoy llegando a la conclusión de que Nick fue utilizado para encubrir a los otros, y que tal vez sepa quién le utilizó. Lo cual significa que él puede ser el próximo.
—¿Por eso no querías venir conmigo?
—No he dicho eso.
—Sin embargo, lo sentí. Mira, si sientes que tienes que dar la vuelta y regresar allí, lo comprenderé. —Se detuvo, y luego agregó—: Además, siempre me queda la posibilidad de legar mi cuerpo a la ciencia médica.
Me reí.
—No es muy gracioso —dijo Moira—. Las cosas siguen ocurriendo el mundo se está moviendo a tanta velocidad que a una mujer le resulta duro competir.
—De todos modos —dije— no tiene sentido regresar. Nick está bien vigilado. No puede salir y nadie puede entrar.
—Lo cual hace que tus dos «puede ser» estén a buen recaudo, ¿no es así?
Nos quedamos en silencio durante bastante tiempo. Hubiera querido interrogarla exhaustivamente acerca de Nick y de su marido. Pero si comenzaba a utilizar a la mujer y a la ocasión, estaría involucrando una parte de mí y de mi vida que deseaba mantener apartada: la parte que me diferenciaba de una computadora o de un espía.
Las informuladas preguntas se desvanecieron después de un rato y mi mente quedó flotando en silencio. La sensación de vivir el caso por dentro, que a veces usaba como una droga para seguir adelante, me fue abandonando.
La mujer que tenía al lado poseía antenas muy sensibles. Como si acabara de quitarme una pantalla protectora, se acercó a mí. Yo conducía sintiendo su calor a lo largo de mi costado derecho y desparramándose a través de mi cuerpo.
Vivía sobre la costa de Montevista, en la cumbre de una colina, en una casa rectilínea hecha de acero, vidrio y dinero.
—Si quieres deja el coche en el garaje. ¿Pasarás a tomar un trago?
—Un trago corto.
Moira no podía abrir la puerta principal.
—Estás usando las llaves del coche —le dije.
Se detuvo para reflexionar.
—Me pregunto qué querré decir…
—Probablemente que necesitas gafas.
—Uso gafas para leer.
Me hizo pasar y encendió una luz en el vestíbulo. Descendimos unos escalones hasta una habitación octogonal casi toda rodeada de ventanas. Casi podía tocar a la luna y, abajo, a lo lejos, se veían las irregulares rayas blancas de las rompientes.
—Es un hermoso lugar.
—¿Tú crees? —Se mostró sorprendida—. ¡Dios sabe lo hermoso que era el lugar antes de que edificáramos, y cuando lo proyectábamos con el arquitecto! Pero la casa nunca lo pudo captar.
Después de un momento, continuó:
—Construir una casa es igual que encerrar a un pájaro en una jaula. Y el pájaro es uno mismo, supongo.
—¿Eso es lo que te enseñan en la clínica?
Se volvió hacia mí con una rápida sonrisa.
—Soy terriblemente charlatana, ¿no?
—Me has hablado de un trago.
Se inclinó hacia mí, reflejando la débil luz exterior en su cara plateada, sus ojos y sus oscuros labios.
—¿Qué quieres tomar?
—Whisky.
En ese momento sus ojos cambiaron y capté de nuevo ese destello desnudo de ella, similar a una luz profundamente escondida en un edificio.
—¿Puedo cambiar de idea? —le pregunté.
Estaba deseando que me acostara con ella. Nos despojamos más o menos de nuestra ropa y nos acostamos como dos luchadores sobre la lona. Luchadores que obedecen reglas especiales, que consideraban que poner y ser puesto de espaldas es igualmente afortunado y meritorio.
En determinado momento, entre una caída y otra, me dijo que era un amante lleno de ternura.
—Envejecer tiene algunas ventajas.
—No es eso. Me recuerdas a Sonny, y él sólo tenía veinte años. Me haces sentir de nuevo igual que Eva en el paraíso.
—Es una ocurrencia bastante extraña.
—No me importa. —Se apoyó sobre un codo; su seno plateado pesaba sobre mí—. ¿Te molesta que mencione a Sonny?
—Aunque parezca extraño, no.
—Tampoco tendría por qué molestarte. Era un pobre chiquillo insignificante. Pero éramos felices juntos. Vivíamos como ángeles inocentes, dedicándonos el uno al otro. Nunca había estado con una mujer antes y yo sólo había estado con Ralph.
Su voz cambió al nombrar a su marido y mis sentimientos también.
—Ralph era siempre terriblemente técnico y seguro de sí mismo. En la cama se comportaba como un ejército que pacificara a un pueblo subdesarrollado. Pero con Sonny era diferente. Era tan dulce e insensato… El amor era como un juego, una fantasía que llevábamos a la realidad, jugando a estar casados. A veces él imaginaba que era Ralph. A veces, yo imaginaba que era su madre. ¿Suena a enfermizo eso?
Lo dijo con una risita nerviosa.
—Pregúntaselo a Ralph.
—Te estoy aburriendo, ¿no es así?
—Al contrario. ¿Cuánto duró esa relación?
—Casi dos años.
—¿Hasta que Ralph regresó a casa?
—Dio la casualidad de que sí. Pero ya había roto con Sonny. La fantasía se estaba descontrolando y él también. Además, yo no podía deslizarme simplemente de su cama a la de Ralph. Así y todo el sentimiento de culpa casi me mató.
Recorrí su cuerpo con la mirada.
—No me das la impresión de estar marcada por la culpa.
Contestó después de un momento.
—Tienes razón. No era culpa. Era simplemente pena. Había abandonado mi único amor verdadero. ¿Para qué? Por una casa de cien mil dólares y una clínica de cuatrocientos mil dólares. No quisiera morir en ninguna de las dos si pudiera evitarlo. Preferiría volver a vivir en un cuarto del Magnolia.
—Ya no está allí —dije—. ¿No estás haciendo demasiado grande el pasado?
—Tal vez estoy exagerando —contestó pensativa—, en especial las partes agradables. Las mujeres tienden a inventar historias creando un personaje de sí mismas.
—Me alegro de que los hombres nunca lo hagan.
Se rió.
—¡Apuesto a que Eva inventó el cuento de la manzana!
—Y Adán inventó el del jardín.
Se acurrucó contra mí.
—Eres un tonto. Es un diagnóstico. Me alegro de haberte contado todo esto. ¿Y tú?
—Me siento capaz de aguantarlo. ¿Por qué lo has hecho?
—Por varias razones. Además, tienes la ventaja de no ser mi marido.
—Ninguna mujer me ha dicho nada más bonito hasta ahora.
—Lo digo en serio. Si le dijera a Ralph lo que te he contado sería mi fin como persona. Me convertiría en otro de sus famosos trofeos psiquiátricos. Probablemente me embalsamaría y me colgaría en una pared de su despacho, junto con sus diplomas. En cierto modo —agregó—, es lo que ha hecho.
Le quería hacer algunas preguntas acerca de su marido, pero el momento y el lugar no eran adecuados, y yo seguía decidido a no usarlos.
—Olvídate de Ralph. ¿Qué le ocurrió a Sonny?
—Encontró otra chica y se casó con ella.
—¿Y estás celosa?
—No. Estoy sola. No tengo a nadie.
Fundimos nuestras soledades una vez más, en algo que era menos que amor pero más dulce que estar solo. Y a fin de cuentas, no regresé a mi casa de Los Ángeles oeste.